02: Hermano.
VÍKTOR.
Las semanas pasaban, convirtiéndose en meses y cada día me alegraba más que Ed hubiera aparecido para salvarme de todo el mal que me rodeaba dentro de ese sucio edificio.
Porque, literalmente hablando, eso había sucedido. Ya no había temor al moverme por los pasillos del orfanato, ya no tenía que vigilar mis espaldas. El dolor por cada golpe había desaparecido; las heridas cicatrizaron y no volvieron a abrirse, ya podía dormir tranquilo en cada noche sabiendo que en la cama de al lado estaba alguien que haría cualquier cosa por mí.
Dejé el miedo a un lado en cuando él llegó, para ser feliz y sentir que era importante para alguien. Fue mi protector desde el momento uno, acompañándome a todos los lugares y estando a mi lado para evitar que fuera golpeado. Él fue mi escudo, que con sólo una mirada ponía a cada uno en su lugar. Dándoles a entender que el que se metiera conmigo la pasaría muy mal.
Hacíamos todo juntos, como si fuéramos hermanos inseparables. Gracias a eso, se había interesado en ir a la biblioteca todos los días, inventando como excusa que no quería dejarme solo. Pero yo sabía que le gustaba estudiar, y que, muy en el fondo, estaba pensando en tratar de ser alguien destacado en el futuro al igual que yo.
Todas las mañanas, en el desayuno, me platicaba sobre lo que quería ser de grande y saber lo que le gustaría estudiar me alegró mucho... si todo salía bien y si teníamos la suerte suficiente como para estudiar, seguiríamos juntos. Porque ya nos habíamos decidido en ser psicólogos, ¿A quién se le ocurría eso? Pues a dos niños que se obsesionaron con los libros que explicaban algunas cosas sobre esa profesión. Los diferentes trastornos, y cuál terapia era la correcta para cada uno de ellos. Habíamos aprendido tanto, pero claro estaba que eso era mínimo a cómo sería ir a la universidad y empezar de cero. Lo que habíamos memorizado no era nada comparado a lo que deberíamos de aprender. Eso era como entrar en las grande Ligas y nosotros apenas habíamos iniciado.
Porque cada día, algo nuevo aparecía y un nuevo método era escrito.
Sería un largo camino, pero valdría la pena.
Mi idea siempre había sido ayudar a los demás, a aquellos que eran desterrados de una buena vida... así como lo habíamos sido Ed, yo y todos los que vivíamos en un orfanato. Sabíamos que esa carrera no cumplía por completo nuestra idea, pero entendíamos que las personas dementes eran excluidas del mundo entero sólo por tener ciertos problemas y pensar retorcidamente. Eran como bichos raros, como si estuvieran enfermos y los demás tenían miedo de ser contagiados, cosa que era imposible. Pero, así como ellos veían a personas diferentes, nosotros veríamos a seres únicos y especiales dispuestos a lo que fuera con tal de volver a la sociedad. Para no ser mirados con indignación o desprecio, para llevar una vida plena como era debido... para hallar la libertad que les fue robada sólo por una complicación.
Tratar de ser normales en mundo de anormales.
Estaba pensando en grande, lo sabía. Pero en mi pecho había algo que me decía que no debía de perder la fe, que si me lo proponía lo lograría. Sólo debía de luchar por lo que quería, y no bajar los brazos. Era una meta por superar, un sueño que se cumpliría con esfuerzo y dedicación. Tenía muchas cosas en contra, pero eso no sería un problema para alguien que estaba decidido a salir hacia adelante.
Sabía que en ese mundo de mierda el que no tenía un gran título, el que no podía estudiar en una universidad, estaba perdido. Porque todo dependía de las carreras que se debían de estudiar, sin comprender que muchas veces lo importante era el actuar de una persona; podrían tener la mejor profesión, haber tenido las notas más altas de su salón, pero eso no quitaba el hecho de ser los peores humanos del planeta.
Muchas veces, el recibirse sólo terminaba en un papel diciendo lo grandioso que fuiste, pero no mostraba lo que realmente sucedía. Había millones de personas en cada universidad, pero muy pocas de ellas valían la pena.
Y yo sería una de esas últimas, no dejaría que nada cambiara mi esencia, era humilde y así seguiría hasta el último suspiro. Además, fui criado en un orfanato, dármela de grandeza no ayudaría.
