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Cap. 36

Al día siguiente, cuando el reloj acariciaba las diez de la mañana, Argos estaba en los pies de Jane en la cocina.

—¿Vuelves a desayunar? —James entró, sentándose a su lado—.

—¿Has llamado a Maggie?

—Yo he preguntado primero.

Jane se limpió el sirope de los labios.

—Es que tenía hambre.

Él le sonrió de lado. Los rayos de sol entraban por la ventana abierta, y teñían el pelo de Jane de un rojo anaranjado. Pero no aclaraban el color de sus ojos oscuros.

—¿Puedo desayunar otra vez, también?

—Sí. —Compartió el plato de tortitas, pero se acercó el plato con huevos de un tirón—. El bacon no.

—He llamado al hotel de Margaret. —Se sirvió café—. Ha dicho que ahora podemos pasar.

Jane vio cómo le temblaba la taza. Y recordó que los días de esa semana prometida se iban consumiendo.

—De acuerdo.

Se inclinó para coger un trozo de pan, y le saltó un botón de la blusa. James dio un trago al café, y suspiró calmado.

—Si esta es tu nueva manera de provocarme, es muy original.

—¿Has visto dónde ha caído el botón? —Miró el suelo—.

—Ven, que te ayudo.

Jane se levantó inocente para mirar la mesa desde su sitio, y él la cogió de las caderas para besarle el hombro, bajando la boca entre sus pechos.

—No, no, para. —Intentó apartarlo—. Llegaremos tarde, y tengo que pasar por el banco.

—¿Ni un poquito? —Bajó las manos hacia su culo, dándole un apretón—. Diez minutos.

—Lo que quieres es distraerme porque no quieres ir y...

Empezó a besarle el cuello, lamiendo y succionando su piel lentamente.

—Oh, esto se siente muy bien... —Dejó una mano en su nuca—.

Él se levantó de la silla, haciéndola retroceder.

—Bueno, vale. —Jadeó, ya roja, quitándole los botones—. Pero un poco.

Le abrió la camisa hasta la mitad, y lo abrazó de la cintura, besando el tatuaje de su pecho.

Luego subió por la nuez de su cuello, por su mandíbula y labios, mientras él le acariciaba la cara. La hizo girarse, y Jane apoyó las manos en el fregadero.

Miró por la ventana. James había puesto una valla alrededor de sus flores, para separar el jardín de las demás hectáreas que dirigían al bosque. El sol golpeaba la hierba alta, y la brisa hacía bailar las ramas de los árboles. La belleza efímera de la primavera, que se iría con los primeros vestigios de otoño.


(...)


—No sabía que Henry tenía un coche tan caro.

Las puertas del ascensor se abrieron.

—Prefería quedarse bajo la lluvia antes que entrar con la ropa mojada y arruinar el cuero. Pero se fue tan rápido que olvidó las llaves. —Respondió Jane, tomando su brazo—. Es el Buick Super de su padre.

—El motor suena bastante bien.

—No voy a preguntar si tienes carnet.

—Oye, ¿estás bien?

Jane frunció el ceño, mirándolo a su lado.

—Sí, ¿por qué?

—No lo sé, desde que salimos de casa no has dejado de sonreír.

Ella negó con la cabeza, sonriendo. Llegaron a la habitación de Margaret, y fueron a llamar.

—¿Preparado? —Le preguntó Jane—. Es un cuarto piso, no puedes huir. Pero si saltas igualmente y me dejas sola con ella avísame, porque es muy incómodo.

—Has sido tú la que ha insistido, y está abierto.

James empujó la puerta, y entraron.

La habitación estaba a oscuras, con las cortinas corridas.

—¿Margaret? —La llamó Jane—. La puerta estaba abierta.

—No está, vámonos.

—¿Y por qué hemos salido media hora tarde, eh? —Bajó la voz—.

—¿Porque tu puerta también estaba abierta?

—¡Cállate!

Le tiró una camisa que estaba encima de la mesa y él la cogió al vuelo, estornudando.

—Salud.

—Yo no he estornudado. —Respondió James—.

Jane levantó la cabeza hacia él, y él fue hacia ella para cogerla del brazo antes de encender la luz.

—¿Pero qué coño...?

—Oh, no. —Maggie se levantó de la cama, cubriéndose con la sábana—. Habéis entrado sin llamar y no os he oído.

—¿¡Pero qué coño es esto!? —Gritó el hombre, también a medio vestir—.

Jane abrió mucho los ojos, cubriéndose la boca.

