capítulo uno
Contemplé por enésima vez el vacío: lóbrego, sombrío y atribulado, como mi vida. Las vibraciones repetitivas de mi móvil me sustrajeron de mis pensamientos; desvié la mirada y observé el nombre de “Mamá” iluminando la pantalla. Ese ser era lo único que me mantenía atado a la vida: ella era mi polo a tierra. Pero no sabía por cuánto tiempo más.
Cerré los ojos. Solo me enfoqué en la resonancia de las palpitaciones de mi corazón. Mi pulso era aquello que mostraba que todavía estaba con vida. “Solo un paso”, reiteré en mi mente: “Solo uno y todo habrá terminado, solo uno y serás feliz.” Y así fue: di ese paso que me separaba de la muerte, y liberé mis manos de aquel acero que me sostenía en este planeta, y salté...
El precipicio tenebroso hizo meya en mi ser: mi corazón se paralizó por un segundo, como previendo lo que vendría. Experimenté un dolor agudo, como de un millar de cuchillos, clavándose en cada recodo de mi cuerpo.
Un fluido acuoso ingresó sin clemencia por mis fosas nasales y mi boca, obstruyéndome la respiración; segando mi vida, ese era mi desenlace. No había vuelta atrás, ahora después de todo había conseguido lo que siempre anhele: mi muerte.
***
Mis párpados pesaban, me era casi imposible abrir los ojos. Intenté moverme, pero no lo conseguí. Cada parte de mi cuerpo dolía de la peor manera.
Estaba desorientado, perdido: no recordaba nada de lo ocurrido. No reconocía el lugar en el cual me encontraba. Al abrir los ojos, creí que las llamas serían lo primero que vería. Esperaba ver el infierno, y arder junto a él.
Puesto que, como siempre hemos escuchado, el suicidio es un pecado terrible. Yo no lo veía de esa manera. Para mí, quitarme la vida era el único acto que podría salvarme. Llámese idiotez, o ignorancia, pero era eso lo que creía.
Atrás de una cortina blanca vi transitar una sombra que se aproximaba con velocidad. Sin escucharla hablar sabía de quién se trataba.
—Hijo. —La voz de mi madre sonaba tempestuosa, asfixiada, cansada.
—Mamá —logré articular—. ¿En dónde estoy?
—Estás en el hospital —contestó acercándose—. Gracias a Dios alcanzaron a sacarte del lago a tiempo.
Observé todo a mi alrededor: como una ráfaga reviví todo lo ocurrido. Mi madre situó sus manos sobre las mías; posó sus luceros atiborrados de lágrimas en mis ojos.
—¿Por qué lo hiciste? —Su voz sé desvaneció—. ¿Por qué lo intentaste de nuevo? Pensé que... Que ya lo habías superado, yo...
Nadie podía entender lo que sentía. Ni siquiera la mujer que me dio la vida podría comprender el vacío enorme que carcomía mi pecho. La tristeza era como un parásito, una plaga que se come lentamente la alegría y se va instalando como u una huésped que no ha sido invitada.
—¡Madre! —la interrumpí—. Basta, deja ya de molestarme. Por favor retírate y déjame solo. En verdad que no quiero hablar con nadie.
—Hijo, tenemos que hablar.
Su voz sonaba como un susurro; pero ni aun así consiguió entristecerme. Había llegado hasta el límite. De ahí en adelante, ya no podría hundirme más en el abismo de desconfianza y monotonía.
—¡Ya te dije que me dejes en paz! ¡Después hablamos!
—Ángel, por favor...
El chirriar de una puerta al ser abierta interrumpió las infructuosas súplicas de mi madre. Agradecí internamente la intervención de alguien. Lo que menos quería era entablar una conversación con mi progenitora.
Una doctora de aproximadamente unos cuarenta años de edad, ingresó a la habitación con una planilla en sus manos. Posó sus ojos en mí, luego en el formulario que sostenía.
—Su hijo se encuentra estable —indicó la doctora—. Aun así, debe seguir bajo observación. Lo trasladaremos a una de las habitaciones. De seguir así, pronto lo daremos de alta.
—¿Cuándo podré marcharme de este hospital? —cuestioné llamando la atención de la mujer.