La decisión estaba tomada, aunque costara y doliera, lo haría. Porque sabía que la urbanización adinerada no respetaba a aquellos que eran pobres, únicamente los veía como escorias. Entendía que sólo por no tener un celular de último modelo, o la ropa de marca éramos los vagabundos que nadie apreciaba y valoraba.
¿Saben cuántas miradas de repudio había recibido? No me alcanzaban los dedos para contarlas, mucho menos el tiempo. Había observado como sus rostros se desfiguraban cuando pasábamos frente a ellos con nuestras vestimentas sucias o gastadas. Cuando pedíamos un poco de dinero éramos echados como ratas, incluso intentaban golpearnos porque, para ellos, nuestra presencia era un insulto. Los de bajos recursos no debían de hablar con los de
la alta sociedad.
Los murmullos nunca dejaron de existir, siempre estaban presentes esas palabras que lastimarían a cualquier niño; «“Mira los asquerosos que son”, “Se nota por qué sus padres los abandonaron”, “Nadie podría quererlos”, ”Esta clase de persona debería de hacernos un altar, ya que gracias a nosotros tienen un techo”»
Podría seguir, pero esos recuerdos sólo me causaban pena y rabia.
Ellos hablaban mucho, pero sentían poco. Nosotros no teníamos la culpa de tener tanta mala suerte, nuestros padres eran los causantes de aquella desgracia por dejarnos en una mala posición. Sólo éramos niños tratando de conseguir algo de efectivo para dormir toda la noche sin despertar con dolor de estómago. Sin sentir como las tripas rugían pidiendo una porción de alimento. Porque, aunque tuviéramos tres comidas al día, no era suficiente. No cuando debíamos de salir a vender cosas a las calles, no cuando llegábamos tarde porque algún profesor así lo quiso... no cuando se tenía que bajar la ración porque otros se quedaban sin comer.
Quizá desde fuera, ese lugar se veía grandioso. A lo mejor se pensaba que vivíamos de buena forma, pero en realidad era todo lo contrario. La sociedad no hacía nada por nosotros, esas supuestas colaboraciones y donaciones llegaban sin nada o a la mitad. Las paredes ya no tenían color, los colchones parecían láminas, y las comidas muchas veces parecían que eran para perros en vez que para nosotros.
No quería criticar a las cocineras, ya que hacían lo que podían con lo poco que tenían. Pero, en ocasiones, me imaginé estar cenando algo diferente y nutritivo. Cerraba los ojos para creer que comía un gran filete, en vez de un trozo de pan. Pensaba en una gran familia, que me adoptaba y me amaban sin fin. Que cada día me levantaban con un beso, un abrazo, y un «“buen día, mi precioso hijo”». Sonreía cuando creía sentir una caricia de su parte, un poco de afecto que me hacía volar alto. Pero eso se desvanecía en cuanto abría los ojos y me encontraba en el mismo lugar de siempre, como las mismas personas desanimadas.
Recuerdo haber mirado cada uno de sus rostros, y sentir lastima por todos nosotros. Porque éramos personas criticadas sin razón, sólo por ser huérfanos nos marcaban como gente sin razonamiento o sentimiento.
Pero estaban muy equivocados.
La ropa que se usaba, el lugar donde se vivía o su pasado, no describía a una persona. ¿Querías conocer su vida realmente? Sólo necesitabas hablarle y preguntarle. Las apariencias engañaban y muchas veces la gente ignorante se dejaba llevar por lo que sus ojos veían y no se daban cuenta que, quitando la vestimenta o su actitud, dentro de cada uno de nosotros había un corazón enorme dispuesto a darlo todo por recibir algo de cariño.
Aún teníamos la esperanza de encontrar a alguien especial y ser felices. Aquella persona que no se disgustase al saber que éramos huérfanos, alguien que notase y viese lo que teníamos más allá de lo que se podía ver a simple vista... esperábamos a alguien a quien le importara más lo sentimental que lo material, aún cuando se sabía que de amor no se vivía.
Sólo éramos personas sin suerte queriendo hallar un poco de paz en nuestro camino, y dejar la oscuridad que nos estaba rodeando y apretando nuestros corazones. Anhelando que alguien nos apoyara en nuestra vida, esperábamos que un ser piadoso nos ayudara con el peso que llevábamos sobre nuestros hombros.
