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19: Citas y despedidas.

Capítulo 19

Años atrás, mucho antes de que mis padres y tíos nacieran, una adolescente de trenzas gruesas y ojos claros admiró a un humilde muchacho que tocaba la guitarra. Esa noche de verano, aconstumbrados a pasar el atardecer sentados en el portal de sus hogares junto al calor de sus familias, Elena García se encontró con el hombre que sería su marido tiempo más tarde.

En sus ojos maduros y divertidos, ese tal Jesús Ortega, quien se dedicaba a viajar gracias al dinero heredado de su difunto padre, era el joven más guapo que había visto en su corta vida. Sus ojos verdes, su larga sonrisa y las manos mágicas que tocaban una de las sevillanas favoritas de Elena le resultaron increiblemente atractivas.

El atardecer tintó el cielo y las primeras estrellas comenzaron a aparecer en el instante en que la adolescente rio por el guiño que el músico le lanzó sobre los hombros de los espectadores, demasiados absortos en su felicidad para darse cuenta del coqueteo de ambos muchachos.

Las tímidas sonrisas se transformaron en pequeños encuentros y estos acabaron consolidándose en dulces besos detrás de los olivos de mi bisabuelo. El calor quemó sus mejillas, felices por encontrar a alguien con quien compartir el resto de su vida. La música los acompañó en todo momento, escapándose bajo el alba para consumir un amor que no tardaría en unirse.

Y así fue, tan sólo bastó de diez meses para que Jesús incara la rodilla en el suelo y le regalase a su novia un anillo de plata. Elena soltó las carcajadas más alegres del mundo y la melodía que escapó de su garganta al aceptar la propuesta se quedó grabada en el corazón del viajero que , por primera vez en su vida, había decidido instalarse en el diminuto pueblo.

La ceremonia fue pequeña y apenas consiguieron reunir dinero para su luna de miel, no obstante, la felicidad fue suficiente para transformar aquel día en el mejor de sus vidas.

Elena estaba preciosa, su sonrisa destacaba tanto que Carmela, su hermana mayor, no dudó en sacar las mejores fotografías de ella, Jesús robó una y, hasta el día de su muerte, la guardó en su cartera, aprovechando cada momento para enseñarla. Mis primos y yo solíamos quitársela, adorando la imagen risueña de la anciana y, para mi proyecto de plástica, no dudé en hacer un cuadro gigantesco con ella. Gané varios premios, pero el mejor de todos fue la mirada de orgullo de mi abuelo, quien acabó comprándomelo a un precio bastante alto.

Aún no teniendo demasiado dinero, Jesús y Elena emprendieron un viaje por todo el país, acompañandose de un arrugado mapa y una vieja tienda de campaña. Visitaron todos los monumentos de las ciudades y durmieron abrazados con la amenaza de los molestosos mosquitos del verano. Allí, la dulce muchacha se quedó embarazada de mi tío Alberto y este fue seguido por Galia, Moisés, mi padre, Juan y Anastasia.

Los años pasaron, pero el amor seguía presente, creciendo junto a las canas que decoloraban sus cabellos y los cada vez más numerosos nietos que sus hijos les regalaban.

Envejeciendo, haciéndose más fuerte.

Le pedí a mi madre un tiempo para regresar a la ciudad y su sonrisa me confirmó lo que yo tanto temía: estaba ilusionada por que me mudara con su nueva familia. Quise corresponder su entusiasmo, pensando en las cosas buenas que aquello podía proporcionarme; Ángel disfrutaría de tener a su hermana cerca y yo conseguiría arreglar mis errores del pasado, terminando la universidad en plena tranquilidad. Parecía una idea fantástica, pero algo no encajaba.

Y ese algo tenía mi nombre y apellidos.

Yo era la pieza de un puzle diferente y no sabía cómo encajar en el suyo.

Todo comenzaba a cambiar, la felicidad que había sentido por el regreso de mi madre se borraba lentamente conforme las dudas atacaban mi mente. ¿Dejar a Flavio era lo correcto? Se me revolvió el estómago al pensarlo. Existían las relaciones a distancia, no obstante, ambos sabíamos que aquel estrés podía afectarnos demasiado.

Lloré, al fin y al cabo, detestaba haber iniciado una relación sin pensar en lo que esto suponía. Flavio no se atrevió a mencionar nuestra inminente separación las posteriores semanas y se dedicó a actuar como si nada, rompiendome más el corazón incoscientemente.

