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01: Entre dulces, despedidas y rostros nuevos.

Cada edificio tiene su espacio y descripción, cada niño tiene su miedo y decepción.

Berlín, Alemania.


ED.

Recordaba aquél día como si hubiese sido el anterior a pesar de haber pasado años.

El sol brillaba sobre nosotros, la cálida brisa chocaba contra mi rostro infantil a medida que continuaba con mi camino. Los pájaros de diversas especies volaban en todas direcciones, mientras que pequeñas palomas se apresuraban a moverse por el suelo antes de ser corridas o pisadas por los peatones que avanzaban a alta velocidad a nuestro alrededor.

Un día normal para cualquier persona.

Pero no para mí...

Podía sentir que algo había cambiado, que algo estaba mal.

Y tal vez fue por el hecho de estar paseando con la compañía de mis padres, o quizá porque me había parecido raro no verlo ebrio a mi progenitor. Desde esa mañana todo estaba sospechosamente tranquilo.

Mi amada madre tomaba mi mano cada vez que debíamos cruzar una calle, o cuando los transeúntes se agrupaban y parecía que te perderías entre ellos. De vez en cuando podía sentir su mirada sobre mí, pero cuando yo la observaba ella simplemente volteaba su rostro o me sonreía de una manera demasiado conocida para mí.

Aquella llena de miedo, y nerviosismo.

Aquella que se había convertido en rutina nocturna.

Aquella que me mostraba cada vez que la puerta principal de casa se abría y los gritos de mi borracho padre comenzaban a escucharse.

— ¿A dónde vamos?— le había preguntado por tercera vez.

Ella me barrió con la mirada antes de dirigirse a su esposo, estaba pidiendo ayuda o simplemente que alguien más contestara.

Pero como siempre, tendría que ser ella quien tuviera que dar la cara ante todo. A lo largo de mi vida, en mis siete años, quien se encargó de todo fue mi madre; la limpieza, las compras, las comidas y también era ella quien llevaba el dinero a la casa. Entretanto mi padre se mantenía acostado en el sofá; mirando deportes, esperando por su llegada. La única vez que tomé el valor de preguntarle qué hacia y por qué se la pasaba el día completo allí, él simplemente dijo: «“estoy descansando”».

Maldito perezoso.

Mi madre era quien se pasaba horas enteras fuera de casa para mantenernos y él se centraba en dejar su gordo y apestoso cuerpo sobre el sillón durante mucho tiempo si siquiera levantarse a orinar. Su único trabajo era ponerse de pie, pedirle dinero a mi madre e irse por horas al bar de la esquina.

Lo mejor, y lo más esperado por mí, era eso último.

Podía pasar horas con ella sin sentir miedo de su persona; podíamos encender la televisión y mirar toda clase de caricaturas de nuestro interés. También hacer un rico pastel, o galletitas. Sentarnos a jugar en mi cuarto o en la sala.

Mis momentos más maravillosos eran cuando pasaba tiempo con ella.

Pero lo bueno no duraba eternamente.

La felicidad se acababa, la libertad de pasear por toda la casa llegaba a su fin. El latir lento de nuestros corazones cambiaba rápidamente a uno descontrolado en cuando sentíamos sus pasos.

Muchas veces tuve que correr a mi habitación y esconderme debajo de mi cama por miedo. Otras veces estuve en la cocina, oculto debajo de la mesa, oyendo los golpes que él le daba. Los gritos al pedir piedad y el llanto de mi madre fueron el sonido que por años tuve que escuchar.

Podía observar su rostro cuando iba en mi búsqueda: sus ojos hinchados y rojos, su labio partido y ensangrentado. Su pómulo morado, al igual que alguno de sus brazos y piernas.

Eso era la escena más desgarradora que había visto jamás.

Siempre me cuestioné lo mismo.

Si sufría de maltrato doméstico, ¿Por qué no lo denunciaba?

Si ella podía mantenernos a ambos, ¿Por qué no nos íbamos de esa casa horrible?

Las preguntas tuvieron sus respuestas, una simple y tonta palabra: amor.

Mi madre seguía con ese asqueroso ser por amor, ella decía amarlo aunque él no se lo mereciera. Ella creía que iba a cambiar a pesar de llevar años de  la misma manera. Mi pobre madre pensaba que él la amaba, pero estaba equivocada.

El amor no dolía, mucho menos lastimaba.