Y yo apreciaba mucho que alguien así apareciera en mi vida cuando me creí en el suelo. Estaba a punto de rendirme, a punto de abandonarlo todo y dejar que esos niños malnacidos me mataran a golpes... estaba listo para despedirme hasta que ese ojiverde me tendió su mano y me salvó.
Ed Lockwell. Mi protector.
Teníamos casi once meses desde aquel día en que nos conocimos, y deseaba celebrarlo. Ed no lo sabía, pero quería hacerle un pastel por agradecimiento de su compañía. Y quizá no sería mucho, a lo mejor tendríamos que compartirlo con los demás y no nos alcanzaría para deleitarlo como nos gustaría, pero quería al menos darle un pequeño gesto para que supiera la gratitud que le tenía... tanto por ser mi escudo como por haber llegado a mi vida cuando más lo necesité.
Así que, allí me encontraba yo, de camino a la cocina. Con millones de ideas en mi cabeza, tarareando una canción al azar... ansioso por empezar.
— Hoy cocinaré para ti...— canturreé con emoción— Y eso me hace muy feliz.
¿Qué podía decir? Solo era un niño de ocho años entusiasmo por su nuevo y delicioso plan.
Debía de admitir que era la primera vez que tomaría los utensilios para ensuciarlos y no para lavarlos. A lo largo de esos meses me había tocado hacer la limpieza en diversos sectores del edificio, tanto en el comedor, baños e incluso habitaciones. No sabía si era porque me esmeraba en hacer ese trabajo y todo quedaba brillantemente perfecto y ordenado, o porque las monjas me habían tomado como su monigote y utilizaban al pequeño Heber para sus tareas domésticas. En fin, no me quejaba, con algo tenía que entretenerme además de estar en la biblioteca o pasando tiempo con Ed.
Divisé las puertas que me llevarían a mi lugar de experimento y sonreí.
Crucé los dedos pidiendo en voz baja que tuviera a disposición todos los elementos que necesitaba para cocinar, sabía que si me faltaba tan sólo una cosa, tendría que abortar la misión y volver a la habitación con las manos vacías. No podía darme el lujo de ir a hacer las compras, y eso era por dos simples razones, la primera; las encargadas no me dejarían ir sólo por ser un niño, y la segunda; tampoco podía pedirles a ella que fueran al supermercado ya que el día anterior habían hecho las compras. Por lo tanto, o me conformaba y hacía mi pastel con los productos que encontrara —terminado así en algo perfecto o algo que nos diera dolor de estómago— o me daría por vencido antes de comenzar. Y, sinceramente, pedía que todo sucediera como lo estaba pensando.
Quizá el día nublado y ventoso fue una advertencia, tal vez el decirle a mi mejor amigo que no se preocupara por mí, había sido un error. El convencerlo para que se quedara en el cuarto mientras que yo lo preparaba todo, fue una mala idea. Sin explicación, mi piel se erizó por completo, dándome a entender que algo malo estaba pronto a suceder.
Pero, para dar media vuelta y regresar por el camino ya tomado, era demasiado tarde.
De todas las cosas que podría imaginarme, jamás me esperé que, detrás de esas dos puertas despintadas, me estuvieran esperando para dañarme como hacia meses no sucedía. Oí sus risas, vi sus cincos cuerpos detenerse frente a mí en cuanto se percataron de que estaba allí... de que me encontraba solo. El niño que estaba en medio de todos los demás, a quien le llamaba líder, me observó de pies a cabeza y luego mostró la sonrisa más escalofriante que hubiera visto a lo largo de mi corta vida.
— Miren a quién tenemos aquí.— habló con su tono frío y macabro.
El aire helado golpeó mi espina dorsal, haciendo que temblara por la anticipación.
Quise correr, gritar y pedir ayuda pero uno de ellos fue más listo que yo al avisarle a los otros que actuaran rápidamente; lo primero que sentí fueron dos pares de manos sujetarme fuertemente y me arrastrarme hasta quedar dentro del espacio amueblado por una viaja heladera, encimeras, estantes, una mesa de madera con patas de diferentes colores con sillas casi inusables, y una cocina con cuatro hornallas que tardaban aproximadamente cinco minutos en calentarse, y mejor ni hablábamos sobre el horno donde debía de meter la preparación dulce para que se cociera; éste tardaba casi diez minutos en llegar a los grados adecuados.