—Cuando lo creamos pertinente.
—¿Y eso cuándo será?
—Cuando creamos que su estado de salud es óptimo —contestó con voz burda—. Mientras eso sucede, debe permanecer aquí. Le recomiendo, que empiece cuanto antes un tratamiento con el psicólogo.
Tantos tratamientos, y ninguno servía. Había perdido la cuenta de las veces que pisé un consultorio. Horas interminables contándole mi vida a unos desconocidos que terminaron dando el mismo diagnóstico: depresión y estrés.
—Yo ya me siento bien. No necesito nada más — refuté—, quiero largarme de aquí cuanto antes.
—Eso no lo dispone usted —rugió la doctora—. Ahora debo irme, hay personas que requieren mi asistencia.
—Pues vaya auxílielas, yo no le pedí que me ayudara —exacerbe, a lo que el semblante de la mujer se cubrió de un color rosáceo.
La doctora dio media vuelta y se marchó de la habitación sin proferir palabra alguna.
—¡Hijo, por favor! —me regaño mi madre—. La doctora Ríos fue quien te salvó la vida.
—Tanto peor — repliqué—. Yo ansiaba morir.
Me encontraba más taciturno que de costumbre. Era la tercera vez que lo intentaba y la tercera vez que fracasaba. Precisaba concluir todo. Nada me salía bien; ni siquiera morirme.
Tampoco había logrado ingresar a la Universidad. No tenía un futuro por el cual luchar. Mucho menos un propósito, de ningún modo iba a esperar más tiempo. La próxima vez tenía que obtener mi anhelado triunfo.
Noté el sonido de la puerta; una enfermera había venido a ayudarme. La joven mujer posó sus ojos en los míos. Por un momento; en ellos noté la energía y el ímpetu de la gente que codicia la vida y todo lo que ella trae.
Era difícil ver a la gente ser feliz. Sí, cuando uno es infeliz, la felicidad de otros causa envidia. Así mismo, me ocurría a mí. Me la pasaba pensando en que era eso, en lo cual yo era diferente a otros. ¿Por qué algunos podrían ser felices y yo no?
Iban a pasarme a una habitación. Odiaba el hospital, como la mayoría de seres humanos: el olor de sus paredes; supuse que a eso olían los muertos. Detestaba la buena energía de los médicos, su dedicación a salvar vidas, a procurar el bienestar de todos. La profesión que requería más sacrificios era la menos valorada. Todo por algo que para mí no valía: la vida.
Para algunos lo más preciado, para mí, nada.
La pesadumbre de mi cuerpo y de mi mente cayeron gravemente en la silla de ruedas. No dije nada a pesar del dolor de mis articulaciones; no exhale un quejido, en absoluto nada. Yo mismo me había buscado los dolores que ahora me aquejaban.
La enfermera empujó la silla a través de los pasillos. Mi madre era lo único bueno que tenía. Ella me seguía de cerca. Sus ojos atiborrados de dolores se hallaban abultados de tantas lágrimas que habían pululado de ellos. Mi egoísmo había llegado a tal punto que ni siquiera sentí tristeza al verla. Nada me importaba, tampoco ella.
En los corredores había un gran alboroto. Doctores y enfermeras corrían de un lado a otro. El lugar era un completo caos aumentando las ganas que tenía de salir corriendo.
—¿Qué sucedió? —preguntó mi madre a la enfermera.
—¿No lo saben? —cuestionó la mujer.
—Si estuviésemos al tanto, no estaríamos preguntándole —indiqué algo molesto.
Odiaba la gente inepta. La gente que no tenía una pizca de intuición. Es decir, odiaba a cada ser humano. Los odiaba con la misma fuerza que me odiaba a mí mismo.
—Yo solo pensé que lo sabían —se disculpó la mujer—. Un avión de pasajeros acaba de caer sobre la ciudad. Hay centenares de heridos y muchos muertos.
—¡Oh, Dios mío!, qué tragedia. Que Dios los tenga en su santa gloria —se lamentó mi madre.
—Dios no los tiene en ninguna parte. Todos sabemos que él no existe. Una prueba de ello es lo que acaba de pasar.
