Cap. 32
Cuando cayó la noche casi no se dieron cuenta. Fue como pasar la página silenciosa de un libro.
Las últimas horas que quedaban del día se derramaron recogiendo las cosas de James de su apartamento.
—Oye, ¿sabes si Henry tiene llaves de aquí? —Le preguntó, tumbándose en la cama de matrimonio después de haberle pedido permiso—.
Desde arriba se escuchaba la olla que Jane tenía en el fuego.
—Sí. Creo que no las ha dejado.
Jane cogió otra de sus camisas de uniforme, y la colgó en el armario que ahora compartirían. Realizando exactamente los mismos movimientos que fantaseó en poder hacer.
—¿Por qué? —Lo miró—.
—No lo sé... No me fío de él.
Ella se agachó para abrir otra caja.
—No te preocupes por él.
—Dejaré de preocuparme cuando sepa que no puede volver. —Murmuró, dejando un brazo sobre los ojos. Sentía que se derretía en ese edredón, sobre ese colchón tan mullido que se le hacía incómodo—.
Jane descubrió que la otra caja contenía una lámpara, una libreta con el lomo gastado, discos de vinilo, y dos marcos con fotografías. Levantó una, y acarició con los dedos su rostro. Esa mandíbula marcada, la nariz recta y unos ojos más alegres de ese James jóven e inmortal en el tiempo. Parecía otra persona. Una persona que ella nunca conocería.
—Oh, ¿cuántos años tenías? Estabas muy guapo.
—Es mi padre.
A Jane se le resbaló el cuadro de las manos, y el cristal del marco se partió contra el suelo.
—Lo siento.
Se agachó para recogerlo todo.
—No te preocupes. —Él se levantó de la cama con un gemido, y la ayudó—.
—N-No la había visto en tu apartamento, por eso...
—Bueno, tampoco te he dado tiempo para ver mi casa. —Esbozó una sonrisa cansada, pícaro—.
—Lo siento. De verdad, no quería romperlo.
—No pasa nada.
Le cogió una mano, donde uno de los dedos lloraba un hilo de sangre al tocar los cristales rotos.
—Tampoco sé por qué la guardo... —Volvió a sentarse en la cama—. La otra foto sí que soy yo.
Jane dejó la foto con el marco partido dentro de la caja, y levantó la otra. Ahí estaba un niño con pantalones cortos y el pelo hecho un desastre, cogiendo la mano de una mujer en silla de ruedas. Ella era delgada, con la boca curvada en esa sonrisa fácil que entrecerraba sus ojos. Se preguntó de qué color serían.
—¿Es tu hermana? —Le preguntó, ahora mirándolo a él—.
—No.
—Madre mía, no estoy dando ni una... —Suspiró, dejando la foto donde estaba—. Aunque me molesta más que nunca me hayas hablado de ellos.
En el piso de abajo la olla silbó, hirviendo, y Jane tuvo que acudir.
—¡Aún no he terminado contigo! —Lo avisó, bajando las escaleras—. Y ven a cenar, falta poco.
James murmuró algo desde el dormitorio, y ella encendió la luz de la cocina mientras el viento corría al otro lado de la ventana.
Dejó entrar a Argos, y lo ató en su sitio en el salón.
—¿Quieres bajar ya? —Lo llamó, probando la sopa—.
Apagó el fuego.
Esperó una respuesta, pero soltó un suspiro al no tenerla y obligarse a volver a subir escaleras. Le pesaba el cuerpo y la tripa, como una cosa independiente que debía llevar a cuestas.
—La cena ya está hecha.
Entró en el dormitorio, y lo vio roncando sobre la cama, con un brazo sobre los ojos para protegerse de la luz.
Estiró una sonrisa mientras más lo miraba, viendo cómo su pecho subía y bajaba de manera sosegada. Ni siquiera se había quitado el uniforme.
Lo único que recordaría de esa primera noche sería cenar con su perro mientras miraban la televisión, ponerse un camisón y echarse al lado de James.
Su cuerpo había calentado las sábanas, y lo miró dormir un rato antes de hacerlo también ella. Tenía los labios entreabiertos, y Jane debería aprender a ignorar cómo roncaba.
Aún indecisa, acercó la cabeza a su pecho, y escuchó los latidos de su corazón golpeándole el tórax. Se despertó en cuanto la notó, abrazándola, como si hubiese caído del sueño, apretándola contra él.
—Jane... Jane. —Balbuceó su nombre, intentando verle la cara bajo la oscuridad—. Jane, ¿eres tú?
—Sí, sí soy yo.
Él soltó un suspiro que contenía todo el aire de sus pulmones. Aflojó los brazos alrededor de ella, y escondió la cara entre su pelo.
—Vale... —Suspiró otra vez—. No te vayas.
Jane levantó la cabeza, viéndolo otra vez dormido sobre la almohada.
—Tú tampoco. —Le acarició la cara—.
(...)
El sol salió entre las nubes escurridizas, iluminando las motas de polvo.
Jane se despertó al sentir la luz sobre los párpados, extrañando unos brazos sobre su cintura y una respiración en la nuca. Pero rápido recordó que Henry ya no la esperaría en esa cama. Nunca más.
—¿James? —Lo llamó—.
Y ya no estaba. Como si hubiese salido de su imaginación un rato y ya hubiese vuelto a su sitio dentro de ella, pero vio un trozo de papel en la almohada.
Echabas de menos que te escribiera? Yo no.
