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11: Día gris.

«Algo tan único y especial... algo tan destructivo y doloroso.»


VÍKTOR.

El ver su nombre en aquella fría, oscura y solitaria lápida me hizo dar cuenta de que no solo había sido una pesadilla, sino que también el instante lastimero sería para toda mi vida y no desaparecía.

Porque cuando nos despedíamos de alguien nos dañaba y creíamos que sería solo hasta que nos acostumbraríamos a estar sin esa persona, pero estábamos equivocados. El dolor era constante al igual que la soledad, ambos volvían a nosotros cada vez que revivíamos viejos momentos. No solo sufríamos por la pérdida, sino que también lo hacíamos por los recuerdos que siempre llegaban de la nada para acabar con la poca estabilidad que alcanzábamos conseguir.

El maldito recordatorio de que en un corto periodo tuvimos algo y lo habíamos perdido eternamente por alguna clase de negligencia.

Nuestra mente, a pesar del poco tiempo, nos lastimaba al visualizarla a ella; su frágil cuerpo, su cabello azabache tan oscuro como el mío, sus tiernas y pequeñas manos, sus ojos café y su hermosa e inigualable sonrisa. Tan perfecta que dolía, tan lejos de mí que sentía frío.

A lo mejor no lo demostré, quizá el papel de fuerte cubría tanto mi sufrimiento que nadie lo veía. Nadie conocía lo que por dentro sentía, mi pecho estaba aplastado, tan vacío y hundido que contenía la respiración para sentir un leve ardor para así tener conocimiento de que aún estaba vivo. Mi corazón bombeaba la sangre necesaria pero dolía, ese pinchazo imaginario que llegaba después de ver como nuestro mundo entero se desmoronaba, pidiendo soltar todo e ir por el camino fácil. Esa sensación de sentir como tus extremidades se convertían en gelatina esperando que la gravedad te llevara al suelo con rapidez y fuerza, lesionándote visiblemente para que el dolor no visible se sintiera menos.

Y tal vez por fuera era una roca sólida e irrompible, pero por dentro estaba pidiendo salvación. Quería que alguien detuviera el tiempo o incluso que hubiera una máquina, para regresar dos días atrás y evitar la tragedia... o mejor aún, volver años y que Alejandra nunca me conociera. Estaba sufriendo y era por mi culpa.

Lo lamento, ya quiero rendirme.

El cálido cuerpo pegado al mío me hizo reaccionar. Tenía que luchar, no por mí sino por ella.

Había llorado demasiado como para que yo me convirtiera en una razón más de sus lágrimas. El caparazón rudo e impenetrable debía de permanecer vigente, doliera o pesara, tenía que estar en su lugar como yo debía de estar presente y calmado ante la situación.

Yo sería su ancla, no dejaría que ella cayera por mi ausencia.

Apretando su mano, suspiré.

Soy un guerrero, tengo que demostrar que sí puedo. He peleado desde niño, solo una batalla más.

Así que allí estuve yo, dejando que Alejandra me abrazara con fuerza mientras que lloraba con desesperación. Ahí estuve por dos horas, inmóvil detallando cada letra que construía su nombre y dejándome inundar por diversos recuerdos junto a ella.

Mi linda Amara...

Me estoy despidiendo de ti sin siquiera quererlo, te estoy diciendo adiós aún cuando no sé cómo hacerlo. Y sin importar las maneras en las que lo intente, jamás podré saber cómo dejarte ir sin pedir que eso no te hubiera ocurrido.

Muchas veces deseé haber sido yo en vez de ella, mi hija era muy pequeña para ya no tener la posibilidad de vivir. Ella era solo una niña que le quitaron todo... un ser bueno siendo destruido por la ignorancia de la humanidad. A pesar de mis ruego por intercambiar lugares, ya no podía hacer nada, había llegado tarde... bueno, ni siquiera había estado presente y eso era lo que más me dolía y molestaba de igual forma.

Era su padre.

Mierda.