Si una persona decía quererte haría todo por verte feliz y no dañarte, cosa que mi madre parecía no saber.

En ocasiones me mostré negativo, quise hacerle entender que el seguir ahí no estaba bien. Tan sólo era un niño de siete años tratando de que su progenitora supiera que su futuro estaba lejos de ese hombre, que el quedarse con él le haría mucho daño. Pero como era de esperarse, la palabra de un infante no tenía valor para los mayores.

No había más ciego que el que no quería ver.

Ella tenía todas las pruebas frente a sus ojos, también sobre su cuerpo. Él no la amaba, y aun estaba la duda de que si en algún momento de su vida la amó. Tal vez sólo fue costumbre, a lo mejor sólo se enamoró del cuerpo bonito que mi madre poseía en su juventud y después se aburrió. Quizá esperaba otra cosa, o la rutina lo cansó.

O simplemente; siempre había sido un violento y cuando ya no pudo mantener su verdadera personalidad oculta, la liberó.

No importaban las razones de sus acciones, había sido un mal esposo y también un mal padre. No le interesaba si era mujer o niño... él quería resolverlo todo a golpes.

Por momentos seguí agradeciéndole a mi madre por ser tan valiente y ponerse frente a él y recibir la golpiza que iba dirigida hacia mí, pero por días estuve detestando su ignorancia. Habíamos pasado años en esa desagradable situación; su cuerpo tenía marcas cuando en realidad pudo detener todo eso desde un principio.

Irse, alejarse de la maldad era la mejor solución a todo, pero ella no lo creía así. Seguía con el pensamiento de que el tiempo todo lo curaba... que el amor todo lo solucionaba.

Estúpidas palabras.

El tiempo pasaba, la heridas cicatrizaban pero seguían en nuestro cuerpo como si fueran tatuajes. Sí, algunas podían desvanecerse, pero la mayoría perduraban por toda la vida.

Tal vez el amor era un sentimiento bonito, pero sólo cuando era verdadero y sano. Quizá te daba felicidad, pero no arreglaba todos los problemas.

El tiempo y el amor se iban tan rápido que no podías detenerlos. Y yo, en ese día en particular, le estaba diciendo adiós a uno de ellos sin siquiera imaginarlo.

El amor de madre me estaba soltando a la corta edad de siete años.

— Falta poco, ya casi llegamos.— me había dicho mi madre, después de estar minutos enteros en pleno silencio.

Seguí tomado de su mano aun con la incertidumbre en mi cabeza.

Esa parte de la ciudad era desconocida para mí, y no era como si supiera mucho de ese lugar pero sabía que era uno muy solitario y pobre.

Algunas ventanas de los edificios estaban rotas; los vagabundos estaban sentados en cada esquina con una pequeña lata pidiendo limosnas. Los tres callejones que pude ver eran oscuros y estaban repleto de basura; sin mencionar los adolescentes extraños que estaban en ellos que discretamente se pasaban dinero o una bolsita con un polvo blanco.

Algo que nunca había visto, y que en ese momento no entendí qué contenido era ese.

— Ya me cansé de caminar.— me quejé, mirando el suelo sucio que pisaba— ¿Por qué queda tan lejos?

No obtuve respuesta, o a menos no de mi madre.

Pero sí pude escuchar el gruñido de mi progenitor, más un suspiro al final. Lo encontré negando con la cabeza, mientras se pasaba las manos sobre su rostro. Una clara advertencia de que estaba perdiendo la paciencia y que lo mejor para mí era quedarme en silencio.

Hice un pequeño puchero cuando mi pesada mochila se hizo sentir en mi espalda.

Ni siquiera sabía por qué la estaba llevando, tampoco sabía qué había dentro de ella. Únicamente recordaba cómo me había despertado al oír a mis padres hablar; luego sentí a mi madre entrar a mi habitación y comenzar a guardar diversas cosas de mi pertenencia dentro del morral.

En ese instante no fui consciente de que había tomado algunas de mis prendas y las había hecho un bollo. Pero allí estaba, pensando que iríamos a visitar a un familiar, a pesar de llevar siete años sin conocer a ninguno.

— Mamá, ¿Podemos parar? Necesito descansar.— le comuniqué, creyendo que se apiadaría de mí.

Una vez más, ella buscaba que alguien más respondiera.

