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Cap. 10

Después de una entrada silenciosa en casa, y cada hermana en su habitación, Jane apenas pudo pegar ojo. Cada respiración la devolvía a la escena que había montado en el bar, e iba a morir de vergüenza, si eso era posible.

Ni siquiera era capaz, ni deseaba, imaginarse su reacción. ¿Realmente no se podía morir de vergüenza? Porque estaba a punto de descubrirlo.

Se cubrió hasta la cabeza con la sábana, intentando dejar de pensar y apagar las luces.

(...)


—¿Estás bien, Jane?

Ella siguió lavándose los dientes frente al espejo. Se agachó para enjuagarse con el agua del grifo. Dorothy la miró desde el marco de la puerta.

—Pareces enfad...

Pasó por su lado, y cogió las llaves para irse a trabajar. 

—Oye, Jane, yo no quería que se riera de ti. —La siguió, cohibida—. No se lo conté de esa manera.

—Cuando vayas a trabajar avisa a Maggie, hoy nos traen un suministro desde el hospital. —Tomó el pomo de la puerta—. Y dile a mamá que dejé la fruta en el armario de arriba.

Se despidió y se fue, montándose en su bicicleta plateada. A las seis de la mañana apenas despuntaba el claro del alba, y el camino se alargó unos minutos por estar mirando el mercado que montaban en la calle principal.

Los puestos estaban llenos de piezas de ropa, jabones, sábanas cosidas a mano, perfumes en frascos de diferentes tamaños y juguetes de madera. Jane pasó entre la poca gente, casi atropellando a un hombre mayor que andaba distraído, mirando a la chica que cosía a máquina en una parada del mercado.

Al llegar a la enfermería las luces aún no estaban encendidas.

—Hola, Jane.

—Hola, Florence.

—¿Por qué no vas a la farmacia para empezar el día? —Le sonrió la mayor—. Así aprendes los nombres de los medicamentos nuevos.

—De acuerdo.

Dejó el bolso en su casillero, y mientras cerraba el candado una mujer morena entró en los vestuarios.

—Hol...

—¿Has visto a Asha? —Interrumpió a Florence—.

—No, aún no ha llegado, lo siento.

—¿Quién eres? —Le preguntó Jane, frunciendo el ceño. Fue hacia ella—. Aquí solo pueden entrar enfermeras.

La mujer, de unos cincuenta años bien llevados, la miró de arriba abajo.

—La hija del general. —Deliberó—.

—La mayor, de hecho. 

—¿Qué haces trabajando aquí? —Sonrió—. ¿Quieres jugar a que eres como nosotros?

—¿Por qué buscas a Asha?

—Estás robando el sueldo de una mujer que lo necesitaría más que tú.

Escupió en el suelo, mirando a Jane, y luego se dio la vuelta para irse.

—¿Quién es? —Le preguntó a Florence, que se recogía su melena gris—.

—Es... —Soltó un suspiro—. No tiene buenos hábitos, y pide dinero a sus amigas. ¿Me entiendes? Se llama Amelia.

Jane miró hacia la puerta, pero Amelia ya estaba al final del pasillo.

—Creo que he escuchado a Maggie hablando de ella.

—No le hagas caso.

—Si le dice algo a Dorothy búscame.

—No le dirá nada, no te preocupes.

Jane salió del vestuario, y fue al pequeño almacén de la enfermería para abrir las cajas que habían llegado.

Antes de que terminase, arrodillada en el suelo para llenar la última balda, Maggie la llamó.

—Jane, ¿puedes cambiar las sábanas de la cama trece? El paciente ha vomitado. —Hizo una mueca—.

—Vale.

—Estaré con el doctor si me necesitas. Me explicará cómo funciona la máquina nueva.

Jane se levantó, y se atizó la falda para limpiarse de polvo. Cogió sábanas y fundas de la estantería metálica, y salió al pasillo. 

Mientras se dirigía al ala médica vio a su padre a través de las ventanas. Había un pelotón de nuevos reclutas que lo escuchaba en el campo de entrenamiento.

—Hola, Jane.

Miró al frente al escuchar a James. Llevaba la chaqueta cerrada, donde colgaban sus insignias y condecoraciones, mientras la corbata estaba floja alrededor de su cuello.

—Estoy trabajando. —Le quitó la mirada, con las sábanas al pecho—.

—Ya. Bueno, lo sé, pero ayer fue raro. —Se movió hacia el lado, impidiendo que se fuera—.

