Cap. 31
El sol prematuro pintaba el cielo de tonos cálidos sobre la base de Pearl Harbor. El teniente Barnes recogía sus pertenencias en su habitación, escuchando detrás de él que alguien se acercaba. Observó su uniforme con la insignia de los Estados Unidos y una sensación extraña lo invadió.
Guardó con cuidado las fotografías, algunas cartas y recuerdos en una pequeña caja de madera, como si sus manos pudieran destrozarlos. Era un cofre que le recordaba los momentos compartidos con sus compañeros. El dolor, el apoyo mutuo, el miedo, la desesperación y las risas compartidas en los momentos de descanso. Todo eso quedaría grabado en su memoria como las cicatrices de su cuerpo.
Alguien golpeó la puerta abierta.
—¿Ya es hora?
Se giró, y vio a Stephen.
—Sí. —Se ajustó el uniforme—.
Salieron, y el sonido de sus botas resonaban en el pasillo. Pronto se encontró frente a sus hombres, su equipo, reunidos en la sala de operaciones. Algunos fumando otros simplemente callados.
Eran soldados de diferentes especialidades, casi ni la mitad de lo que fueron al llegar a la isla.
James se acercó a ellos con una mezcla de satisfacción y nostalgia.
—Señores, ha sido un honor servir con hombres como vosotros. —Empezó, con las manos tras la espalda—. Hemos cumplido nuestro tiempo aquí, y cuando tengamos que volver clavaremos la bandera de Estados Unidos en todos los putos cadáveres japoneses que nos encontremos.
Los hombres gritaron, golpeando la mesa.
—Pero ahora es hora de volver a casa. —Los calló—. Hemos protegido a nuestra patria y ahora ella nos protege a nosotros.
Sus hombres asintieron con determinación, algunos con sonrisas agridulces en sus rostros.
—Volvemos a casa.
Conforme el equipo se preparaba para partir, la base de Pearl Harbor parecía estar en calma. El ruido de los aviones despegando se mezclaba con el zumbido de las conversaciones entre los soldados. Barnes miró una última vez al horizonte, donde el sol brillaba sobre las aguas tranquilas.
La sensación de nostalgia por lo que dejaban atrás se mezclaba con la acidez de su remordimiento. Sabía que irse significaba tener que volver, después de esas dos semanas que otorgaba su superior para que se lamieran las heridas no sabía si tendría valor para volver a irse. Porque no sabía si su país era más importante que Jane.
Con sus hombres reunidos y listos, el teniente Barnes lideró su equipo hacia el avión. A medida que se alejaban de la base de Pearl Harbor, una sensación de gratitud y orgullo llenó su pecho.
(...)
La calidez de abril besaba las sábanas tendidas. La hierba verde crecía con un sabor a primavera y el aire olía a flores.
En la casa de madera oscura había un columpio colgado en el porche, que se mecía levemente con una mujer dormida. Estaba descalza, delatando sus uñas pintadas de rojo, y la brisa jugaba con mechones de su pelo al igual que abría las páginas del libro que había abandonado.
—¡Señora Walsh!
Jane abrió los ojos perezosamente, y vio al cartero subir los peldaños.
—Hola, Peter.
—Ah, ¿sigue leyendo a Megson? —El chico, de no más de once años, recogió su libro del suelo—. A mi padre también le gustan los aviones, pero yo no entendí nada.
—Si te gustan tanto puedo explicarte cómo se conducen, y por qué pueden volar. —Apoyó un cojín del columpio tras la espalda—.
—¿Podría ser con una de tus tartas de manzana?
—Claro que sí. —Le sonrió—. ¿Hoy tienes alguna carta para mi?
—Sí.
Sacó de su cartera un montón de cartas atadas, y le tendió una con los típicos sellos de tres centavos.
—Gracias. —Volvió a sonreírle, abriendo ya la carta al ver la letra de James, impaciente—.
Notó una patada atravesándole el vientre mientras desgarraba el papel, y soltó una mueca.
