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41. Promesas vacías

Elías

Me quedo observando por la ventana como la lluvia cae en una estruendosa tormenta. Las nubes grises invaden todo el cielo y la única luz que se puede apreciar es la de los rayos que retumban la tierra con su llegada.

—No debería ser hoy —digo, y soy consciente de lo apagada que suena mi voz—. Debería ser en un día soleado y brillante, tan cálido como ella. Un día en el que los lirios florezcan para llenar con su aroma el ambiente. No debería ser en un día tan deprimente como este.

Han pasado apenas un par de días desde que me enteré lo que pasó con Emma, y ahora que por fin sé lo de su enfermedad, ya no está para poder apoyarla, para decirle que todo va a estar bien y que lo vamos a superar juntos. Ahora ya no queda más que una promesa vacía.

—Elías —me llama Tessa—. Ya esperemos mucho tiempo, debemos hacerlo hoy. De todas formas, se pronostican lluvias para toda la semana.

Quito mi vista de la ventana para ver a mi hermana. Su vestimenta es totalmente diferente de lo que usa habitualmente. Lleva un sencillo vestido negro, con mallas y botas oscuras. Ningún otro color se muestra en su ropa, más que el de la oscuridad.

—¿En dónde será?

—Hay un espacio en el cementerio junto a sus padres —explica, y suena realmente abatida—, será ahí. Aún hay tiempo para pensar en la frase que llevará su lápida.

—Yo también debería de estar ahí —reclamo y noto como las lágrimas luchan por salir de mis ojos—. Debería vestir de negro en lugar de usar una ridícula bata de hospital. Necesito verla, estar a su lado, de otra forma, Emma se sentirá sola.

Tessa muestra una expresión de pena, mientras se sienta en la orilla de la cama en donde aún tengo que estar recostado.

—Sé que quieres estar ahí, pero no hace mucho que saliste de una operación. Si sales, tu herida podría infectarse, podrías tener una recaída y si eso sucede lo que hizo Emma por ti habrá sido en vano.

Sé que ella no quiere ser dura, pero tiene que serlo, porque al igual que yo, sabe que soy capaz de salir del hospital por mi propia cuenta solo para buscar el recuerdo que Emma dejó atrás.

—Nosotros iremos rápido al entierro y volveremos pronto. En realidad, creo que sería conveniente que uno de nosotros se quedara a cuidarte.

—No —suelto. Ya no me puedo permitir quitarle más cosas a Emma. Mi enfermedad terminó acaparando la de ella, y aún así me dio su amor, aún cuando yo le termine quitando el corazón—. Deben estar con ella, los necesita más que yo.

Tessa extiende su mano, queriendo alcanzar la mía, pero se detiene, porque por mucho que lo quiera, sabe que no puede consolarme.

—Si quieren yo puedo quedarme a cuidarlo —dice Rafaela, interrumpiendo desde la puerta de la habitación.

—¿No vas a ir al entierro de tu prima? —pregunta Tessa, mostrándole una mirada amarga. A ella todavía no le agrada.

—Iré —dice con indiferencia—, solo que más tarde. No creo que a Emma le importe, los funerales son para los vivos después de todo.

—No confío en ti —dice mi hermana, confrontando a Rafaela abiertamente.

—No necesito que confíes en mí. Pero tu hermano esta muy mal y lo sabes —recalca, señalándome con la cabeza—. A estas alturas, creo que es mejor dejarlo con una extraña como yo, en lugar de con su propia tristeza, ¿no lo crees?

Ni siquiera me molesto en comentar nada. Todo ahora me parece tan vacío que no vale la pena esforzarme por nada más. Sin embargo, Tessa no piensa lo mismo.

—¡¿Qué es lo que quieres?!

—¿Por qué todos piensan que quiero algo a cambio? —defiende Rafaela—. Si te digo que lo hago porque no quiero que el corazón de Emma se desperdicie en un tipo que no parece tener más ganas de vivir, ¿sería suficiente para ti?

—Solo deja de decir cosas que puedan alterarlo —dice Tessa, soltando un gran suspiro lleno de frustración.

—No se me ocurre algo que pueda alterarlo más de lo que ya está —refuta, y aunque me cuesta admitirlo, tiene razón.

—Los demás ya están esperando en el auto —dice Tessa, despidiéndose—. Te veremos después.

Me limito a asentir y ella no tiene más opción que irse, no sin antes recordarme que no estoy solo y que de alguna manera, todo va a salir bien, como si eso fuera posible.

—Es un día bastante lluvioso, ¿no lo crees? —pregunta Rafaela cuando Tessa se va.

—¿De verdad no vas a ir?