Y esa vez, aunque no quisiera, él tuvo que hablar:

— ¿Quieres callarte de una maldita vez?— gruñó, enfadado.

Sentí mi cuerpo temblar, mi corazón bombeó frenéticamente y el sudor frío cubrió mi frente.

Le tenía miedo, mucho miedo.

Sin saber qué más hacer, bajé la mirada y me encogí en mi lugar. Sabía que si quería golpearme lo haría sin importar que estuviéramos en un lugar público. No le preocupaba que alguien más lo viera porque él mismo le haría entender a la otra persona que debía de mantenerse callado y alejado de sus asuntos.

Un completo cavernícola era lo que parecía mi padre.

— ¿Ahora te quedas callado, mocoso?. Vamos, ¿Por qué no te quejas otra vez? Hazlo, a ver si te atreves.— trató de alentarme, pero yo no deseaba un ojo morado como mi mamá.

Cerré mis párpados cuando vi como dio un paso hacia mí. No había punto medio para él, si hablaba le molestaba y si no contestaba también.

Sentí como me jalaban hacia atrás, y estuve a punto de caer sino fuera porque choqué contra el cuerpo de mi madre. El temor sucumbió en mí cuando pude notar su calor resguardándome y su aroma impregnando mi olfato.

A pesar de estar en una calle olorosa, su sutil perfume frutal me bastaba para estar tranquilo y seguro.

— Ya estamos aquí.— suspiró, y no sabía si era porque habíamos llegado o porque, una vez más, me salvaba de un golpe.

— Bien, vamos.— dijo él, y sin más cruzó la calle.

Ella tomó mi mano y me guio por la acera hasta llegar al final de ésta, miro hacia ambos lados y cuando el último coche pasó frente a nosotros, avanzamos hasta el otro lado.

Un edificio alto de cinco niveles color gris me saludó, las puertas dobles de madera oscura al inicio de dos escalones, quedaron ante mis ojos.

— Hazlo rápido, mujer.— se apresuró a acercarse y con sus nudillos llamar.

Si antes estaba confundido, en ese minuto lo estaba aún más.

Mi madre se inclinó hacia el frente, dejando una maleta que no había visto, pero que de extraña forma me parecía conocida, era la que estaba guardada al fondo de mi armario, ¿La había cargado durante todo el camino? ¿Por qué parecía estar llena? ¿Estaba pesada? Había muchas cosas que quería saber, pero por la actitud de mi padre estaba seguro que no las obtendría en ese segundo.

Observé como mi progenitora buscaba algo con demasiado interés dentro de su cartera, estuvo allí revolviendo todo su interior hasta que por fin sacó una bolsita de golosinas para después dirigirse hacia mí.

— ¿Mami?

— Tranquilo, todo estará bien.— pude notar sus ojos cristalizados cuando me abrazó con fuerzas— Mamá te pedirá algo y quiere que lo hagas, ¿De acuerdo?— asentí sin querer despegarme de ella. Algo me decía que debía de aprovechar ese instante— Sé un buen niño, y quédate aquí.

— ¿Por qué? Yo quiero ir contigo. Por favor, déjame ir contigo.— le pedí, aferrándome más a su cuerpo.

— Volveré en unas horas, sólo quédate aquí, ¿Bien?— esa vez no me moví— Mi pequeño Ed, sé que eres valiente. Eres el niño más valiente y hermoso que he visto en mi vida, gracias por ser mi hijo.

Escuché un diminuto sollozo salir de su boca y luego sentí como la parte del hombro de mi ropa era mojada. Quise separarme y ver si estaba bien, pero no me dejó.

No comprendí que mi madre estaba llorando.

— Déjate de estupideces y apúrate.— odiaba la voz de mi padre.

— No olvides cuánto te amo, pequeño.— dijo ella antes de volver a su altura normal y limpiarse las lágrimas— Ten, para que te entretengas.— me entregó los dulces, con una sonrisa en sus labios.

— Gracias, mami.

— Ya vámonos.— gruñó él, la tomó con brusquedad de la mano y la llevó a rastras para que caminara.

Mi madre como pudo, volteó a verme y soltó un beso al aire. Una risa infantil salió de mi boca cuando elevé mi mano e hice como si lo agarraba y lo guardaba en mi corazón.

Los observé hasta que desaparecieron de mi vista en la esquina de esa calle.

Suspiré, recordando sus palabras...