—¿Qué pasa? —Le preguntó el chico—.
—Nada, es que a veces se mueve y me hace daño.
El niño se la quedó mirando extraño, y Jane se acarició donde se estaba moviendo el bebé.
—¿Puedo notarlo yo también si lo toco?
—Sí. Mira, dame la mano.
Dejó la carta a su lado, y llevó la mano del niño hacia las patadas que le estaba dando. Aunque la apartó casi al instante.
—Agh... —Hizo una mueca entre asustado y asqueado—.
—Lo sé, a mi también me da cosa. —Rio mientras el chico se iba—. Vigila cuando vuelvas a casa, ¡y no hables con desconocidos!
—¡Pero si soy el cartero!
Peter se fue hacia la próxima casa, y Jane entró en la suya. Se llevó la carta y el libro hasta la mesa del comedor, abriendo la nevera.
Escuchó ladrar a su perro Argos, un border collie marrón que estaba entrando en la obesidad por su culpa, y lo vio a través de la ventana mover la cola.
—Luego me acompañarás al pueblo, ¿de acuerdo?
El perro volvió a ladrar, y dio una vuelta sobre sí mismo antes de volver a sentarse.
Jane bebió una vaso de té con hielo mientras leía la carta que James escribió el trece de marzo, con el corazón cada vez más rápido y el bebé más inquieto.
Al terminarla levantó la cabeza y revisó el calendario colgado: estaban a treinta y uno de ese mismo mes. La carta había tardado muchísimo en viajar hasta Brooklyn.
Llamaron a la puerta, y solo al escuchar el primer golpe Jane ya se había levantado de un salto.
Corrió descalza hacia la entrada, y abrió de un golpe.
—Hola.
Se quedó solo con la respiración agitada cuando vio a Henry.
—Hola. —Le respondió, con la euforia convertida en desilusión como una patada en el estómago—.
Henry pasó, y colgó la gorra de su uniforme en el perchero.
—Podrías haberme esperado en la estación.
—No sabía que venías hoy. —Volvió a cerrar—.
—¿No lees mis cartas?
Se giró hacia Jane, y ella solo lo miró con una línea recta perpetua en esos labios que antaño ansió besar tanto.
—Sí.
—¿Tanto tiempo ha pasado ya...?
Ese pensamiento abandonó la boca de Henry, observando la curva que Jane aún intentaba esconder bajo vestidos anchos.
Ya por la tarde, después de comer, estaba en la cama, apoyada en sus manos y rodillas. El colchón crujía levemente, y su hubiese querido habría podido ver la expresión de Henry a través del espejo que tenía apoyado en el armario. Por eso estaba cabizbaja, mirando la sábana.
—¿Puedes...? —Jadeó ella, cansada—. ¿Puedes sostenerme el vientre? Es que me duele y...
—No pienso tocar eso.
La empujó del hombro, y Jane apoyó la mejilla en el colchón. Cerró los ojos y esperó a que terminara. Le daba asco. Su olor, su voz, sus palabras amables antes y después pero no durante, la indiferencia, las miradas de odio que le daba su suegra, la vida que simulaba pero que no la hacía sentir viva.
Pero tenía una casa con calefacción en invierno y ventanas abiertas en verano, comida en la nevera y ropa. Incluso le pidió un perro para no sentirse sola y él se lo dio. Henry no había superado que Jane lo engañase de esa manera, pero seguía cuidando de ella, no le había levantado la mano otra vez ni siquiera cuando se enfadaba de verdad. Y a Jane le daba asco, pero no lo odiaba. No podría.
Cuando terminó Henry salió del dormitorio para ir a visitar a sus padres, y Jane se metió en el baño.
Abrió el grifo de agua fría, e intentó volver a respirar normal mientras se lavaba, aunque lo que conseguía era ahogarse entre las gotas para no darse cuenta de que estaba llorando.