La enfermera no dijo nada. Solo podía sentir su mirada fulminante sobre mi cuello. A las personas no les gusta escuchar la verdad, todos eran unos hipócritas.
Ingresamos a un cuarto pequeño. Las cortinas blancas caían sobre un gran ventanal. El lugar olía a desinfectante y lavanda. La cama también estaba arreglada con sábanas blancas, los monitores se hallaban apagados. Cerca de la cama había una diminuta mesilla metálica que asimismo se hallaba vacía. Había algo peor que la pequeña cama y era que tendría que compartir el cuarto con otra persona. Me di cuenta de ello, porque siguiente a la cama que yo ocuparía había otra, la cual estaba desordenada.
—No hay más cuartos, estamos hasta el tope —dijo la enfermera al ver mi cara de desconcierto.
—No interesa, lo único que importa es que Ángel esté cómodo —añadió mi madre.
—Si eso es lo importante, no voy a estar cómodo en este lugar —refute.
Era lo suficiente fuerte como para poder mantenerme de pie. Rechacé la ayuda de la enfermera y no le permití que pusiera sus manos sobre mí mientras me acomodaba en la cama.
La mujer, al ver que no la necesitaba, se retiró sin decir nada más. Cerré los ojos e intenté dormir; cosa imposible ante los constantes regaños de mi mamá por mi supuesto mal comportamiento. Sus reprimendas no me importaban en lo más ínfimo. A esas alturas de mi vida nada me interesaba.
Estaba en medio de un huracán. Y sabía que la única forma de salir de allí era muerto. No había manera de salir con vida.
Empecé a oírla como solo un murmullo; uno que en vez de molestarme me tranquilizó de tal manera que termine cayendo terriblemente dormido.
***
“Estoy a punto de morir:
¡Dame vida conforme a tu palabra!
Te he expuesto mi conducta y me has respondido.
¡Enséñame tus leyes!
Dame entendimiento para seguir tus preceptos,
Pues quiero meditar en tus maravillas.
Estoy ahogado en lágrimas de dolor;
¡Mantenme firme, conforme a tu promesa!”
(Salmo 119: 25 - 28)
La voz ronca que casi vociferaba en vez de hablar me despertó ipso facto. Me desesperé y rebusqué con mis ojos por toda la habitación en busca de quién proyectaba tan cruel e inútil cántico que, en vez de parecer bíblico, se asemejaba a uno infernal.
La cortina que separaba las dos camas se hallaba parcialmente recogida. Un gracioso calvo, flacucho y desgarbado, sonrió en mi dirección; en sus manos descansaba una pequeña Biblia. Ese chico se veía muy joven, incluso más joven que yo.
—Hola —me saludó el muchacho—, lamentó haberte despertado.
—Está bien, eso ya no importa.
Voltee la mirada, evidentemente estaba enojado. Dormir y comer eran las únicas dos actividades que se me daban a hacer a cabalidad.
—¿Cómo te llamas? —interrogo mi muy infortunado compañero—. Mi nombre es Mike.
—Mi nombre es Ángel —respondí sin volver la mirada.
—Tuve un amigo en la infancia que se llamaba igual a ti.
—Si claro.
—Me gustaba mucho ir a su casa y juntos jugábamos fútbol; pero luego enferme y jamás podré volver a hacerlo de nuevo —comentó el chico.
Obvio que eran cosas que no podría hacer. Su tristeza podía palparse en el aire. Por su aspecto era obvio que padecía una enfermedad agresiva.
—¿Te vas a morir? — interrogué girándome para verlo.
El rostro de Mike se colocó más pálido de lo que ya era. Tal vez debí tener más tacto al hablar. Pero no solía ser así. Yo decía las cosas, como me parecían. Ese era uno de los tantos defectos que poseía.
—Eso es lo que dicen los médicos.
Sus ojos se hallaban cristalizados por las lágrimas. Tragué saliva ante la fragilidad de aquel pequeño ser. Sentí pena por él, pero aun así no podía hacer nada para ayudarlo. La decisión estaba en manos de alguien que nunca hacía nada.
—Tienes mucha suerte —comenté.
—¿A qué te refieres? Yo no quiero morirme, la vida es hermosa, es un regalo de Dios.