Me había prometido cuidarla y no pude hacerlo, solo tenía una cosa que hacer y no lo logré. Ignorante, pasaba más tiempo en mi trabajo que en casa jugando con ella. Había preferido estar rodeado por personas que no estaban mentalmente bien, a estar rodeado por los juguetes de mi hija. Ni siquiera me había sentado a pensar que algo malo le podría pasar, estaba tan confiado en que lo tenía todo controlado que no vi que estaba equivocado.

No pensé que el peligro estuviera tan cerca, muchas veces había hablado con ella pidiéndole que tuviera cuidado y que siempre tomara la mano de un adulto para cruzar la calle. Las diversas noticias de accidentes automovilísticos nos mantenían en alerta, pero no lo suficiente.

El pensamiento de «eso no me pasará» era el peor error del ser humano.

Nuestra vida se podía ir en un abrir y cerrar de ojos, eso estaba claro. Sabiéndolo o no, en algún momento nos tocaba decir adiós. Queriendo o no, la muerte estaba a la vuelta de la esquina esperando.

Así que no podía echarle la culpa a nadie aunque quisiera, ni siquiera a Andrew por no prestarle demasiada atención a lo que estaba haciendo. No podía pedir que lo metieran a la cárcel porque la justicia ya había dicho que no era posible, que todo había pasado muy rápido y que no había manera de poder evitarlo.

Aún así, el dolor de perderla y querer protestar hasta que hicieran algo a nuestro favor, no se iba de mi cuerpo. Quisiera poder haber ido hacia la comisaría y hacer un escándalo hasta que el conductor pasara, como mínimo, una semana entre las rejas. Quería poder hacer tantas cosas pero sabía que de nada serviría, solo me causaría problemas y quienes terminarían perdiendo éramos mi esposa y yo. Solo debía de respirar y tratar de superarlo, no podía mirar hacia atrás y dejar que el odio y la rabia me consumieran porque eso haría mucho daño, no sabía con exactitud hacía qué lado iría el sufrimiento, pero de que algo malo pasaría era seguro. Estaba en el aire y muchas veces habíamos sido creyentes de que si tomabas cartas en el asunto sin considerar lo que pasaría luego, estabas en problemas.

El odio traía más odio... era mejor dejar las cosas en paz antes de cometer una locura.

Inhalé con fuerzas.

Estaba siendo difícil el seguir ahí viendo su nombre y no poder tenerla cerca. Me estaba lastimando el imaginar que su cuerpo estaba frío y a tres metros debajo de nosotros. El pecho me ardía al saber que aunque quisiera abrazarla ya no podría hacerlo. No tendría más a mi hija para darle cariño y pasar tiempo con ella.

Perdóname, Amara, perdón por no ser tu escudo protector.

Estaba tan centrado en mirar su lápida que no me importaba cuantas personas pasaran por nuestro lado dándonos sus condolencias, ni siquiera los conocía. Sabía que algunas de ellas eran los padres y madres de los compañeros de jardín de Amara, incluso creí ver a su mejor amigo dando vueltas por ahí sin mucho que hacer. Ese niño solo me miró fijamente antes de bajar la mirada, acercarse y abrazar a Alejandra.

Me quedé plasmado cuando mi mujer también lo abrazó y siguió llorando junto a él.

— Lo siento mucho...— le había oído decir— Aún sigo agradecido por el regalo de cumpleaños.

Eso hizo reír a mi esposa.

Sonreí.

Mentalmente di gracias a ese niño, a Alejandra le había hecho feliz escucharlo aún cuando estaba pasando por un mal momento. Eso me alegró, ella merecía todo lo bueno del planeta no derramar lágrimas.

— No fue nada, bonito.— le había contestado, acariciando su mejilla con delicadeza.— Yo estoy agradecida de que mi hija haya tenido un gran amigo como tú.

— Ella era muy buena... y linda.— eso último lo susurró mirando al suelo, pude ver sonrojo en su rostro.

Si era su mejor amigo, ¿Verdad?

