21: Mi inquilina.
LÉONARD.
Si tuviera que comenzar a contar sobre mí, lo haría diciendo que amaba mi trabajo y mi gran edificio donde salvaba a muchas personas.
Mis empleados eran gente magnífica que siempre respetaba lo que se les ordenaba y que, a su vez, mantenían cierta confidencialidad respecto a lo que ocurría dentro de la construcción. Los pacientes, esos sí que eran problemáticos; constantemente —sobre todo en el nivel 3— debíamos de recurrir a las camisas de fuerza y a sedantes para intentar controlarlos y evitar que se hicieran daño. Por esa razón, me gustaba mucho estar en el piso dos, más precisamente en el ala de las mujeres.
Ellas eran más tranquilas y la mayoría me recibía con una sonrisa en el rostro mientras que otras con cara de espanto.
Y sí, quizá cometí muchos errores al meterme con ellas y obligarlas a hacer cosas que no querían. A lo mejor era mi culpa que, en vez de mejorar, empeorasen, tal vez hubiera evitado las miles de cartas con acusaciones y una que otra demanda si tan solo hubiese mantenido mis manos alejadas de sus voluptuosos cuerpos y mi pantalón cerrado y bien puesto. Pero sabíamos que los humanos éramos débiles, sobre todo los hombres.
El ver a una dama tan hermosa e indefensa solo despertaba ese lado malo en mí, ese que creí que no tenía. Ese lado perverso que solo pedía más y más y que, con el pasar de los años, su hambre se había vuelto incontrolable. Tanto así que pasó de ser una vez al mes a convertirse una a la semana y terminar casi a diario.
Podría decir que lo lamentaba por ellas, que sus gritos de súplica causaban culpa en mí y que sus lágrimas me hacían detenerme pero ocurría todo lo contrario. Su miedo, su resistencia y su dolor, era un incentivo para mí, el monstruo que llevaba dentro se alimentaba de cada sollozo que salía de sus bocas.
Ni siquiera cuando las hería de esa forma pensaba en mi esposa.
Aquella señora que me había enamorado en mi juventud, a quien prometí amar por siempre... a quien juré serle fiel.
Le mentí. Le mentí millones de veces durante los años que llevaba cometiendo esos actos que no creía que fueran malos. La engañé al decirle que los arañazos en mi cuello eran a causa de un paciente que se descontroló, la engatusé con palabras sin sentido cada vez que una nueva acusación aparecía y ella buscaba una explicación que le hiciera saber que su marido no era un degenerado que se aprovechaba de mujeres inestables e indefensas.
La traicioné tantas veces y ella me creyó en cada una de esas que la creí tan idiota y hasta llegué a reírme de su ignorancia.
¿Acaso no veía las marcas que mis víctimas me dejaban para que alguien supiera que algo iba mal? ¿No notaba que ni siquiera la tocaba y que, cuando ella me besaba, no podía seguirle el paso por pensar en mi próxima presa? Al lavar mi ropa, ¿No olía un aroma raro? ¿No veía el paquete del preservativo usado que, de vez en cuando, olvidaba dentro de los bolsillos de mis pantalones?
En ocasiones terminaba pensando que, a lo mejor, le hacía la vista gorda a todas esas pequeñas cosas que podría utilizar para quedarse con todo lo mío a través del divorcio. Hubieron varios momentos donde imaginé que ella también estaba haciendo lo mismo, que me estaba engañando, pero no era así. Jamás me mentiría ni mucho menos me pondría los cuernos porque mi esposa era alguien fiel y buena, no era como su marido que prefería pasar más tiempo entre las piernas de otra mujer que trabajando.
Ella no se encontraba acomodando sus prendas en ese preciso momento.
— ¿Nos volveremos a ver mañana?— me preguntó mi inquilina preferida, terminando de abrochar el último botón de su traje azul.
La observé y me sonrió.
Ella era bonita, sí. Tenía un increíble cuerpo y gemía tan fogosamente que repetíamos dos veces al día solo porque no me quería dejar ir. El overol ajustado que me había pedido meses atrás le quedaba a la perfección y marcaba sus curvas tan malditamente sexy que agradecía que fuera tan atrevida conmigo. Ella era perfecta, no se quejaba y siempre estaba feliz al acabar con nuestro acto sexual. Podría incluso decir que le gustaba ser quien volvía loco al director del psiquiátrico, estaba tan fascinada con ser mi favorita que le importaba muy poco acostarse con un hombre casado y de más de cincuenta años.
