Nadir
Nada inusual había ocurrido esa tarde.
A decir verdad, nada inusual había ocurrido en los últimos meses. Acostumbrado a que mi vida fuera un constante mundo de sobresaltos, me veía de repente envuelto en un pacífico océano de tranquilidad y quietud que no había experimentado desde... nunca.
Por un lado, agradecía de algún modo esta clase de serenidad; ya había tenido demasiados sobresaltos como para toda una vida en mis tiempos como Daroga en Mazenderan, al servicio del Sah de Persia. Y, sin embargo, algo en mí todavía se mostraba algo renuente a aceptar esa apacible vida que tan poco parecía ofrecer. Me sentía inútil y perezoso.
Tal vez fue por eso que decidí ir a la Ópera. Últimamente había tenido mucho tiempo libre, el cual estaba decidido a aprovechar; no me convertiría en esos hombres vencidos por el sosiego que sólo se limitaban a existir. Así que, después de mi oración diaria de la tarde, me vestí con mi mejor traje y encargué a Darius que pusiera a mi disposición un coche de alquiler.
El Palacio Garnier había mejorado desde que contaba con el patrocinio del Vizconde de Chagny, como bien lo habían anunciado varios artículos en algunos periódicos de espectáculos. Aquí, desde el palco número cinco, podía ver que, efectivamente, el gran monto de dinero que el hombre proporcionaba cada mes había sido aprovechado de la mejor manera; habían reparado algunos sectores que se habían dañado en un pequeño incendio hace dos años, tapizado otra vez las butacas, modificado la araña.
A pesar de eso, cuando la ópera comenzó, pude apreciar que ese cambio favorable no había sido aplicado sobre el escenario. Aunque a los descuidados directores, Monsieur Morcharmin y Monsieur Richard, se negaran a admitirlo, la época dorada del Garnier en lo que se refería a música había sido bajo la dirección del Fantasma que tanto detestaban. Ahora, sin alguien que los coordinara e indicara qué modificaciones debían ser hechas, estos estaban tan perdidos que resultara sorprendente pensar que pudieran haber sobrevivido solos los últimos meses.
Porque, claro estaba, Erik no había regresado.
Aun intentaba recordar lo sucedido aquella noche, hace dos años, pero mi mente no podía rescatar más que unos cuantos fragmentos, descoloridos e inconexos, de lo que pudiera haber sucedido. Sólo sabía que me había despertado, en uno de los cuartos de mi casa, con un gran golpe en la cabeza, que Darius, mi criado, había asociado con un golpe de la culata de una pistola. Tenía sangre en mi camisa, pero no parecía ser mía. Y Erik había desaparecido.
Algo me decía que debía mantenerme lejos de la Ópera los días que siguieron a ese episodio, pero mi curiosidad y la preocupación pudieron más conmigo; apenas me vi repuesto de mis fuerzas, esperé la noche para salir de mi casa rumbo al Garnier. Como era un día de viento, las calles estaban bastante desiertas, lo que me ayudó a pasar desapercibido.
Una vez en el edificio, no dudé en bajar y bajar hacia el quinto sótano, tomar la pequeña góndola y llegar hasta el hogar de Erik.
El lugar era un desastre. Partituras, candelabros y muebles se hallaban desparramados por el piso, como si un huracán hubiera arrasado el lugar. Las puertas de las habitaciones se encontraban abiertas, por lo que no esperé una invitación para entrar, con la lámpara de aceite alta en mi mano. Nada.
Inspeccioné el lugar una vez más, como solía hacerlo en mis días de policía, pero no había rastros ni pistas en la casa que me dijeran dónde podía estar su dueño. Pequeños retazos de imágenes venían a mi mente, pero no podía unirlos para formar un cuadro; tal parece que había sufrido una contusión, o algo que me había ocasionado una amnesia temporal.
Cuando iba a darme por vencido, algo en el órgano me llamó la atención. Era un pedazo de papel, doblado con prolijidad, entre las teclas del órgano. Al abrirlo y descubrir una caligrafía impecable-aunque daba cuenta de que había sido garabateada con prisa-me confirmaron quién la habría escrito.