Apenas tenían cinco años y el niño se ruborizaba por hablar de mi hija. No pude evitar negar con la cabeza un tanto sorprendido, al chico le atraía Amara, de eso no cabía duda. Por pensar tanto en eso, no terminé de escuchar su conversación. Cuando volví a la realidad solo estábamos Alejandra y yo otra vez, el niño había vuelto con sus padres.

Suspiré antes de sentir que alguien se posición a mi izquierda.

Giré mi rostro y pude ver a Ed a mi lado, tanto como él y Paula tenían los ojos hinchados y rojos  habían estado llorando muchísimo. No podía evitar desear hacer lo mismo, anhelaba poder demostrar cuánto me afectaba pero no quería que me tacharan como alguien tan débil. No me gustaba que me vieran de esa forma, desde niño había tratado de ocultarme cada vez que las lágrimas corrían por mis mejillas. Mi hermano era consciente de eso, él mismo lo había descubierto el día en que apareció en nuestro cuarto cuando teníamos siete años, él día en que había llegado a nuestro hogar.

Hogar...

Ni siquiera podía llamarle así a ese asqueroso lugar de porquería. Las personas que debían de cuidarnos no lo hacían y eso nos afectaba a los más débiles. Los más grande contra los más chicos e indefensos, siempre fue de ese modo. Aún así, los golpes que había recibido en el orfanato no eran nada comparado con lo que estaba sintiendo ese día.

Ed me miró y sonrió con tristeza, su mano cayó sobre mi hombro antes de darle un diminuto apretón.

Mi hermano.

No hacían falta las palabras para saber que él sentía el mismo dolor que yo, su hija y Amara se habían criada juntas. Pasaban los fines de semanas intercambiando casas y así ver sus películas de princesas. Nuestras dos reinas, que se amaban incondicionalmente se habían separado.

— ¿Entonces mi prima ya no está con nosotros?— había preguntado Isabella cortando el silencio.

Sonreí con nostalgia al verla, mi sobrinita. La pequeña hija de Ed estaba a mi lado, mirándome con confusión. Estaba esperando una respuesta y yo no sabía qué contestar.

¿Qué debía de decirle a una niña de cinco años en una situación como esa? ¿Cómo no dañar su infancia al decirle que su prima había fallecido?

Era tan inocente que tenía miedo de hacerla llorar. No podía romper su pequeño corazón diciéndole la verdad, tampoco podía quedarme allí sin darle una explicación. Sin embargo, mi hermano me salvó como muchas veces había hecho en nuestras vidas.

— Puede que no esté presente...— comenzó a decir Ed— Pero siempre estará en nuestros corazones.

— ¿Podré hablar con ella?— quiso saber, esa vez observando a su padre.

— Sí, pero no podrá contestarte.

— ¿Por qué no?

— Porque ella está muy lejos,— mi hermano se hincó de rodillas para quedar a la misma altura que su hija.— Amara ahora está en el cielo, ella nos cuida desde allá.— dijo, mirando las nubes grises.

Hasta la oscuridad del día nos acompañaba con nuestro dolor.

— Es una estrella.— asintió— Hablaré con ella todos los días y siempre la veré en las noches.

Limpié la lágrima silenciosa que había escapado sin permiso. Era hermoso escucharla decir que Amara era una estrella.

Elevé mi vista hacia el cielo y dejé que el frío viento golpeara contra mi rostro.  Parecía que iba a llover, el clima no era el mejor de todos pero quería creer que era adecuado para la ocasión. Nubes grises y aire fresco, nada mejor para una despedida.

Volví a mirar su nombre, el oscuro de la lápida hacía contraste con el brillante verde del césped que estaba a su alrededor. Las diferentes y llamativas flores que la adornaban quedaban perfectas, necesitaba más color. A Amara le encantaba que hubieran distintos tonos de colores, no le gustaban los opacos.

— Tío.— me llamó Isabella quitándome de mis pensamientos.

— ¿Sí, pequeña?

— Amara estará siempre presente aquí,— señaló su corazón— En las noches podrás verla porque ahora es una bonita estrella.— repitió lo que había hablado con su padre y eso me enterneció.

