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Cap. 25

—¡Eres un hijo de puta egoísta! —Lo empujó con las dos manos—. Traidor de mierda. ¿¡Qué coño estabas haciendo con esa!?

James la miró con cansancio, sin moverse.

—A mi siempre me girabas porque no querías ni verme, ¡y a ella la miras a los ojos mientras te folla! Parecías un puto perro.

—¿Qué hacías espiándome, Amelia?

—¡Ya sabía cómo la mirabas! ¡Pero no que eras capaz de hacerme esto, joder! —Volvió a empujarlo, escupiendo las palabras con los ojos llorosos—. Pensaba que me querías, y ahora estoy pidiendo comida a cualquiera...

—Yo no tengo la culpa de que pidieras un préstamo.

—¡Quería arreglarme para que volvieras a hacerme caso, cerdo desagradecido!

Le pegó, en los brazos, en el pecho, le cruzó la cara y él le cogió las muñecas.

—Para. —La avisó—. Para de una puta vez.

—¿Que pare? ¿Y qué vas a hacer si no quiero? Cobarde de mierda...

Le escupió, soltándose.

—Ojalá esa zorra mimada se quede contigo y le arruines la vida también.

—No la llames así.

Amelia soltó una risita irónica.

—Como si ella tuviese algo especial, a parte de su coñito de rica. Me voy a reír mucho cuando le cuente que apostaste con todo el pelotón a que te la follabas antes de Navidad.

James la empujó contra la pared, arrancándole el aire, y la zarandeó para que se callase y lo mirara a los ojos.

—No te escuché quejarte cuando te di el dinero y el banco no te embargó el piso.

Ella intentó arañarlo.

—Pero solo era una apuesta, inútil, ¿quién coño te crees que eres?

—Jane no es una apuesta. No hables de ella.

—Jane. —Abrió mucho los ojos, fingiendo interés—. Seguro que te acordarás dos días de su nombre después de que te deje y se mude a la capital con su marido.

Él golpeó la pared detrás de ella, y Amelia giró la cara.

—Si cuentas algo, o si te encuentro espiándome otra vez, dejaré de darte dinero.

—No lo necesito. Ya no me tocas. —Susurró desesperada, abrazándose a él—. Ya no me miras... ¿Por qué? ¿Por qué, Ben? Sé que aún te gusto.

Él soltó el aire molesto, sin mirarla cuando se apartó.

—¿Por qué...?

—Prefiero quemarme con el mechero que llevo en el bolsillo que volver a tocarte, Amelia. —La miró a los ojos—. Me das asco.

Le paró la mano antes de que le pegase una bofetada otra vez.

Amelia soltó un par de insultos más con rabia y pena, y se fue para salir del cuartel.

—Esa era Amelia, ¿verdad? —Stephen apareció detrás de él, tocándole el hombro—. Te está sangrando la nariz.

James frunció el ceño, pasándose los dedos por el reguero sobre su labio. Siempre le ocurría cuando se ponía nervioso.

—Sí.

—El general Walker te ha llamado dos veces a su despacho.

—Ya.

Siguió a Stephen, y aceptó el trozo de papel que le dio.

—Lleva histérica toda la mañana, ¿qué le has hecho?

—Nada. —Respondió James—. Ese es su problema.

—Ya era hora de que pasaras de ella, debe tener arrugado hasta el culo. Y es una arpía.

—Oye, ¿y tú por qué te acostaste con la hermana de Jane? ¿En qué estabas pensando?

Tiró el papel ensangrentado en una papelera, y giraron la esquina para dirigirse a los despachos.

—No lo sé. —Stephen se encogió de hombros—. Me lo vendiste tan bien que yo también quería probar. Aunque ella no era virgen.

—Tienes que dejarla.

James empujó la puerta.

—¿Por qué? —Se rio Stephen—. ¿Ahora vas de justo y vas a darme lecciones de moral?

—No quiero que te metas en más problemas. Estoy hasta los huevos de sacarte de líos.

Lo escuchó reír, y entró en el pasillo iluminado con luz fría que anunciaba los despachos de oficiales. Stephen, a pesar de tener ocho años menos que James, parecía iluso. Un iluso que, muy a su pesar, no le gustaría perder también.

Abrió la puerta con la placa "General de Brigada Philip S. Walker", y la secretaria levantó la vista de la máquina de escribir.

—Hola. El general Walker está reunido ahora mismo, pero acabará dentro de poco. Puede esperarle.

—Gracias.

Se acercó a la pequeña sala de al lado, con tres sillas para esperar frente al despacho cerrado.

—¿Te ha llamado a ti también? —Escuchó la voz de un hombre—.

—No. —Respondió Jane—. Mi padre ha estado raro estas semanas. Pensaba que eran cosas suyas, pero necesito hablar con él.

Los vio sentados, hablando, pero los dos giraron la cara cuando él se acercó.

—Buenos días.

—Buenos días, señor. —Respondió a Henry—.