Se puso un vestido de algodón color lavanda, con unas flores bordadas en el escote y las mangas, para salir al jardín. Pasó junto a un pájaro que revoloteaba sobre el rosal y Argos la recibió moviendo la cola.
—Espero que no puedas verme literalmente, Dorothy.
Se apoyó en la losa, la piedra donde estaba el nombre de su hermana, y se sentó en la hierba.
—Te habría decepcionado mucho.
Quitó con la mano el polvo de sus letras.
—Estoy intentando tocar tu violín desde febrero, pero me matarías por cómo lo hago sonar. Mamá ha mandado más partituras desde Washington. ¿Cuál sería tu canción favorita este mes?
Resiguió el relieve de las letras. Cuando llegó a la 'e' de Walker el perro la asustó con un ladrido.
Intentó acariciarlo, pero empezó a gruñir mostrando los dientes, y estiró la cadena todo lo que el collar le permitió para ponerse a la espalda de Jane.
—¿Qué te pasa, Argos?
Se giró, mirando por encima del hombro a su perro, y vio al hombre al que estaba ladrando. Pero ella sí lo reconoció. Se le quedaron las palabras en la garganta y las lágrimas en los ojos como alfileres.
—James.
Balbuceó la palabra, poniéndose en pie. Él estaba a unos metros para que el perro no lo mordiera, como si estuviese paralizado, y la expresión cambiada en su rostro casi hizo que Jane tampoco lo reconociese.
Sus ojos parecían más profundos, su seriedad más incómoda, o quizá solo resultaba un espejismo por su uniforme y su pelo más largo.
—Oh, James... —Dijo su nombre tantas veces, sonriendo como una psicótica cuando se acercó a él—.
Lo escuchó soltar un suspiro cuando por fin pudo abrazarlo, aferrándose a su espalda, a su cuerpo, notando sus brazos también rodeándola con fuerza.
Él hundió la cabeza en el hombro de Jane, inspirando el aroma de su pelo con fuerza. Fue tan real, y olió tanto a ella, que eso fue lo único que le aseguró que no estaba soñando, y que no se despertaría en la cama de algún hospital.
—Jane. —También dijo su nombre, apartándole mechones de la cara—. Jane.
—¿Estás llorando? No, por favor, no llores...
Ella también empezó a llorar, pero con unas lágrimas diferentes a las que corrían la tinta de sus cartas. Lo besó con una melancolía teñida de felicidad ambigua. Algo así como un hierro ardiendo sumergiéndose en agua fría. Se sentía tan afortunada de que hubiese vuelto que al mismo tiempo se sentía maldita por las madres y mujeres que esperarían toda la vida.
—Tengo que darte algo. —Se separó él—.
Se palmeó los bolsillos, y Jane vio que sacó con una carta para romperla por la mitad. James le pidió la mano izquierda, y ató un trozo de papel como anillo en su anular.
Se arrodilló cogiéndole la mano.
—Jane. —La miró desde abajo, con esos ojos azules que Jane no podía creer estar viendo en persona y no solo recordándolos—. Jane, ¿aún quieres casarte conmigo?
—¿Por qué me lo preguntas? Sí, sí, sí. Claro que sí, imbécil. ¿Qué crees que iba a responder?
—No lo sé...
Se inclinó para abrazarlo otra vez, ahora podía hacerlo todas las veces que necesitara y no esperar a quedarse dormida para verlo en sueños, pero por un momento se olvidó de que estaba embarazada y el vientre le impidió acercarse del todo.
James sonrió, tocándola a la altura del ombligo, y esa simple caricia la hizo llorar de vergüenza.
—No, por favor, no llores más. —Él se levantó, acariciándole la mejilla moteada de pecas—.
Jane tomó aire, asintiendo, y lo invitó a entrar a la cocina porque seguramente tenía hambre.
James se sentó en su mesa, dejando la gorra encima, y Jane le sirvió un plato del estofado con carne que había hecho para comer. También le ofreció pan, y terminó con todo fugazmente mientras hablaban.
—¿Cómo está Stephen?