— La más bonita y brillante.

— Sí, tío, y ella nos cuidará a todos.— me sonrió. Le devolví la sonrisa y acaricié su claro cabello, mi sobrina tenía el mismo color rubio que Ed.

Suspiré por décima vez en el día. Estaba siendo difícil, demasiado.

Las personas seguían apareciendo con flores y peluches, otras se estaban despidiendo, abrazadas y platicando en susurros. Pude sentir miradas juzgadoras de algunos padres, o quizá había sido mi imaginación. Escuché algunos murmuros de: «“¿Y su padre dónde estaba?”» no tenía que ser demasiado inteligente para saber que estaban hablando de mí.

Y sí, no los culparía si me observaban o decían cosas de esa forma sobre mi mal actuar como padre. Hasta yo pude haberme juzgado por no haber hecho lo que debía de hacer. Yo mismo me quería golpear por ser la mierda que no pudo proteger a su pequeña hija.

Yo mismo quise pedir a gritos ser quien muriera y no ella.

Pude haber evitado todo el dolor que nos estaba consumiendo mientras que los invitados partían a sus casas después de darnos su pésame. Pude cambiar el lugar de los hechos y la compañía para estar solos los tres en un lugar tranquilo y relajados. Sonreír y jugar con ella sin descanso. Quise haber podido tener un minuto más a su lado, pero no fue posible.

También deseé poder cambiar la estupidez de que, después de años de no aparecer, los padres de Alejandra estuvieran frente a nosotros.

Malditos hipócritas.

No me aceptaron al saber de dónde venía, mucho menos que su hija tuviera como novio a un huérfano. No estuvieron presente en nuestra boda, ni siquiera en el nacimiento o los cumpleaños de Amara. Ella ni siquiera sabía sus nombres, tampoco los conocía ni por fotos, sus abuelos no estuvieron en ningún momento de su vida, pero sí aparecían cuando ella ya no estaba.

Tanto como mi esposa y yo nos sorprendimos cuando aclararon sus gargantas para llamar nuestra atención. Sentí su cuerpo tenso cuando su madre la miró con pena, antes de dirigirse hacia mí y desfigurar su rostro.

Aún les causaba asco, de eso estaba seguro.

— Los dejaremos a solas.— había dicho Ed, llevando a su hija en brazos y tomando la mano de Paula.

Cuando la anatomía de mi hermano desapareció de mi vista no supe qué hacer. Ya éramos adultos, tenía treinta y un año pero aún así parecía un niño frente a esos dos imponentes señores. Los Cabreras solo me habían visto una vez en todos esos años, y digamos que las cosas no habían terminado del todo. Como siempre, la clase social estaba primero... un huérfano era poca cosa para todo el mundo.

— Señores Cabrera.— saludé sin obtener ninguna respuesta, solo una ojeada de pies a cabeza. Seguía siendo un don nadie para ellos.

Ignorado olímpicamente, desvié la mirada.

— Hija... mi Alejandra.— dijo la señora.

— ¿Qué hacen aquí?— a mi esposa no parecía agradarle su repentina aparición.

— Solo queríamos saber cómo estabas,— contestó— Nos enteramos de la situación... realmente lo sentimos mucho.

— ¿Lo sienten?— soltó una risa sin gracia.— En todos estos años no se habían tomado la molestia de venir a verla, era su nieta y ni siquiera los conocía.

— Yo...

— Pero, ¿Qué se puede esperar viniendo de ustedes?— la cortó, mirándolos— Nunca se preocuparon por mí, tampoco lo harían por mi hija.

Ambos abrieron sus bocas formando una enorme O.

Eso nos había sorprendido a todos. No esperaba que se quedara callada, pero tampoco esperé que dijera algo como eso. Mas bien, creí que todo el odio y fastidio había quedado en el pasado. Habían pasado años pero parecía que todo estaba tan fresco como si solo hubieran pasado días. Conocía la historia, sabía la soledad por la que había transitado Alejandra, no la culpaba si aún no podía perdonarlos. No podía decirle que olvidara todo porque era algo imposible, a ella le había lastimado la falta de atención y comunicación, y eso lo recordaría por siempre.