Diría que se aprovechaba de la situación y que tenía preferencias y beneficios que las demás no pero lo cierto era que se mantenía igual a cuando comenzamos con todo aquel asunto. Ella sabía que lo mejor para su bienestar era no causar problemas y tratar de pasar desapercibida, como si nada ocurriera en su cuarto. Como si mis visitas solo fueran por un protocolo donde debía de revisar a mi paciente y pasar casi dos horas con ella en su cama.
— Mañana no creo poder.— le aclaré y recibí un puchero de su parte— Conoces las reglas.
— No pedir demasiado y comportarme. Lo sé, lo tengo claro.
Era tan perfecta. Tan sumisa y obediente como nadie más.
Por eso me gustaba estar a su lado más veces que con las demás. Con ella podía repetir y no obtendría ni una lágrima o suplica, esa mujer siempre se abría encantada para mí y yo moría de felicidad por ello. Desde la primera vez que intenté estar a su lado, me atendió dispuesta y con muchas ganas.
— Bien. Nos vemos pronto, princesa.— me despedí, dándole un suave beso en su frente— Compórtate y te daré una gran sorpresa la próxima vez.
— Sabe que siempre me porto bien.— volvió a sonreír— Y me conformo solo con tenerlo a usted para mí.
— De acuerdo.— asentí y caminé hacia la puerta de la habitación— Adiós.
Ella elevó su mano y la movió de un lado a otro en forma de saludo.
Una vez que salí de allí, apoyé mi espalda en la pared y suspiré un tanto agotado. Ella me quitaba la energía constantemente y casi no podía seguirle el ritmo, no íbamos a comparar a un hombre ya mayor con alguien de apenas treinta años. Esa mujer parecía una fiera en la cama, una maldita lombriz que sabía qué hacer para encender mi cuerpo a mil. Honestamente si me ponía a pensar en todas las posiciones que habíamos probado, tendría que volver a su lado y pasar, como mínimo, dos horas más haciéndola llorar de placer.
Pero no tenía tiempo para eso, debía de hacer la última visita del día antes de regresar a casa y encontrarme con mi esposa que me esperaba con una cena especial como siempre.
La verdad era que cada vez se esforzaba aún más en intentar, fallidamente, conquistarme y así obtener algo que no podía darle. Ya no la amaba, ni siquiera la deseaba. Su cuerpo me aburría, su rostro había envejecido tanto que me disgustaba verle las tantas arrugas en él, y mejor ni mencionaba las canas de su cabello que no trataba de cubrir. Me había cansado de decirle que fuera a un salón de belleza a arreglarse un poco y quedar bonita pero ella se negaba diciendo que, si habían pasado años viéndose de esa forma, no iba cambiar ahora que ya pasaba los cincuenta. Y me hubiese encantado que me hubiera hecho caso, quizá así no estaríamos pasando por lo que ocurría desde tiempo atrás. Le echaba la culpa a ella y a su tonta idea de mantener algo desagradable.
Y sí, a lo mejor actuar estúpidamente y pensaba mal de mi esposa pero debían de entenderme. Estaba pasando por un momento donde me creía un joven inmaduro que su mayor logro era acostarse con cuanta mujer pudiera, ni siquiera cuando era un adolescente me comporté de esa forma tan imprudente. A menudo escuchaba a mis compañeros hablar sobre fiestas y cuánto sexo habían tenido la noche anterior y, para ese entonces, yo prefería encerrarme entre libros para terminar mis estudios y ser alguien poderoso. Y quién iba a decir que lo que no hice en ese tiempo lo estaba haciendo cuando casi todos los demás hombres de mi edad ni siquiera tenían una erección.
Y, diablos, estaba echando a perder un matrimonio de años solo por una aventura. Una calentura que no me daba más que placer, algo pasajero que no me llevaría a nada. Estaba dejando de lado a la única mujer que estuvo conmigo desde mis inicios, a quien me apoyó, consoló y festejó las victorias obtenidas.
Engañaba a mi esposa con personas de las cuales no recordaba sus nombres. Ni siquiera sabía cómo se llamaba mi inquilina favorita, solo recordaba que usaba el traje con el número 10.
Y con esos pensamientos había comenzado a caminar por los pasillos del psiquiátrico hasta que me detuve en una puerta en particular, la cual no visitaba desde la semana anterior.
La habitación 07.
Alejandra Cabrera, la mujer de cabello castaño oscuro y ojos negros. La portadora de un cuerpo endiablado y un rostro de ángel, quien me había llamado la atención desde ese día en que la vi bajando de la ambulancia donde había sido trasladada.
