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Cap. 33

Jane se había preparado toda la mañana para contarle todo a James.

Iba de un lado de la cocina hasta Argos, que dormía en el sofá, y volvía en un bucle nervioso.

Según las condiciones, tenía hasta el lunes para dar una respuesta oficial, o la llevarían a juicio, pero... El reloj no paraba de correr y James no aparecía.

Al principio pensó que estaría ocupado, y comió sin él. Pero la comida ya se había quedado fría y aún no aparecía.

Así que, a pesar de que Jane ya no quería volver a entrar en ese cuartel, lo fue a buscar.

El calor de abril no había aflojado, sentía la ropa pegada a la piel por una fina capa de sudor. Pero para su suerte encontró a Stephen yendo a algún sitio. Su pelo rubio era fácil de identificar.

—Hola.

Él la miró.

—Hola.

—¿Sa...?

—Ben se ha ido al terminar. No sé dónde está.

Pasó por el lado de Jane, y ella se giró hacia la salida. Quizá sí sabía dónde estaba.

Se dirigió a las afueras del pueblo, donde se escuchaba el río a lo lejos y los pájaros cantaban entre las ramas espesas.

El sol se filtraba entre las hojas, y la tierra crujía bajo sus zapatos. Subió el desnivel y lo encontró en el acantilado, fumando.

Estaba sentado, con la espalda apoyada en el tronco grueso de un árbol, y la mirada puesta en el cielo.

Jane se acercó, y lo vio girar la cabeza al instante. Sus ojos se suavizaron. Parecía que en esos últimos meses tener el ceño fruncido se había convertido en su expresión.

—Ah, ¿pensabas que no encontraría el camino a casa? —Dio otra calada—. Iba a irme ahora.

—¿Qué estás diciendo? Son las tres de la tarde.

—¿Qué?

Levantó la manga de su camisa para revisar el reloj, que había muerto a las doce y veinte minutos.

—Joder. —Musitó, acercándolo al oído—. Mierda, se ha parado.

Jane se acercó más, diciéndole que no pasaba nada. Se sentó a su lado, y apoyó en la espalda en el tronco caliente por el sol.

Por un momento solo fue eso. Mirar el cielo azul, escuchar a los pájaros y sentir la brisa besándole la piel. Como una quietud que se encontraba pocas veces a lo largo de la vida.

—Está enterrada aquí, ¿verdad?

Dijo suavemente, girando la cabeza para mirarlo a su lado. James dio otra calada.

—La casa que está al fondo del bosque, los dueños de esto, era tu familia.

Lo vio tensar la mandíbula, y aprovechó el apagar el cigarrillo para no mirarla.

—Está bien. —Volvió a mirar al cielo—. No tienes que contarme nada.

Lo escuchó respirar. Él fue lentamente a por su mano, sin saber si estaba enfadada o no, y Jane le acarició los nudillos con las uñas pintadas de rojo.

James la miró.

—Tú eres mi familia.

Jane se perdió en el cielo de sus ojos. Tan azules, tan tristes.

—¿Lo somos? —Jane bajó una mano por la curva de su vientre—.

Él dejó su mano sobre la suya.

—Lo sois.


(...)


—Vamos, ¡quédate quieto!

Argos ladró, dando una vuelta sobre sí mismo antes de sentarse.

—Vale, no te muevas.

—¿Quieres sentarte ya?

—Ya voy.

Se sentó en la silla al lado de James, colocando bien la falda del vestido burdeos.

—¿Están listos? —Les preguntó el fotógrafo—.

—Sí.

El hombre se colocó detrás del trípode, enfocándolos.

—Esto es una tontería. —Dijo James, vestido con su uniforme—.

—Ya he visto que de pequeño no tienes ni una foto quieto.

—No me gustan, eso es todo.

—¿Piensas que te robarán el alma? —Jane apretó una sonrisa para no moverse—.

—No. ¿Quieres estar quieta de una vez?

—¡Es que me hace cosquillas!

Jane se giró hacia el perro, que le lamía el codo, permitiéndose reír, y el flash de la cámara saltó en ese momento.