Si volvería, ¿Por qué lloraba? Siempre que se despedía para irse a trabajar, no había abrazos mucho menos lágrimas. No me quejaba, pero ¿Por qué me dijo que me amaba? Había perdido la cuenta que cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la había escuchado decir eso para mí. Siempre era para mi padre, nunca para mí.

No fui consciente de la despedida silenciosa en sus palabras.

— ¿Niño?— una extraña voz femenina me llamó.

Miré hacia la puerta y allí había una mujer vestida de un manera demasiado extraña, tanto que no pude contenerlo y tuve que reírme. Llevaba un vestido largo de color negro con una franja blanca, su caballo estaba tapado por algo parecido y una cruz colgaba de su cuello.

— Lindo disfraz.— le dije con burla, ella me observó con el ceño fruncido. Al parecer le había molestado mi comentario— ¿No tenían en gris o algún otro color más llamativo?

La señora formó una línea delgada con sus labios antes de cerrar sus ojos.

Quizá estaba contando hasta tres.

— ¿Qué haces aquí?— preguntó.

Miré una vez más por donde se habían ido mis padres, la tarde estaba llegando a su fin y todo se estaba volviendo oscuro.

¿Cuánto tardarían en llegar?

— No sé.— respondí, y tal vez lo dije tanto para su pregunta como para la mía— Mamá me dejó aquí.

— Oh...— su mano tapó su boca, y su vista se dirigió hasta mi maleta— Ven, pasa, niño.— me invitó, bajando los escalones y tomando la valija que mi madre había traído.

— No puedo, mi mami no sabrá dónde estoy.

— ¿Ella llamó a la puerta?

— Fue papá.

— Ya veo, ¿Sabes qué es éste lugar?— preguntó y yo negué. Un edificio feo y viejo seguro que sí— Es un orfanato, niño. Y si tus padres te dejaron aquí es porque te abandonaron.

¿Orfanato? ¿Abandono?

Esa señora disfrazada estaba equivocada.

Mi madre no podía dejarme solo en un lugar como ese, mucho menos con personas desconocidas para mí.

Volví a negar con la cabeza.

Eso no podía ser verdad. Ella dijo que volvería, yo debía de esperar. Mamá me dijo que me amaba, tenía que regresar por mí.

— ¿Niño?— sentí la mano de esa mujer sobre mi hombro, y me aparté.

— Mamá volverá, yo sé que lo hará.— aseguré, sin estar seguro completamente.

Si no había abandonado a mi padre después de los años de maltratos que recibió, ¿Por qué tenía que hacerlo conmigo? Siempre fui bueno, hacia caso y cumplía con todo lo que me pedían, entonces ¿Por qué querría deshacerse de mí?

— Ya casi oscurece, entra, por favor.— pidió un tanto cansada.

— No, tengo que quedarme aquí y esperarlos.— seguí con mi negación.

— Hará frío, tendrás hambre y...

— No importa.— la corté.

Ella suspiró.

— ¿Podrías decirme tu nombre?

— Ed, mi nombre es Ed Lockwell.

— Bien, Eddie.

Mi vista se dirigió rápidamente hacia su persona, no me gustó como me había llamado.

— Mi nombre es Ed.— repetí más fuerte— Mi mamá me puso así.

— De acuerdo... Ed, ¿Qué te parece si pasas y te muestro una habitación?

— No me quedaré, ellos vendrán.— sentencié, mirando hacia la calle.

— ¿Y si tardan en venir? Te cansaras esperando aquí, dentro está calientito y hay comida.

— Tengo dulces.— mostré lo que mi progenitora me había dejado.

— Pero no durarán por mucho tiempo.— dijo, yo la observé y luego a mi mano, tenía razón, no me alcanzarían— Hagamos una cosa, tú entras y te pones cómodo, y si tus padres regresan yo prometo avisarte, ¿Qué te parece?

Mordí mi labio inferior indeciso.

¿Y si ella mentía? ¿Y si mami volvía y la señora disfrazada no me dejaba salir de ese lugar?

Tenía miedo, pero también lo tendría cuando el sol se escondiera y la noche comenzara. Estaba en un lugar desconocido, había visto a la gente con ropa rota y manchada pidiendo algo para comer. ¿Y si unos de ellos me raptaba estando esperando?

