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2: Primeras impresiones.

Capítulo 2

Me levanté a la mañana siguiente con un inmenso dolor de cabeza, no obstante, no me importó y cogí mi vieja bicicleta del trastero. Quería dar un paseo por las montañas y dejar que el aire fresco calmase mi resaca. Mis abuelos aún no se habían levantado por lo que, dejándo una nota en la nevera, me dispuse a pedalear lejos de allí. Apenas podía moverme por la cantidad de abrigos que llevaba encima y, subiendo por las inumerables cuestas, acepté que ya no estaba en forma.

Llevé mi mirada hacia el cielo despejado y tomé aire para darle fuerzas a mis delgaduchas piernas. Cuando Isabel y yo eramos unas crías solíamos hacer carreras con nuestras bicicletas, nos gustaba competir y mi testarudez acabó estampándose contra el capó de un coche. Por suerte no me lastimé gravemente y mis huesos rotos se convirtieron en objetivo de nuestras inocentes risas.

Cuando llegué a la cima de la montaña, sudando a más no poder, me detuve en el restaurante de un amigo de mi padre. Los gatos vagaban tranquilos por el aparcamiento del local y un perro de color negro los vigilaba impasible, recostado en la puerta de la cocina. Rodeé la terraza y me percaté de que el ruido de las excavadoras inundaba el local. Levanté una ceja y me apoyé en la barandilla que separaba el restaurante del increíble pantano. Admiré el paisaje.

Los turistas hacían piraguismo en las tranquilas aguas, algunos se colocaban la mano en la frente y alzaban la mirada hacia las montañas que sobresalian del pantano, sorprendidos por semejante obra. Sonreí, mi padre había vivido allí abajo hasta que dieron la orden de que llenasen el diminuto pueblo de agua, aquellas memorias estaban constantemente presentes en su boca y recordaba sus infantiles hazañas con tanto cariño que a veces daban envidia.

Bajé un poco más mi mirada, donde la arena artificial se convertía en rocas blancas que más de una vez se habían clavado en mi espalda al tomar el sol, y levanté las cejas al fijarme en la cantidad de gente que escababa en el suelo. Me incliné un poco más, curiosa por el evento, ya que las cámaras de televisión se agolpaban para tomar las mejores tomas.

-Nunca pasa nada interesante en este pueblo y resulta que, ahora, descubren restos óseos de una sociedad antigua.-Escuché a mi lado, giré el rostro hacia la persona que me estaba hablando y sonreí al ver al dueño del restaurante.

Gonzalo tenía la misma edad de mi padre, ambos habían compartido su adolescencia y en la actualidad seguían siendo muy amigos. Era tan alto como un árbol y ya no le quedaba pelo. Tenía una hija de mi edad, no obstante, nunca habíamos hablado más allá de un hola o adiós.

-Sí, vi algo en Facebook.-Dije, regresando mi atención a los trabajadores.

Me parecía fascinante, a nuestra familia nos encantaba bañarnos allí y jamás nos habíamos parado a pensar que podríamos estar encima de algo prehistórico.

-¿Cómo está tu padre?-Cuestionó el camarero con preocupación.

-Algo mejor, la separación le ha afectado un poco pero acaba de conocer a una mujer y parece simpática.-Respondí.

Cuando Isabel falleció, mis padres dejaron de tener cosas en común. Mamá no soportaba las continuas peleas y, aprovechando que ambos estabamos fuera de casa, recogió todas sus pertenencias. Abandonándonos. Me sentí mal por mi progenitor, su depresión no le permitió salir de la cama y tuve que hacerme cargo de los gastos de dos casas. Pensé varias veces en abandonar la universidad y mi vida en la ciudad, pero por suerte mi padre comenzó a reaccionar positivamente.

El mayor me revolvió el cabello amistosamente y asintió. Su mujer sacó la cabeza por la ventana de la cocina y le pidió que la ayudase con las comandas.

Me tomé un café para darme ánimos y, al salir, choqué contra el musculoso pecho de un hombre que nunca había visto. Me disculpé avergonzada y este siguió su camino sin contestarme, no sin antes apartarme con su brazo. Bufé molesta por su actitud y analicé su aspecto mientras desaparecía en el interior del restaurante; era algo mayor que yo, estaba enfundado en un traje de alta gama y su cabello castaño se encontraba peinado a la perfección. No conseguí ver sus ojos, pues, los ocultaba con unas lujosas gafas de sol. Me subí a la bicicleta a regañadientes.

Volví a encontrarmelo de vuelta a casa, la estrecha carretera me obligó a echarme a un lado para que su mercedes grisáceo no me arroyase. Conectamos miradas en el momento que cruzó por mi lado, su iris gris me recorrió con indiferencia y regresó su mirada hacia la carretera. Me quedé allí unos segundo, experimentando una sensación muy extraña que me dejó pensativa el resto de la tarde.

Los siguientes días fueron muy tranquilos. Por las mañanas me sentaba en el comedor para estudiar y en las tardes paseba por el campo con mi abuela, recorriendo cada rincón de mi infancia. Me alegraba pasar el tiempo con ella, apesar de su edad era muy activa y siempre tenía alguna actividad en mente; recogíamos moras cuando regresabamos, nos acostabamos en el cesped bajo los melocotoneros y hacíamos crucigramas mientras tomabamos los rayos de sol.

Una de aquellas tardes decidí llevar mi cámara fotográfica y, gracias a su personalidad alocada, acabé haciéndole una sesión de fotos. La mujer me recordaba mucho a Martina, la mayor de los nietos. Sus carácteres fuertes se asemejaban y ambas tenían un don para la actuación. Madrid había sido el objetivo estrella para mi prima y, asombrada por el mundo de los focos, se marchó a la capital en cuanto tuvo la mayoría de edad.

Martina tenía una personalidad única, era capaz de hacer reír a los demás en los peores momentos y se llevaba bien con todo el mundo. Además, aunque no supiera cantar, conocía como vender su talento. Todos nos alegramos al escuchar que había sido seleccionada como bailarina en El rey León. Por el contrario, su madre fue incapaz de sentir la misma felicidad que nosotros, ya que su primera hija comenzó a salir con un hombre treinta años mayor que ella y que, para colmar el vaso, arrastraba un historial no muy limpio.

Pero aquello era otra historia y no soy nadie para opinar.

Me senté en el improvisado escritorio que había hecho durante mis tiempos libres e introduje la tarjeta de mi cámara en el portátil. Enseguida, varias carpetas aparecieron ante mis ojos: trabajos de clase, fotografías de mis viajes y, por último, un tierno momento con Nico.

Me quedé un rato apreciando nuestra felicidad, la sonrisa que nos cubría el rostro era sincera y enamorada, sus dedos se amoldaban en mi pelo, acariciándolo, y sus ojos me admiraban con amor. Se me revolvió el estómago al darme cuenta de que lo extrañaba.

Había sido estúpida al creerme aquella mentira, él nunca consiguió amarme como yo lo hacía, si no... ¿Por qué no dudó en acostarse con otra persona, mientras que lo esperaba en casa? A mi nunca se me pasó por la cabeza, el respeto era tan importante en una relación como la confianza y, desde aquel momento, Nico rompió ambas bases.

Pasé las manos por mi rostro, abrumada. Debía resistir un poco más, hasta que ya no sintiera la profunda necesidad de regresar a su lado.

Y pronto me encontraría con algo que cambiaría el rumbo de mis pensamientos.

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