Estás muy guapa durmiendo.He ido al cuartel, y volveré a la hora de comer. Cierra las
ventanas y la puerta, y deja a ese perro dentro si odia a Henry
tanto como a mi y lo muerde.
Soltó una sonrisa al leerlo, y se levantó para darse una ducha. Había aprendido que cada mañana despertaría con acidez y dolor de espalda, pero cuando vio el número diez marcado en el reloj se preguntó por la última vez que pudo dormir toda la noche.
Durante su mañana, como todas las demás, preparó el desayuno, regó las flores, y escribió cartas para su madre sentada en el columpio del porche, con Argos dormido a sus pies.
Pero lo hizo todo con una extraña sonrisa perpetua. Ya no escuchaba el ruido del mundo, le parecía que las rosas olían mejor y el sol calentaba más. Mientras arrastraba el bolígrafo por el papel se percató de la ausencia de Henry, del maravilloso silencio que había dejado para ella.
Él ya no estaba murmurando en el despacho, ni en el sofá leyendo uno de sus libros, ni explicándole las páginas donde ella misma había tomado apuntes, ni mirándola con desprecio cuando a Jane se le ceñía el vientre bajo la ropa, ni mucho menos la esperaría en ese dormitorio. Nunca más.
Se secó las lágrimas que había notado mojándole la cara y la brisa arrastró. Se sentía indigna del dolor, sucia al sentirse la víctima en una situación que ella había creado. Sabía que no merecía llorar, pero era lo único que hacía: sentir su dolor indigno.
—¡Hola, señora Walsh!
El cartero la saludó, y ella se secó las lágrimas más rápido.
—Hola, Peter.
—¿Qué está haciendo? —Subió los peldaños del porche—.
—Pues escribiéndole una carta a mi madre. —Le sonrió—.
—¿Otra vez?
—¿A ti no te gustaría saber de tu madre si se hubiese ido?
—Sí. Claro que sí.
—Eso pensaba. —Agrandó su sonrisa, agachándose para acariciar a Argos—.
—Hoy tengo algo para usted.
Buscó en su cartera de cuero.
—Cariño... No me dejes las cartas a nombre de Henry, ¿de acuerdo? —Le pidió suavemente—.
—¿Por qué?
Jane carraspeó, mirando hacia su jardín delantero.
—Pues... Porque él ya no vive aquí.
Ahora todo el pueblo lo sabría. Miró a Peter con determinación, esclareciendo esa odiosa pregunta que todos los niños hacían: ¿Por qué?
—Ah, de acuerdo. —Agachó la cabeza, volviendo a guardar las cartas—. Pero tenga una para usted, tome.
Le pasó una carta sellada, y Jane la aceptó con el ceño fruncido. Reconocía ese sello.
—Gracias, Peter.
—¡Que tenga un buen día!
Corrió hacia la salida, y Jane destripó la carta.
Era la demanda de divorcio.
¿Tan rápida? ¿Tan formal? ¿Ni una conversación juntos por última vez?
Los ojos de Jane corrían entre las frases redactadas por el abogado, leyendo con miedo sus condiciones para aceptar la separación.
—Se quedará con la casa. —Murmuró con horror—. Con el perro. Y con... Nuestro hijo. ¿Qué es esto?
Jadeó, haciéndose aire con la carta abierta. Su cuerpo la iba a traicionar y la encontrarían desmayada bajo el sol.
Se lo iba a quitar todo. Como ella intentó hacerle.
No. No. No. No. No.
No podía llamar al abogado de su familia, porque la vergüenza de presentarse embarazada delante de sus padres ya era suficiente amenaza, y tener que declarar que el hijo que esperaba no era suyo para que no se lo quitara...
¿Para qué querría a su niño? ¿Qué le haría? ¿Lo metería en un orfanato solo para hacerle daño a Jane? ¿Pagaría a una nana que le hiciera de madre falsa? ¿Le dejaría verle la cara a su bebé o se lo arrancarían de los brazos al nacer?
—No, por favor. —Sollozó, aferrándose a su vientre—. No, no, no...
Notó un pie, o una mano, moviéndose dentro de ella.
—¿Tú también estás asustado? —Le habló, y Argos ladró al verla llorar—. Lo sé. No soy buena con esto, contigo. Lo siento... Lo siento tanto. No deberías existir, yo no lo pedí, y estoy tan asustada cada vez que te mueves.
Argos subió al columpió, e intentó lamerle la cara para animarla. Sabía a dónde iría si perdía esa casa y a su perro.
Tendría que irse a Washington, a otro estado, con su familia de nuevo. Lejos de Dorothy, lejos de James.
—Pero ahora estás aquí. —Se sorbió la nariz—. Y tienes a una abuela que enamoró a tu abuelo cosiéndole las heridas en otra guerra, y una tía que será la mejor cantante de Estados Unidos, pero aún no te conocen...
Intentó secarse las lágrimas, sonriendo. Habían pasado cinco meses, pero era el primer día que le hablaba.
—Y tu madre iba a ser... —Se quedó pensando un momento—. ¿Qué iba a ser yo? No lo sé. Cualquier cosa menos tu madre. Pero no puedo dejar que te pase nada.
Él dejó de dar patadas.
—Eres mío. —Susurró, acariciándolo—. Eres lo único que siempre será mío.
¿Qué cara tendría?
—Y tu padre...
Soltó un suspiro, relajando los hombros.
—Papá James no dejará que nos pase nada, ¿verdad?
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