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Cap. 1

Blackville, Brooklyn.
3 de septiembre de 1941

Fue un viaje largo. 

Dos días y una noche en tren, mientras el humo de las estaciones dejaba mella en los pulmones y las maletas tenían más protagonismo que los propios pasajeros. 

Una mujer, de vestido negro, sostenía una libreta entre sus manos. A su alrededor no había nadie con el suficiente interés para preguntarle qué estaba dibujando. Ahuyentada del ruido en el vagón de primera clase, terminó el paisaje como una fotografía de la ventana a su lado, oscureciendo con el carboncillo las copas de los árboles que luchaban contra el viento, y difuminando con el pulgar las sombras. 

En un suspiro dejó la pequeña libreta sobre la mesa, y juzgó las líneas irregulares que formaban su dibujo. Entrelazó las manos en su regazo y ladeó la cabeza para seguir observando el atardecer.

Le resultó incómodo ese silencio abrasador que inundaba su mente, sin poder dejar de castigarse pensando en el brutal cambio que había dado su vida. La costa de California. Había dado sus primeros pasos en esa ciudad, ella era todo lo que conocía, sin ver más que edificios y el bullicio suplente que otorgaba la multitud aglomerada en las calles. 

Anhelaba algo nuevo, era cierto. Pero mudarse tan repentinamente se debía a la guerra, y estarían un pasito más cerca de esa odisea interminable. Los alemanes habían tomado Francia, ¿qué seguiría a eso?

—Jane. 

La mujer giró la cabeza.

—La próxima estación es la nuestra. —La informó Brianna, su hermana menor, aunque no gozaban de un parecido similar—. 

Mientras el pelo de Jane era rojizo bajo el sol, su hermana poseía una cabellera como el bronce, de un rubio oscuro. Y las pecas que dibujaban constelaciones en el rostro de Jane para Brianna eran pequeños lunares. 

—De acuerdo. 

Guardó sus esbozos sucios y lápices en la cartera de cuero.

—¿De qué estáis hablando? —Se sumó la tercera hermana, la más pequeña—. 

—Sobre ti. —Sonrió Jane—. Vamos a dejarte en el vagón de carga para que no nos sigas torturando con tus conciertos de violín a las dos de la mañana. 

—Oh. —Exclamó Dorothy, sonriendo mientras apoyaba la cabeza en una mano—. Y yo que pensaba que hablábais sobre chicos. 

—Tienes dieciséis años, Dorothy, pon un poco al freno antes de que mamá te encuentre a un hombre antes de tiempo. —Dijo Brianna—. Como a Jane.

—¿A qué te refieres? Conocemos a Henry desde que éramos niñas, es un buen hombre.

—No estaba hablando de eso.

—Vamos, mamá va a enfadarse con nosotras si no la ayudamos con las maletas. —Propuso la hermana más pequeña, levantándose de su asiento—. 

Ellas también se pusieron en pie, siguiéndola con la melodía de sus tacones. 

Abandonaron el vagón de primera clase y buscaron a sus padres antes de que el tren llegase a la estación, escuchando las gotas golpeando el tejado como una canción lejana. Caía llovizna fría, dejando claro que ya estaban en otoño y el invierno amenazaba a la vuelta de la esquina. 

—¿Preparadas, chicas? —Las alentó Philip, recolocándose la gorra del uniforme antes de abandonar el tren—. 

Entrelazó la mano con la de su esposa, mirándola con una sonrisa en los labios. Abrieron sus paraguas y vagaron bajo la lluvia por un pueblo desconocido, siendo unos extraños en las afueras de Brooklyn. 

La noche se apoderó del día, pero ni las estrellas ni la luna lograron iluminar la negrura del firmamento, las gotas impactaban con furia contra el suelo y dejaba un aroma a tierra mojada. Anduvieron bajo la luz amarillenta de las farolas, estremeciéndose bajo sus abrigos frente a las ráfagas heladas que despedía el viento. Cruzaron un puente, y el ruido de un río con mucho caudal inundó sus sentidos. 