No podía estar allí sólo, tal vez esa mujer tenía razón y lo mejor era entrar a ese orfanato. Pero aun había una duda que me dejaba inquieto. Y a lo mejor era algo estúpido, pero mi mente infantil volaba muy rápido y si no me equivocaba y mis pensamientos eran ciertos, prefería quedarme allí fuera en vez de entrar.

— ¿También me darán un disfraz como el suyo?— pregunté, mirando su vestimenta.

No me gustaba para nada como le quedaba, mucho menos el color. Quizá no sabían de moda, o tenían muy poco estilo a la hora de vestirse.

Ella suspiró por décima vez.

— No es un disfraz.

— ¿Entonces? ¿Es un pijama?

— ¿Qué? Claro que no, niño.— gruñó, acercándose a la puerta— Soy una monja y así nos vestimos.— me informó— ¿Entraras o no?

— Sí.— dije, guardando mis caramelos en el bolsillo.

Subí los dos escalones y esperé hasta que la mujer se hiciera a un lado para poder pasar y ver si al menos el interior del edificio era más bonito que su fachada.

Error.

El exterior, a pesar de verse escalofriante y descolorido, era mejor que lo que había allí dentro; las paredes despintadas con pequeñas rajaduras, el olor a humedad era demasiado notorio para mi gusto, aun cuando el lugar se veía limpio y sin telarañas. Y para mejorar; al dar mi primer paso dentro, una baldosa suelta crujió debajo mí. Dirigí mi vista hacia ella notando su viejo color rojizo, y en ese segundo una línea negra en el medio acababa de formarse... la había roto y no sabía si tendría que pagarla en algún momento.

Tomé con fuerzas las correas de mi mochila cuando escuché las risas y pisadas de los niños. A diferencia de cualquier infante normal, yo no convivía con otros de mi edad fuera de mi colegio. Era una regla inquebrantable de mi madre: «“Sin importar que tu padre no esté en casa, debes de quedarte aquí.”» tampoco podía llevar a mis amigos a mi casa por miedo a que él llegara temprano y me regañara por las visitas no avisadas.

Así que mis días se resumían en; levantarme temprano para ir a estudiar, llegar a casa y ver a mi progenitor echado como morsa sobre el sofá. Hacer las tareas dejadas por mis profesores y contar las horas que faltaban para que mamá llegara a casa. Y cuando eso pasaba y el perezoso se iba, me tomaba la libertad de sentarme a jugar con ella, o simplemente estar en la cocina viéndola preparar algo delicioso.

Mi infancia no fue la mejor de todas, hubieron momentos de soledad, miedo y tristeza pero todo pasaba cuando la tenía a ella a mi lado. Mamá era importante para mí, y estaba ansioso por volver a verla y tomar su mano para regresar a casa.

¿Cuántas horas se tardaría esa vez?

Esperaba que fueran menos de sus horas laborales.

— En este piso están las habitaciones de los bebes.— la voz de la monja me hizo volver en sí— Al final del pasillo está la cocina.— señaló el largo camino que estaba frente a mí, justo a un lado de las escaleras— La puerta de la derecha te lleva a la biblioteca y la izquierda hacia los baños.— comunicó, avanzando hasta el inicio de los escalones— Subiremos hasta el segundo piso donde te quedarás...— hizo una pausa cuando la miré con confusión— Es sólo hasta que tus padres regresen.— trató de sonreír, pero, al notar que no le salió, simplemente suspiró y comenzó a subir con mi maleta.

Sin saber qué más hacer, y para no perderme, la seguí inmediatamente.

Creí que al subir todo sería diferente, pero si ya me había decepcionado cuando entré, el avanzar y descubrir una nueva parte del lugar no me haría cambiar mi punto de vista; a ese edificio le faltaba color... le faltaba vida. Las paredes gastadas y el olor a humedad parecían seguirnos cuando llegamos y nos acercamos a la primera puerta que pude observar.

La madera crujió al ser abierta e inmediatamente una fría habitación apareció frente a mí. Divisé dos ventanas; una sobre cada cama, dos diminutivos armarios y a un niño sentado cubriendo su rostro con su almohada.

Algo inusual.

Normalmente esperaría a que cualquiera me mirara raro o que se presentara, pero él no lo hizo y me pareció bien. No quería hacer amigos, todavía tenía la esperanza de que mi mami volvería por mí.