—Ya dije que iría más tarde —repite, sentándose en el sofá para después sacar una lata de su bolso—. ¿Acaso nadie escucha lo que digo?

Ella abre la cerveza con tanta confianza que parece que esta en su casa, y después se la lleva a boca para tomar un gran trago.

—¿Ahora vas a beber aquí? —pregunto, negando con la cabeza

—Elías, ¿cierto? —confirma antes de soltar una leve risilla—. ¿Por qué no me miras a los ojos y me dices realmente porque me odias tanto?

—¿Qué estas diciendo?

—Vamos —insiste—. No hay nadie aquí, así que puedes ser honesto. ¿Qué es lo que sientes al mirarme? ¿Odio? ¿Resentimiento?

Miro a Rafaela por primera vez desde que entró a la habitación, y debo de tener una expresión realmente mala, ya que ella solo se ríe con pesar.

—Si, esa mirada es de resentimiento —determina, mirándome de forma desafiante—. ¿Por qué? ¿Es porque fui yo quien firmó la autorización para el trasplante que salvó tu vida? ¿Por qué cumplí con lo que Emma me pidió que hiciera? ¿O fue porque yo lo sabía y ustedes no?

—¡Ya es suficiente! —exclamo, y no puedo evitar sentir el enojo corriendo por mis venas. Estoy furioso, pero no con ella, sino conmigo mismo—. ¿Como es posible que ella hubiera confiado en alguien como tú y no en cualquiera de nosotros?

—Así que es por esa razón, ¿eh? —dice, sin esforzarse por ocultar la sonrisa de sus labios—. ¿Quieres saber porque me lo dijo a mí y no a ustedes? Eso es fácil de responder. ¿Acaso ya viste tu cara?

—¿Qué?

—Ella me lo dijo porque a mí no me importaría ser odiada por ti o por cualquiera de ustedes —suelta, como si con eso fuera capaz de explicarlo todo—. Si tu hermana, tu mamá o alguno de esos chicos bonitos lo supiera, esa mirada de odio tuya iría dirigida a ellos, no a mí —dice, y hace una breve pausa antes de continuar hablando—. La relación de confianza tan linda que tienen se hubiera roto. Emma sabía eso y quería evitar que pasara. En cambio a mí, no podría importarme menos.

—Eso no tiene sentido —digo, aún tratando de asimilar sus palabras—. Tu eres una mala persona.

—Tiene mucho sentido, solo que tú no quieres verlo —recalca—. Además, ¿por qué te empeñas tanto en demostrar que soy la mala?

—No estas en el entierro de Emma ahora —respondo con rapidez, pero dentro de mí sé que solo estoy buscando excusas.

—Conviví mucho con Emma cuando eramos niñas —explica, adoptando una expresión más seria—. Eramos familia. Pero como sabes, hubo un momento en el que todo eso se fue por la borda. Yo sabía la clase de persona que era. Siempre lo supe. Una chica solitaria que preferiría lastimarse a ella misma que lastimar a las personas que quiere. La mayoría pensaría que eso es tonto, pero yo creo es muy valiente.

—No entiendo.

—Nunca he sido una persona que exprese bien sus sentimientos, pero eso no significa que no los tenga —dice, dándole otro sorbo a su bebida—. ¿Quieres que te cuente un secreto? En los funerales y entierros siempre hay un momento justo en el final, cuando todos empiezan a irse, se alejan para consolarse entre ellos, para tomar aire, para llorar. En ese instante la tumba suele quedarse sola el tiempo suficiente para que puedas llorar y desahogarte sin ser visto por nadie. —Ella replantea sus palabras antes de volver a hablar—. Ese es mi momento para llorar y desahogarme. Hice lo mismo con mi madre, con mi padre, con mis tíos y con todas las personas a las que he perdido.

No digo nada, no porque no quiera hacerlo, sino porque no puedo. Lo único que puedo hacer ahora es observar de forma expectante como unas ligeras gotas de agua se aferran a los ojos de Rafaela.

—No soy mala —recalca—. Solo he perdido lo suficiente como para haberme acostumbrado al dolor. Y tal vez me vuelva loca si tengo que enterrar a otra persona más, así que no te mueras.

—¿No quieres que muera?

—No te conozco, normalmente me hubiera dado igual si vives o mueres —reconoce, sin ningún tipo de pesar—. Pero Emma quería que vivieras, así que ya no puedo ser tan indiferente.

Intento decir algo, pero las palabras adecuadas no llegan a mi mente, y antes de que pueda siquiera intentarlo, alguien toca la puerta.