—No vamos a hablar de eso.

—Vale. Pero estamos bien, ¿no? —Se movió hacia el otro lado, cortándole el paso—.

Jane resopló, mirando el suelo.

—Déjame.

—Seguimos llevándonos bien, ¿verdad? —Se encogió de hombros, moviendo las manos—. Porque no pasa nada porque me estuvieses mirando, estaba ahí fuera y tú al lado de la ventana como ahora. Quiero decir, yo también te miro a veces. No deberías sentirte mal, si es que te sientes mal, o...

—No estás arreglando nada. —Negó con la cabeza, mirando por la ventana—.

—Lo siento.

Ella se encogió de hombros, enfadada.

—¿Por qué coño me pides perdón? —Susurró, mirándolo a los ojos—.

—¡No lo sé! Siento que he hecho algo mal.

—Sargento. —Lo llamaron a su espalda—.

—Un momento. 

—Déjalo, James. —Negó con la cabeza—. Olvídame.

—¿Qué? ¿Volvemos a lo mismo?

Jane pasó por su lado, pasillo abajo, y él la siguió con las manos en la cadera.

—¿Por qué?

—Porque no estoy hecha para esto.

—Estás muy pesadita con ese tema. —Asintió—.

—Sargento. —Volvió a llamarlo el soldado—. Lo necesitan en la armería, señor.

—Somos amigos, ¿no?

—No. No sé porqué te has inventado eso, tú solo me persigues y yo tengo que ceder.

—¡No te persigo!

—¿Ah, no? ¿Y qué estamos haciendo ahora mismo?

—Oye, yo tampoco te obligo a aceptar lo que te propongo. 

—¡Estoy comprometida! —Se giró hacia él—. ¿No entiendes eso?

—¿Alguna vez te he dicho algo malo?

—Señor, es...

—Olvídame, James. —Hizo un ademán, mirándolo a los ojos. De un azul pálido—. Deja de buscarme, deja de seguirme.

—¿Por qué? —Saltó, ladeando la cabeza—. ¿Porque sabes que dirás que sí?

—Estoy muerta para ti. —Susurró entre dientes, acercándose a él—. Muerta.

—Sargento.

—¿¡Qué!? —Se giró hacia él—.

Jane siguió caminando, hasta llegar al final del pasillo, y entró en el ala médica. 

Ahí estaba Asha, que le indicó la cama que tenía que limpiar, y quitó las sábanas. Cuando terminó e iba a salir la enfermera rubia le preguntó algo, pero no la escuchó por estar concentrada en lo que hacía.

—¿Qué?

—¿Has visto a Amelia? Creo que ha venido esta mañana.

—Sí. Tu amiga no es muy amable.

—No es mi amiga. —Frunció el ceño, cogiéndole el brazo—. Vámonos a comer antes de que me encuentre.

Jane miró sus manos, que rodeaban su brazo, y sus uñas rojas que contestaban sobre el uniforme blanco. Luego la miró a la cara.

—¿Ya es hora de comer?

—No. —Sonrió a boca cerrada—. Pero tengo hambre y no he desayunado.

Se la llevó hasta la cantina, que aún estaba cerrada, y entraron en la cocina.

—¡Hola, Francis!

La cocinera mayor se giró, limpiándose las manos en el delantal.

—Hola, Asha. ¿A quién me traes?

—Es la enfermera nueva.

—Ah, ¿y tú también quieres comer antes de tiempo? —Le sonrió, dándose la vuelta—. Anda, pasad.

La siguieron hasta los fogones.

—¿Y cómo te llamas, nueva?

—Jane. 

La cocinera la miró por encima del hombro.

—Ah. La hija del general.

—Sí.

Cuando Asha terminó de comer, de pie y aprisa, volvieron a la enfermería. Mientras comprobaban el estado de los pacientes ingresados le explicó el funcionamiento de la máquina de rayos X que habían traído desde la capital. Y Jane asentía, porque a nadie le importaría saber que el estudio de la tecnología de rayos X iba a ser su tesis para finalizar la carrera.

Cayó la tarde, arrastrando consigo las toses y las flemas de los pacientes, las contusiones, el vómito espontáneo y la cura de la pierna amputada para evitar una necrosis. 

Jane entró en el vestuario de la enfermería para recoger su bolso del casillero, pero cuando fue a abrir la puerta alguien la empujó.

—¿Dorothy? —La paró, cogiéndola de los brazos. Respiraba mal y tenía los ojos llorosos—. ¿Qué pasa?