—¿Un regalo de Dios? —me reí a carcajadas—. Él no da regalos porque simplemente no existe.
Mire a Mike. Se encontraba tan enojado que tal pareciera que hubiese ofendido a su mismísima madre. Su rostro reflejaba tal furor que encontré esa situación muy divertida.
—No puedo creer que pienses así —bufo.
—Así pienso y nada ni nadie puede cambiar mi opinión.
Era un ateo consagrado. Nunca creería en un dios que no se puede ver ni sentir. El calvo pareció tranquilizarse. Tomo la Biblia de nuevo en sus manos y la abrió provocando un ruido seco.
—Entonces, siendo así supongo que no tienes problema en que siga leyendo.
—Claro que no. No me importa en lo más mínimo lo que hagas. Sólo intenta hacerlo en voz baja. Deseo seguir durmiendo.
Me acomode de manera que no tuviera que ver su espectral figura.
“Aléjame del camino de la mentira y favoréceme con tu enseñanza.
He escogido el camino de la verdad y deseo tus decretos.
Señor me he apegado a tus mandatos;
¡No me llenes de vergüenza!
Me apresuro a cumplir tus mandamientos
Porque llenas de alegría mi corazón.”
(Salmo 119: 29-32)
—¡Puedes callarte! —grité eufórico—. Te dije que quería dormir. Tu voz trémula es una tortura. ¡Haz silencio!
—Lo siento. Pero no me callaré. Ni dejaré de leer.
Me volteé para ver al flacuchento e incansable chico. Sus ojos, en vez de reflejar algún tipo de pena, refulgían un brillo de soberbia y desafío.
—¿Qué dijiste? —mascullé.
En serio que iba a darle una bofetada si no guardaba silencio. No me importaba si me enviaban a la cárcel. No sería la primera vez. Además, tal vez allí me dejarían en paz.
—Solo me callaré a cambio de algo —dijo en tono conciliador.
—¿Qué quieres? Solamente déjame advertirte que dinero no tengo. Y si es otra cosa lo que deseas de mí..., tampoco lo obtendrás.
—No seas mal pensado. —El chico soltó una sonora carcajada—. Lo único que quiero es una apuesta.
En ese momento alguien abrió la puerta. La enfermera cara de puño entró a la habitación. Al parecer tendría que soportarla a ella también.
Primero dirigió su atención a Mike, a quien le dedicó una amplia sonrisa.
—¿Cómo amaneció mi paciente favorito? —preguntó la mujer.
Su tono alegre no era más que una máscara. Su pregunta era una mentira total. Mentira cuyo propósito tenía que hacer sentir bien a un muchacho que se estaba muriendo. ¡Como si el buen trato fuese a curarlo!
—Bien, Juanita —respondió Mike—. Hoy me encuentro mejor que nunca. Tengo el ánimo por las nubes.
—Me alegro mucho —añadió la enfermera.
Empezó a revisar las máquinas que ayudaban al joven a mantenerse con vida. Luego anotó todo en su planilla.
—Está todo muy bien, Mike —informó la mujer—. Más tarde el doctor Gómez vendrá a verte. Sigue así y todo irá bien.
—Dios quiera que así sea —respondió el muchacho.
La mujer ahora se dirigió a mí. Reviso la intravenosa sin decir ninguna palabra. Luego examinó mi pulso y mi presión.
—¿Sabe cuándo me darán de alta? —pregunté.
—Según lo que veo, mañana se puede ir de aquí —respondió dedicándome su mirada mortífera.
—Gracias, Juanita —comenté con una sonrisa burlona.
Si las miradas matarán, estaría ya en la morgue. La enfermera salió del lugar con su cara de pocos amigos. En realidad, no sabía a ciencia cierta que le había hecho para que sintiera esa aversión por mí.
Sin embargo, ya me había acostumbrado. Siempre fue así; el odio era lo único que los demás solían sentir por mí. Hay personas que nacen para simplemente no caerle bien a nadie.
La vida no tiene sentido si nadie te quiere. Si no eres capaz de amar. Sin amor todo es vacío; todo es frío, cruel, sin fondo ni forma. Sin amor no hay inspiración, color, poesía, canción, arte. Sin amor no hay nada. Sin amor no hay vida.
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