5. ¿Qué pasaría si la muerte no nos hubiera quitado a nuestros seres queridos?
Elías
Todos parecen felices en nuestro camino de regreso, hablan y ríen como si aún les quedara energía después de todo un día conviviendo con niños. Me alegra ver incluso una sonrisa sincera en el rostro de Emma, más allá de las expresiones por compromiso que siempre suele mostrar en clase.
No conozco mucho sobre ella, pero suelo verla a menudo en la escuela. Casi siempre está sola, y no he podido dejar de preguntarme como nadie ha notado el dulce sonido de su voz cuando habla, o como todo parece ir bien cuando ella ríe.
—Nolan, ¿podrías desviarte un poco del camino? —pregunto—. Hay alguien a quien quiero visitar.
—¿Por qué ahora? —pregunta Tessa. Solo hay una persona a la que podría querer visitar por estos rumbos y ella lo sabe muy bien.
—Siento que invadimos la privacidad de Emma al llevarla a la Casa Hogar sin su permiso —explico. Aunque no haya demostrado su enojo abiertamente, sé que esa visita le afectó, aún si ella no es capaz de admitirlo—. Creo que es justo que estemos a mano —digo, dirigiendo mi mirada hacia ella—. Por supuesto, solo si estás de acuerdo.
No hay forma de que ella sepa a lo que me refiero con esa visita, y lo mucho que significa no solo para Tessa, sino para mí. Es un intercambio justo, una parte de su alma y pasado, por una parte de la mía. Emma asiente, y de inmediato Nolan se desvía del camino y toma otro carril. Llegar nos toma apenas unos minutos más de viaje.
—Nosotros los esperamos aquí —dice Matías, señalando a Nolan.
Ellos conocen el peso de esta visita y agradezco que nos den nuestro espacio. Así que solo Tessa, Emma y yo salimos del auto y nos dirigimos a la entrada del lugar. El sitio está rodeado por unas protecciones de metal, un poco oxidadas por el tiempo, pero que permiten observar un poco del interior, en donde el césped cubre casi toda la zona.
Compramos unos pequeños ramos de flores en un puesto ambulante al lado de la entrada, y cruzamos la gran puerta, también de metal, que tiene grabadas en el centro letras del mismo material, formando una única palabra: Cementerio.
Las tumbas ocupan prácticamente todo el lugar, dejando apenas un pequeño camino para cruzar entre las criptas y estatuas en honor a cada fallecido. Algunas son tan viejas, que ya empezaron a desmoronarse por el paso del tiempo, y otras son tan recientes, que la tierra encima de ellas aún sigue fresca.
Emma nos sigue a lo largo de ese silencioso camino. Ninguno de los tres dice nada hasta que nos detenemos cerca de una de las orillas del cementerio, no muy lejos de la entrada, en donde una lápida de color gris claro se presenta frente a nosotros.
Elliot Villalba
1966 - 2012
Querido padre y esposo
—Este es nuestro papá —digo, rompiendo un silencio demasiado pesado.
Emma hace un ligero asentimiento, y después se agacha para recoger las flores secas que están en el jarrón a un lado de la tumba, e intercambiarlas por las que hemos comprado.
No hemos dicho nada más, pero los ojos de Tessa empiezan a humedecerse con tan solo ver la fría pieza de piedra frente a nosotros.
—Lo siento, no puedo —suelta, retrocediendo un par de pasos—. Los espero en el auto —dice, alejándose antes de que pueda detenerla.
—¿Ella va a estar bien? —pregunta Emma con preocupación.
—Si, es solo que esto aún le afecta mucho —digo, devolviendo mi mirada a la chica frente a mí, que ahora tiene sus manos llenas de tierra, aunque no parece importarle—. No quiero que te sientas presionada. Solo te traje aquí para mostrarte que sabemos lo que se siente perder a alguien a quien amas y decirte que no estás sola.
Tessa y yo perdimos a papá cuando éramos muy jóvenes para entender el concepto de la muerte, y lo que eso trae consigo. Emma debió haber pasado por el mismo dolor, e incluso peor. Si despedirme de papá fue difícil, despedirse de ambos padres debió ser devastador.
—¿Qué le pasó? —pregunta Emma con cautela. Estoy seguro que no insistirá si le digo que no quiero hablar de eso, pero por alguna razón, quiero que ella lo sepa.