—Bien. —Apartó el plato vacío—. Ahora estará en algún bar celebrándolo, supongo.
—Qué alivio.
Suspiró Jane, cogiéndole la mano sobre la mesa. James la miró a los ojos, y le acarició los nudillos con el pulgar.
—¿Qué tal tus padres?
—Bien. —Asintió Jane, dejando la otra mano bajo el pecho y sobre el vientre—. Mamá ya ha dejado el luto, papá está metido en el trabajo como siempre... Brianna al final ha entrado en el conservatorio y yo le hablo a una tumba. Todos estamos mejor.
—Me alegra oír eso.
James le besó la mano.
—Debería irme a casa para ponerme algo que no sea verde y zapatos que no pesen. Estoy muy cansado de llevarlo.
—Qué raro, si es tu ropa favorita.
Le sonrió ella, apretándole la mano.
—Quédate aquí ya. —Le pidió—. Trae tus cosas.
—Vale.
Se levantó, y rodeó la mesa para besarla, para que ella le devolviese cien besos más.
Jane utilizó su brazo para apoyarse, y se levantó. Lo miró a los ojos con un manto de culpa en su expresión. Le acarició la cara como si no terminase de creer que estuviera ahí, y James le besó las manos.
—Lo siento. —Dijo ella, susurrando lo que la atormentaba—. No debería...
Soltó un suspiro débil porque no le entraba el aire.
—No debería haber hecho nada de lo que hice. Tuve miedo porque tú te ibas, y no quería dar otro disgusto a mi familia justo después del entierro... ¿Qué clase de cobarde he sido, casándome con él y no contigo?
Murmuró, poniéndose de puntillas, y él agachando la cabeza, para apoyar la frente contra la suya.
—No pasa nada. Lo entiendo.
—Y ahora... —Sollozó ella—. Ahora mírame, James. Yo no quería, tú lo sabes.
—Lo sé. No te preocupes, cariño.
Él acarició su vientre, pero el bebé estaba curiosamente tranquilo ahora.
—Lo siento mucho. —Lloró ella—.
—Esto no cambia nada para mi. —La tomó de los hombros, mirándola a la cara—. Lo único que me asustaba cuando hablaban de amputarme el brazo era que quizá ya no me despertaría para volver a verte. ¿Cómo no te voy a querer ahora, si los dos estamos vivos y llevas otra vida dentro de ti?
A ella se le escapó una sonrisa, y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Yo también te quiero. —Se sorbió la nariz, aún viéndolo todo borroso—. Tengo el dinero en una cuenta aparte, y contraté a un abogado para que revisara el certificado de matrimonio, así que... Seguirá compartiendo la mitad de su patrimonio conmigo aunque nos divorciemos.
—¿Y cuándo será eso?
—No lo sé. —Se encogió de hombros, quitándose la alianza de oro—. ¿Ahora mismo?
Dejó el anillo sobre la mesa y Henry entró por la puerta.
Los dos lo escucharon cerrar, y llamó a Jane hasta que entró en la cocina. Después de eso solo se quedó mirándolos, petrificado. Ella, casi como una explicación muda, cogió la mano de James.
—Henry. —Lo miró desde el otro lado de la mesa—.
Notó que le costaba respirar cuanto más lo miraba. Como un gas que invadía toda la casa y se acumulaba en sus pulmones.
—Quiero el divorcio.
Henry, que hasta ese momento estuvo mirando a James, dirigió sus ojos grises hacia ella.
—No voy a firmar nada.
—Henry... —Suspiró Jane, frotándose el vientre porque empezaba a dolerle—. Te lo conté todo, ya sabes lo que pasaría.
—Sí. —Carraspeó, escapándose esa pequeña sonrisa que reprimía—. Bueno, en mi defensa diré que no pensaba que este muerto de hambre volviese.
—No lo llames así. —Soltó la mano de James para señalarlo, y se acercó antes que él—.