— De acuerdo, éste será tu nuevo cuarto.— me comunicó la monja, dejando mi maleta a un lado de la puerta— Lo compartirás con él.— señaló al chico sobre la cama— Tienen la misma edad, seguro se llevarán bien.— fue lo último que dijo, antes de dirigirse hacia la puerta y cerrarla.

Irrespetuosa.

Ni siquiera me había dicho que era bienvenido o despedido de mí. Desde el momento uno esa señora me odió y quería que lo supiera. Tal vez estaba resentida por decir que su vestimenta era un disfraz o pijama.

Problemas de adultos.

Encogiéndome de hombros, tomé la valija y me acerqué a la que sería mi cama. La leve claridad de la tarde entraba por la ventana cuando dejé mi mochila sobre el colchón. El silencio del lugar provocaba que el sonido de los grillos fuera más intenso.

Me mordí el labio sin saber qué hacer, observé el otro mueble notando que en todo ese momento el niño ni siquiera se había movido. Permanecía sentado, aferrándose a su almohada como si fuera un escudo. Me senté haciendo sonar los resortes justo después de que él llevó su mano hacia su rostro y limpió su nariz.

¿Acaso estaba llorando? ¿Por eso se ocultaba?

Su protección no me dejaba ver mucho, pero no debía de ser inteligente para saber que ese chico no estaba bien. Parecía asustado, y eso me recordó a mí cuando me ocultaba de mi ebrio padre.

— Hola.— saludé, pero no respondió, ni siquiera hizo el ademán de moverse— ¿No piensas decir tu nombre?

Creí que seguiría hablando solo, pero me equivoqué.

Segundos después, despegó su rostro de la almohada y con sus ojos entreabiertos me miró. Al parecer la claridad le molestaba, porque llevó ambas manos a su cara y la refregó, quitando sus lágrimas. Cuando terminó, sentí lastima al poder ver algunos golpes que lo adornaban, y con ello el recuerdo de mi madre volvió a mí. A él le habían pegado y por eso estaba llorando, y tal vez también esa era la razón por la que se ocultaba.

El cabello azabache y desordenado se encontraba sobre su frente, casi cayendo hasta sus cejas pobladas. Un par de iris irritados azules me observaron con extrañeza cuando le sonreí y elevé mi mano, moviéndola de un lado a otro en forma de saludo. Esperé que hiciera lo mismo, o que, como cualquier niño normal, me mostrara su lengua. Pero él no hizo nada, y eso me confundía más.

¿Tan tranquilo era? ¿Acaso era sordo o no sabía hablar? ¿Seguía con miedo?

¿Él me temía?

No, yo era bueno y no le haría daño a alguien indefenso. Además traté de caerle bien desde que entré a nuestra habitación, sin mencionar que tan malo no me veía. Yo también era un niño asustadizo.

Suspiré, haciendo una mueca.

Si mi compañero de cuarto no hablaba, o tenía traumas por lo que otros le hicieron, entonces estábamos en problemas, no quería silencio. En ese momento que tenía la oportunidad de compartir con alguien algo tan doméstico como era eso, quería disfrutarlo. Imaginaria que estábamos en mi casa y que él era un amiguito del colegio que llegaba a jugar conmigo. Podía crear diversas escenas divertidas pero si él no ponía de su parte entonces no serviría.

Sin saber qué hacer, me recosté sobre la cama  antes de llevar mi mano hacia el bolsillo y sacar un puñado de diferentes golosinas; cuando obtuve uno de mi agrado, le quité el envoltorio y lo metí en mi boca para que se disolviera. Me gustaba comer caramelos de todos los sabores y mi madre lo sabía, por eso siempre que podía me compraba algunos y luego me los obsequiaba después de comer.

Un rico postre, un premio por ser buen niño y portarme bien ese día.

Al presentir que otros recuerdos me llevarían lejos, volví a observar al chico silencioso. Sólo pude contar hasta tres antes de que volviera a su posición inicial; detrás de su barrera suave.

Parecía muy tímido.

Tan aburrido.

Mientras que mi mente viaja a mil por horas tratando de hallar alguna cosa para que la situación cambiara, mis dedos delinearon otro dulce y una nueva idea surgió:

Tal vez si le ofrecía uno comenzaría a hablar, ¿Verdad?

— ¿Quieres?— le pregunté.