—Joder, qué espectáculo. —James apartó la mirada, soltándole el brazo para frotarse la cara—.

—¿Señor Morgan?

Él siguió vistiéndose.

—¿Lo conoces? —Dijo Maggie—.

—Sí...

—Ah, es el padre de tu futuro ex marido, y lo has encontrado en la cama con otra mujer.

—Mierda. ¡Fuera! —Jadeó el coronel Morgan, abrochándose el pantalón—. Lo habéis preparado todo, ¿verdad? ¡Era una trampa!

—A ver, ¿de qué coño va esto? —Pidió James—.

Jane se cruzó de brazos.

—Pues de que espero que la demanda de divorcio se retire. Porque puedo sufrir una crisis de ceguera pasajera, o no.

—¿Qué estás diciendo? ¿Me estás amenazando? —Se acercó a ella, con la cara roja de ira o vergüenza—. Como si tuvieses algo para amenazarme, puta.

Le escupió en los pies. Y casi cayó hacia atrás cuando James le dio un puñetazo en la boca.

—¡Dios!

—¿¡Pero qué coño has hecho, imbécil!? —Gritó Maggie—.

El coronel se sostuvo de la mesa.

—¿Sientes la mano? —Le preguntó Jane con el corazón en la garganta, viendo sus dedos temblorosos—.

Unos ríos de sangre bajaban de sus nudillos.

—¿Cómo te atreves? —Le gritó el coronel, acercándose a él—. ¿Sabes quién soy?

—Quien me envió a morir a Pearl Harbor. —James se acercó otro paso—.

—Voy a hacer que te arrepientas de esto toda tu vida. —Se limpió la nariz—.

—James, no lo empeores. —Le pidió—. Por favor, déjalo.

—Soy tu superior.

—No me importa. —Se acercó más a él—.

—No voy a permitir que un asesino de mierda siga trabajando en mis tropas.

—Muy bien, yo soy una mierda. Ella no.

—Ella es una puta.

Iba a matarlo. Se veía en sus ojos. Pero apretó el puño izquierdo, y lo tomó con fuerza de la camisa.

—Repítelo.

—Yo creo que no hará nada más. —Maggie se acercó, abrochándose una bata de satén—.

Jane la miró, sin entender qué pretendía.

—Un abogado de confianza me contó que, en este estado, las leyes de divorcio están basadas en la culpa. Y hasta donde sé, te han visto cometer actos de adulterio, abandono y crueldad. —Hizo un puchero—. Qué pena. Si tu mujer se enterase se quedaría con la mitad de tus bienes. Aunque tu hijo quiere quitarle todo a Jane. ¿Quién crees que lo haría primero?

Por cómo lo tenía James, Morgan apenas podía tragar saliva, pero lo soltó lejos de él.

Se frotó el cuello, respirando mal, y miró a Maggie.

—Eres una zorra con suerte.

—Te vamos a dar hasta mañana. —Le guiñó el ojo—.

—Esto no se quedará así. Acuérdate de mis palabras.

Sin poder respirar bien tomó su abrigo, y salió por la puerta dando un golpe.

—Gracias, don impulsivo, casi te lo cargas todo.

—¿Por qué has hecho esto? —Jane la miró a los ojos—.

—Habríais tenido que ver menos si hubieseis llegado a la hora.

—Podríamos haber visto menos si hubieses avisado. —Le dijo James, sosteniéndose la muñeca—.

—El factor sorpresa es importante.

—¿Cómo lo sabías? —Preguntó Jane—.

Maggie solo se encogió de hombros, así que se acercó a James para mirarle la mano derecha, sucia de sangre.

—Madre mía. Es que nunca piensas, eres un bruto.

—Pensaba que era así cómo nos conocimos.

—¿Te duele? —Probó que no tuviera nada roto—.

—No.

Vio que entre los nudillos tenía un corte.

—Te has cortado con sus dientes, ¿no lo notas?

Levantó la cabeza hacia él, pero no le contestó.

—James, ¿tengo las manos frías o calientes? —Le tocó el antebrazo—.

Tampoco le contestó.

—Intenta cerrar el puño. —Empezó a asustarse—.

Le miró la mano, y apenas flexionó los dedos, aunque no dejaban de temblar.

—Vamos al hospital.

—Estoy bien.

—No te estaba preguntando.

Lo llevó hasta la salida, y volvió a abrir la puerta.

James pasó primero, molesto, y antes de que Jane cruzase el umbral volvió la vista hacia Maggie.

Se quedaron mirándose.

—Gracias. —Le dijo, antes de irse—.

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