Cap. 3
Jane cerró los ojos con fuerza al sentir la luz sobre los párpados, quejándose mientras se daba la vuelta en la cama.
—Buenos días, señorita.
—¿Cuántas veces te he dicho que me llames Jane, Esme?
La sirvienta abrió la ventana y una corriente de aire fresco entró.
Se puso una mano sobre los ojos a modo de visera, y divisó frente a ella las dos hectáreas de prado ocre y fértil. No había vallas, ni ninguna señal que delimitase esa infinitud que se extendía frente sus ojos. Tan solo kilómetros de prados marchitos, algún tramo espeso de bosque y varias hojas secas que bailaban con el aire.
—¿Qué hora es? —Le preguntó Jane, poniéndose una bata—.
—Son las ocho de la mañana.
—Papá ya se ha ido al cuartel, ¿verdad?
Se levantó y entró en el baño contiguo.
—Sí, y la señora está preparando el desayuno.
—Gracias, Esme.
La mujer, de unos cincuenta años, asintió con la cabeza y con su permiso abandonó el dormitorio.
Jane se acercó al armario empotrado de roble y lo abrió. No sabía cuándo, pero Esme se había encargado de deshacer sus maletas y dejar la ropa planchada y colgada. Cogió en un puñado los vestidos y se llevó las prendas a la nariz, inhalando el olor del suavizante.
Le recordaba a casa, a California.
Después de vestirse bajó, con el ruido de los tacones delatándola.
—Hoy te has quedado dormida, cariño. —Escuchó a su madre—.
Jane cruzó el arco que comunicaba el comedor con la cocina. El olor a café y ese regusto dulzón que identificó como mermelada de melocotón le dieron los buenos días.
—Lo siento. ¿Te ayudo en algo?
—No te preocupes, el desayuno ya está hecho.
—Uf, gracias mamá. —Se interpuso Dorothy, cogiéndole la taza—.
—Te vas a quemar.
Y así fue, Dorothy hizo una mueca.
—Qué asco, es té.
Jane recogió su taza. Dio un trago y tomó asiento en la mesa de madera, cubierta por un mantel de punto.
—¿Dónde está tu hermana? —Inquirió María, sentándose—.
—Vistiéndose. —Contestó Dorothy—.
—Ayer llegasteis tarde, ¿dónde estábais?
—¿Cómo lo sabes?
Brianna entró luciendo un vestido color miel de manga larga, parecido a su color de pelo, y las costuras se ceñían en las partes adecuadas. Se sentó al lado de su madre y recogió el cuchillo de plata para untar una tostada.
—Usa un plato. —Dijo su madre en tono severo—.
Jane se quedó unos segundos absorta en el patrón de punto que formaba el mantel de la mesa, con la taza calentándole las manos mientras las demás hablaban.
Tienes unos ojos bonitos.
Quería contemplar la idea de que no fuera un cumplido de cortesía para poder hablarle.
Incluso ahora, sin tenerlo delante, podía ver el azul pálido de sus ojos, ni una mota verde alteraba su color.
Creo que prefiero los tuyos.
—Jane. —La llamó su madre, y ella pestañeó, borrando esa sonrisa—. ¿Dónde fuisteis anoche? Escuché la puerta y hablábais de algo.
Se encogió de hombros.
—Queríamos pasear un poco porque no podíamos dormir, y volvimos cuando empezó a nevar.
—¿El pueblo es bonito? —Les preguntó con una sonrisa—.
—Es pequeño. No hay mucha gente.
—¿Y papá? —Preguntó Brianna, hurgando en el tarro de cristal para aprovechar la mermelada—.
—Por favor, mira cómo estás comiendo. —Exclamó María—.
Cuando el día se alzó todas encontraron algo que hacer; Dorothy acompañó a su madre al pueblo, mientras que Brianna y Jane se quedaron en casa. Estuvieron juntas cosiendo hasta que Brie encontró su sitio en la banqueta del piano.
Su padre tocaba, o al menos lo hizo, antes de la Gran Guerra. Quizá por eso se empeñó en aprender a tocar.