Sin obtener respuesta, mostré mi palma, dejando ver el envoltorio color rosa que cubría el caramelo. Esperé pacientemente ver como su rostro era separado de la almohada. Sus ojos azules pasaron de los míos a mi mano, antes de que un pequeño rugido se escuchara. No pude evitar reír, lo tomó con nerviosismo y noté que ese sonido provenía de su estómago.

El niño tenía hambre.

Con lentitud, le quitó el papel y pareció suspirar cuando pudo sentir el sabor dulzón.

— G-gracias.— tartamudeó

— No hay de qué.— pausé, mirando los golpes que lo adornaban, los cuales me recordaban a mi madre— ¿Qué te pasó en la cara?

— Me golpearon.— comunicó, haciendo una mueca.

— ¿No sabes defenderte?— pregunté, tomándome la libertad de sentarme en su cama, frente a él.

Pareció pensarlo antes de responder:

— Es difícil hacerlo cuando te tienen sujetado de los brazos.— murmuró.

— Oh, era más de uno, ¿Eh?— asintió con la cabeza— Cobardes, eso no es justo.

— Deberías decírselo a ellos.

— Lo haré, pero no con palabras.

El silencio volvió después de lo último dicho.

¿Me había entendido bien?

Esperaba que no creyera que por defenderlo también lo golpearía a él. Tampoco quería que sintiera que le estaba haciendo un favor y que luego debía de pagarme. Sólo quería sentirme útil y ayudar a alguien que lo necesitara... así como no lo pude hacer con ella.

— ¿Hace cuánto que estás aquí?— quise saber, segundos después.

— Un año…

— ¿Y por qué?

— No lo sé, tampoco quiero recordarlo.— confesó, mirándome a los ojos— Supongo que algunos padres no son merecedores de ese título.

No podía decir que eso era erróneo porque mi ejemplo estaba claro.

El niño tenía razón, no muchas personas son llamadas padres porque realmente sean buenos. Había algunos a los que sólo le decían así por obligación, aunque ellos no hicieran nada por nosotros. Muchos se catalogaban como padres, aunque no tuvieran ni un gramo de los sentimientos o acciones que un verdadero progenitor debía de tener.

— Tienes razón, sólo son ratas disfrazadas de humanos.— concordé.

El asintió, y se perdió en sus pensamientos o tal vez era mi imaginación.

— ¿Qué hay de ti? ¿Por qué estás aquí?— indagó.

¿De verdad tenía que contarle todo? ¿No podíamos simplemente saltarnos la parte donde debíamos de charlar sobre nuestro pasado o familia?

¿No se podía actuar como si no tuviéramos recuerdos?

Quizá sí podía hacerlo, y estuve a punto de evitar contar esa parte de mi vida pero cuando fui consciente ya había comenzado:

— No te vayas a burlar de mí, niño.— advertí queriendo verme rudo, aún cuando sabía que no le haría daño— Hace a penas media hora, estábamos caminando, mi madre, mi padre y yo. Cruzamos la calle y nos detuvimos justo en frente de éste lugar, me pareció extraño pero aún así no pregunté…— mostré una sonrisa fingida— A parte de mi mochila, no noté que traían una maleta hasta que la dejaron a mi lado, mi padre se acercó a la puerta y llamó. Entretanto, mi madre me abrazó y me pidió que me quedara quieto, que ellos volverían.— miré mi nueva cama, donde estaban mi mochila y valija— No creí que fuera un orfanato. En fin… caí en su juego y terminé aquí.

Tal vez no era la gran cosa, a lo mejor su historia era peor que la mía pero allí estábamos, recordando a personas que quizá no nos pensaban.

Y sí, hablé y conté parte de mí, pero algunas cosas prefería no decir.

El tener la esperanza de que mi madre volviera por mí era algo que no quería hacer saber, tampoco el hecho de que me dolía su traición. Porque sin quererlo, ya estaba aceptando que ella ya no regresaría y que me había abandonado.

Mi relato, y mi mente lo decían, pero mi tonto corazón no quería creerlo.

Nos quedamos en silencio y la nostalgia quiso hacer estragos conmigo, pero no se lo permití. Así que simplemente traté de pensar en algo positivo, y agradecía que eso llegara deprisa.

Sin poder evitarlo, me reí recordando lo que había dicho en la puerta del edificio.

— Lo más gracioso fue que...— comencé a decir pero me detuve quitarle la envoltura a otro dulce— Cuando vi a la monja que me abrió la puerta lo primero que le pregunté fue «“¿No tenían en gris o algún otro color más llamativo?”» ella sólo me miró raro, creí que era un disfraz.