Detrás de todos nuestros dulces momentos se encontraba una profunda tristeza que nos perseguía. Quemándonos el pecho, rogando que las horas se alargasen.

Queríamos ser todo, pero no conseguíamos nada.

Suspiré, tirada en el sofá del salón con la cabeza en los muslos de Flavio. La televisión estaba encendida, retransmitiendo una famosa serie española, y el olor de las acelgas que cocinaba mi abuela llenaba nuestras fosas nasales. Me rugió el estómago, deseando comer algo que no fuera fruta o pescado, y el arqueólogo rio sin dejar de acariciar mi cabello con cariño.

—¿Te has tomado las pastillas?—Preguntó la anciana saliendo de la cocina y apagando el televisor para que le prestase algo de atención. Me quejé cuando me impidió ver la parte más interesante.


—Ya voy.—Contesté arrastrando las palabras y me incorporé lentamente.


Flavio me imitó, dirigiéndose a uno de los cajones y sacando un mantel para ayudar a poner la mesa. Mi abuela colocó los brazos en su cintura, admirando lo bien educado que era el hombre, y sonrió cuando este se giró hacia ella.


—Ay, Flavio... Eres un encanto.—Alagó y le tomó de las mejillas para dejar un beso sobre ellas. El arqueólogo volvió a reir, disfrutando de la muestra de cariño que la mayor le proporcionaba.


Hice un pequeño puchero reconociendo que me daba envidia que mi abuela lo mimase tanto, me levanté , acercándome a ella por detrás, y coloqué la barbilla en el arco de su cuello, abrazandola en busca de ese afecto.


—Yo también quiero besos.—Le pedí como una niña pequeña y me llevé un golpe en las manos para que me apartase.


—No, tú tómate las pastillas ahora mismo.—Me ordenó ante la expresión divertida de Flavio.


Lo fulminé con la mirada al percatarme de cómo me sacaba la lengua y pasaba un brazo por los hombros de mi abuela en señal de victoria. Alcancé a leer en sus labios un burlón "me pertenece" y no pude evitar reír sin dejar de negar con la cabeza.


Me encantaba aquella felicidad que cubría mi pecho cuando pasaba tiempo con mi familia y más si lo hacía tan genuinamente como demostraba con sus acciones. Más de una vez lo había encontrado sentado en el banco junto a mi abuelo, hablando como si el anciano fuera la persona más sociable y divertida del mundo. Me sorprendía, pues este no se consideraba una persona de muchas palabras y menos si se trataba de la pareja de una de sus nietas.


Mi padre también se encariñó y, en ocasiones, lo atrapé jugando con el arqueólogo al parchís online. Con el tiempo, la preocupación por que no lo aceptase desapareció y me demostró que Flavio le gustaba más que Nico.


Esa noche cenamos junto a mis abuelos y escuchamos atentamente las anécdotas de su noviazgo. Reímos con cada exageración que  empleaba la anciana a la hora de relatar lo sucedido y, una vez que terminamos de comer, acompañé a Flavio al portal de su hogar.


Agradecí que su casa estuviera a escasos pasos de la mía y traté de ocultar el cansancio que se apoderó de mi delgado cuerpo. No quería que se percatara de lo débil que me había convertido tras el infarto.


Tras mi salida del hospital me cansaba con facilidad y de sólo subir y bajar las escaleras sentía cómo me faltaba el aire. Mi abuelo solía burlarse de mí, comparándome con él y reía cada vez que  Flavio me subía en brazos hasta la planta superior. No obstante, tras aquellas burlas se asomaba un tono preocupado y angustiado. El mayor de la familia pensaba lo mismo que todos: mi estado de salud era deplorable.


Y en efecto, era horrible.

—Buenas noches, Flavio.—Le sonreí desde el portal.

Giró la cabeza antes de entrar y me analizó con un brillo triste en las pupilas. Quería saber en que pensaba, pero no tuve que preguntarle, pues se acercó a mí y me atrajo contra su pecho. Acomodé el rostro en el único lugar donde me sentía genuinamente protegida y disfruté del íntimo abrazo.

—Quédate a dormir.—Pidió con cierta timidez, sus dedos bajaron por mi espalda hasta llegar a mi cintura y me estremecí al sentir su respiración contra mi cuello.

—Mañana tienes que trabajar.—Mordí mi labio inferior, presionando más mi cara contra su tórax en un intento de ocultar mi sonrojo.