— Alejandra eso no es cierto. Cenábamos juntos, pagamos tus estudios y...— trató de defenderse.

— ¿Y crees que eso era suficiente?— indagó, acercándose más a ellos— ¿Crees que por pasar más de diez minutos conmigo fue suficiente? ¿Cuántas malditas horas tuve que quedarme sola y esperando a que llegaran?

— Hija.— habló el señor.

— ¡No me llames así! No soy tu hija— exclamó enojada.

La abracé con fuerza, atrayéndola más hacia mí. Necesitaba que se calmara, no era ni el momento ni el lugar para tener una discusión. Observé como algunas personas se quedaban de pie cerca de nosotros esperando a que los gritos continuaran.

Chusmos.

Miré a cada uno de ellos de una manera que les hiciera entender que debían de seguir con su jodido camino antes de que los mandara a volar. Algunos entendieron, a otros les dio igual.

Lo malo fue que mi esposa lo notó.

— ¿Y ustedes que ven?— les preguntó con fastidio— ¿Acaso les divierte?

Tragando saliva y desviando la mirada, continuaron caminando como si nada. Cuando se lo proponía, daba mucho miedo.

— Deja de comportarte de esta manera, Alejandra, nosotros no te criamos así.— volvió a decir la mujer, ¿O debía llamarla suegra?— ¿Ya ves lo mal que te hizo casarte con este huérfano?— preguntó, señalándome con asco.

¿Qué? ¿La culpa era mía?

El que ellos la dejaran de lado esperando en su casa por horas por su estúpido trabajo, ¿Era mi culpa? El que no fueran buenos padres y no le dieran la atención que un hijo verdaderamente necesitaba, ¿Era mi culpa?

No podía creer que esa señora me señalara como la peor persona del planeta. No podía aceptar que una desconocida —porque realmente parecía una desconocida— se lavara las manos y echara sus putos errores en la espalda de alguien más.

Tal vez había sido un huérfano que casi no tenía qué comer pero tenía un corazón repleto de amor y eso era lo único que Alejandra necesitaba.

— Víktor no tiene nada que ver así que no lo culpes.— me defendió mi esposa— Él ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida, me dio una hermosa hija y...

— Una hija que no pudo proteger.— la cortó su madre.

Maldita víbora.

Olvidé decir que detestaba con todo mi ser a esa señora y estaba seguro que no sería el único. Anteriormente, cuando tuve la oportunidad de contarle a Ed cómo había sido mi primer encuentro con mis suegros, a él no le agradó para nada que me tacharan con alguien inferior a cualquiera. Ellos mismos me habían dicho que hasta un vendedor ambulante era mejor partido para su hija que yo. Entonces bien, ¿Una persona que no tenía casi nada de valor era mejor que un huérfano? ¿Alguien que vendía cosas mínimas era mejor que alguien que estudiaba para tener una profesión?

En el mundo éramos catalogados dependiendo de dónde naciéramos, si en una cuna de oro o algún lugar frío y deplorable. Lo malo era que los primeros nombrados podían perderlo todo por avaricia, mientras que los últimos se jugaban el todo por el todo porque sabían que no tenían nada que perder.

Yo era de esos últimos, ¿Y dónde estaba económicamente hablando? Terminé siendo mejor de lo que muchos creían ser.

— Largo.— dijo Alejandra entre dientes.

— Pero...

— ¡Dije que largo! Váyanse y no regresen.— gritó con furia haciendo retroceder a su madre.— No te voy a permitir que hables así de mi esposo, ¿Te quedó claro?

— Vámonos.— murmuró el señor tomando con fuerza el brazo de su esposa.

Suspiré pesadamente cuando ambos voltearon y comenzado a caminar hacia la salida del cementerio. Pero aún así, sin importar que los perdiera de vista, las dudas seguían dando vueltas en mi cabeza.