Tras dos intentos más el fotógrafo utilizó su laboratorio fotográfico portátil, y en una hora tuvieron las tres fotografías enmarcadas.

—Las dos últimas están bien, pero la primera ha salido mal.

Les enseñó los marcos de acero, donde salían ellos (solo Jane y Argos) sonriendo.

—Me gusta la última. —Dijo James—.

—No. —Lo interrumpió—. Me gusta esta.

Señaló la fotografía movida. Donde los colores blancos y negros se fundían en grises claros, porque James había girado la cabeza hacia ella al escucharla reír.

—Me gusta. —Repitió Jane, mirándolos a los dos—.

James frunció el ceño.

—Pensaba que las fotos movidas no eran buenas.

—Si no salieses borroso no serías tú de verdad.

Cambió esas cejas juntas por una media sonrisa, y ella no tuvo más remedio que besarlo. Demasiado rápido para él, ya que la cogió de la nuca y la empujó a sus labios. Abrió la boca para recorrer su lengua con la suya.

El fotógrafo se excusó para irse, y Jane se separó con una risita nerviosa. Cuando lo besaba debía parar un momento, abrir los ojos y mirarlo, porque en la oscuridad de sus párpados James se convertía en Henry.

—Vale. —Se sostuvo el vientre—. Voy a cambiarme y hacer la cena.

—Buen plan. ¿Puedo ducharme mientras lo haces?

—Deja de pedirme permiso para todo, solo hazlo. Y dúchate después, porque esto estará listo en un momento.

—¿Te meterás en la ducha conmigo después? —Le sonrió, acercándose—.

—Buen plan. —Asintió ella, levantando las cejas—. Pero estoy cansada.

Él chascó la lengua.

—Aún no estamos casados para que me digas eso...

Jane se estremeció al recordarlo. James ya había estado casado. Con Amelia. La señora rubia con canas, la que siempre pedía dinero o comida, la señora de unos sesenta años.

¿Por qué se habría casado con esa mujer?

Cuando las manecillas del reloj dieron una vuelta completa Jane estaba echada en el sofá, con las piernas en el regazo de James y Argos durmiendo frente la televisión.

—Si te estás quedando dormida vámonos a la cama. —Le decía, dibujando cosas abstractas en su rodilla—.

—Estoy viendo la película.

En verdad estaba intentando contarle lo de la demanda de divorcio, pero no sabía cómo.

Sabía que se enfadaría, querría ir a buscar a Henry y arrastrarlo fuera de la cama, pero tenía que decírselo y...

Alguien llamó a la puerta.

Jane levantó la cabeza por el ruido, y vio que no había nadie más en el sofá. Tenía la boca pastosa y un mechón pegado a los labios.

—¿James?

Escuchó el agua corriendo.

—En la ducha.

Volvieron a llamar, y Jane intentó levantarse como un insecto boca arriba.

—¡Voy, voy!

Su perro ladró mirando hacia la puerta, pero lo acarició entre las orejas y le dijo que se apartara.

Justo cuando tomó el picaporte paró a pensar en si era Henry el que estaba al otro lado. Y si entraba, esa vez estaba sola. Pero debía hablar con él.

Miró la esquina del recibidor, donde estaban los paraguas, y el abrecartas en el cajón del mueble.

Un poco más tranquila abrió lo necesario la puerta, y al otro lado vio a una mujer castaña. Detrás de ella las estrellas teñían el cielo.

Terminó de abrir del todo.

—Hola. —Le sonrió—.

—Hola. —Jane se apoyó en la puerta—. ¿La conozco?

—No.

La miró disimuladamente, parando en su vientre que cubría el camisón de seda, y luego la miró de nuevo a los ojos.

—Disculpe mis modales. —Volvió a sonreírle, haciendo un ademán—. Oí que un equipo de Pearl Harbor volvía a casa. Acabo de llegar al pueblo, y estoy buscando a mi hermano. Me han dicho que estaría en esta casa, pero ya veo que... Me he equivocado. Lo siento mucho.

Le dio la espalda, recogiendo su maleta de mano.