—Bueno, parece que tienes más visitas —dice, mirando el reloj en su muñeca y dándole un último sorbo a su bebida—. Además ya es tarde, así que debería irme ahora. —Ella se levanta de su asiento, pero se detiene de camino a la puerta—. Por cierto —dice, sacando de su bolso una pequeña caja de madera—, esto es para ti, lo dejó Emma antes de... ya sabes.

Tomo la caja y mis manos tiemblan tanto que temo tirarla, pero no puedo permitir algo así, porque esto podría ser lo último que dejó Emma para mí.

—Elías. —Ella me llama antes de salir por la puerta—. No dejes que el sacrificio de Emma sea en vano. Y sobretodo, nunca dejes de vivir ni de amar. De otra forma estarás perdido.

—¡Rafaela! —Mi siguiente palabra, aunque corta, esta llena de sinceridad—. Gracias.

Ella asiente y simplemente se va, dejándole espacio a la persona que esta frente a la puerta de entrar, y cuando lo hace, su color de cabello y ojos amargan por completo mi día.

—Gabriel. —Lo llamo, y nuevamente las piezas encajan en el rompecabezas—. Tú ya lo sabias —deduzco.

Él se queda en la puerta, y asiente ligeramente con la cabeza.

—Lo sabía porque trabajo aquí, no porque ella haya querido decírmelo —explica, encogiéndose de hombros. Sus ojos se ven cansados, parece no haber dormido bien en días, y es obvio que la partida de Emma también lo está afectando.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, sabiendo que podría estar llorando la pérdida de la mujer que siempre quiso, pero que jamás pudo tener.

—Dijiste que estaba bien si Emma te rompía el corazón —dice—, así que quiero que lo recuerdes. Porque ahora que lo ha hecho, y no te puedes derrumbar. Su corazón esta dentro de ti, no dejes que se desperdicie.

—No tienes que recordarme eso.

No necesito que me digan que tengo que seguir viviendo, cuando lo único que quiero hacer es seguir a Emma hasta el fin del mundo; no quiero que me recuerden las razones por las que debo seguir respirando, porque ya las conozco muy bien; no deben decirme que todo va a esta bien, cuando lo único que realmente necesito es que me digan que lamentan mi pérdida, que entienden mi dolor, y que puedan llorar conmigo hasta que ya no nos queden más lagrimas.

Pero de entre todas las personas, sé que Gabriel es la última con la que desearía hacer algo así. Él titubea en la puerta y no tarda en despedirse para después marcharse, dejándome solo.

Los minutos pasan y solo puedo observar con detenimiento la pequeña caja. Quiero abrirla, ver que hay dentro, pero no puedo hacerlo, al menos no ahora.

No se cuanto tiempo me quedo observando la pieza de madera en mis manos, pero cuando alguien vuelve a tocar la puerta, la lluvia ha cesado, dejando solo nueves grises en el cielo.

Johanson entra cuando no obtiene respuesta de mí. No esta de guardia, ya que en lugar de su habitual bata blanca, lleva un suéter holgado y unos pantalones de vestir negros. Un estilo muy retro, que no encaja muy bien con su rostro.

—¿Cómo estás? —pregunta, y sé que no me esta hablando como su doctor, sino como un amigo.

—¿Cómo podría estar sabiendo que estoy vivo porque ella no lo esta?

—Eso no es cierto —dice con firmeza—. Tu enfermedad y la de ella eran dos cosas separadas. Aunque tu hubieras encontrado otra forma de salvarte, ella igual habría muerto.

—Pero hubiera podido pasar más tiempo con ella fuera del hospital —digo, y el resentimiento por no haber podido entrar al ensayo clínico crece. Sé que Johanson hizo todo lo posible para que eso ocurriera. No es su culpa que no lo haya logrado, pero necesito encontrar razones que le den sentido a la ausencia de mi esposa.

—O hubieras muerto en el intento —explica, acercándose al sofá para sentarse en él—, y de esa forma, el corazón de Emma no te habría salvado.

—¿Acaso el ensayo clínico no fue tan exitoso como pensaba?

—Lo fue. Pero también hubo bajas. Siempre las hay.

Ambos nos quedamos en silencio un momento, sin decir nada, solo nos hacemos compañía mutuamente.

—¿Dejará de doler? —pregunto, y no me refiero al dolor de la operación.

—No lo creo —responde, después de pensarlo por algunos segundos—. Jamás dejará de doler, pero habrá un punto en donde el dolor será aceptable y tendrás que aprender a vivir con eso.

Aprender a vivir sin Emma, definitivamente suena como la más difícil que tendré que hacer en toda mi vida. Aún no sé como voy a lograrlo, pero necesito hacerlo, por ella, por su memoria. 

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