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Cap. 13

Después de buscar por la calle llena de gente, encontraron a Dorothy perdida en un callejón. Le habían robado el abrigo, y se abrazaba a sí misma por la brisa helada que corría.

—¿Estás bien? —Se acercó Jane, dándole su gabardina—.

—Dios mío, Dorothy, casi me da algo.

Jadeó Brianna al filo de las lágrimas, yendo hacia ella para abrazarla.

—S-Sí, estoy bien. —La apartó, tiritando—. Perdón.

—No me pidas perdón. —Jane pasó un brazo sobre sus hombros, andando a su lado—. Vámonos a casa. Donde deberíamos estar.

Miró mal a Brianna, pasando por su lado.

Entraron silenciosas, y los radiadores de casa las acogieron. Sin encender las luces volvieron a sus camas, primero asegurándose de que Dorothy retomaba una temperatura normal, y luego cerró su dormitorio.

—¿Dónde estabas cuando Dorothy se perdió? —Gritó en un susurro a su hermana pequeña, aún arrastrando las palabras—.

—Estaba... Estaba cantando con el grupo de jazz.

—¿Qué estabas haciendo ahí, Brianna? —Tiró de su brazo, discutiendo a murmullos en el pasillo a oscuras—.

—Lo siento, Jane. —Bajó la cabeza—.

—Tiene... Solo tiene dieciséis años. —Balbuceó, tocándose la frente—.

—Lo sé, ya he dicho que lo siento. ¿Qué más puedo hacer?

—Me voy a enfadar contigo. —La avisó, soltándola para apoyarse en la pared. La acusó con el índice—. Pero mañana... Mañana me enfadaré contigo.

Las palabras se enredaban en su boca. Brianna bufó, y se metió en su dormitorio. Jane consiguió abrir la puerta del suyo, y apenas pudo ver bien para desabrochar los botones del vestido. Lo dejó sobre el escritorio y se metió en la cama.

El peso del sueño la aplastó esa noche, pero se despertó con una jaqueca intensa cuando el despertador gritó.

—Buenos días, cariño. —La saludó su madre, dejando dos huevos fritos en el plato de Phillip—.

—Buenos días.

Jane tomó asiento, con el ceño fruncido al sentir el sol de la mañana sobre sus cejas. María sirvió café recién hecho, y se acercó a ella con el ceño fruncido.

—No tienes buena cara. —Le tocó la frente—.

—No he dormido bien.

Aceptó la taza de té que le ofreció después, y cogió el cuchillo de la mesa para cortar una manzana roja del bol.

—¿Nerviosa, Jane? —Sonrió María, enfatizando sus arrugas de expresión—. No te preocupes, cariño. El tren llegará a las once.

—Te da tiempo a hacer la jornada de la mañana. —Comentó su padre, abriendo el periódico—. Florence ha preguntado si irías hoy.

—Sí, iré.

—¿Cómo vas a trabajar hoy? —María se sentó a su lado, con el delantal puesto—. ¡Henry querrá estar contigo!

—No le pasará nada por verla trabajar. —Comentó Phillip, apartando el diario para mirar a su mujer—.

Brianna entró en la cocina.

—Buenos días.

—Buenos días, cariño. ¿Y tu hermana?

—Aún está durmiendo. —Suspiró, cogiendo una tostada—.

—Hoy no irá a trabajar.

—María...

—He dicho que no. —Se levantó de la silla—. Ya está bien, Phillip. Es muy pequeña para ver tanta sangre.

Él remugó algo, pero no le contestó.

Al terminar el desayuno, antes de que el reloj tocara las ocho de la mañana, salió con Jane hacia el cuartel.

Los colores del fuego se adueñaron del cielo, aclamando la entrada del sol.

—Ten un buen día, Jane. —Se despidieron en la entrada—.

—Igualmente, papá.

Le acarició la mejilla, y ella le sonrió. Era la única niña que se parecía a él, y podía verse en sus ojos negros.

Jane, con su uniforme blanco, fue a buscar a Maggie. Toda la mañana se resumió cuando el médico nuevo le pidió acudir a quirófano.

Se enfundó los guantes, el gorro y la bata de operaciones por segunda vez y, detrás del doctor y otra enfermera, le pasaba el instrumental que le pedía. El paciente resultó ser el soldado con la pierna amputada, pues descubrieron que la necrosis seguía subiendo más allá de la rodilla.

—Escalpelo.

Jane le pasó el bisturí. Se quedó a un lado de la camilla de operaciones, con las manos temblorosas.

Vio cómo le abría el muslo, cinco dedos por encima de la rodilla negra, y la hoja se hundió hasta casi desaparecer.

—Limpia.

Jane se quedó mirando a Maggie, hasta que su compañera se acercó y limpió la sangre.

El doctor cauterizó los vasos sanguíneos a medida que cortaba, pero, para asombro de Jane, brotaba sangre hasta rozar la incredulidad. Sintió su propio corazón golpeándole el pecho. El olor, mezclado con el sudor y el color negruzco del tejido muerto, le provocaron náuseas.