A lo mejor fue obsesión a primera vista, quizá las curvas que mostraba su ropa me agradó y, cuando vi sus labios pomposos, caí rendido ante ella. La deseaba desde el primer momento en que oí su cálida voz, desde que la escuché hablar en un idioma que no entendí... desde que supe sobre sus trastornos.
Y podría decir que conocía todo de ella pero estaría mintiendo. Lo cierto era que, por idiota, la había puesto bajo el cargo de Ed y no me detuve a leer su informe. Ese día me importaba más observarla y ver que estuviera cómoda en su nuevo cuarto que la información que supuesto debería de saber. Pero, aun así, confiaba en que mi psicólogo favorito haría maravillas con ella y que, ante cualquier complicación, platicaría conmigo y juntos encontraríamos una solución.
La verdad era que prefería trabajar con Lockwell y no con Heber. Víktor era un tipo más cerrado y antipático, siempre con su cara de perro enfurecido y actitud de acero que te impedía acercarte y entablar una conversación digna de colegas. Él parecía más perdido y enfocado en su trabajo que en intentar conocer a quienes lo rodeaban. Y, pese a todo, me parecía un empleado que me favorecía demasiado al no tener distracciones, admiraba su manera de trabajar pero muchas veces deseé que fuera más abierto. Al menos conmigo, que era su jefe.
Pero los momentos de compartir alguna actividad no llegaron, las charlas sobre cosas triviales no ocurrieron. Ni siquiera los gritos, insultos o acusaciones que esperé recibir cuando descubrió mi secreto. En esa ocasión solo me observó de pies a cabeza, alzó una de sus cejas y negó mientras que se alejaba y, cuando quise explicarle la situación, él solo dijo: «“no es mi problema. Pero te advierto que si alguien me pide ser su testigo, lo haré sin importar que me despidas.”» hasta este entonces agradezco que nada de eso ocurriera. Sabía que él era un hombre de modales y valores, y que le molestaba mucho enterarse que le era infiel a mi esposa, sin embargo, decidió no entrometerse hasta que fuera requerido.
En fin, volviendo al tema de mi inquilina número 07...
Ya habían sucedido acercamientos entre nosotros como, por ejemplo: esa vez que me aparecí en su habitación y comenzamos a charlar de diversas cosas hasta que no pude evitarlo y le acaricié lentamente la mejilla, Alejandra me miró un tanto confundida y se distanció de mí hasta quedar a pocos pasos de la puerta. Y, como ya era sabido, el que me tuviera cierto miedo solo despertó a la criatura sedienta que vivía bajo mi piel, por lo tanto, terminé acorralándola contra la pared pero para mi mala suerte empezó a gritar y a llorar. Solo bastaron segundos para que Campos, el guardia, apareciera preguntando qué había sucedido.
Mentiría diciendo que después de aquello volví a intentarlo y obtuve lo que tanto deseaba pero la verdad era que no. Días después de aquello tuvo una recaída y, como era normal, olvidó nuestros minutos solos y también la supuesta amistad que teníamos. Y realmente odiaba tener que iniciar nuevamente algo tan estúpido solo para terminar fracasando, puesto que Cabrera era una mujer muy astuta y no se dejaba engatusar por nadie, mucho menos confiaba en nosotros.
Así que, simplemente decidí dejar las cosas como estaban. Hasta ese instante, al menos.
— Señor Ferrer.— me saludaron y me liberaron de mis perversos pensamientos.
Seguí la voz y me encontré con Matt, el dichoso guardia que me ayudaría a entrar a ese cuarto para volver a tantear terrero.
— Campos, ¿Qué tal va todo?— pregunté, dirigiendo mi mirada al rectángulo de cristal en medio de la puerta, queriendo ver algo dentro de la habitación oscura que había detrás.
— Todo está muy tranquilo.— respondió— ¿Se le ofrece algo? ¿Necesita hablar con la paciente?
Alcé una ceja y sonreí.
Ese hombre de seguridad me estaba poniendo las cosas aún más fáciles. En situaciones como esas amaba todavía más ser el director del lugar y así tener acceso a todo, sin tener que pedir permiso o dar alguna clase de explicación de cada uno de mis pasos.
— Sí, me gustaría saber cómo está...
— Está mejor que hace unos días. Al parecer la segunda recaída empeoró todo.— mencionó y asentí.
Conocía todo los acontecimientos que habían ocurrido, así como también la idiotez y falta de profesionalismo del hombre que tenía frente a mí, al cual se le había desaparecido la persona con la que debía de ser juicioso y no quitarle un ojo de encima. El hecho de que Alejandra se hubiera alejado de su lado y perdido entre los pasillos, era algo irresponsable y que no podía volver a suceder. Una vez más, ponía por escrito mi favoritismo por Ed ya que, gracias a él, la paciente fue hallada pocos minutos después y en buenas condiciones. Ni siquiera sabía qué había estado haciendo o si se había encontrado con alguien durante su viaje, pero estaba feliz de que nada malo le hubiera pasado.