Jane también había encontrado su lugar, pidiéndole ayuda a Esme para llevar el caballete de pintura y los lienzos al jardín trasero. El crepitar de los braseros fue opacado por el frío de otoño en cuanto abrió la puerta, colocando un lienzo en blanco para empezar.
Respiró profundamente mientras observaba ese páramo marchito que se extendía frente sus ojos, inhalando ese olor a manzanas y tierra mojada que traía el viento. Ningún edificio opacaba el cielo, ningún ruido ni persona alteraba la quietud que desplegaba su soledad.
Cuando estuvo pintando perdió la noción del tiempo.
Brianna ya había dejado de tocar y Jane mezclaba tonos en la paleta de madera, impregnando las cedras del pincel en capas ocres y cálidas, otorgando a ese cuadro la esencia del otoño.
No fue hasta que se le escapó la mano, y manchó la línea que formaba el horizonte, cuando se le escapó un 'joder'. Tuvo que retocarlo, dando pequeños toquecitos con el pincel más fino.
—Le sorprendería las veces que he intentado dibujar y ha terminado en la basura.
Ella ahogó un grito, encogiéndose de hombros, pero con los suficientes reflejos como para apartar la brocha del lienzo.
Se giró con la paleta sucia en una mano. Frunció el ceño al ver al sargento Barnes delante de ella, enrollando un látigo en sus manos.
—¿Por qué estás aquí? —Le preguntó con el pulso acelerado—. ¿Me seguiste? ¿Qué haces aquí?
Él se encogió de hombros, llevándose las manos a la espalda.
—Estaba pensando en mí y he aparecido. —Le contestó, sonriendo al ver su reacción agria—. Era una broma, perdóneme.
Borró esa distancia prudencial que los separaba y le pidió la mano para besarla. Jane no se la ofreció.
Tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás cuando el sargento Barnes volvió a apartarse.
—Ya hemos vuelto, Jane. —Dijo María detrás de ella, abriendo la puerta de la cocina que daba al jardín—. Oh, ¿el sargento Barnes ya te lo ha contado?
—¿El qué? —Quiso decir—.
Pero su pregunta se vio truncada cuando James se llevó los dedos a la boca para silbar.
Se escucharon unos pasos firmes, y giraron la cabeza. Una yegua adulta, de crin rubio, cabalgaba con fuerza. El ruido de sus cascos impactando contra la tierra llenó el silencio. Pájaros emprendieron el vuelo cuando pasó al lado de un árbol.
James alzó una mano cuando el animal se acercó lo suficiente, incitándolo a parar con unos chasquidos, colocándose delante de Jane. Ella soltó un suspiro austero, observando la cabeza del caballo que se alzó muy por encima del cuerpo del sargento.
Él mantuvo las riendas, acariciándole la cabeza para tranquilizarla y revisar que las bridas estuviesen bien colocadas.
—Tu padre ha insistido en dar un paseo a caballo. —Dijo María—.
Las dos se acercaron al animal. Jane no dudó en levantar una mano y acariciarla, hundiendo los dedos manchados de pintura en esa llanura blanca.
Detrás de ella María habló con la sirvienta para que metiera el caballete de pintura en casa.
—¿No ha montado nunca? —Le preguntó James, tomando las riendas—.
Ella levantó la mirada para contestarle. De cerca pudo ver que pesaban unas bolsas de cansancio en sus ojos azules, su nariz proclamaba haber estado rota antes, tenía pómulos ligeramente hundidos y bien afeitados. Fue como si buscase algo en su rostro, así que él bajó la cabeza, agachándose un poco a su altura.
—Me está empezando a molestar que me mire de esa manera.
—No, nunca he montado. —Ella giró la cara, hablando en voz alta—. Es un detalle que pregunte.
—¿Como está su familia delante tiene que fingir que es una mujer amable?
—Soy una mujer amable. —Susurró ella también, ahora mirándolo ofendida—.
—No conmigo.
—Eso es porque no me caes bien.
—¿Así que soy el único con quien puedes enfadarte?
—Sargento.
Lo avisó la voz de Philip, tirando de las riendas de su caballo para parar frente a ellos.
—Coloque la silla y retírese.