Al parecer mi risa era contagiosa, porque el niño no pudo evitar seguirme y comenzar a reír él también. Nuestras carcajadas eran sonoras y encajaban a la perfección una con la otra. Estuvimos así por unos segundos antes de calmarnos.

Me sentía relajado al creer que la parte donde hablábamos de familia había llegado a su fin. Pero al parecer mi compañero de cuarto tenía mucha curiosidad.

— ¿Cómo eran tus padres?— preguntó.

— Eran los peores, más mi padre.— suspiré, poniéndome de pie— Le gustaba el alcohol, y cuando bebía se descontrolaba. Recuerdo esa noche cuando llegó ebrio, tambaleándose de un lado a otro y gritando como loco. Oí ruidos en la cocina, como cosas siendo tiradas al suelo. Cuando bajé las escaleras me encontré con la peor imagen de mi vida…— hice una pausa, apretando mis manos con fuerza. Volver a recordar esa primera noche no me gustaba— Él estaba sobre mi madre, la estaba golpeando tanto que podía ver como sus nudillos se manchaban de sangre.

El niño me observó mientras que yo revivía el mirar de terror de mi madre cuando se vio en el espejo. Sus ojos se habían cerrado con fuerza cuando trató de curar la herida que tenía en su labio. Sollozos agudos y suspiros llegaron después al ver sus pómulos hinchados, sabía que se estaba preocupando al buscar alguna excusa para encubrir el maltrato de su esposo frente a su jefe y compañeros de trabajo.

Al día siguiente había salido con doble capa de maquillaje y ni siquiera eso le había servido para cubrirlo todo.

— ¿Nunca lo denunció?— indagó.

— No, no lo hizo por amor. Creo que ese sentimiento hace idiotas a las personas.— me reí con burla. Para mí, seguía siendo la cosa más estúpida que había escuchado.

Si sentíamos amor hacia otros, ¿No debíamos de sentirlo hacia nosotros mismos? Debíamos de cuidarnos y respetarnos, sobre todo amarnos. No podíamos dejar que alguien más tomara decisiones por nosotros, mucho menos permitir que nos dañaran.

Pero, ¿Quién era yo para decirle a los demás cómo debían de actuar? Yo no podía ir por la vida diciéndole a las mujeres que se cuidaran de los hombres violentos, tampoco podía hablar con ellos y que tratar de evitar todo maltrato. Y, tal vez no podía cambiar al mundo, pero sí podía darle un futuro seguro y sin miedo a mi esposa algún día.

Sí, era un niño de siete años con mejor mentalidad que muchos adultos.

— Por esa razón detesto la violencia…— informé. Al ver confusión en su mirada, me adelanté a continuar— Eso no quiere decir que no te ayude con esos cobardes.

— ¿Por qué lo harías? No me conoces.

— Somos compañeros de cuarto, no soportaría ver como te lastiman y no hacer nada para evitarlo. Eso sería como estar reviviendo lo de mi madre… —eso último lo dije en un susurro un tanto doloroso.

Siempre me dañaría el verla en ese estado.

— Te lo agradezco.

— Aún no hago nada, así que no agradezcas.— me di media vuelta y le sonreí— Presiento que seremos muy buenos amigos.

Y por primera vez, él me mostró una sonrisa. Era un buen comienzo para nuestra amistad, la cual no quería que tuviera fin.

— Aunque si seremos amigos tendrás que decirme tu nombre.— comuniqué, cruzándome de brazos— Te he contado mis cosas, lo que menos puedes hacer es presentarte.

— Tienes razón…— asintió, poniéndose de pie— Soy Víktor Heber.

— Mucho gusto, compañero y mejor amigo desde este día.— ni siquiera sabía que esas palabras tendrían peso desde ese momento en adelante— Mi nombre es Ed Lockwell.

Ambos sonreímos y estrechamos nuestras manos.

¿Quién hubiese pensado que después de un abandono, obtendría a un amigo? Cuando salí de mi casa ese día no me imaginé que llegaría a perder a mis padres, y que ganaría un hermano.

Gracias, mami, tal vez me llevaría tiempo aceptar tu decisión pero sé que fue lo correcto. Gracias por dejarme conocer a una excelente persona como lo es Víktor.

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