— Lo sé y por eso quiero hablar con ella.— aclaré.
Campos asintió, buscó el llavero que descansaba en su cinturón y, cuando obtuvo la llave correspondiente, abrió la puerta y me dio acceso.
— Cualquier cosa, estaré por aquí.— dijo algo obvio. Ni siquiera me molesté en contestarle.
Caminé y me adentré a la habitación que era iluminada únicamente por una bombilla casi amarilla que no daba mucha claridad. Las paredes grises mantenían su tono oscuro y húmedo, la cama permanecía deshecha a un costado y por poco grito de pánico al pensar que Alejandra se había escapado hasta que detallé cada rincón del espacio y la encontré cerca de una pared.
Sus manos estaban detrás de su espalda, su bonito cabello estaba atado en una cola de caballo y sus ojos oscuros me inspeccionaban intensamente. Relamió sus pomposos labios y frunció el ceño.
— ¿Léonard? ¿Qué haces aquí?— quiso saber.
Volver a escuchar su voz hizo bombear la sangre de mi cuerpo hacia un lugar que no era precisamente mi corazón. Mi piel se erizó y tuve que contenerme para no lanzarme sobre ella en ese mismo momento.
— Vine a verte y a saber cómo estabas.— le mentí a medias. Siendo sincero, su bienestar era lo que menos me importaba.
— Estoy bien. No tenías que tomarte la molestia de venir personalmente, pudiste hablar con Eddie.— comentó. Bien. Al parecer seguía con su locura de usar ese diminutivo con Lockwell a pesar de que a él le irritaba.
Meneé mi cabeza sin darle tanto interés a ese asunto. Que mi empleado se encargara y soportara sus estupideces que para eso le pagaba.
— Sabes que no se me dificulta visitar a mis inquilinos, es más... me fascina hacerlo.— admití, perdiéndome en su cuerpo.
Ese maldito overol seguía dibujando sus curvas; la forma redonda de sus perfectos pechos y esa ancha y deliciosa cadera que deseaba marcar con mis manos, sus largas y finas piernas que tanto quería abrir para conocer lo que ellas ocultaban. Anhelaba descubrir cada centímetro de su piel hasta poder llegar a conocerlo incluso con mis ojos cerrados.
Alejandra era mi obsesión más grande, aquella con la que fantaseaba muy a menudo.
— Lo sé. Sé que eres alguien que se preocupaba por todos.— dijo y quise reírme en su cara.
Si supieras los pensamientos que tienen tu nombre y que habitan en mi cabeza, no dirías eso.
Esbocé una gran sonrisa.
— Así es, no puedo evitarlo.
— Eso veo.— rió divertida— ¿Ahora qué? Ya sabes que estoy bien, ¿Ya te irás?— indagó. Y allí estaba, esa parte suya que ponía una barrera para que no pudiera alcanzarla.
— ¿Me estás echando?
— ¿Qué? No, por supuesto que no.— respondió un tanto temerosa— Es solo que pensé que tenías cosas que hacer. Lo siento.
Sí, una de las cosas que tengo que hacer es persuadirte para que te entregues a mí sin poner resistencia.
Aclaré mi garganta cuando noté que mi razonamiento estaba fluyendo demasiado rápido y, si continuaba de ese modo, se me haría algo imposible de controlar.
— Sí, bueno, quise tomarme un momento para hablar contigo antes de volver a casa.— confesé.
— Eso me parece bien.— asintió— ¿Tienes planes con tu esposa?
Tosí un poco al atragantarme con mi propia saliva.
¿Ella sabía sobre mi mujer? Ni siquiera platicábamos de ese tema como para que lo supiera y quería creer que mis empleados no estarían por ahí regando información mía a los pacientes, ya que la primera regla del psiquiátrico era no darle una herramienta que podrían usar en nuestra contra en algún momento. Por lo tanto, el que tuviera conocimiento de tal cosa me inquietó. Ni siquiera utilizaba mi argolla de matrimonio como para tuviera una pista de que estaba infelizmente casado.
— ¿Cómo sabes que no soy un hombre soltero?— pregunté.
— No lo sé con exactitud, solo supuse que a tu edad ya tenías una familia e hijos.— aclaró.
— Tengo esposa pero no hijos.
— ¿Se puede saber por qué?
— Nunca mencionamos ese tema con mi mujer. Creo que ninguno de los dos quiso dar ese paso.
