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31. Encuentros con el pasado

Emma

Tengo muchas cosas en que pensar, pero no podía seguir haciéndolo en el hospital, con todo el olor a sanitizante, personas enfermas y familiares llorando. Creí estar acostumbrada a ese ambiente, casi de la misma manera en la que pensé que no me afectaría mi posible final. Pero tal parece, que Elías y yo estamos destinados a la desgracia.

Salgo del hospital y me dirijo a mi departamento. Planeo descansar un poco, tratar de aclarar mi mente y recoger unas cosas para llevarle a Elías más tarde. Es un plan simple, y nada debería de poder alterarlo, ni siquiera la idea que se ha instalado en mi mente en los últimos días, susurrándome al oído para ser llevada a cabo. Al entrar, dejo mi bolso en el sofá y recorro lentamente el lugar hasta llegar a donde se encuentra mi piano, mi lugar seguro. Hacer música es algo que siempre me relaja, así que me siento frente al instrumento y empiezo a tocar una dulce melodía. Las notas empiezan a fluir y la música rápidamente invade el espacio. Mis dedos danzan suavemente en el piano, teclas y teclas resonando unas con las otras, hasta que un sonido desafinado se escucha, arruinando por completo la melodía. Y sin poder creerlo, me percato de que he tocado una nota incorrecta. Tomo aire y vuelvo a empezar la canción, pero no mucho después, vuelvo a equivocarme.

Miro mi instrumento, desconcertada, temiendo que esto sea la señal de un mal presagio, y lo vuelvo a intentar. Al principio las notas suenan de maravilla, pero no tardo en equivocarme nuevamente.

«Esto no puede estar pasando. Mi técnica es una de las cosas de las que soy experta y un error como este solo podría ser cometido por un novato».

Frustrada, miro mis manos y comprendo el problema casi de inmediato. Estoy temblando. Mis manos se mueven contra mi voluntad, negándose a seguir el flujo de la música. De pronto, el miedo me invade como una marea a punto de inundarlo todo. Estoy asustada, aunque creo que la palabra aterrada se adapta mejor a la situación. Le temo al presente, pero aún más, temo lo que pueda pasar en el futuro.

Con un suspiro, miro el reloj de pared. Son las cinco y cuarto, aún es temprano. Pero considerando las circunstancias, no me queda mucho tiempo a mí tampoco. Me levanto del asiento, tomo mi bolso nuevamente y salgo del departamento, con la idea en mi mente cada vez más presente.

Vivo en una calle bastante concurrida, por lo que no es difícil tomar un taxi. Mi destino queda un poco lejos, por lo que aprovecho el viaje y empiezo a escribir unas notas en una pequeña libreta que empecé a llevar dentro del bolso a principios de la semana, cuando Sara me dió los resultados de mi chequeo mensual. Ninguna de las dos esperaba que mi enfermedad avanzara tanto en tan poco tiempo. Fue como una burla del destino, diciéndome que no podría mantener mi secreto a salvo por mucho tiempo, porque estoy empeorando, y va a empezar a notarse en los temblores involuntarios de mi cuerpo, en los dolores de cabeza, cada vez más intensos, en los mareos y náuseas, y también cuando no soporte la luz del sol, de las lámparas o de cualquier rastro luminoso que no sea la oscuridad.

Entre los pensamientos catastróficos y mis manos luchando por escribir al menos una línea entendible, llego a mi destino más rápido de lo que me gustaría. Me dirigí aquí por impulso, pensando en que esta sería la opción que menos daño causaría. Quizá me equivoque, pero la pequeña esperanza de que estoy haciendo lo correcto me obliga a pagarle al conductor y salir del auto, solo para encontrarme enfrente de una pequeña casa de dos pisos. La pintura verdosa de las paredes se ve desgastada y los marcos de las ventanas están oxidados, pero a pesar de que el tiempo ha dejado su huella en este lugar, puedo asegurar que no ha cambiado nada desde la última vez que estuve aquí hace años.

Me acerco a la puerta y toco el timbre un par de veces, y unos instantes después, una chica abre la puerta y aparece frente a mí. Ella se ve tan solo un par de años mayor que yo, su cabello es lacio y corto hasta los hombros y tiene unos característicos ojos marrones, muy parecidos a los míos. Un rasgo familiar, supongo.

—Ha pasado mucho tiempo, prima —la saludo.