—Mierda, mierda se está desangrando. —El doctor apartó el bisturí, y aplicó presión con ambas manos—.

—¿Q-Qué hacemos?

—Tú, ve a coger sangre del grupo B al almacén. —Mandó a Maggie—. Y tú, ven aquí.

Jane se acercó a la camilla, hiperventilando.

—Aquí. —Le enseñó el punto dónde debía presionar. Tomó sus manos indecisas, y la hizo apretar—. No dejes de hacerlo.

Jane asintió, mirando la sangre que se escurría por sus dedos, ya completamente manchados. La viscosidad le hizo reprimir una arcada.

—Voy a suturar los vasos.

Inequívocamente tranquilo, el doctor cogió lo necesario, y Jane sentía que iba a vomitar encima de la pierna a medio amputar.

—¿Se va a morir? —Jadeó ella—.

El doctor la miró un momento.

—No si lo hacemos bien.

Jane siguió haciendo presión, y él empezó a cerrar la hemorragia. Apenas habiendo empezado, un hilo de sangre salió a presión y manchó la cara de Jane. Se contuvo para no reaccionar, ni gritar para no tragarse las gotas, ni mucho menos vomitar.

—Eso es que ha roto un vaso sanguíneo importante.

—Aquí está la sangre. —Entró Maggie, dejando las bolsas para ponerle una vía—.

—Se nos va, parada cardiorespiratoria.

Jane se olvidó de respirar.

—¡Se nos va!

—¡Voy!

Reaccionó, y dejó de apretar la herida que manaba (increíblemente) aún más sangre para ponerle la máscara de oxígeno. Después colocó ambas manos sobre su pecho, y presionó repetitivamente para devolverle el latido.

—Ayúdame a suturar. —Le dijo a la otra enfermera—.

Tras unos minutos sin latido pudo notar la vibración del corazón de nuevo, y dejó de reanimarlo con dolor de brazos.

—Esto ha parado de sangrar. —Anunció el médico, irguiéndose otra vez—.

Jane jadeó, quitándose el gorro.

—Si hubieses tardado un poco más en reaccionar estaría muerto. ¿Qué te pasa?

Ella se tocó el pecho, respirando mal.

—¿Cómo le hablas así? —Susurró Maggie, aún con el bisturí sangriento en las manos—. ¿Sabes quién es?

El doctor negó al principio, pero luego se quedó quieto.

—Perdóneme, pensé que era la enfermera Asha. —La miró, bajando la voz—.

Jane negó con la cabeza, intentando quitarle importancia, pero empujó la puerta del quirófano casi inconscientemente y fue al baño a vomitar todo lo que estuvo conteniendo.

Después escupió agua para quitarse el mal sabor de boca, y de un tirón se sacó la bata sucia para tirarla a la basura. Para su mala suerte el uniforme blanco también estaba manchado de motas de sangre.

Tuvo que ir al almacén a buscar otra camisa. Como mínimo, ahí dentro, no se escuchaba nada.

—Hola.

Su grito inundó el almacén. Se giró de repente hacia esa voz.

—¿Qué coño haces aquí? ¿Por qué me has asustado así? —Le gritó ella—. ¿Nunca estás trabajando?

—Vale, vale, no quería asustarte. Y, en mi defensa, debo decir que me escaqueo de todo lo que puedo.

Jane se tocó el pecho mirando los ojos azules de James, intentando respirar bien.

—¿Qué te ha pasado?

—Operación. —Jadeó sin voz—.

El sargento asintió. Esperó sin hablarle durante un rato.

—¿Encontrásteis a tu hermana?

—Sí.

—Me alegro.

Ella hizo una mueca, mirando al suelo.

—No quiero hablar de ayer.

—¿Pasó algo ayer? —Frunció el ceño, metiéndose una mano dentro de la chaqueta—. Te olvidaste esto.

Jane levantó la cabeza, y vio el peluche del león de Mago de Oz que le tendía. Se puso levemente roja, y luego se miró las palmas.

—Tengo las manos llenas de sangre.

—Yo también.

Le acercó el peluche, y Jane lo aceptó.

—Gracias.

—De nada.

—¿Me estabas siguiendo, o buscando?

—Quizá las dos. —Suspiró él, deshinchando el pecho—.

—Hoy he visto cómo le amputaban la pierna necrosada a un paciente, me ha salpicado su sangre en toda la cara y he vomitado mi desayuno. Ahora no estoy de humor, James.

—Estás muy guapa. —Pasó el pulgar por su frente, secando el hilo de sangre—. ¿Eso puedo decírtelo?

Jane resopló, apartándole la mano.

—No.

—Me gusta el blanco, te queda muy bien.

—Para.

—Y tu pelo, es de color rojo bajo el sol.

—Para.

—Yo no fui el que te besó primero.

—¡Cállate! —Gritó en un susurro, empujándolo contra la estantería a su espalda—.

Los estantes de metal crujieron. Se quedaron callados por si había alguien más, y él la miró con una media sonrisa.