Su caballo, de un marrón oscuro, relinchó. Golpeó el suelo con las patas delanteras.
—Sí, señor.
Asintió una vez con la cabeza, volviendo a acercarse al animal, pero quedándose en el lado opuesto. Dejando el caballo como separación entre él y Jane.
Ella se alejó, con un mal sabor de boca.
—Jane. —La llamó su padre, suavizando el tono—. ¿Dónde está tu madre?
—Estaba hablando con Esme.
—¡...si te gano vas a traerme el desayuno a la cama durante...! —Se escuchó la voz de Dorothy, mientras galopaba con su caballo detrás de Brianna—.
Levantaron una capa de polvo. Jane las observó, al igual que su padre.
Apretó los dientes, admirando como los caballos de sus hermanas se perdían.
Ellas sabían montar, porque mientras Jane estaba con la nariz entre páginas de libros, siempre estudiando, siempre soñando con un futuro incierto, sus hermanas escogieron vivir aceptando lo que tendrían.
—Estas niñas... —Se quejó María, subiendo al caballo—.
Philip le tendió la mano para ayudarla a erguirse. Ella susurró un gracias, y se acomodó el sombrero.
—Estás preciosa, querida. —Le cogió la mano para besarla—.
—Gracias, cariño. —Le sonrió, apretando su mano enguantada—.
—Vamos a seguir a tus hermanas antes de que se pierdan. No te alejes demasiado, ¿de acuerdo? Es un paseo en familia.
—Sí, papá.
Los dos corceles marrones, uno más oscuro que el otro, movieron sus colas nerviosamente.
Se escucharon los cascos a lo lejos, golpeando la tierra, y James rodeó al caballo blanco para volver a tomarlo de las riendas, colocándose frente al animal.
—Lamento lo de antes.
La miró.
—Si la he incomodado, no era mi intención. Lo siento.
Jane dejó de observar a sus padres a lo lejos, y devolvió la atención al sargento. Se miraron en silencio, porque él no se atrevió a volver hablar. Intentó leer su expresión, pero no supo distinguir si estaba aburrida o si iba a pegarle otra vez.
—Puedo volver al cuartel si lo prefiere.
—Como te he dicho no sé montar. —Lo interrumpió—. No quieres que pese sobre tu conciencia si me caigo y por infortunio me muero, ¿no?
Rodeó al caballo, colocándose al lado del sargento para subir.
Ancló el tacón de su zapato en el estribo de cuero, se aferró con ambas manos a la silla y consiguió impulsarse, intentando no perder el equilibrio.
—Con cuidado. —La avisó él—. No te conoce.
Pero antes de escucharlo el caballo relinchó y se levantó, reaccionando frente al peso de Jane sobre él y en cómo clavaba los tacones a sus costados.
Ella intentó aferrarse a algo, pero fue James quien tiró de las riendas y lo frenó. El caballo se quejó, relinchando, pero se quedó en el sitio.
—¿Ves? —Jadeó Jane, mirándolo desde arriba—. Me iba a caer, y me hubiese abierto la cabeza.
—Vale, dejemos de hablar de la muerte, ¿de acuerdo?
Ella frunció el ceño, tocándose el pecho para intentar calmar su respiración. El sol bañaba el pelaje blanco del caballo, y lo observaba todo a dos metros de altura. Admiró los árboles y los pájaros que volaban bajos, poniéndose una mano a modo de visera.
Él le tendió las riendas, y ella las tomó.
—Marfil es buena. Está nerviosa porque aún no ha comido.
—Marfil. —Repitió Jane, sonriendo—.
—Sí.
Él sonrió mientras la miraba sonreír.
Se giró y silbó para que Marfil lo siguiera, acariciándola antes de adelantarse y dirigirse a uno de los árboles cercanos, donde estaba atado su caballo marrón.
Jane tuvo que tensar el abdomen y erguir dolorosamente la espalda para no perder el equilibrio mientras el animal caminaba.
Lo vio montar, y lo hizo parecer ridículamente fácil, como en las películas. Se irguió con buena postura mientras se ajustaba la gorra, observando a Jane en su caballo blanco delante de él.