Y esa era la verdad. El agrandar la familia no estaba en nuestros planes a pesar de que, en algún tiempo, sus padres le habían rogado para que le diéramos un nieto antes de morir. Lo cierto era que, sabiendo lo que estaba haciendo, no quería que mi heredero descubriera la clase de padre que tenía; no quería decepcionarlo y que me tachara como un infiel, inmaduro e irresponsable de mierda que no sabía ni respetar a su mujer.
— Entiendo.— fue lo único que dijo.
Y, segundos después, todo se descontroló.
Quizá fue por no saber sacar un tema de conversación que se mordió el labio inferior. A lo mejor la manera sexy de lamerlo a continuación fue lo que hizo saltar la chispa y prender fuego mi ser, de tal forma que no noté que me moví hasta tenerla contra la pared.
Alejandra me observó con sus ojos bien abiertos al igual que su boca.
— ¿Qu-qué haces?— tartamudeó y juro haber sentido el acelerado latir de su corazón.
— Shh, no digas nada.— le pedí, respirando hondo y llenando mis pulmones de su aroma natural.— Hueles tan bien, dulzura.
— Por favor, aléjate.— rogó en un susurro.
— Si te portas bien, te recompensaré.
— Suéltame...— noté como hinchaba su pecho y, antes de que pudiera gritar, cubrí su boca con mi mano.
Chisté la lengua y negué.
— Te has equivocado.— y, sin más, comencé a repartir besos por su cuello. Su piel tibia vibraba bajo mis labios a medida que inentendibles aullidos pedían ser liberados; su cuerpo permanecía rígido y, poco a poco, comencé a sentir como algo húmedo corría por mis dedos hasta perderse por algún espacio entre ellos.
Estaba llorando, la mujer a la que creía poderosa la había hecho llorar solo con ese pequeño e insignificante tacto y eso me enorgullecía de una manera irracional. El saber que podía doblegarla con tan poco me emocionaba demasiado hasta el punto de solo pensar en atravesar esa barrera por completo y someterla a mí.
Y estuve a nada de hacerlo, incluso saqué la distancia que había desde esa pared hasta la cama; solo bastaban cuatro pasos para tenerla bajo mío y hacerle todo lo que deseaba y había soñado desde hacia más de cinco meses. Lo único que me faltaba era moverme pero no lo hice, en cambio ella sí.
Porque desgraciadamente había olvidado controlar sus brazos, los cuales se habían mantenido detrás de su espalda durante todo ese tiempo hasta ese entonces en que los quitó y m empujó con ellos.
— ¡Campos!— gritó desesperadamente cuando logró dejándome a una distancia prudente de ella. Su cuerpo temblaba y sus ojos estaban aguados y enrojecidos.
Solo fueron suficiente un par de segundos antes de oír como la puerta era abierta y, el anteriormente nombrado, hacía acto de presencia.
— ¿Qué sucedió?— indagó él.
— Me tocó, besó mi cuello.— le contó aún llorando.
El guardia me miró con la ceja alzada esperando una respuesta por mi parte.
— Está demente, sabemos que vive entre alucinaciones.— me defendí, porque nadie me dejaría como el verdugo a pesar de que lo era.
— ¡Está mintiendo! Matt, créeme, por favor.— suplicó. Esa fue mi oportunidad de observarlo.
Él tragó saliva y bajó su mirada al suelo antes de decir:
— ¿Quiere que la sede, señor Ferrer?— me preguntó y yo sonreí.
Era el dueño del lugar, alguien a quien no se podía desafiar. Era el rey que hacía todo lo que quería sin tener impedimento, alguien indomable creando caos.
— ¡No! Tienes que creerme, yo jamás mentiría con una cosa así.— Alejandra pedía que la escuchara y qué estuviera de su lado pero, teniendo en cuenta la posición de Campos, su mejor opción era hacer oídos sordos y seguir mis palabras.
— Dejémosla sola para que se tranquilice.— fue lo único que dije antes de comenzar a caminar hacia la salida.
— ¡Maldito desgraciado, juro que te arrepentirás!— vociferó pero no le hice caso.
Mantuve mi caminar hasta encontrar el pasillo y, en ese momento, la frustración de no conseguir lo que quería burbujeó en mí pero, a su vez, una extraña sensación batalló con ella para aumentar su espacio en mi ser.
No supe cómo explicarlo pero lo último que liberó Cabrera comenzó a hacerme ruido dentro de mi cabeza. ¿Realmente haría algo en mi contra?
Después de tantos años, ¿Habría alguien que me detuviera? ¿Quién salvaría a las víctimas de mis garras?
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