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Cap. 14

Jane salió del ala médica, y se dirigió a los vestuarios para cambiarse de camisa. Iba mirando al suelo, por si volvía a encontrarse con el doctor que se encargó de la operación. Sin darse cuenta, se tropezó con alguien.

—Ay, lo siento. —El soldado se agachó para recogerle las cosas—.

—No pasa nada, mi culpa.

Cuando se volvió a erguir, se dio cuenta que era Stephen: el rubio de ojos oscuros que se besaba con hombres. Se giró para verlo irse.

—Jane. —Exhalaron su nombre—.

Ella volvió a girarse, y un teniente se quitó la gorra de servicio mientras la miraba. Jane se encogió de hombros.

—¿Qué?

—¿No sabes quién soy? —Le sonrió—.

—No, teniente.

—Jane, soy Henry. —Se rio—.

La expresión de la mujer se relajó hasta denotar sorpresa. Lo miró con el ceño fruncido, con un sentimiento extraño. Ese chico con el que jugaba de niña, robaban la fruta de los huertos juntos en primavera y compartían colegio... ¿Podría ser ahora ese hombre?

—Pero... —Sonrió ella con cariño en su mirada, acercándose—. Wow, no... No sabía que eras tú.

—Tú estás igual que siempre. —Le devolvió la sonrisa, mirándola bien—. Reconocería tu pelo en cualquier multitud.

—¿Cuántos años tienes? —Le preguntó, sorprendida—.

—Los mismos que tú, supongo. —Rio, con su acento británico—.

—¿Y eres teniente?

—Sí. ¿Y tú médica militar?

—No. Solo soy enfermera.

—Vaya, creí que pasaste por la universidad.

—Sí, pero no estudié medicina, y no terminé de... —Suspiró abrumada—. Bueno, vale, son muchas emociones juntas.

Soltó una risa, tocándose el pecho. Él vio de cerca sus arrugas al sonreír, las pecas tenues en su nariz.

—¿Tienes un peluche del león de Mago de Oz? —Señaló lo que llevaba en las manos—. Oh, Dios, me encanta.

—Sí. —Se lo enseñó, manchado de sangre—.

—Te regalé el libro antes de que me fuera a Birmingham

—Y lleva siete años en mi estantería.

—¿Te apetece ir a tomar un té? ¿O algo? Porque después nuestros padres empezarán a hablar y prefiero prepararme para eso.

—Sí, claro, pero aún no se ha acabado mi turno.

—Con el poco movimiento que hay aquí seguro que no les importa.

—Bueno... Vale. —Se encogió de hombros, con los restos de la sonrisa en sus labios—.

—Aunque primero...

—Sí, sí mejor me cambio de ropa primero. —Rio Jane, mirándose el uniforme sucio de sangre—. Ahora vuelvo.

—Vale. —Asintió mirándola—.

Jane anduvo por el pasillo con la camisa limpia y el peluche en las manos.

—Asha, por favor. —Paró a la enfermera rubia, que iba con toallas limpias—. ¿Podrías decirle a Florence que he tenido que irme?

—Sí, claro.

Pasó de largo, con prisa. Jane se cambió en el vestuario, y rascó sus manos con jabón hasta que la sangre salió de debajo de las uñas y la piel. También se lavó la cara y volvió a recogerse el pelo para que no estuviese tan encrespado.

Se miró la falda, que le iba grande de la cintura, y la camisa que hacía bolsa al ser una talla más. Tampoco tenía otra cosa.

Luego no pudo evitar mirarse los brazos, cogiéndose la muñeca con facilidad con una mano. Se acercó más al espejo del vestuario. Se cubrió las clavículas marcadas, notándose la piel fría y lechosa. Se abrochó hasta el último botón.

Volviendo a su casillero se puso el abrigo del uniforme, y salió.

—Es bastante guapo.

Gritó al cerrar, apartándose efusivamente hacia el otro lado del pasillo con el corazón en la garganta.

—¿Qué te pasa hoy conmigo? Te voy a matar.

—Por favor, hazlo. —James anduvo a su lado, con las manos en los bolsillos—. Debería estar corriendo con el pelotón nuevo, y no tengo ganas.