—Hola. —Le dijo Jane—.

Pasó por delante de ellos para esperar al lado de la silla vacía.

Apenas la miró de reojo. Llevaba las mangas de la camisa blanca subidas, y sus manos retenían el tono rojizo de la sangre después de habérselas lavado.

De repente todos se callaron.
¿Cómo podía decir Amelia que parecía un perro? Ella no sabía que era Jane quien lo buscaba, ni estaba presente cuando pedía que le hiciera caso. James nunca había sido alguien obediente, ni siquiera de niño, y había aprendido por las malas la disciplina.

En algún momento, notó una presión entre las cejas, y al mirarla Jane apretó los labios y dejó de mirarlo.

—¿Qué? —Le preguntó Henry—.

—Nada.

Evitó soltar una risa, negando con la cabeza. Su sonrisa era bonita, blanca. Pero no le estaba sonriendo a él.

—¿Hace mucho que no ves a tu familia de Francia?

—Sí. —Respondió ella—.

—En el telegrama han confirmado que vendrán todos a cenar...

Jane suspiró, interrumpiéndolo, y Henry le sonrió.

—No me lo recuerdes. Una cena con toda mi familia y todos los bebés nuevos, los cuales deberán presentarme uno por uno, qué ilusión.

Él le cogió la mano suavemente, acariciándole los nudillos mientras le respondía algo.

—Eh.

James pestañeó al escuchar que le hablaba. La vio sacar un pañuelo verde del bolsillo.

—Te sangra la nariz.

—Gracias.

Le rozó los dedos al cogerlo, y por segunda vez en el día se apretó la nariz.

La puerta del despacho se entreabrió, y de ella salió el teniente coronel que compartía apellido con Henry.

—...antes.

—Si me disculpas, tengo otras cosas que hacer primero. —Philip lo echó—. Volved después de comer.

Henry se levantó para ir con su padre. Philip tenía intención de cerrar la puerta otra vez, aunque había mucha gente esperándolo, pero Jane pasó igualmente a su despacho.

—Tengo que hablar contigo. —Le informó, pasando—. Gracias.

Lo hizo apartarse, provocándole un suspiro. El coronel Morgan hizo una mueca al verla.

—Es la chica más mal...

Philip iba a cerrar la puerta, pero se plantó delante del coronel. James apretó los dientes.

—¿Ibas a decir algo de mi hija?

Morgan retuvo una mueca, y se apartó.

—Vámonos, Henry.

Le dio la espalda, sin esperar que su hijo lo siguiese, y ambos se fueron. El general se aseguró de que se iban, volviendo a suspirar con cansancio antes de mirar a James.

—Después estoy contigo.

Él asintió, volviendo a ponerse el pañuelo en la nariz cuando Philip cerró la puerta de su despacho.

El ruido del cuartel se silenció al cerrarla.

—¿Qué querías? —Se sentó en su silla—.

—Has dicho al equipo que no puedo operar.

Miró a Jane delante del escritorio. Ella no se había sentado.

—Pero lo has hecho.

—Claro que lo he hecho. —Frunció el ceño, acercándose con los brazos cruzados—. Tengo dos manos, y he estudiado para esto. ¿Por qué-?

—No estás cualificada.

Jane abrió mucho los ojos, desprevenida.

—En la última operación casi vomitaste en quirófano. —Hizo un ademán—. Y casi pierden al paciente porque te quedaste paralizada.

—Eso pasó porque el cirujano fue un inútil.

—Jane, no puedes continuar trabajando de esto.

—Sí puedo.

—No, no puedes.

—Estoy empezando, sé razonable. —Lo miró a los ojos—. Lo que no pienso hacer es quedarme haciendo inventario y cambiando camas.

—Cariño... Entiendo que te guste trabajar, pero esto no es para ti. Dime si miento si no te sentías más útil en casa, ayudando a tu madre.

—No me hables así. —Escupió las palabras, señalándolo con el dedo—. No aceptaré que me lo prohíbas, no soy mamá.

—¿Sabes? No te lo estaba prohibiendo, pero ahora sí.

—¡Genial! —Hizo un ademán, dándole la espalda—.

—¡Jane, no vas a volver a trabajar! ¡Esto no es para ti!

—¡Lo es! —Se giró para gritarle—. ¡Haré que lo sea!

—¡Basta!

Golpeó el escritorio, poniéndose en pie.

—¡Dios me ha castigado con la hija más terca que podía darme! ¿Qué quieres entonces, Jane? ¡Te mareas cuando ves mucha sangre! ¡Dime qué clase de enfermera serás!

—Una que se esforzará.

Tragó saliva.

—Te lo prometo. —Asintió—. Pero, por favor, no me obligues a quedarme en casa.

Philip apretó los dientes, bajando la mirada hasta los papeles que tenía delante.

—Lo siento, Jane. No puedes continuar siendo enfermera. —Firmó algo—. En verdad, nunca lo has sido.

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