—¿Y cómo pensabas que iba a llamarlo? Es un asesino como su padre, y no sé si está bien de la cabeza para quedarse contigo. Solo me preocupo por ti, Jane, y me miras como si yo fuera el malo.
Ella le pegó, le cruzó la cara con un estallido para que Henry volviese a mirarla con escepticismo.
—No te estoy pidiendo que te preocupes. —Lo avisó Jane, respirando cada vez más mal con el miedo en el estómago—. Te estoy diciendo que quiero el divorcio.
—Tú fuiste la que se quedó embarazada de esto, ¿y casarte conmigo fue el error?
Escupió, poniendo las manos en los hombros de Jane, pero antes de que hiciera fuerza James lo empujó con una mano.
—¿Qué coño ibas a hacer? —Se puso delante, ladeando la cabeza al mirar a Henry—.
Se acercó a él.
—Déjalo.
Él giró la cabeza para mirarla, pero Henry hizo que girara la cabeza hacia el otro lado con un puñetazo. Jane ahogó un grito, cubriéndose la boca.
James primero se quedó desubicado mirando el suelo, y luego lo miró con cara de no entender nada.
Dio un paso hacia él, preguntándose por qué se lo había puesto tan fácil.
—No, ¡no! ¡Parad los dos! —Gritó Jane poniéndose en su camino. Lo empujó con las manos temblorosas—. ¡Vale! ¡Soy una zorra, y me lo merezco! ¿Pero no crees que he pagado mis errores, Henry?
—¿Qué? ¿Eso es lo que te dice él?
James intentó acercarse más a Henry, pero para llegar hasta él debía empujar a Jane.
—Hijo de la gran puta.
—No voy a firmar una mierda. ¿Me has oído, Jane?
La señaló con desdén, empezando a irse. Ella dejó escapar un jadeo.
—Hablémsolo como adultos, ¿no? Por favor.
—¿Tan adultos como cuando me utilizaste para mentirle a tu familia y quisiste robarme? —Se encogió de hombros, con las manos en la cadera—. Al menos, ya que hemos llegado hasta aquí, espero que tu madre no sepa que te comportaste como una puta. No se lo merece.
—Me pregunto cómo dirías eso sin dientes. —James sacó una navaja del bolsillo, con un clic cuando la hoja se abrió—.
Se abalanzó hacia él, queriendo descubrirlo, y Henry saltó hacia atrás al ver que se acercaba.
—¡James, para! —Jane levantó las manos—.
—¡No tendrás que firmar nada si desapareces!
Henry abrió la puerta, sosteniéndose rojo de rabia.
—¡Sois tal para cual!
Dio un portazo, pero James volvió a abrir para perseguirlo. Salió al porche.
—¡Si te veo otra vez por aquí estás muerto! —Gritó mientras lo veía irse—.
—¡Para! Así no vas a arreglar nada. No me estás ayudando.
Jane tiró de su brazo, metiéndolo dentro, y él se pasó una mano por el pelo, nervioso.
—¿Siempre tienes que ser tan violento? —Cerró la puerta—.
—No tiene que hablar de ti de esa manera. —Se le acercó—. No puede llamarte esas cosas, ¡y menos delante de mi!
—¿¡Y no has pensado que tiene razón!? —Chilló Jane—. ¿¡No has pensado que he sido una puta, una zorra y una desagradecida con él!?
—¡No!
Su grito inundó el recibidor. Quizá por eso se callaron un segundo para respirar.
—No, ni por un puto momento. —Terminó, agachando la mirada hacia ella—. Si él no puede ser un hombre y darte un techo cuando sabe que lo necesitas es su problema. Tú no eres un problema.
Ella primero tuvo que procesar sus palabras, y su mirada se suavizó.
—Tenerlo en contra no va a ser bueno...
Cerró los ojos, frotándose la cara.
—No sé qué puede hacer, pero no va a ayudarme en nada.
Soltó una risita nerviosa.
—Y yo le dije una vez que seguiríamos siendo amigos...
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