—Eso es por el tabaco.

—Eso es porque estoy hasta los cojones de seguir como sargento y que luego vengan niños recién salidos de la academia diciendo que son tenientes.

—¿Estabas espiando nuestra conversación? —Giró la cara hacia él, con el ceño fruncido—.

—Estaba, literalmente, escondiéndome de mi superior hasta que se ha acabado mi turno.

—Ya. —Volvió a mirar al frente—. Quizá por eso no te ascienden. Dale una vuelta.

—¿Qué te ha parecido? —Sugirió, sin mirarla—. Es guapo. Eso quizá te mejora los planes.

—Ya ni pediré que te calles, porque sé que no funciona.

—¿Por qué hemos parado de andar?

—¡Porqué me pones muy nerviosa!

Él le sonrió, estirando las heridas de su rostro, mientras ella se iba. Volvió a encontrar a Henry en el mismo sitio, de espaldas. Se giró hacia ella al escucharla.

—Bueno, ya estoy lista. O... Lo más lista que he podido.

Él le sonrió. Sus rasgos se asemejaban a una muñeca de ojos grandes, una representación de algún artista barroco que dispersó motas de su pincel para dibujar las pecas que decoraban sus mejillas y el puente de su nariz.

—Es un placer.

Dio un paso en frente y se acercó a ella para dejarle un beso en la mejilla. Se separó dejándola roja, y la escuchó carraspear.

—He visto una cafetería que seguramente te gustará. —Le indicó la salida con un gesto, esperando que pasara primera—.

—Confío en ti.

Salieron del cuartel y el sol de la tarde los bañó en vano, pues el frío merodeaba por las calles. Él le ofreció el brazo y ella lo aceptó.

—¿Te gusta Brooklyn?

Jane giró la cabeza para observar sus brazos entrelazados, sus uñas teñidas de rojo sobre su uniforme de un verde apagado. Una sensación ajena, de extrañeza, la recorrió de pies a cabeza, hormigueando en su nuca. ¿Cuánto tiempo tenían para esto antes de dar el sí quiero? ¿Lograría que Henry quisiera casarse con ella? ¿Qué opinarían los niños que fueron?

—Sí, es muy diferente. 

—A mi creo que me gustará, sobretodo por el río. —Comentó con una sonrisa plena, mostrando los dientes—. ¿Sigues pintando?

—Me encanta pintar los paisajes de aquí. Sin tantos coches, sin humo, con más... Iba a decir atardeceres, pero no sé si me gusta más el cielo de noche.

Los tacones de Jane golpearon sobre la grava, y una brisa fría golpeó su rostro.

—¿No se te hace raro? —Pensó en voz alta, casi un susurro—.

—¿Hm?

—Vivir en otra ciudad, sin una cara conocida... ¿Te acuerdas cuando eramos vecinos en Fresno?

—¿Cómo olvidarlo? No me dejaste ganar ni una partida de damas ni de ajedrez.

A Jane se le escapó una sonrisa por la cual se asomó una felicidad melancólica.

—Nos escondíamos en la biblioteca de la escuela, con tus hermanas, y cuando nos aburríamos de leer te pedíamos que nos contaras una historia.

—Entonces la vida era más fácil.

Andaron por las calles adoquinadas, a esa hora sólo había gente paseando, la plaza estaba llena de palomas por la comida que les daban los ancianos, y los niños jugaban en el suelo con las tizas de colores.

En el centro de la plaza se hallaba una fuente esférica, de marfil labrado y una inscripción que resultaba imposible leer.

Jane miró con celos a los niños ajenos a la realidad, que jugaban ignorando el hecho de que sus padres se irían de casa y que cada vez faltaría más comida en la mesa.

—Es aquí.

—Nunca había pasado por aquí.

Se giró y subió a la acera, observando sus zapatos de charol blancos sobre los adoquines de la calle. Tomaron asiento en la terraza de una cafetería que llevaba el nombre de una librería, donde una mesa redonda y dos sillas los esperaban. Henry le ofreció asiento y ella susurró un gracias.

