Cap. 22
El despertador la asustó.
Estiró el brazo para apagarlo, leyendo con la visión borrosa las ocho y diez minutos de la mañana.
—Señorita Jane. —Llamaron a su puerta—. El despertador lleva un rato sonando, ¿se encuentra bien?
—Sí, Esme.
—De acuerdo, voy a hacer el desayuno.
Volvió a descansar en la almohada, y soltó un suspiro al ver las motas de polvo bajo los rayos de luz.
La ducha de agua caliente esa mañana la dejó más débil, estuvo a punto de dormirse de pie. Llevaba varios días sin descansar bien, pero las pocas horas que durmió esa noche le supieron a poco.
Salió del baño bien vestida y oliendo a lila y grosellas. Se quedó mirando el plato con migas de pan y la taza de té vacía en la mesita de noche, el cigarrillo y el mechero en la otra.
Lo recogió todo, e hizo la cama. Pero se quedó parada cuando vio la mancha de sangre en la sábana.
Primero tiró de ella, mirándola de cerca, y luego la quitó. Empezó a respirar mal, apoyándose en la pared. Sentía que se ahogaba dentro de sí misma.
Salió de su dormitorio como si algo maligno habitara en él, sosteniendo el cesto de ropa.
Lo metió todo a la lavadora, y pudo respirar cuando se estuvo lavando. Como si tuviese envidia de que la ropa se pudiese limpiar. ¿Qué había hecho? Sentía que había fallado a la niña que fue, a la mujer que se suponía que era ahora la odiaba. Era atrevida, impulsiva, era una puta.
—Jane. —La asustó su madre, haciéndola saltar—. Oh, lo siento.
Ella soltó un jadeo entrecortado, girándose.
—No pasa nada.
—Pensaba que te encontrabas mal, ¿qué haces aquí?
Se le iba a salir el corazón por la boca. O un pulmón.
—Quería cambiar el juego de sábanas.
—¿Tan temprano?
—Es que ya me aburren. —Sonrió—.
María frunció el ceño.
—¿Estás bien? No tienes buena cara. —Se acercó, apartándole un mechón—.
—No he dormido bien. —Intentó apartarse—.
—Ya sé qué te pasa. Te dan un día sin trabajo y ya estás perdiendo el norte, eres como tu padre.
Las dos salieron del cuarto de la lavadora.
—¿Cómo fue la cena? ¿Llegásteis tarde?
Su madre soltó una risa.
—¿Cuándo nos hemos cambiado los papeles?
Entraron en la cocina, y Brianna estaba sentada en la mesa leyendo una revista mientras desayunaba. Levantó la mirada hacia Jane, y ella se acercó a los fogones para apartar la tetera.
—Catherine me ha dicho que la iglesia abre a las diez. ¿Vas a acompañarnos, cariño?
—No. Henry me ha invitado a pasear por el río. Y confío en ti, mamá.
Colocó dos bolsitas de té en las tazas, y vio a Dorothy tocando el violín por la ventana.
—Está resfriada y ahora sale a primera hora al jardín. —Suspiró su madre, también mirándola desde la mesa—.
—Siempre toca a Paganini cuando está enfadada. —Respondió Brianna—.
Jane se acercó, y dejó la taza negra delante de ella. Brianna levantó la cabeza.
—No quiero. No me gusta el té. —La apartó—.
—Bebe. —Jane se la acercó—.
La miró a los ojos, pero su hermana le giró la cara y se levantó para irse al salón con la taza.
—¿Qué le pasa a tus hermanas últimamente?
Jane se sentó delante de su madre, apoyando una mano en la mesa para no dejar todo el peso al sentarse.
—Nada. —Suspiró—. Siempre son así.
Llamaron a la puerta, y las dos se levantaron.
—Ya voy yo, cariño.
Ella asintió, y cuando se fue frunció el ceño, dejando escapar un jadeo. Prefirió levantarse y beber de pie.
—Buenos días, Jane.
Henry entró, quitándose la gorra del uniforme. Los rayos de sol que entraban descansaron sobre él, aclarando más el color de sus ojos grises.
—Buenos días. —Le sonrió ella—.
—Estás preciosa por la mañana.
Se acercó a Jane, pidiéndole la mano para besarla, y ella lo hizo. Sintió el calor de su caricia, la sonrisa de sus labios castos, ¿pero qué habían tocado sus manos? Habían sido escultoras de otro cuerpo, como si hubiera trazado todos sus límites.
Quitó la mano de la suya, sonriéndole sin mirarlo a los ojos.
—Gracias, Henry.
—¿Vas a recoger tus pinturas antes de irnos? Hoy no hace tanto frío.
—¿Vas a acompañarla para que pinte? —Pasó Brianna entre ellos, dejando la taza en el fregadero—. Eres muy amable. Qué afortunada eres, Jane.
Henry sonrió, mirándola con las manos en los bolsillos.
—Es lo mínimo que puedo hacer, ¿no crees?