—Gracias. —Dijo. Al final—.
James le sonrió levemente.
—Yo no he hecho nada.
Dio un toque con el pie y el corcel negro avanzó unos metros.
—Creo que tardarás en alcanzarlos.
—¿Te vas? —Le preguntó Jane—.
—Sí.
—Entonces adiós.
—Adiós.
Él extendió el brazo, pidiéndole la mano. Y esta vez se la tendió con recelo. Sus yemas rozaron la palma de Jane, y agachó la cabeza para besarle los nudillos.
Lo soltó, y lo vio irse.
Tras unos cinco minutos a caballo, guiándola a duras penas, llegó donde estaba su familia.
—Jane, vamos. Te estás quedando atrás. —Habló su madre, ocupando el lugar a su lado—.
El viento removía con gracia el recogido en su nuca, sin llegar a transmitirle frío por las capas de ropa que llevaba.
—¿Y papá?
—Ha tenido que volver al cuartel por una emergencia. Pero volverá a la hora de cenar, ¡y ha dicho que cenaremos en el Four Seasons!
Siguieron el paseo a un ritmo agradable, a favor del viento. La vida en las afueras les resultaba extraña, escuchando la ausencia del ruido como un recordatorio constante de la tranquilidad que se respiraba.
La parcela contaba con dos hectáreas de tierra fértil, y un bosque de árboles densos que se perdía en el horizonte. Algo muy diferente a su anterior casa en Fresno, rodeada por humo y el ruido del tráfico.
—Jane. —La llamó su madre—.
Ella, a modo de respuesta, acercó a su caballo.
—Cuando tu padre termine con todo esto, ¿qué te gustaría hacer?
—¿Terminará?
—Bueno, tu padre es solo un suplente. Supongo que dentro de un par de meses volverá otra persona al puesto.
Esa respuesta la dejó pensando. A finales de invierno abandonarían Brooklyn para irse a la ciudad de nuevo, o quizá a otro sitio, quizá nunca volverían a casa... Después de todo, ¿podría llamar casa a algo?
—A mí me gustaría vivir aquí. Es tranquilo.
—Lo entiendo... A mi también me gusta. —María levantó la vista al cielo—. ¿Sabes? He estado pensándolo todo el viaje, y tú podrías quedarte aquí, si quieres.
—¿Cómo?
—Podemos organizar tu compromiso antes. —Le sonrió—. Henry llegará pronto, y siempre ha sido un buen chico. Seguro que te escucha si le sugieres quedarte aquí a vivir.
Jane apretó las riendas de cuero.
—La verdad... —Suspiró, mirando los árboles—. Espero que irnos tan lejos de casa haya valido la pena.
Cuando cayó la noche las temperaturas descendieron como el sol.
Jane, junto con sus dos hermanas y su madre, esperaron delante del restaurante donde tenían reserva.
—¿Cuánto lleváis aquí con el frío que hace? —La voz de Philip se acercó por detrás—. Siento haber llegado tarde.
Ellas se pusieron en pie para recibirlo, alisando los pliegues de las faldas.
—Te estábamos esperando.
—Deberías haberme esperado en casa.
Pasó un brazo sobre la espalda de su esposa y su hija pequeña, intentando quitarles el frío.
—Buenas noches señor Barnes. —Se despidió María—.
—Señora Walker. —Respondió él, acompañado por un leve movimiento de cabeza—. Señoritas.
Jane lo observó al lado de su padre. Pero dejó de mirarlo, relajando los hombros. Prefirió mirar el suelo.
Los Walker se alejaron de la plaza a paso firme, hablando sobre algo. Y Jane los siguió.
—Se le ha caído. —James se agachó a su lado—.
Ella se giró, y él le tendió un pañuelo que Jane no recordaba haber visto antes.
El sargento se fue, quitándose la gorra del uniforme, y ella observó su espalda mientras una ráfaga de aire la acariciaba, helándole la piel.
En la tela pudo leer algo, escrito con caligrafía mala pero clara:
❛ A las diez en el bar de la última vez. ¿Qué me dice señorita Walker?
J. Barnes ❜
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