Pisaron barro hasta llegar a una zona en la que solamente había una parcela, hectáreas de terreno que se perdían en la oscuridad. 

—¡Dios mío, Philip! —Exclamó María, su esposa—. ¡Esta casa es enorme! 

Él giró la llave en la cerradura, dejando paso a sus hijas. Dentro, el olor a sándalo y el crepitar del fuego los abrazó, derritiendo el frío sobre sus hombros.

—¿Qué os parece? —Prendió la luz del recibidor—. He pedido que la dejaran lista.

Sus hijas tenían la mirada perdida. Todo era ébano, madera oscura. Las escaleras poseían tallados de época y los muebles eran tan antiguos que contaban historias. Bajo sus pies había una alfombra que oscurecían con cada gota que desprendía su ropa.

—Es... —Empezó Dorothy, con la boca abierta—. No me la imaginaba así, la verdad. 

—Vamos, niñas, ya podéis escoger habitación. —Las animó, pasando un brazo por la cintura de su esposa—. 

Las tres obedecieron, y se dispersaron en el piso de arriba. Había muchas habitaciones. Algunas de ellas dormitorios, otras bibliotecas o estudios, unas pocas daban a balcones cerrados que otorgaba una visión nítida de la tormenta y el jardín extenso. 

Jane llegó al final del pasillo para mirar por la ventana, y abrió la habitación que estaba justo al lado. Dejó la maleta en el suelo, entreabriendo los labios para suspirar gracias a ese calor reconfortante que mantenía la casa, y observó la cama de matrimonio perfectamente hecha. A un lado había el escritorio, al otro el tocador, y a su lado un armario de roble empotrado. Encendió la luz, y dejó la maleta sobre el arcón a los pies de la cama.

—¡Chicas! ¡Bajad un momento, por favor! —Las llamó su madre—.

Las tres se encontraron en las escaleras, murmurando algo. Jane frunció el ceño al divisar un pelotón formando justo delante de casa.

—Pensaba que esperaríamos hasta mañana para hacer las presentaciones. 

 —Vuestro padre ha insistido. —Respondió María, rodando los ojos—. Coged los paraguas.Las tres obedecieron, volviendo a salir.

Se detuvieron, en fila, a unos metros de su padre. Él estaba bajo la lluvia, al igual que los demás, sin paraguas. 

—Soldados, hoy estoy frente a ustedes no solo como su nuevo general, sino como alguien que valora profundamente el honor y la responsabilidad que conlleva servir a esta nación. 

 Jane apretó los dientes para que no le castañearan, muerta de frío. Se instigó a relajar los hombros, centrándose en cómo la lluvia caía del firmamento. Inclinó el paraguas un poco hacia atrás, levantando la barbilla, y cerró los ojos para escuchar el ruido de las gotas impactando contra el suelo, tomando una profunda respiración de ese aroma a tierra mojada y lluvia. Sin ruido de coches, ni personas ni fábricas.

Ella no miraba a nadie, pero alguien sí que la miraba a ella. Uno de los soldados, camuflado entre los uniformes exactamente iguales de sus compañeros, retiró la vista del general en un pestañeo para observar a esa mujer vestida de negro.

Muchos observaron a las hijas del general, algunos quizá más de la cuenta, pero ese hombre, ese soldado... Se fijó en ella. Pálida, con unos rasgos finos besados por pecas dispersas, y unas manos de uñas rojas que sostenían el paraguas.

Casi sin percatarse ignoró el mensaje del general Walker, al pensar en esa chica que no conocía. Durante el discurso la lluvia empeoró.

Al terminar el batallón le dedicó un aplauso, y abandonaron el patio de la parcela. Jane tragó saliva, y giró la cabeza para observar a su padre. El uniforme debía pesarle al estar mojado, sobre sus condecoraciones se apoyaban varias gotas cristalinas. Levantó la cabeza para observarlo a su lado. ¿Cuándo se había hecho tan mayor sin que ella se diese cuenta?