Nos vamos, Daroga. No nos busques, no quiero que pierdas tiempo en intentar descubrir algo que nunca daría frutos.
Vive, Nadir; por el recuerdo de tu esposa. Por el recuerdo de Reza.
Gracias por todo. Ten por seguro que ya te has ganado la entrada a tu Paraíso.
Tu humilde amigo y servidor,
Erik.
La nota no aclaraba mucho, a decir verdad, pero con pesar me di cuenta de que parecía una despedida definitiva. Suspiré. Nos vamos. Erik había hablado en plural, así que la señorita-Emilly-de seguro había ido con él. Una parte de mí se alegró; tal vez había llego el día en que Erik dejaría de sufrir. No sería fácil, pero estaba seguro que tenía, por primera vez, un buen futuro por delante.
Todavía no había recibido la visita del periodista que Emilly me había dicho, pero esperaba que sucediese tarde o temprano. Tampoco entendía muy bien de qué iba el asunto, pero ante la urgencia con que me lo había pedido, no había sido capaz de negarme.
No seguí yendo a la Ópera Garnier, a excepción de las veces que acudía a las óperas, de las que me había vuelto admirador. Sin Erik, mi presencia constante allí no tenía mucho sentido. Ya nadie espantaría a las bailarinas, ni habría notas a los directores, ni escándalos de La Carlotta. Según me había dicho Madame Giry, antes de su partida a América, la vida en el teatro se había vuelto muy aburrida.
Ahora, desde el palco cinco, me entretenía contemplando a la gente que había concurrido esa noche. Damas y caballeros en sus mejores galas competían por ser el centro de atención, eso estaba claro. Acudir a la ópera, después de todo, era un gran evento social.
El telón se levantó y las luces se apagaron casi por completo, dando lugar a que Fausto comenzara. Ya había visto la función unas cuantas veces, pero era una de mis favoritas, por lo que no tenía reparos en verla devuelta. Carlotta salió al escenario y yo maldije internamente.
Erik, ¿dónde estás cuando te necesitamos?
No habían pasado más de unos minutos cuando sentí que alguien entraba al palco. No le di mucha importancia, considerando que se trataba de un acomodador, y no aparté los ojos del escenario. Sin embargo, pude percibir que los pasos se detenían, como si su dueño se hubiese quedado en el umbral, dudando.
No pasó mucho tiempo hasta que sentí su presencia a mis espaldas, y me sobresalté al darme vuelta y encontrar a Darius detrás de mí. Parecía muy trastornado, a juzgar por su rostro. Miraba constantemente a un lado y a otro, y sus ojos no se quedaban quietos.
-Debe venir conmigo, señor-me dijo, aun nervioso. Sostenía un papel fuertemente apretado en una mano.
-Pensé que ibas a quedarte en la casa.
-¡No hay tiempo! -apremió el joven, sujetándome y jalándome por el brazo con ánimo de hacer que lo acompañara.
Darius era un chico, prácticamente un hombre, que gozaba de un buen temperamento y no era muy susceptible a ser turbado, por lo que se había ganado mi confianza con rapidez. Huérfano de padre y madre, lo había puesto a mi servicio a muy temprana edad, y siempre se había mostrado como un compañero fiel y tenaz. Comprenderán que era extraño su comportamiento en estos momentos.
-¿Pero qué te sucede, muchacho?
Antes las súplicas por parte de este, me levanté de mi butaca y dejé que me condujera hasta la entrada del palco, donde me frené en seco.
-Vas a decirme qué ocurre contigo, Darius, o...
Un estruendo a mis espaldas hizo que ambos nos sobresaltáramos. Había sonado como un disparo. Caminé otra vez hacia donde estaba, solo para ver cómo la gente del teatro se levantaba con pánico al comprender qué había sucedido. Con horror, me percaté de que el proyectil había impactado justo en la butaca, donde me encontraba unos segundos antes.