Pero bueno... retomando el asunto de los chicos violentos.
Luego de empujarme y meterme sin mi consentimiento a ese lugar, sentí como mi espalda chocaba contra la pared, y otras manos me tomaban del cuello, obstruyendo mi respirar.
Abrí mis ojos en grande y comencé a negar cuando un ardor fue incrementando en mis pulmones por la falta de aire.
— Vigilen que nadie llegue.— ordenó el líder, recibiendo un asentamiento.
Vi como dos de los cincos salían y cerraban la puerta, por la rendija que había debajo de la madera pude distinguir sus dos siluetas que se posicionaban una en cada lado. Estaba claro que serían los perros cobardes que taparían la maldad que estaba por iniciar, evitando que alguien pudiera entrar y salvarme.
— Entonces, ¿Qué haremos contigo?— indagó el niño del medio en tono burlesco.
Ni siquiera me molesté en quitar la mano que me estaba estrangulando levemente, tampoco intenté hablar porque sabía que cualquier movimiento que hiciera, lo irritaría y eso sería peor para mí.
Sólo debía de cerrar los ojos e imaginar una vida mejor y dejar que eso tres niños pusilánimes me pegaran hasta cansarse, disfrazar cada golpe y hacer de cuenta que eran suaves y delicadas caricias. Era algo fácil para alguien que tuvo que recurrir a ese método muchas veces antes.
Uno de ellos rió, cortando toda inspiración mental.
Abrí mis párpados y me encontré con una sonrisa diabólica, el brillo de sus pupilas no era normal, nada de su mirar me decía que algo en ese niño estaba bien. Tenía traumas, a lo mejor por el abandono de sus padres, el tener que acostumbrarse a compartirlo todo con personas que no eran nada para él, o quién sabría qué carajo le había sucedido para que estuviera actuando de esa manera, lo único que quedaba claro era que estaba dando algo que él mismo había recibido, ¿Lo habían castigados brutalmente y por eso se desquitaba con los demás? Decían que quien hacía bullying era porque ya lo había experimentado, quizá ese era tu caso. Alguien más lo había golpeado y no veía otra cosa que no fuera hacerle lo mismo a otros para que supieran y sintieran lo que él tuvo que vivir. El mirar sus ojos era como estar en medio de un bosque nevado a media noche, rodeado por incontables osos hambrientos y agresivos. El frío y el miedo me consumieron por completo.
Los dedos que estaban rodeando mi cuello se apretaron más, haciendo que un gemido de dolor se escuchara liberado por mis labios. Había pasado meses desde la última vez que me había sentido y oído tan miserable, tan impotente que no podía rescatarme a mí mismo.
Tarde me di cuenta que Ed no estaría allí cada vez que lo necesitara, fui un estúpido al no saber defenderme y hacerle saber al mundo que nadie debía de meterse conmigo o lo lamentaría y se lo haría saber con mis propias manos. Pero me dejé cuidar demasiado como para decir que era fuerte y valiente, ya todos habían visto lo vulnerable e inservible que era estando solo. La compresión había llegado tarde... el saber que estaba dependiendo de alguien más, de nada me servía ya.
El error más grande fue haber esperado tanto y no hacer nada al respecto, el dejar que el paso de tiempo trayectara su curso y no tratar de mejorar esa situación. Tuve muchas oportunidades y no las aproveché, quizá todo hubiese sido diferente y, sino perdiera el día en la biblioteca, podría haberme defendido.
Realmente lamentaba no pedirle a Ed que me enseñara a pelear, hubiese sido fantástico el ver a esos chicos en el suelo recibiendo golpes de mi parte en vez de ser yo quien terminara cayendo. Porque solo me creía poderoso cuando él estaba cerca de mí, en cuanto me encontraba sin su compañía, el niño cobarde de mi interior tomaba su lugar y dejaba que otros le hicieran escupir sangre. Ya no quería ser quien tuviera que ver el líquido carmesí salir de su cuerpo, quería ser yo el espectador que observaba todo desde arriba, sin dolor ni malestar.
Pero ya estaba cansado de todo ese dilema, y de pensar en una proyección totalmente contraria a la que estaba viviendo; era yo quien lo distinguía todo desde el suelo, era yo quien sentía como cada golpe se volvía más doloroso e insoportable. Cada colisión de un puño contra mi cuerpo venía con más fuerza y brutalidad, habían pasado once meses, estaba claro que iban a ganar más masa muscular. Mientras tanto yo, seguía siendo un pequeño que cada vez que se miraba en un espejo sentía lástima por él.
¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué no fui como esos niños que eran rebeldes y buscaban problemas?
¿Por qué siempre tuve que pedir ayuda?
Simple. Me malacostumbré...
Mis padres me habían abandonado, pasé mucho tiempo de dolor y sufrimiento, y, en cuanto vi una pequeña luz que me salvaba, la tomé sin entender que no siempre me iluminaria. Dejé que la oscuridad se disipara, sin recordar que en la noche ésta siempre estaba presente y que nuestro reencuentro sería inminente. Pero, ¿Cómo no hacerlo? ¿Cómo no olvidar lo malo? ¿Cómo no dar tu confianza en bandeja de plata a alguien que desde el comienzo estuvo a tu lado? ¿Cómo no esperar lo mejor de quien se hacia llamar tu mejor amigo?
Esperaba todo de Ed, y, si en ese momento él no estaba allí conmigo, no era por su culpa. Quien se había negado a su compañía había sido yo, así que me merecía la golpiza que estaba recibiendo. No tenía que quejarme porque había sido yo que, de manera indirecta, había creado aquel incidente. Tenía que recibirlo todo sin abrir la boca, me lo merecía aunque mi cerebro dijera que no.
— ¿Te comieron la lengua los ratones que no hablas?— preguntó uno de ellos, el que estaba a mi izquierda.
— Es que no somos dignos de escuchar su voz.— mencionó otro, el de la derecha— Solo charla con sus amigos.
— Claro sus amigos...— hizo una pausa— ¿Cuáles amigos si no tiene?— dijo mordaz y, aun así, me mantuve callado.
Sólo quería cerrar los ojos, y crear un mundo mejor en mi mente, un lugar donde ellos no existieran, que ni siquiera el maldito orfanato lo hiciera; un espacio verde y bonito donde pondría estar con mis libros y mis ideas y proyectos. Por supuesto que Ed estaría a mi lado, había hecho tanto por mí que le debía mi vida entera.
— Ya echaba de menos golpear a éste imbécil.— confesó, dándome una patada cerca de mi rodilla y luego escupiendo cerca de mi rostro.— Apuesto a él también nos pensaba...
— Seguro que sí. Cada noche nos llamaba como la niñita que es.
Sus risas hicieron caos en mí. Ya no podía soportarlo.
Sorpresivamente, el frío suelo me saludó poco después dejando que mis lágrimas quedaran en él. Quizá se habían casando de ahorcarme, tal vez al no obtener respuesta por mi parte, el ver mi cara a pocos centímetros de las suyas les provocaba asco y pensaron que con quitarme casi todo el aire no era suficiente.
Boqueando para rellenar mis pulmones y, como pude, aferré mis piernas cerca de mi estómago y las abracé; creí que quedar en forma de bolita ayudaría a que ya no golpearan mi abdomen... o mejor aún, que, al verme tan indefenso, tendrían piedad de mí.
Pero creí mal. Ni siquiera eso me salvó.
Aprovechando la oportunidad, comenzaron a patear mi espalda, un dolor pulsante me hizo gritar y, segundos después, tuve que expulsar sangre al igual que lágrimas.
Estaba llorando frente a quienes podría llamar mis enemigos y realmente no me importaba, sólo quería cerrar mis párpados... dejar de sentir.
— Oh, escuchen eso, el nene maricón.— se burlaron— ¿Por qué no llamas a tu mamá? Ah, claro, te abandonó.
— Que yo sepa, a ti también te abandonaron.— una nueva voz se oyó, acompañada de pasos apresurados.
— No pudimos detenerlo.— comunicaron.
Lentamente levanté mi vista a los recién llegados y sentí como mi alma volvía.
Ed estaba allí, a pasos más adelante de los otros dos que antes estaban cuidando la puerta. La única y muy notaría diferencia que tenían desde la última vez que los había visto era que uno de sus pómulos comenzaban a inflamarse.
Mi amigo les había dado una lección.