—Espere.

Jane dio un paso fuera, con una mala sensación sobre los hombros, y esa mujer se giró. No dudó en cuanto volvió a verle la cara.

—¿Cómo se llama?

—Me llamo Margarett Hopkins. Mi hermano servía en la marina desde hacía muchos años, pero supongo que ya no. —Suspiró, relajando esas arrugas elegantes en sus ojos marrones—. Se llamaba Ben. Benjamin Barnes.

A Jane le corrió un frío por el cuerpo, arrancándole la templanza.

—¿Llamaba? —Musitó—.

—Sí.

—¿Es usted Margarett Barnes?

—Es mi apellido de soltera, sí.

Jane cruzó el porche hacia ella, y le plantó una bofetada que le giró la cara. Margarett se sostuvo de una columna, y se frotó la mejilla con sus labios rojos bien abiertos.

—¿¡Pero qué le pasa!?

El perro salió ladrando, quedándose al lado de su dueña.

—No me conoce, ni yo a usted. Pero sé lo que hizo.

La imagen de la sorpresa quedó impresa en la expresión de Margarett. Debía tener más de cuarenta años, pero no los aparentaba.

—¿Qué?

—¿Cómo pudiste dejarlo? —Se acercó más a ella, con Argos siguiéndole los pies—. Después de lo que hizo, después de que se lo quitaran todo. ¡Lo abandonaste!

—Yo no-. Yo no... Joder.

El perro cada vez ladraba más fuerte, y Margarett retrocedía.

—Ni una carta en todos estos años. Piensa que estás muerta. —Jane sujetó a Argos por el collar—. ¿Qué quieres de él ahora?

—¿Qué pasa?

James salió al escuchar los ladridos, y una gota se escurrió de su pelo para mojar el cuello de la camiseta interior.

Las pupilas de Margarett se dilataron al verlo ahí de pie, al lado de Jane para meter al perro dentro. No se acordó de respirar.

Se quedaron un rato en silencio los tres, bajo la luz cálida del porche, donde se acercaban polillas curiosas.

—¿Y bien? —Interrumpió Jane con la vena del cuello palpitando, mirándolo—.

—¿Y bien qué? —Se encogió de hombros—. ¿Es una amiga tuya? Un poco tarde para visitas. Hola, me llamo James.

Se acercó a ella para tenderle la mano, y Margarett seguía mirándolo a los ojos ensimismada.

—Jamie. —Susurró—. Jamie, soy yo.

Subió el peldaño para acercarse otra vez, y James irguió la cabeza al escucharla hablar. Tensó los hombros y retrocedió.

—Lo siento, no nos conocemos.

—Soy Maggie.

Se acercó a él otro paso.

—No. No sé quién eres.

Intentó acercarse más, pero él ya había borrado esa sonrisa amable tan rápido como la fingía.

—Por favor, déjame ex...

—No te acerques a mi mujer.

—¿Mujer? —Abrió más los ojos, y levantó la cabeza—. Joder, ¿todo esto es tuyo?

—Mi hermana está muerta. —La interrumpió—. Y si no lo estuviese para mi sí. No entiendo por qué te haces pasar por ella, pero vete.

—Entiendo que estés enfadado. —Maggie suspiró en voz baja, sin despegar la mirada de la suya—. Y sé que no son formas de presentarme aquí después de tantos años, pero-.

—Te has equivocado de casa.

Se giró, dándole la espalda, y entró.

Maggie miró a Jane, y ella se encogió de hombros.

—¿Ah, si? —Gritó, acercándose a la puerta—. ¡Veo que no has cambiado! ¡Sigues siendo igual que mamá!

Jane también entró en casa.

—¡Que sepas que no me voy a mover de aquí hasta que hables conmigo!

Plantó sus palabras regias como sus pies, aún cuando le cerraron la puerta.

Maggie dejó la maleta de mano en el suelo, y se sentó en el primer escalón del porche, esperando bajo la calurosa noche de abril.

Los grillos cantaban entre la hierba, y la brisa jugaba con el carillón de viento. 

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