—Emma —dice Rafaela, con una ligera expresión de sorpresa en su rostro, que trata de ocultar tan pronto como aparece—. Hace mucho que no te veía.

—Bueno, eramos unas niñas —digo, recordando con una punzada en el pecho, el momento en el que mi tía decidió abandonarme aquella noche de invierno.

—Si, lo eramos —repite, moviéndose ligeramente para dejar un espacio para que entre—. ¿Quieres pasar?

Lo dudo por un momento. Este lugar no me trae recuerdos precisamente buenos de mi infancia. Viví aquí un par de días después de la muerte de mis padres, y aunque la pequeña Rafaela trató de ayudarme en ese entonces, haciendo a un lado su actitud orgullosa para apoyarme, mi tía nos separó antes de que pudiéramos formar un vínculo. No sé en que clase de mujer se ha convertido, pero si aún queda algo de esa adorable niña de diez años, entonces tal vez este en el lugar correcto.

—Este lugar no ha cambiado nada —comento, entrando a la casa. Sigo a Rafaela al interior hasta llegar al comedor, en donde ella me ofrece asiento.

—¿A qué has venido? —pregunta, tan directa como siempre. Es bueno ver que algunas cosas no han cambiado.

—Supe que mi tía falleció no hace mucho —explico, pero por más que lo intente, no hay ni una pizca de sentimiento en mi voz—. Lamento no haber venido antes a ofrecer mis condolencias.

—Mi madre no fue una buena persona contigo. Nadie te culparía por no haber estado en su funeral. —Rafaela se acerca al refrigerador y lo abre, contemplando el vacío interior—. ¿Quieres algo de beber? Aunque aquí solo tengo agua y cerveza.

—Agua está bien, gracias.

Rafaela saca del refrigerador dos botellas. Una de agua que me ofrece y otra de cerveza que conserva para ella.

—Entonces dime... —dice Rafaela. Ella siempre ha tenido la habilidad de parecer desinteresada ante todo lo que la rodea, aunque sé perfectamente que no puede evitar sentir curiosidad por mi visita—. ¿A qué has venido realmente?

—Siento que las cosas podrían haber sido diferentes —digo, dejándome llevar por la nostalgia del pasado—. Pudimos habernos llevado bien en otras circunstancias.

—Emma, por favor —dice, soltando una risilla sarcástica—. Puede que no nos hayamos llevado tan mal de niñas, pero el que mi madre te dejara abandonada en un orfanato después de que tus padres murieran arruinó por completo, cualquier tipo de relación que pudiéramos tener.

—Sin embargo eso no fue por culpa nuestra.

—Supongo que no —dice, con resignación—. Sabes, esto es bastante irónico.

—¿Qué cosa?

—Lo único que a mi madre le importaba en ese entonces era el dinero del fideicomiso —dice, remontando su memoria en los tiempos en donde solo eramos niñas que no entendían los problemas de los adultos—, pero estaba configurado para que solo tú pudieras reclamarlo al cumplir la mayoría de edad. Y como los doctores dijeron que no lo lograrías, ella te abandonó.

—Tu no tienes filtro, ¿no es así?

—Y ahora mírate, debes estar en tus veintes ahora, seguramente ya cobraste el fideicomiso hace un tiempo —continúa, mientras se embriaga cada vez más, no sé si en su bebida, o en las ironías de la vida—. Mi madre debe estar retorciéndose en su tumba justo ahora. —Ella suelta una ligera risa, cargada de nada más que pesar.

—Tú tampoco has cambiado nada —suelto, dejando la amabilidad que antes estaba tratando de mantener—. Sigues siendo la misma niña engreída de aquel entonces.

—Es verdad —admite, sin nada de vergüenza—. Después de todo, la manzana no cae muy lejos del árbol.

—Pero cayó, ¿no es así?

—¿Qué?

—Puede que la manzana no haya caído lejos del árbol, sin embargo ya no esta en él —digo, tratando de encontrar las palabras para demostrar mi punto—. Lo que quiero decir, es que tú no eres tu madre.

—Eso ya lo sé, incluso si no me lo dices. Pero ya hablamos mucho de mí, dime, ¿tú has cambiado?

No contesto. Porque aunque intente usar todas las palabras del mundo, jamás sería capaz de expresar cuanto cambio a logrado Elías en mí.