Su cuerpo estaba tenso, sus manos formando puños y su cara mostraba un odio profundo a quienes me estaban haciendo daño. Pude ver como sus ojos se cristalizaron cuando notó mi estado, estaba seguro de que la palabra «bonito» no me definía en ese momento. Podía sentir cada fibra de mi cuerpo pidiendo un descanso, el ardor en mi rostro, pecho y espalda poco a poco aumentaba su intensidad. Pero supe que, si no fuera por la interrupción, me hubiese ido muchísimo peor.
Gracias hermano por salvarme una vez más...
— Vaya, vaya, pero si es el pequeño Eddie.— se mofó.
Oh, no.
Si algo sabía bien, era que se había equivocado al decir eso y claro estaba que se iba a arrepentir.
A Ed no le gustaba que cambiaran su nombre por un maldito diminutivo. Se enfadaba a tal grado que perdía los estribos. Podías cambiar todo de él, podías insultarlo e incluso golpearlo, no le importaría. Pero si te metías con su nombre, cometías en un grave error.
Él solo tenía una regla y me la había hecho saber días después de habernos conocido...
«“— Me alegraría que me dijeras Ed siempre.— me informó aquella vez en una de las tantas tardes que compartíamos en la biblioteca. Lo miré con el ceño fruncido sin comprender a lo que él prosiguió:— Suena estúpido pero quiero seguir teniendo a mi madre presente en mi vida, ella eligió mi nombre, ¿Sabes? Mi padre estaba demasiado ebrio como para notar que su hijo ya había nacido...”»
Y así, como lo había hecho desde que llegó, me contó otra parte de su historia.
Me alegraba saber que él confiaba en mí, tanto como para hablarme de sus padres. Supe que su progenitora era cariñosa y atenta, que cuidaba de él y era quien se encargaba de mantener a su familia, entretanto la «morsa humana» —como le gustaba llamar a su padre— se la pasaba horas enteras sobre el sofá y con el televisor encendido, disfrutando de un partido de fútbol. Y, cuando llegaba la puesta de sol, era el momento favorito de mi amigo; cuando el hombre se iba y les dejaba la casa sola y a su disposición, disfrutaban de aquel tiempo como si fuese el último, cocinando, jugando o viendo caricaturas. No importaba con qué se divirtieran, solo interesaba compartir un par de minutos sin miedo. Pero todo acababa en cuando el monstruo ponía un pie dentro de la casa, desmoronando toda alegría y felicidad, el aire tibio y sereno se transformaba en uno pesado y frío. Incluso llegué a imaginarme a los animales huyendo de ese lugar para no ser espectadores de lo que ese hombre se había acostumbrado a hacer: usar a su esposa como saco de arena hasta dejarla casi inconsciente, y también intentar lo mismo con su propio hijo. ¿Cómo podía hacerlo? ¿No sentía remordimiento? Estábamos hablando de su propia sangre, de un niño que no tenía nada que ver con su adicción al alcohol. La mujer que terminaba en el suelo con heridas y hematomas era a quien había elegido para formar una familia, de quien se había enamorado y a quien le había hecho promesas que, tiempo después, comprendió que no podría cumplir. Los años pasaban y las cosas cambiaban, a lo mejor sus sueños y metas se vieron opacados por las dificultades de la vida, pero nada de eso era justificación para que se comportara de manera en la que lo había hecho, mucho menos cuando era su esposa quien le hacía todo y le daba el dinero que necesitaba para ahogarse en bebidas.
Ese señor era un completo desagradecido. Y su mujer... su mujer no supo apreciar al buen hijo que tenía y decidió quedarse con su victimario.
Amó al villano y desechó a su querida creación.
Y, aunque Ed dijera que ya no los pensaba, estaba seguro que no era así. Habían noches en las me despertaba y lo veía mirando el cielo nocturno por la ventana, perdido en sus pensamientos y liberando su dolor silenciosamente, gracias a la luz de la luna, podía ver como las lágrimas corrían por sus mejillas.
Él aseguraba que no los recordaba, pero aquellos llantos representaban lo contrario.
En lo único que era sincero era al decir que los despreciaba, que no lo quería volver a ver nunca más en su vida, y que no perdonaría nunca a su madre por dejarlo a él y mantener a su mugroso esposo consigo. Entendía el rencor que les tenía pero sabía que ese sentimiento tarde o temprano lo atormentaría.
No era adecuado que un pequeño niño de ocho años de edad guardara tanto rencor dentro suyo.