¿Era una mala persona? ¿Era peor que aquellas personas que dejaban a sus hijos en un orfanato?

Sabía la respuesta, o tal vez inconscientemente mi cerebro me decía que sí la sabía aún cuando era mentira. Al estar triste, nuestra mente nos mostraba algo diferente a la realidad, algo que nos dejaba como culpables. Ella conocía nuestros secretos y usaba cualquier miedo para hacernos sentir mal. Por lo tanto, quizá eso estaba pasando.

Me culpaba aún sabiendo que no era culpable verdaderamente.

Porque, si era alguien malo, ¿Por qué Alejandra todavía seguía a mi lado? Si era peor que cualquier otra persona ¿Por qué me amaba? ¿Por qué me había defendido de sus padres? Debía de aceptar que, aunque doliera, no era mi culpa. El destino estaba escrito y a lo mejor la partida de Amara también lo estaba desde antes de su nacimiento.

Así que, me dejé llevar por esos pensamientos hasta perder la cuenta de cuántas horas habíamos estado en ese lugar hasta que, cuando fui consciente, ya estaba en la sala de mi casa. Las luces se mantenían encendidas y Alejandra no se encontraba a mi lado.

Fruncí el ceño ya que no recordaba hacia dónde se había ido. La verdad era que el día había sido extremadamente largo, y la inesperada aparición de mis suegros no había sido de ayuda.

Ed y Paula se habían despedido en la entrada del cementerio media hora antes, agradecía que estuvieran con nosotros hasta el final. Necesitaba un soporte y ese era mi hermano.

Una y otra vez, siempre había sido mi compañero.

— ¿Alejandra?— la llamé sin recibir respuesta.

Guiándome por lo que había hecho la noche anterior, avancé hasta la habitación de nuestra hija.

Sabía que ese era su refugio y así seguiría siendo por mucho tiempo más. En esas cuatro paredes ella tenía la posibilidad de revivir cada recuerdo de Amara, si observaba su cama podía verla dormir o incluso sentada esperando a que le contáramos un cuento. Si tomaba uno de sus vestidos podía verla a ella luciéndolo, y estaba seguro que su olor todavía permanecía en ellos. Si miraba sus dibujos pegados en las paredes podía escucharla reír cuando se manchaba con sus acuarelas, incluso podía oír sus pasos mientras nos llamaba emocionada por mostrarnos su obra de arte. Si tomaba sus juguetes podía recordarla a ella sonriendo y poniéndole a cada peluche diferentes cargos; aún podía escucharla decir que el oso panda era el comandante y que el león era su enemigo porque cuando eran niños habían discutido por unos dulces.

Sí, ideas infantiles que marcaban nuestras mentes en esos momentos.

Cuando estuve frente al cuarto, noté que la puerta estaba entreabierta. No había fallado, mi mujer estaba allí y me necesitaba.

Tomando lentamente la perilla, corrí la madera, dejando que la poca claridad del atardecer me mostrara todo lo que esas paredes ocultaban. Alejandra estaba sentada en la cama abrazada a la almohada de Amara, sus sollozos eran levemente cubiertos por ésta. Los dibujos seguían en el mismo lugar, también sus juguetes. El armario estaba intacto, al igual que la ropa que descansaba a los pies de la cama. Las últimas prendas que mi hija se cambió antes de salir con su madre estaban ahí, pidiendo ser tomadas con fuerzas para no volverlas a soltar.

Aclaré mi garganta antes de que un nudo se formara en ella y no me permitiera hablar.

— Cariño, ¿Estás bien?— la pregunta era estúpida observando la situación, pero necesitaba que platicara conmigo.

Me conformaba con una pequeña frase que saliera de su boca, un monosílabo o algo. Pero no podía seguir viéndola llorar y que no compartiera alguna palabra conmigo. Éramos esposos, y necesitábamos que mutuamente nos consoláramos. Que nos abrazáramos y lloráramos todo lo que quisiéramos, y luego tratar de seguir un ritmo para continuar viviendo. Pero no era así, su distanciamiento era demasiado notorio, estaba sufriendo en silencio y eso no me gustaba.