—Él tenía una enfermedad cardíaca —explico, sintiendo como mi voz empieza a temblar—. Necesitaba un trasplante de corazón, pero no pudo conseguirlo a tiempo. Yo era muy chico todavía, así que no me permitían visitarlo a menudo en el hospital. La única vez que me dejaron pasar toda la tarde a su lado, fue la última vez que lo ví.
Un toque suave se posa en mi hombro, y cuando me doy la vuelta, Emma se acerca a mí y me da un abrazo rápido, en un intento por consolarme. Ni siquiera me doy cuenta cuando las lágrimas empiezan a salir de mis ojos.
—Lo siento, no debería estar llorando —digo, limpiandome la cara con las mangas de mi sudadera.
—Mejor usa esto —dice Emma, ofreciéndome un pequeño pañuelo de tela azul celeste, que con gusto acepto, dándole una leve sonrisa a cambio.
—Gracias.
—¿Puedes acompañarme unos pasos más adelante? —pregunta Emma.
Su petición me confunde un poco, pero así como ella me siguió antes, yo también la sigo ahora. Caminamos unos metros en dirección recta, hasta llegar a una lápida doble de un gris más oscuro. No reconozco los nombres, pero sí los apellidos. Son los de Emma.
Adrián Dávalos y Ariadna Pardo
1971 - 2009 y 1975 - 2009
—No hay frase —comenta Emma—. Mis familiares consideraron que era muy caro añadir unas cuantas palabras más.
—Son tus padres —concluyo, sorprendido de que estuvieran tan cerca del mío todo este tiempo—. ¿Qué les pasó?
—Ambos eran doctores y trabajaban en el mismo hospital. Una mañana salieron para reunirse con un colega, pero nunca llegaron —dice, bajando su mirada hacia la tumba donde sus padres descansan—. Un ebrio chocó con ellos y no hubo sobrevivientes.
Le devuelvo el pañuelo, ya que ahora son los ojos de Emma los que se han llenado de lágrimas. Ella lo toma para tratar de limpiar su rostro, y cuando lo hace, noto un ligero temblor en sus manos. Vuelvo a agarrar el pedazo de tela, y con mucho cuidado, empiezo a limpiar suavemente sus mejillas.
—Dijiste que tenías familiares —digo, casi en un susurro—. ¿Por qué no te quedaste con ellos, en lugar de ir a la Casa Hogar?
—Mi tía no me quiso recibir cuando se enteró que solo cuando yo cumpliera la mayoría de edad, podría reclamar el fideicomiso que me habían dejado mis padres en su testamento —responde Emma, encogiéndose de hombros—. Parece que los años de espera por ese dinero no valían la molestia de cuidarme.
—Lo lamento, no debí haber preguntado.
—Está bien —dice. He terminado de limpiar su rostro, pero sus ojos aún siguen rojos. No me gusta verla así—. Viví mejor en la Casa Hogar de lo que podría haber vivido con mi tía y su hija. Mi prima y yo somos casi de la misma edad, pero ella siempre fue muy egocéntrica, seguramente no nos habríamos llevado bien. Además, no hubiera conocido la música de otra forma, así que estoy bien.
—No, no es cierto —digo sin pensar—. No fue lo mejor y no estás bien.
El rostro de Emma se contrae en una expresión de sorpresa. Yo también estoy sorprendido, pero no puedo dar marcha atrás.
—Lo mejor hubiera sido que tus padres no hubieran muerto —digo, tratando de mantener el tono tranquilo de mi voz, cuando por dentro me estoy destrozando—. No tienes que obligarte a decir que estás bien, es normal si no lo estás. Sentimos lo que sentimos, y no hay nada de malo en eso.
—¿Cómo estás tan seguro de que no estoy bien?
—Reconozco a personas como yo —digo—. Personas con heridas que no han sanado.
Emma se queda observando mi rostro por unos momentos, con sus ojos café claro perdiéndose en los míos.
—Duele recordarlos y darte cuenta de que ya no volverás a verlos —digo, manteniendo mi mirada en ella—. A veces duele tanto que lo único que quieres es dejar todo atrás, esconder los recuerdos en un rincón del armario y no volver a mirarlos. Pero eso no hará que duela menos. Eso va a consumirte por dentro, y solo te darás cuenta cuando ya sea demasiado tarde, cuando ya te hayas ahogado.
—¿A qué te refieres?
—No escondas tu dolor, Emma —pido—. Tienes que sacarlo, buscar la manera de canalizarlo. Eso es lo que llevo años haciendo con la música. Si me siento triste o desesperado, solo toco la batería con tanta fuerza, como si con eso pudiera golpear mis propios problemas, haciéndolos desaparecer. Tal vez deberías intentarlo —sugiero—, con el piano, por supuesto.