Ella le iba a decir algo, pero balbuceó las palabras y lloró en silencio. 

—¿Qué pasa? —Susurró, cogiendo su rostro entre las manos para limpiarle las lágrimas—. 

De dentro del vestuario salió la mujer morena, Amelia, y resopló al verlas, ya que impedían el paso.

—¿Qué le has dicho?

—¿Me dejáis pasar, por favor?

Jane soltó a su hermana, y le dijo que se fuera a casa. 

—Por favor, Jane, no hagas nada...

—Voy a recoger mis cosas y también volveré a casa. ¿Vale?

Dorothy asintió, obedeciendo, y se fue pasillo abajo.

Amelia quiso pasar, pero Jane seguía en medio, viendo como se iba.

—Em... —Intentó apartarla—.

Jane se giró hacia ella. La cogió de las mejillas, apretándole la cara, y la empujó contra la pared.

—Escúchame bien porque quiero que me entiendas. —Le susurró, muy cerca de la cara—. Ni siquiera sé quién eres, pero lo averiguaré. He escuchado que trabajas en una fábrica y no te llega para vivir. Mi padre puede hacer que te despidan mañana, y no me importa saber que pasarías hambre hasta que te murieras. ¿Me has entendido bien?

Ella soltó una respiración forzosa, y asintió con la cabeza.

—Si la tocas, me encargaré de destruirte la vida. —Le susurró, acercándose más—. 

La soltó, empujándola, y la miró a los ojos hasta que entró en el vestuario. La escuchó irse.
Jane recogió su bolso, sorbiéndose la nariz porque seguramente estaba incubando un resfriado, y salió a por su bicicleta para volver a casa. Cruzó el cuartel, con dolor de pies por esos zapatos que le iban grandes, mientras sus compañeras seguían trabajando hasta terminar el turno a las nueve de la noche. 

—¡Vamos, vamos! —Escuchó que gritaban—.

Se giró hacia el ruido, y vio a un enjambre de soldados en el campo de entrenamiento.

Se acercó a la ventana, esclareciendo entre el polvo y la multitud, al sargento Barnes dándole puñetazos a otro hombre. 

Los demás gritaban, y empujaron al soldado al centro del círculo cuando cayó sobre ellos. Recobró la compostura, y le cruzó la cara a James. 

Él, tambaleándose, se limpió la sangre de la nariz con la mano, y escupió más sangre en el suelo. Fue hacia el soldado a coro de los gritos, y lo dobló al darle un golpe en el estómago. Los dos cayeron al suelo, pero se puso encima de él. 

Jane lo vio de espaldas, cómo levantó el brazo en cada golpe, como cada vez el otro hombre dejaba de luchar y los demás reían y gritaban.

—¡Eh! ¡Basta! ¡Para! —Un soldado, Stephen, se metió en medio—. ¡Para, joder!

Cogió a James de los hombros, y de un tirón fallido intentó sacarlo de encima de ese pobre hombre. 

—¡Para de una puta vez! ¡Lo vas a matar!

Volvió a tirar de él y lo puso de pie, empujándolo.

—Eso es lo que quería. —Escupió sangre. Tenía una herida abierta en el pómulo, sangraba por la nariz y regaba su mentón—. 

Algunos soldados levantaron al otro hombre del suelo, que empezó a reírse, apoyándose en ellos.

—Mírate, tu novia ha venido a salvarte. ¡No has podido, maricón!

James cogió por el pecho a Stephen y lo empujó. Sacó una navaja de algún bolsillo, y le hizo abrir la boca al soldado.

—Voy a arrancarte la lengua y haré que te la comas. —Empujó la punta de la navaja en el cielo de su boca—. 

—¡Eh! 

Un hombre, vestido con el uniforme de teniente, fue hacia ellos. Le siguieron más soldados para poder disuadir a la multitud. 

—Jane. —Maggie se acercó—.

Ella siguió mirando, sin poder escuchar nada de lo que decían. Los echaron a empujones y golpes.

—¿No te ibas a esta hora?

—Sí. 

—Yo también me iba a ir... —Suspiró, estirando la espalda—. Pero tendré que atenderlos después de lo que han montado. ¿Por qué los hombres son tan violentos? ¿Crees que será alguna razón biológica?

Jane la miró a su lado.

—Puedo encargarme yo.

A ella se le iluminó la cara.

—¿De verdad?