Desde el día anterior que no comía ni bebía nada, se estaba dañando sin siquiera pensarlo o notarlo. Las últimas veinticuatro horas se las había pasado llorando, pero nunca recurrió a mí. No me pedía abrazos, era yo quien debía de ir a su lado y hundirla entre mis brazos sintiendo que eso le molestaba un poco. Podía notarlo al sentir su cuerpo rígido, que solo pasaban cinco segundos antes de que se liberarse y se alejarse una vez más.

Alejandra se cerró completamente y me dejó fuera. Ya no existía para ella y eso me lo dejó claro cuando ni siquiera volteó a verme.

— Ale.— volví a hablarle, recibiendo silencio absoluto.

Gruñendo, hizo a un lado la almohada antes de limpiarse las lágrimas con sus manos. Al terminar, las dejó caer sobre su regazo y su mirada siguió perdida en ellas. Iba a decir algo más cuando noté con exactitud qué era lo que llamaba su atención.

La vi observar detalladamente el anillo en su dedo anular por muchos segundos, aquel objeto circular tan significativo para nosotros. Con sus delgados y temblorosos dedos, comenzó a moverlo de un lado a otro.

— ¿Qué haces, amor?— le pregunté, acercándome a ella.

Alejandra ni siquiera me miró. Seguía concentrada en hacerlo rodar, hasta que la pequeña diferencia de colores en su piel la hizo suspirar. El haber llevado por tantos años el anillo, el sol no podía llegar hasta debajo de éste por lo cual la blancura de allí era notoria.

No entendí nada, hasta que la vi quitárselo por completo y dejarlo sobre la mesita de luz que estaba al lado de la cama.

Eso me dolió.

Jamás esperé ver eso, no creí que el día en que dejara de usar el anillo llegaría. Siempre imaginé que lo usaríamos hasta ser viejos, nos veía juntos en un maldito asilo; tomados de la mano y la claridad del atardecer hacía brillar nuestras argollas de matrimonio.

Desde niño tuve el pensamiento de que el compromiso duraba para toda la vida.

— No, no lo hagas.— le pedí, colocándome de rodillas frente a ella.

— ¿Por qué no?— su voz salió gangosa debido al llanto.

— Porque es algo muy valioso para nosotros,— aseguré, apoyando mis manos sobre las suyas, en su regazo— Porque es símbolo de nuestro amor y...

— No.— me interrumpió— Nuestra hija era símbolo de nuestro amor, esto es solo una argolla de oro... sin nada de valor para mí.— y sin delicadeza se puso de pie, alejándose de mi lado.

Tal vez no dije nada, a lo mejor unas cuantas lágrimas silenciosas se deslizaron por mi rostro hasta caer al suelo. A lo mejor me quedé por una hora viendo el anillo y preguntando por qué. Me cuestioné si había sido un buen esposo y padre de familia, si por el error de no haber podido cuidar a nuestra hija como debía, causaría disturbios en nuestro matrimonio. Hice muchas cosas y también las pensé, pero ella no estuvo presente y tampoco lo notó.

¿Así iba a ser nuestra vida desde entonces? ¿Al día siguiente se volvería a poner el anillo y todo regresaría a la normalidad?

¿Por qué algo que era fácil de colocar se convertía en algo tan doloroso de quitar?

En ese momento no comprendí que después de aquello dejé de ser importante para ella... como si ya no existiera.

Aquella argolla, por más insignificante que pareciera, era lo único que me mantenía unido a Alejandra. Y cuando ésta había sido quitada de su dedo la maldita amnesia disociativa había iniciado, borrándome poco a poco de la mente de mi esposa.

Tal vez eso debía de decirme que algo iba a ocurrir, ponerme en alerta de que debía de prestarle más atención al comportamiento de ella, pero no pude hacerlo. Dejé que todo empeorara sin siquiera notarlo, le di cuerda floja al comienzo macabro de Alejandra.

Permití que la demencia fuera creciendo dentro suyo.

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