Las lágrimas vuelven a correr por las mejillas de Emma, y un instante después, las mías también lo hacen. Ahora parece que un pañuelo no será suficiente para detener todo nuestro llanto. Los dos parecemos niños que han perdido algo importante y valioso. Tal vez lo seamos, porque estamos permitiendo que nuestro corazón dolido suelte todo lo que ha estado guardando durante años.
—La maestra tenía razón —dice Emma entre sollozos—. Debiste haber entrado a la facultad de literatura, eso fue grandioso.
—Oh, vamos, ¿también tú? —contesto, alternando entre sollozos y risas. Ni siquiera sabía que eso era posible—. Ven aquí —digo, acercándome a ella para envolverla en un cálido abrazo.
Ella rodea mi espalda con sus brazos, mientras trato de mantener los míos firmes para que pueda sentirse segura, y por un momento, siento un agradable aroma entre manzana y canela emanando de ambos en una perfecta combinación.
Puede que hayan pasado unos cuantos minutos, pero nosotros fácilmente podríamos perdernos en los brazos del otro por una eternidad más. Cuando nos separamos, nuestros ojos están húmedos y nuestras mejillas enrojecidas.
—Voy a despejarme un rato, ya regreso —dice Emma, tratando de contener sus lágrimas mientras se aleja lentamente.
Está sonrojada y no puedo decir si es por el llanto o por nuestro abrazo, aunque quizá sea por ambos. Me quedo ahí parado, mientras la veo enfocando su vista en las nubes sobre ella.
—Tal vez suene un poco extraño —susurro en dirección a la tumba de sus padres—, pero ¿creen que sea oportuno pedirles permiso para tratar de conquistar a su increíble hija? Sé que no pueden responderme, pero si no están de acuerdo, un simple jalón de pies por la noche es una respuesta muy entendible —bromeo, y no puedo evitar recordar que presenciar una actividad paranormal se encuentra en mi lista de cosas por hacer antes de morir. Mi sonrisa desaparece casi inmediatamente y el miedo arraigado a esa lista se instala en mi pecho.
—¿Elías? ¿Te sientes mal otra vez?
No noto cuando Emma regresa a mi lado hasta que siento el ligero toque de su mano en mi hombro. Niego rápidamente con la cabeza, tratando de sacudir también mis preocupaciones.
—¿Ya estás lista para irnos?
—Si, los demás deben de estar esperándonos.
Nos despedimos de nuestros padres, y empezamos a avanzar por el camino de regreso. Apenas llevamos un par de pasos cuando me detengo en otra tumba que tiene una lápida hecha de mármol.
—Hija, hermana, amiga —leo con pesar, imaginando las vidas pérdidas que hay en cada rincón de este lugar—. Es una buena frase.
—No irás por ahí leyendo todas las frases escritas en cada lápida, ¿cierto?
—No de todas, solo de algunas cuantas.
—No me digas que no lo sabes —dice Emma, avanzando lentamente hacia la salida.
—¿Saber qué?
—Es solo una leyenda urbana —menciona, con una ligera sonrisa en sus labios—. No es importante. —Está jugando conmigo, y estoy encantado de seguirle el juego.
—Me estás asustando, mejor dime ya —exclamo, siguiéndola.
—Dicen que si lees las frases escritas en las lápidas, estás invitando al fantasma de la tumba a seguirte, y si decide hacerlo, se quedará a tu lado para siempre —dice Emma, cambiando su tono de voz a uno misterioso, y hasta ahora no sabía lo mucho que me encanta escucharla más animada.
—¿Y me lo dices ahora? —pregunto, tratando de contener la risa, aunque por dentro sí que estoy sintiendo algo de miedo—. Llevo años haciendo eso. Hasta ahora, ¿cuántos fantasmas me están siguiendo? Para evitar el riesgo de caer en la curiosidad, no veré nada hasta que salgamos a salvo de aquí —digo, llevando mi mano derecha a mi cara para tapar mis ojos, mientras la otra trata de hacer el trabajo de guía.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta Emma entre carcajadas, acercándose para tomar mi mano y evitar que me caiga.
—Tu me diste esa información, deberías hacerte responsable y ser mi guía —declaro, en tono burlón.
—¡Oh, vamos! —exclama ella entre risas.
He decidido que el sonido de su risa será mi nuevo sonido favorito, y no puedo dejar de desear que no lleguemos nunca a la salida.

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