Un rato después Jane cerraba el maletín de primeros auxilios, y caminó por el cuartel mientras caía la noche.

Preguntó dónde tenía que ir, y le indicaron unas escaleras que bajaban a una especie de sótano que no había visto antes.

—Al final de las escaleras. —Le indicó Florence—. Hay un soldado que te guiará.

Miró las escaleras, con recelo, y bajó hacia la luz fría que iluminaba. Al bajar el último escalón notó una corriente de aire frío.

Eran celdas de reclusión. Las utilizaban para soldados violentos, los que habían cometido crímenes bajo la jurisdicción militar y esperaban un juicio, o los hombres con mal comportamiento.

—Sargento. —Golpeó los barrotes—. Han venido a verle.

James estaba sentado en el catre sin abrir los ojos, con la nuca apoyada en la pared y las manos ensangrentadas. Las heridas de su cara estaban tomando un color oscuro.

—He dicho que no quiero atención médica.

—Como si me importara lo que quieras. —Jane abrió la celda—.

Abrió los ojos al escucharla, girando mínimamente la cabeza cuando entró. El soldado cerró detrás de ella. 

—¿Tú no estabas muerta? 

Jane agachó la cabeza, mirándose el maletín de primeros auxilios, y se acercó para dejarlo sobre el catre.

—Un soldado muerto puede descansar. Una enfermera muerta debería seguir trabajando.

—Eso no tiene sentido.

—No le encuentras sentido porque no lo entiendes.

Él dejó ir un suspiro pesado, volviendo la vista al frente, y Jane abrió el maletín.

—No necesito que me cures.

—¿Te duele el pecho cuando respiras? —Empezó a mojar algodón en alcohol—. Estás muy quieto, quizá tienes una costilla rota.

—No te quiero, vete. 

—Si se te han saltado los puntos puede infectarse. —Acercó el algodón a su mejilla—.

Él giró la cara y le apartó la mano de un golpe.

—¿Qué coño tengo que hacer para que te vayas? —La miró—. 

—¿Te molesta estar ahora en mi situación?

—¿No te da miedo? —Frunció el ceño, ladeando la cabeza—. Estar encerrada aquí conmigo, después de haber intentado matar a un hombre. ¿Piensas que no lo habría hecho?

Jane se lo quedó mirando.

—¿Crees que te tengo miedo? —Susurró, quieta—. 

James miró al frente.

—No quiero que me cures.

Ella acercó el algodón húmedo a su mejilla, limpiando la tierra y la sangre.

—Suena a que tienes miedo de las agujas. Esto necesitaría un punto.

James intentó apartar la cara. Pero ella le limpió el corte, justo debajo del ojo.

—¿Por qué os habéis peleado? —Le preguntó, mirándolo—.

No le respondió. Ni siquiera parecía dolerle que le tocase la herida.

Jane dejó los algodones sucios, y volvió al maletín abierto. Sacó hilo y aguja.

—¿Te duelen los puntos? —Se acercó a él, esperando—. Si te quitaras la camisa me lo harías más fácil.

Tardó en responder. Con las manos pesadas, y un temblor que intentaba camuflar, se quitó los botones. Descubrió su pecho, donde descansaba el tatuaje de los números, y dos hematomas oscuros en el abdomen. Si no fuera porque, seguramente, pasaba hambre, ocuparía más espacio. Sería más grande, más fuerte. Se palpó los puntos del costado, que habían optado por un color rojizo. Jane se acercó para tocarlo, y eso pareció dolerle. Se apartó por ella.

—Parece que se está infectando. Pero ha aguantado en el sitio. Supongo que tampoco lo hice tan mal. —Ejerció algo de presión en el hematoma de las costillas, y notó los músculos tensándose bajo sus manos—. Respira.

James se olvidó de que debía hacerlo, y cuando tomó aire se le escapó un jadeo doloroso. Se quejó sin aire mientras Jane palpaba la contusión, y su respiración se volvió pesada. 

Luego le tomó las manos, ásperas y con los nudillos despellejados, para moverle la muñeca y los dedos.

—Yo diría que no tienes nada roto. —Se apartó, dejándolo jadeante y más adolorido. Buscó en el maletín—. Le diré al médico que te dé algo para la inflamación.

James se sostuvo el costado, y se abrochó la camisa.

—¿Ahora te vas a ir? —Casi se lo pidió, con la voz ajada, mientras se esforzaba por pasar los botones entre sus dedos temblorosos—.