Su nariz jugó con mi clavícula y trató de convencerme através de sus cariñosos gestos. No conseguí negarme, coloqué una mano en su cabello y asentí influenciada por los efectos que sus caricias hacían en mí.

Aunque intenté demostrarle que no estaba cansada, el arqueólogo pasó un brazo por debajo de mis rodillas, alzándome con cuidado a lastimarme y me ayudó a entrar en su hogar. Enrollé mis brazos alrededor de su cuello para no caer cuando subió por las escaleras principales y admiré la hermosa decoración de la vivienda.

Me quedé sin respiración por lo lujosa que era por dentro, las paredes tenían tonalidades grises, además se encontraban llenas de cuadros caros que reconocí por el amor que sentía hacia el arte, la sala principal se componía por una cocina y una gran sala de estar separadas por una larga barra americana, los muebles también eran oscuros, contrastando con las luces amarillentas de las bombillas que yacían dentro de las lámparas de cristal, por último, las habitaciones estaban frente a una estrecha terraza que tenía vistas al enorme descampado de la calle trasera.

Seguramente mi expresión reflejaba una intensa fascinación, pues en cuanto mis pies volvieron a tocar el suelo, Flavio me susurró en el oído:

—También tengo un jacuzzi en mi habitación...

Mis mejillas se acalaron por sus acciones y observé atentamente la forma con la que se deshacía de su camiseta. Me preocupé por mi corazón, sintiendo como mis palpitaciones aumentaban cuando me tomó de la mano y me guio hasta su dormitorio.

Sonreí al fijarme en las pegatinas fluorescentes del techo, estas tenían formas de estrellas e iluminaban toda la habitación. Tuve la sensación de que estabamos en medio de una montaña, bajo la suave luz de las estrellas. El mayor me entregó una de sus camisetas para que no me sintiera incómoda a la hora de bañarme en el gran jacuzzi que yacía tras una cristalera corredera.

—Puedes cambiarte en el baño.—Me indicó sin abandonar su hermosa sonrisa.

Asentí mientras seguía sus indicaciones hasta llegar a este, me quité la ropa, evitando tocar la cicatriz de la operación, y me vestí con la enorme camiseta del mayor. Di las gracias por compartir la altura con un enanito del bosque, ya que podía ocultar mis muslos con la prenda, y, una vez que me sentí lo suficientemente preparada para afrontar el momento, regresé a su lado.

Me mordí el labio superior en el instante que lo ví allí dentro, su cabeza estaba ligeramente inclinada y el cabello negro que poseía se hallaba totalmente húmedo. Hicimos un breve contacto visual al encontrarnos tras la cristalera y me regaló una sonrisa ladina que, en vez de tranquilizarme, aumentó el nerviosismo que me invadía.

Caminé hacia él y, tomando su mano, me adentré en el agua caliente. La camiseta se ciñó a mi cuerpo, mientras que el denso baho humedeció el cristal.

—¿Estás bien?—Me preguntó, refiriéndose a mi pesada respiración. Se acercó a mí y apartó un mechón rebelde de mi rostro. El breve tacto consiguió que me estremeciera y tuve la necesidad de pedirle que siguiera.

—Me cuesta hacer movimientos fuertes.—Dije algo avergonzada.

—Es normal, cuando empieces la rehabilitación mejorarás poco a poco.—Me revolvió el cabello y me rodeó con sus brazos para apegarme más a él. Quedé sentada sobre sus piernas estiradas y, gracias a la cercanía, examiné cada centímetro de su rostro.

Detuve mi atención en las diminutas pecas de sus mejillas y pasé los dedos por ellas, necesitando contarlas repentinamente. Abrí los labios para decir algo, sin embargo, su rebelde boca me atacó con un apasionado beso. Cerré los ojos y me permití disfrutar de sus acciones.

Quise dejarme llevar por la dulzura de sus caricias, amando cada instante y deseando que aquella noche no acabase nunca.

Nos desnudamos en cuerpo y alma.

Cuidó de mí como si fuera algo precioso y yo intenté hacer lo mismo por él, besando las cicatrices que marcaban su cuerpo. Flavio me respondió con lágrimas que mezclaban dolor y felicidad, volvió a confesarme cuanto me amaba y caímos rendidos bajo las estrellas del techo.

Deseé que fueramos eternos.

Era imposible.

Dormimos en paz, sin pastillas, tampoco despertamos durante la noche. Sólo, nos necesitábamos mutuamente.

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