— Repítelo una vez más.— su voz sonó fuerte y furiosa.
Parpadeé un par de veces, regresando a ese momento y guardando los recuerdos.
¿En qué estábamos? Ah, sí. En el niño estúpido que había usado un diminutivo con la persona equivocada.
— ¿Estás sordo o qué?— preguntó el líder.
— Sólo quiero escucharte, por favor.— le pidió.
— De acuerdo, si eso es lo que quieres.— sonrió y tomó aire— Eddie, Edd...— no pudo seguir ya que el puño de mi amigo impactó contra su rostro.
Ni siquiera noté cuándo se movió, ni los demás pudieron hacer algo; fue tan rápido que no les dio tiempo de salvar a su compañero, quien en ese momento se encontraba en el suelo, llorando por el golpe que recibió.
¿No que tan malo? Yo aguantaba mucho más que eso y me decía marica, ¿A mí?
Patético.
— ¿Ahora quien llora por su mami?— se burló Ed, acercándose a mí para ayudarme a levantarme. Entre quejidos y maldiciones de mi parte, pudimos lograrlo.
Coloque mi mano sobre el costado derecho de mi cuerpo que, al parecer, había recibido la mayor parte del daño por estar más expuesto, y largué un gran suspiró lastimero.
— ¿Estás bien?— quiso saber y asentí con una mueca al intentar quedar en una posición correcta. Por lo visto tendría que mantenerme inclinado hasta que el dolor disminuyera.
Observé a los demás y, si no fuera porque el dolor me lo impedía, me hubiera reído al ver como casi lo sacaban arrastrando al supuesto líder que mantenía su cara cubierta por ambas manos para que pudiéramos disfrutar de su derrota sollozante. Le tenía tanto miedo a Ed que no le importó quedar en ridículo.
— Gracias.— dije cuando quedamos solos.
— No agradezcas, te prometí ayudarte con esos miedosos.— me recordó— ¿Qué hacías aquí?
— Quería hacerte un pastel.— confesé. Ya no había oportunidades de mentir y de mantenerlo en secreto.
— ¿Un pastel?— indagó con sorpresa.
— Sí, pero no me di cuenta que ellos estaban aquí.
— ¿Y por qué querías hacer un pastel? Mi cumpleaños ya pasó.— comentó intrigado.
— Como agradecimiento por todo lo que haces por mí.
— Déjate de idioteces, Víktor.
— Pero...
— Pero nada.— me interrumpió— Mira como te dejaron por tu gran idea.
— L-lo siento.— susurré cabizbajo.
— No importa, para la próxima me avisas, ¿De acuerdo?— asentí levemente, mientras que lo veía acercarse a unos de los estantes.— Bien, ahora ayúdame.
— ¿Cómo qué?
— ¿Y todavía lo preguntas? Viniste a hacer un pastel y eso haremos... hermanito.
Abrí mis ojos como platos cuando lo oí.
¿Me había dicho hermanito? ¿Acaso él me consideraba parte de su familia?
Eso era imposible, solo éramos compañeros de cuarto y nos ayudábamos de vez en cuando con algunas cosas con las que no podíamos solos. Eso no significaba nada, cualquiera lo haría con tal darle una mano a su amigo.
Nuestro afecto no era tan grande para llegar a la hermandad, ¿O sí?
Para ser hermanos teníamos que tener la misma sangre, que nuestros padres fueran los mismos para ambos, ¿Verdad? En la escuela nos enseñaban que para serlo debíamos de estar en la misma familia, ¿Acaso nos mentían?
Mi mente voló alto en busca de una respuesta.
— ¿Qué pasa? ¿Te duele mucho? ¿Quieres ir a la habitación?— interrogó con preocupación cuando notó que no me moví ni un centímetro.
— Me dijiste hermanito.
— Sí, ¿Y? Quizá me tardé en admitirlo, pero yo te quiero como si fueras eso.— confesó y eso me emocionó— ¿Qué? ¿No quieres que te diga así? Si es eso, entonces...
— No, no.— lo corté— Claro que quiero... hermano.— le sonreí.
— Bien, ahora, ayúdame.
Asentí mientras que, lentamente y con gemidos mal evitados, me acercaba a él y comenzábamos con los preparativos del mejor pastel de nuestras vidas.
No podía pedir más.
Era feliz si tenía a Ed a mi lado... mi hermano.
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