Jane se giró hacia él con hilo y aguja.

—No.

Se acercó, provocando que tuviese que levantar la cabeza para mirarla.

—¿Qué? ¿Sabes cómo estás? Eso no se va a cerrar solo.

—No has visto cómo ha quedado el otro. —Sonrió apenas, volviendo a mirar al frente—.

Jane acercó la mano, pero antes de poder tocarlo la paró tomándola de la muñeca. Ella también empezó a respirar mal.

—Quería saber si tienes fiebre.

James se la quedó mirando, y después la soltó. 

Ella dejó la palma de la mano en su frente, descubriendo que estaba bien.

—Vale. —Soltó un jadeo silencioso, recogiendo la aguja y el hilo—. Solo tendré que ponerte un punto.

—No hace falta.

—Cada vez me aseguras más que tienes miedo de las agujas.

Murmuró algo como respuesta, y Jane se arrodilló para estar a su altura. Pasó el hilo por la aguja, y se dio cuenta de que se la quedó mirando.

—Te va a doler un poco. —Asintió, y se encogió de hombros—. Pero será rápido.

James cerró los ojos. Exponiendo el corte que cruzaba su mejilla. 

Jane se inclinó hacia él, con una aguja fina en su mano derecha, y observó de cerca la herida. Coserle la cara le iba a doler mucho.

Acercó la aguja, y sintió el suspiro de James sobre su rostro. Lo miró, y paró, dubitativa. Durante un breve y único momento lo vio apretar los dientes. Llevaba el pelo más corto, de un color negro azabache, sucio, y unas arrugas de expresión otorgaban dureza a su rostro. Estaba pálido y manchado de sangre.

En ese intervalo, al no sentir dolor, el sargento abrió los ojos. Encontrandola mirándolo. Pero no le dijo nada.

—Tienes unos ojos preciosos. —Susurró ella, perdida—.

—Es la primera cosa agradable que me has dicho desde que nos conocemos.

—¿Haré que te vayas si te trato bien?

James negó lentamente con la cabeza.

Jane quiso irse en ese instante, huir de ese radio de peligro que irradiaba lo más antes posible, y se levantó. Pero James la cogió de la muñeca con un movimiento brusco y la hizo inclinarse hacia él.

—Si alguna vez vuelves a acercarme tanto la cara, te voy a besar. —La amenazó—. ¿Y qué coño diría tu prometido de eso?

La soltó, empujándola lejos de él.

—¡Jane!

Ella se encogió al escuchar a su padre, ahogando un grito. Phillip entró en la celda, y Jane se giró.

—¿Qué estás haciendo aquí? —La advirtió, mirándola desde su altura—. 

—Al...

—Fuera.

Hizo un ademán, señalando la puerta.

—Estoy trabaj-.

—¿Te he preguntado?

La cogió del brazo, yéndose con ella.

—Los detenidos no tienen derecho al servicio médico.

—¿Qué?

—Ya están al corriente de lo que pasa si desobedecen.

—Por cómo le dolía creí que le habían roto una costilla. Y si hubiese sido así podría haberle perforado el pulmón. —Jane frunció el ceño, pero seguía llevándosela—. Tiene una herida abierta en la cara.

—Si te preocupa tanto, puede coserse él mismo.

Le quitó la aguja a Jane, y la tiró al suelo antes de cerrar la celda.

—Papá. —Lo llamó, con el ceño fruncido—. Es una persona.

Se giró hacia ella súbitamente.

—No lo es. No lo pienses. Si vuelvo a encontrarte cerca de este hombre vas a dejar de trabajar, Jane. 

—¿Por...?

—Vete a casa.

La cogió del brazo, apartándose cuando pasaron dos soldados con otro detenido. ¿Qué sabía él que ella aún no? 

—¿Te ha hecho daño? 

—No.

Pasaron al soldado frente a la celda, pero James estiró una mano y lo tomó del brazo. Lo empujó tan fuerte contra los barrotes que al hombre le rebotó la sien contra el metal.

—A ti, como respires cerca de Stephen, te arrancaré la lengua. No lo olvides. —Le escupió—.

El hombre que acompañaba al soldado tuvo que separarlo de un tirón. Gritaron para pararlo, y abrieron la celda. Entraron sacando las porras. Jane se cubrió la boca con una mano al escuchar los golpes, mientras su padre la echaba.

—Vete, Jane. —La llevó a las escaleras—. Esto no es un lugar para ti.

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