Casi al instante apareció una chica.

—Buenos días. ¿Qué van a pedir?

—Un té chai para ella y uno verde para mí, por favor.

—Ahora mismo. —Se despidió la camarera—.

Henry carraspeó, y devolvió la mirada a Jane.

—¿Sigue siendo de tus favoritos, no?

—Sí. —Lo tranquilizó con una sonrisa—.

Él se la quedó mirando, embobado.

—No me acordaba de que tenías tantos colores.

—¿Qué? —Rio—.

—La foto que tengo de ti, bastante... Doblada y fatal, se te ve sonriendo. Pero no así. ¿Me estás sonriendo así a mi?

—Claro que sí, ¿por qué me dices esto? —Jane miró para otro lado, roja—.

—No lo sé. —Apoyó los codos en la mesa, admirándola bajo el sol frío. Cada ángulo de su rostro, cada pestaña espesa, la línea recta de su nariz y su mandíbula definida—. Siento que me había olvidado de lo preciosa y agradable que eres en persona, y ahora está siendo como enamorarme de ti otra vez.

—Ay Dios. —Suspiró abrumada, haciéndose aire con una mano mientras intentaba no mirarlo—.

—Aquí tienen.

La chica dejó la tetera y las tazas, y Henry le dio las gracias antes de que se fuera.

—¿Cómo puedo gustarte? —Susurró con el ceño fruncido—. ¿Tanto? ¿Tan rápido?

—Jane, ¿no te dabas cuenta de que escogía estar a tu lado tanto dentro como fuera de la escuela? ¿No leías entre líneas que esas cartas que escribía como trabajos eran para ti?

Ella dio un sorbo al té antes de volver a hablar, casi quemándose la lengua.

—Una vez te vi acercarte a la carretera porque viste un cachorro herido. —Sonrió, despertando las líneas de expresión en sus pómulos hundidos—. Pudieron haberte atropellado, y el perro estaba a punto de morir, lo sabías. Pero pusiste su cabeza en tu regazo y lo acompañaste a la muerte.

—Lo llamé Luna. Porque tenía una herida en forma de plátano, y nunca me han dejado tener perro.

—¿Sabes quién apedreó a ese cachorro y lo tiró a los coches? —Se puso serio, tensando la mandíbula—. Las chicas que ese día faltaron a clase. Las mismas que te cortaron un mechón de pelo cuando estabas distraída y te encerraron en el aula que no tenía luz.

—¿Cómo te acuerdas de tantas cosas?

—Porque tú estás en esos recuerdos.

Frunció el ceño, dejándola ansiosa y confundida.

—Nunca tuve fe en enamorarme de esas chicas. Mi madre lo intentó. Pero a parte de dinero tenían un corazón negro.

—No nos hemos visto en siete años. —Jane negó con la cabeza suavemente—. ¿Cómo sabes que aún te sigo gustando? ¿Cómo sabes que esa Jane que conociste no ha cambiado?

—Porque sé que eres buena. —Respondió él, arqueando ambas cejas—. Crecer a tu lado solo me confirmó que quería seguir contigo, que quiero estar contigo. Pero mi padre tuvo que acudir a Belfast y ya... A mi madre nunca le has caído bien, ¿sabes? Ha pasado tanto tiempo, Jane, y ahora estás aquí, delante de mí, y nunca he tenido tanto miedo.

Le rozó la mano sobre la mesa, y ella se quedó con la palabra en la boca, encogiéndose de hombros al no saber qué decir. ¿Que se sentía como una ilusa? ¿Una maldita traidora que lo había apuñalado por la espalda?

—Me estás diciendo muchas cosas bonitas y no sé qué decir.

—No, no... Claro que no tienes que decirme nada. Y menos ahora, que te he abordado en el trabajo. —Sonrió—. Hemos llegado a un punto en el que tenemos tiempo, ¿no?

—Tiempo. —Le cogió la mano sobre la mesa, observando cómo el sol aclaraba el color gris de sus ojos—. Sí, tenemos tiempo.

Lo escuchó suspirar.

—Hace mucho tiempo que no estaba en casa, Jane.

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