—Sí. —Sonrió Jane—. Es que ella no suele reconocer lo mínimo que un hombre debe hacer por ella.
—Tienes razón... —Suspiró, girándose—. Tengo que aprender de ti. Honestamente, no entiendo a las mujeres que disfrutan yendo de aquí para allá como si no tuvieran otras obligaciones.
—Buen...
—Voy a por las pinturas. —Lo interrumpió Jane—. Ahora bajo.
Les sonrió, y pasó por el lado de Henry.
Cuando salieron el sol los bañó, las hojas secas crujieron bajo sus pies, y se apoyó en su brazo al caminar. La suave brisa que corría esa mañana jugó con su pelo cobrizo.
Llegaron entre los árboles hablando de pintores y escritoras que el tiempo no recordó, asentándose en la orilla del río.
—Está todo congelado. —Alzó la voz Jane por el ruido del agua, abrazándose a sí misma—. ¿Así que hoy hacía buen día?
—Lo sé, lo sé. Pero mira esto, ¿no es precioso?
Abrió el caballete de pintura para acomodarlo entre las piedras, y Jane miró hacia arriba con los labios entreabiertos, casi tiritando.
Las hojas marrones descansaban en la riba, llevadas por la corriente, y se escuchaban a los animales del bosque graznar en el cielo o subir por las ramas.
Mirara donde mirara solo había árboles altos con troncos rugosos, y quietud. Se fijó en unas rocas apiladas que servían como puente improvisado, y cruzaban hacia el otro lado, donde el bosque era tan denso que apenas podía ver a través.
—Si nos encuentran congelados que sepas que será por tu culpa.
Giró sobre sí misma, y se encontró con Henry arrodillado. Cortándole la respiración.
—Dios, no... No estás haciendo esto. —Susurró con una sonrisita, cubriéndose los ojos—.
—Bueno, nunca te lo he pedido oficialmente.
—No hace falta, en serio.
—Quiero hacerlo.
Jane tomó aire, mirando el cielo, mirando a cualquier lado antes que a él.
—Si hubieses hecho esto en un lugar público te hubiese matado. —Susurró—.
Henry sonrió, formando unas arrugas de expresión en sus pómulos hundidos. Tomó la mano de Jane, y le dio un poco de calor.
—Vale... —Soltó todo el aire antes de empezar, mirándola—. Marie-Jane Walker Thompson, ¿quieres ser mi...?
Ella cerró los ojos, nerviosa, y tragó saliva.
—¿Esposa?
—Sí. —Asintió lentamente—. Claro que sí.
—Prometo ser digno de ti. —Henry sacó una cajita roja—. Cuidarte, y hacer de nosotros un hogar y una sola persona.
La abrió, y un anillo de plata con un zafiro tan azul que parecía oscuro reverberó bajo el sol. Jane abrió mucho los ojos al verlo.
—Es... ¿Es un Chaumet con un zafiro esférico? —Susurró—.
—Sí.
—Dios, tu madre me va a odiar toda la vida.
—Te mereces lo mejor. —Deslizó el anillo por su dedo anular, dejándolo sobre la alianza que le había regalado por correo—. Esto no es nada. Tú eres lo mejor que voy a tener.
Se puso en pie, y su sonrisa fue cálida a pesar de la brisa helada.
—No merezco tanto. —Susurró ella, negando—.
—No digas tonterías.
—Pero he hecho muchas cosas malas. —La voz le falló. Se desmoronó como la lágrima fría que bajó por su rostro—.
—Yo también.
Dejó las manos en los hombros de Jane, frotando sus brazos.
—Todos tenemos cosas por las que avergonzarnos, Dios nos hizo humanos para arrepentirnos.
—He sido muy mala, y egoísta. Estaba muy confundida. —Susurró, atormentada—. Por favor, perdóname, Henry.
Él negó suavemente con la cabeza.
—Cuéntame todo lo horrible que has hecho, y déjame amarte por lo mismo. —Sonrió—. Pero no aquí. Solo quiero cogerte y ponerte al lado de una estufa.
Le acarició los brazos, mirándola suavemente a los ojos antes de inclinarse a su altura. Besó sus labios cortados pero ella lo interrumpió, con el ceño fruncido, como si sufriera.
Se sentía demasiado tocada, sus labios demasiado utilizados, no se sentía bien y lo único que nació de ella fueron lágrimas.
Lo abrazó con gentileza, recostando la cabeza en su hombro, y Henry la sostuvo.
Quiérelo—le decía a su corazón—. Late por él, haz que me ponga roja cuando me mire y me cueste respirar cuando me halaga. Haz algo.
Lo daba todo por ella, y ella ahora aprendía a esconderse la mano izquierda. Porque ese zafiro le recordaba a unos ojos que no quería recordar.
Deseó poder odiar a James. Rechazarlo, sacarlo de sus recuerdos, nunca haberlo conocido. Pero intentara lo que intentara lo único que permanecía era que lo deseaba. Incluso intentando odiarlo, lo quería.
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