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Cap. 7

La sirvienta llamó a la puerta.

—¿Necesita algo más?

—No, Esme. Gracias. —Sonrió Jane, anudándose el albornoz—.

Las manecillas del reloj tocaban delicadamente las nueve en punto, y Jane reguló los grifos para llenar la bañera.

Apenas había pegado ojo por beber de noche, y su expresión la delataba. Por eso su madre no la dejó ir a trabajar.

Mirándose en el espejo acarició las bolsas bajo sus ojos oscuros. Con el pelo recogido se apreciaban más sus pómulos hundidos, la forma de su mandíbula y las clavículas. Suspirando se quitó el albornoz, rindiéndose bajo el agua caliente de la bañera.

Apoyó la cabeza en el filo, y cerró los ojos, rodeada por espuma. Pensando en la calma del día, el cielo nublado y el graznar de los pájaros ante la monotonía.

—¿Has visto mi perfume?

La puerta se abrió de par en par. Jane ahogó un grito, cubriéndose el pecho.

—¡No! ¿¡Qué haces aquí?!

Su hermana pequeña resopló, investigando los frascos del lavabo.

—Mamá irá a comprar por la tarde y necesito el mismo perfume.

—Brianna, ¿cuántas veces te he dicho que no hagas esto? 

—Te he visto desnuda más de una vez.

Jane salió a regañadientes de la bañera, poniéndose el albornoz antes de tocar las baldosas del suelo.

—Aclárate la espuma o te caerás.

—Yo nunca toco tus cosas. —Le arrebató la maquinilla eléctrica—. ¡Fuera!

—¡Vale, vale!

Ella levantó los brazos, siendo empujada fuera del baño, y Jane cerró con pestillo antes de que siguiera insistiendo. 

Se secó en un rincón, junto a la puerta, y se puso la ropa. La falda plisada que caía hasta sus rodillas, y la blusa a juego. Salió del baño, y anduvo hasta su habitación para ponerse los zapatos y el cinturón.

Vio que la sábana que cubría el caballete de pintura se había escurrido, y volvió a cubrir el lienzo a medio terminar. Iba a salir del dormitorio, pero se detuvo al verse en el espejo de pie.

Repasó cada arruga de la blusa que le quedaba holgada. Llevaba los primeros botones desabrochados, donde debía verse el comienzo de un escote, pero no había nada. Su pelo cobrizo en ese recogido dejaba ver una frente demasiado grande, la falda debería ser una talla menos y ni siquiera el cinturón de cuero la ajustaba de una manera que quedase bonita.

Se dejó el pelo suelto, y bajó la cabeza, abrochándose los botones hasta el cuello.

Solo se giró al escuchar una melodía. Abrió la ventana de su dormitorio, y un par de pájaros echaron a volar. Ahí abajo, en el patio trasero, estaba Dorothy tocando Inverno de Vivaldi.
Llevaba un vestido lavanda que ondeaba con la brisa de otoño, y mientras tocaba el violín con los ojos cerrados se mecía con la música. Tocaba con tal exactitud que ni una nota descarrió en sus dedos.

Jane sonrió al verla, apoyándose en el alféizar de la ventana. 

—¡Eh, guapa! 

Un hombre apareció, y ella dejó de tocar abruptamente. Jane frunció el ceño.

—Qué bien tocas. —Le sonrió, acercándose más de lo que ella se apartó—.

—Gracias.

—¿Eres nueva por aquí? Si te hubiese visto te reconocería.

—No. No soy de aquí.

Ella intentó entrar en casa otra vez.

—¿Cuánto debería pagar para que tocases para mi, preciosa? —La siguió, cogiéndola de la cintura—.

—No...

—¡Eh! —Jane gritó desde la ventana. El hombre levantó la cabeza—. ¿Quién es y qué hace en mi propiedad?

El hombre utilizó una mano como visera, y al retroceder Dorothy entró en casa.

—Ah, ¡hola! Somos vecinos, creo.

Philip salió de casa, vistiendo una camisa y tirantes al ser su día libre.

—¿Quién coño eres tú? —Se acercó al chico, sacándole una cabeza de altura—. 

Él, ahora, pareció cohibirse.

—Perdone, señor. Somos vecinos.

—Dime tu nombre.

Jane no escuchó su respuesta.

—¿Cómo? —Philip se acercó más a él—. Habla más alto, chico.

—¡Frank Hilder, señor!

El mayor asintió.

—Mira, Frank, si vuelves a tocar, hablar, o mirar a una de mis hijas voy a cortarte la mano y enviártela a casa, ya que somos vecinos.

—Lo-Lo lamento, señor, no quería ofenderlo. —Le respondió, cabizbajo—.

—Ahora que lo has entendido fuera de mi propiedad.

El chico asintió, y casi se cayó saliendo de la parcela. Philip lo miró, y luego levantó la cabeza hacia Jane en la ventana.

—¿Todo bien?

—Sí, papá.

—¿Qué haces vestida así? Son las nueve de la mañana.

—Mamá no quiere que vaya hoy.

Philip revisó la hora en su reloj.

—Ponte el uniforme, nos vamos a trabajar.

(...)

Después de una jornada en el almacén del cuartel, haciendo inventario y reposición de materiales médicos, Jane salió a comer a la cantina. 

—¡Hola, Jane! 

—Hola, Maggie.

—Pensábamos que no volverías.

—Yo también. —Jane se quitó el delantal, dejándolo en el respaldo de la silla—. 

Se sentó delante de ellas, y la enfermera rubia se presentó como Asha.

Empezaron a comer, y se enteró de que una tal Amelia lo estaba pasando mal y no tenía dinero para llegar a fin de mes. Pero, supuestamente, se lo merecía por no escucharlas cuando la advirtieron.

—¿Quién es Amelia? —Les preguntó al final—.

—Es una amiga. 

—Seguro que la has visto por el pueblo. —Comentó Asha, moviendo las manos mientras hablaba—. Es alta, con el mismo peinado siempre, y tiene un acento del oeste. Como tú.

—La sastrería de la plaza era suya, pero tiene tantas deudas que la ha perdido, y ahora trabaja quince horas en la fábrica de telas por muy poco.

Jane suspiró, terminando su ración de arroz.

—¿No os parece cansado?

—¿El qué?

—Tejer, contestar teléfonos, cuidar de soldados, donar sangre... ¿No os parece cansado nuestro trabajo?

—Sí, pero todos los trabajos cansan. —Maggie se encogió de hombros—.

—Preferiría estar cansada después de arreglar máquinas o cargar armas que continuar cuidando de los demás.

—¿Pero si no los cuidamos qué pasaría con ellos? —Preguntó Asha—.

Jane relajó los hombros, mirando la mesa.

—¿Si nuestro trabajo es tan importante porque ni siquiera es un trabajo? 

—Porque somos mujeres. —Maggie le tocó la rodilla, sonriéndole—. Es para lo que estamos hechas. Mantenemos el mundo, y dejamos que ellos piensen que lo hacen todo. Son hombres.

Jane miró su mano, y luego la miró a los ojos.

—Estoy cansada de ser mujer.

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