—Debiste de haberlo hecho si estas aquí ahora, ¿no lo crees? —continúa, mostrando una chispa de duda en sus ojos—. ¿Acaso ya encontraste la forma de curarte?

—No.

—¿Entonces como es que sigues viva?

—Suerte, supongo —respondo, porque esa es la única explicación lógica que se me ocurre, la única razón por la que hasta ahora, mi cuerpo no ha fallado del todo.

—Ninguna persona con un límite de vida sobrevive tanto solo con suerte —dice Rafaela, dándole un gran sorbo a su cerveza.

—Tal vez sea cierto. Tal vez aún tengo algo que hacer en este mundo.

—¿Y qué sería?

—Salvar a mi esposo —respondo sin dudar—. En el mejor de los casos, por supuesto.

—¿Estás casada? —pregunta, y esta vez no trata de ocultar su sorpresa—. No recuerdo haber recibido una invitación a tu boda.

—¿Hubieras asistido?

—No —responde rápidamente—. Estoy tan acostumbrada a las desgracias, que un evento así sería raro.

Hay un silencio entre nosotras, en el que nos miramos fijamente, buscando respuestas en nuestros ojos. Ella es la única familia de sangre que me queda, y aspectos médicos y legales, la única persona que puede ayudarme.

—Tienes razón, no he venido aquí a darte condolencias.

—Eso es obvio, ¿qué es lo quieres?

Saco una hoja de mi bolso, la misma en la que llevo días pensando y planificando, la doblo por la mitad y se la paso a Rafaela por la mesa.

—Necesito que tomes mis decisiones médicas —suelto, con voz temblorosa—, en caso de que yo no pueda hacerlo.

Rafaela toma la hoja, pero no la abre, solo la mira expectante, como si temiera ver su contenido.

—Esa es una lista de posibles situaciones —continúo—, y como necesito que actúes en cada una de ellas.

—¿Por qué me lo pides a mi? —pregunta con desconfianza—. ¿No tienes un esposo ahora?

—Mi esposo está enfermo —explico, sintiendo de nuevo una punzada al recordar lo rápido que está avanzado su enfermedad—. Tal vez sea difícil para él hacer esto.

—¿Y él no tiene más familia?

Las palabras no logran salir de mi boca y guardo silencio el tiempo suficiente para que ella pueda deducirlo sola.

—Ellos no lo saben, ¿cierto?

—Tengo mis razones.

—Seguro que sí —dice—. Sigo sin entender porqué piensas que soy la persona correcta para confiarme algo tan importante.

—La verdad es que tampoco estoy segura —admito—. Pero eres la única familia de sangre que me queda.

Ella suspira y se recarga sobre su asiento, pensando en todo y a la vez en nada, con la mirada fija en el vacío. Su silencio me inquieta, sobretodo porque no sé que es lo está pensado. Ella siempre ha sido un enigma difícil de resolver, una mujer con una máscara que siempre oculta lo que hay dentro de ella.

—Si quieres parte del dinero del fideicomiso yo...

—No necesito nada de eso —me interrumpe—. Como tu dijiste, yo no soy mi madre, así que no quiero lo mismo que ella.

—¿Entonces qué es lo que quieres?

—Nada —contesta con simpleza—. Simplemente lo haré.

—Gracias —digo, emitiendo una leve sonrisa que me colma un poco de tranquilidad. Realmente me preocupaba que ella no aceptara, pero ahora, siento que una parte del trabajo está hecho, un plan para salvar a Elías—. Oh, tengo algo más para ti.

Saco una pequeña caja del bolso y se entrego a mi prima. Ella la toma entre sus manos, acariciando suavemente la madera.

—¿Es esto lo que creo que es?

—Es solo por si acaso —digo, tratando de suprimir el remolino de emociones que hay dentro de mí—. ¿Podrías guardarla hasta que llegue el momento?

Rafaela asiente.

—Creo que ya debería irme —digo—. Necesitaré que pases al hospital para que firmes algunos papeles.

—Está bien, solo envíame la información.

Las dos nos despedimos, sin tanta incomodidad como la había en un principio. Tomo un taxi para regresar a casa, tal como había llegado, y antes de que el auto arranque, veo como Rafaela se sienta al pie de su puerta mientras enciende un cigarrillo. Y casi puedo saber que piensa que mi situación es realmente trágica, porque yo también lo creo.

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