—Eso me pone.

—Cállate, por el amor de Dios... —Susurró en un apuro, apartando las manos de sus brazos—. Ha-Había bebido... Mucho. Olvídalo. Olvídalo, por favor.

—No puedo.

—Lo siento, no debí hacerlo. —Siguió susurrando torturada, mirando al suelo—.

—No te estoy pidiendo que te disculpes, me gustó.

—Cállate, cállate de una vez, no arreglas nada.

—Besas muy bien.

—Joder, mi futuro marido va a venir a las once, ¿qué quieres de mi? —Lo miró haciendo un ademán, derrotada—.

Él la miró de arriba abajo, con los ojos nublados.

—Muchas cosas.

—No... —Retrocedió, negando con el ceño fruncido—. Si lo dijeses nadie te creería.

—¿Qué-?

—Diré que no quería besarte. Mi hermana podría corroborarlo si se lo pido, porque estaba oscuro y apenas se veía algo.

—Primeramente, ¿qué significa corroborar? —Frunció el ceño, cabreado—. ¿Y por qué querría contarle lo que pasó a todo el mundo?

Jane se cohibió, con el peluche en la mano y la piel erizada.

—No lo sé. —Sollozó—.

—¿Qué tipo de hombre crees que soy? —Se acercó otro paso, y con su tamaño hizo que se apretase contra la estantería—. Yo s...

—Por favor, no hablemos del tema.

—Solo me gustaría preguntarte qué hubieses hecho si no hubiesen interrumpido. Piensa en eso. —Levantó las manos—. Quiero decir, yo no era el único interesado. Me gustas, te gusto, es...

Jane lo miraba mientras hablaba, y en punto dado ahogó un jadeo con los ojos vidriosos.

—¿Estás...? —Bajó la cabeza para mirarla. Retrocedió dos pasos—. No, joder, no quería...

Carraspeó, mirando hacia un lado y luego al suelo.

—Lo siento, no quería hacerte llorar. Es que soy un bruto de mierda...

—Tengo que casarme con él. —Dijo, con los ojos brillantes—. Con Henry. Y s-si no me quiere volveré a California, y seguiré trabajando como enfermera y yo no... No puedo seguir, James.

Hipó un par de veces mientras hilaba palabras, con lágrimas escasas rodando por sus mejillas.

—No puedo, no puedo... Yo no soy esto. —Se palmeó el pecho—. Yo iba a licenciarme en ingeniería, quería fundar mi empresa de balística, tenía una visión clara de mi para el año que viene pero ahora ya no sé ni quién soy. ¿Para qué estoy hecha? ¿Hermana, hija, enfermera, esposa? Todo eso me va grande. No soy buena en nada. Cuando bebo no pienso en todo esto, pero todos los días tengo que superar la idea de acabar conmigo, con mi mediocridad.

—Eh, vale, vale. Respira. —La tomó con delicadeza de los hombros—. Te me vas a morir aquí, mujer, respira. Respira, Jane.

—No quiero vivir. No sé vivir. —Negó con la cabeza, a merced de las lágrimas espesas, y se dejó caer al sentir que sus manos la sostenían—. Perdóname, hoy tengo un mal día.

Cerró los ojos, girando la cara, intentando esconder sus lágrimas.

—Ya... Creo que es por la resaca.

—Lo siento. —Murmuró, torturada—.

Sin saber qué hacer para ayudarla, el único movimiento que surgió de él fue abrazarla. Dejó una mano en su media espalda y otra en su nuca, agachándose a su altura.

—No me pidas perdón. —Le frotó la espalda—. No llores.

—Hice una cosa horrible, James. —Hipó un par de veces, contra su pecho. O su hombro. No podía reconocerlo. Tocara donde tocara había condecoraciones—. No puedo volver a California. No puedo.

—Pero... ¿Qué hiciste? Te conté que maté a mi padre y me pediste bailar, ¿qué has hecho tú que te parezca tan horrible?

—Me odiarías si te lo dijera. —Susurró en su oído, con la respiración entrecortada—.

La mirada de James se suavizó.

—No lo creo.

Jane exhaló un suspiro nervioso.

—¿No lo crees? —Bajó más la voz—.

—Podría contarte cómo lo maté y qué hice con el cuerpo si así dejaras de sentirte tú un monstruo. Porque no lo eres, Jane. Lo noto.

—No lo olvidarás nunca, ¿verdad? —Le preguntó lentamente—.

—No quiero olvidarlo.

—Yo lo daría todo por olvidarlo. —Susurró—. Para dejar de sentirlo. ¿Por qué has venido a complicarme la vida, James?

—La mía era bastante aburrida antes de ti.

La escuchó soltar un suspiro tortuoso, y sus brazos frágiles le envolvieron el cuello, como si no hubiera notado que la estaba abrazando hasta ese momento. Todo su cuerpo, aunque no estaba tenso, se sentía como un bloque inamovible, una pared.

¿Ambos ignoraban que un abrazo no debía durar tanto?

—James.

—¿Qué?

—No eres un monstruo.

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