Volvieron a entrar en esa casa, que aún no identificaban como casa, y mientras abrían sus maletas María preparó la cena. No pasaron más de las nueve de la noche cuando las luces se apagaron.

Jane tomó el pomo de su dormitorio, ya vestida con un camisón, pero vio a Brianna cruzar el final del pasillo luciendo unos colores vivos. Frunció el ceño, y se acercó a su habitación.

—¿Qué estáis haciendo?

—¡Por el amor de Dios! ¡Qué susto me has dado! —Saltó Dorothy—.

Las dos iban arregladas y olían a perfume.

—¿Qué pensáis hacer? Mamá y papá ya se han ido a dormir.

—Ya lo sabemos, gracias por confirmarlo. —Respondió Brianna, quitándose el rulo del flequillo—. 

—Vamos a pasear un rato.

—¿Qué? No. Ni de broma. Volved a la cama.

—¿Pero cuántos años tienes? —Brianna hizo una mueca mientras se maquillaba—. Solo son las ocho y media. ¡Vamos, Jane! ¡Despierta un poco!

—No. No vais a ir.

—¿Ah, no? ¿Y qué vas a hacer sino?

—Decírselo a papá.

—Siempre con lo mismo. Claro, eres su favorita.

—Brianna, para. —Musitó, tomándola del brazo—. No vais a ir solas a un bar lleno de hombres en un pueblo que no conocemos.

—Me estás dando más motivos, definitivamente estamos yendo. —Sonrió—. Pues ven con nosotras, Jane.

—¿Y si os hacen daño? ¿Y si os llevan a algún sitio raro? ¿Y si os violan, Brianna? —Susurró, acercándose más—. ¿Qué podría hacer yo?

—Todo lo que dices no va a pasar.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque toodos ya han visto que somos las hijas de papá. ¿Qué podrían hacernos?

—Muchas cosas malas...

—¡No seas tan pesimista! —Se soltó, sonriente—. Tendremos este miedo con veinte o con cincuenta años. Y dime dónde habrá ido nuestra juventud antes de casarnos.

—Casarse no es una condena, o lo que pienses.

—Nos van a quitar los pintalabios y los tacones en cuanto estemos en un altar Jane. ¿Por qué crees que hemos venido aquí?

—Papá tenía que aceptar este trabajo.

—Papá podía esperar a que lo ascendieran, esto no es por el dinero. Es para casarte a ti.

—¡Sí! —Jane se encogió de hombros—. ¡Yo quiero casarme! ¿Qué problema tienes conmigo?

Brianna se quedó mirándola con pena.

—Que la siguiente seré yo.

—Espero que lo seas. —Jane asintió—. Que te enamores de un buen hombre que pueda darte una familia.

—¡Agh! Deja de repetir las palabras de mamá. —Hizo un ademán, cogiendo las llaves del tocador—. Ya estoy enamorada y es de la noche.

Pasó por su lado, incluso Dorothy se levantó de la cama para seguir a su hermana, pero Jane las paró antes de que cruzaran la puerta.

—¿Qué estás haciendo? —Gritó en un susurro, cogiéndola de la muñeca para intentar quitarle las llaves—. ¡No quiero identificar tu cadáver mañana por la mañana!

—¡Deja de ser tan neurótica! —La empujó—.

Jane rebotó contra la pared, y fuera escucharon un crujido. De repente hicieron silencio, pero no escucharon nada más.

—Nos vamos. —Zanjó Brianna, saliendo al pasillo—.

—Se lo contaré a papá. —La amenazó, siguiéndola para pararla—.

—Y yo le contaré lo que hiciste en California.

Jane se calló. Encogiéndose en el sitio. 

—Nos vamos. —Susurró por última vez Brianna—.

—¡Espérate! —Susurró ella de vuelta—. Voy a cambiarme y os acompaño.

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