Si no fuera por Darius, ahora estaría muerto.
-¡Alá!
-¡Vamos! ¡No podemos quedarnos aquí!
Dejé que Darius me volviera a conducir fuera del palco, y unos segundos después ya me había recompuesto de mi perplejidad, y mi mente se había despejado lo suficiente como para permitirme moverme por mí mismo. La realización de lo que acababa de ocurrir me golpeó como una ola. ¡Habían intentado asesinarme! Pero, ¿quién? No tenía, aquí en Paris, nadie con quien hubiese disputado antes.
La gente se arremolinaba por los pasillos, intentado huir, y mi cabeza no dejaba de darle vueltas al asunto. Había un asesino entre nosotros, y nos estábamos juntando como ganado para el matadero. Darius intentaba abrirse paso entre la multitud, pero le estaba llevando un buen esfuerzo.
Recorrí el lugar con la vista, buscando donde estaban las dichosas salidas que Erik siempre usaba, pero la cantidad de personas me hacían difícil buscar las entradas. Mis ojos se toparon con un hombre, y este pareció percatarse de mi presencia casi al mismo tiempo.
La mirada que el Vizconde de Chagny me dirigió era extraña. Se limitó a contemplarme, durante unos segundos, como si estuviese manteniendo una conversación consigo mismo. Iba de etiqueta, y no parecía que nadie lo acompañase. Christine-Madame de Chagny, ahora-no lo había acompañado, lo que me resultó algo anormal, considerando que ella amaba acudir a la Ópera, aun cuando no estuviese sobre el escenario.
Sin decir una palabra, el Vizconde me dio la espalda y se perdió en la multitud.
Cuando por fin pudimos salir, era noche cerrada. Los gendarmes habían llegado al lugar, y se dedicaban a interrogar a cuanta persona veían. Darius y yo nos escabullimos por una de las calles en dirección a mi hogar. No dejé de mirar sobre mi espalda durante gran parte del trayecto, lo que ponía a Darius cada vez más nervioso.
Alguien me quiere muerto. Alguien me quiere muerto.
Al encontrarnos a sólo unas cuadras de la casa, y tras asegurarnos que nadie nos seguía, nos detuvimos a recuperar el aliento. Me cuerpo ya no era el mismo que cuando estaba en Persia, y mis años en la cárcel me habían desgastado de sobremanera.
-¿Cómo lo has sabido, Darius? -le pregunté, apoyándome sobre la pared de una de las casas-. ¿Cómo?
Él me tendió el pedazo de papel al que había estado aferrándose. Lo abrí, y no pude reconocer la letra, improlija y hecha a las apuradas.
Tu señor está en peligro. Pase lo que pase, no debe acudir a la Ópera esta noche, o una desgracia ocurrirá.
Su seguridad queda en tus manos.
-Apareció sobre mi escritorio esta tarde, a juzgar por la tinta que ya estaba seca, pero yo sólo la vi una vez que usted se hubo marchado, entrada la noche-explicó el muchacho, aun con un brillo de alerta en sus ojos-. A principio, pensé que era una broma de mal gusto. Había discutido con un hombre el día anterior en el mercado, una tontería, en realidad, pero mi mente no descartó la posibilidad de que tal vez él me quisiera hacer pasar un mal rato. Además, mi habitación estaba cerrada a cal y canto; verifiqué el seguro de las ventanas y de la puerta. Funcionaban bien. Entonces me dije que quien quiera que hubiese dejado la nota debería de estar todavía en el cuarto. Busqué debajo de la cama, en el armario y todos los sectores posibles donde un hombre podría esconderse; no encontré nada. No me explicaba como eso podía ser posible.
Darius dirigió una mirada, sobresaltado, hacia un gato que había salido de una ventada y aterrizado a unos metros de nosotros. Luego, continuó el relato.
-Me encontré entonces con la nota en mis manos. Podía ser una broma, sí, pero también podía constituir una amenaza real. ¿Y qué sucedería si lo era? ¡Yo mismo sería responsable si algo le sucedía! Corrí para alcanzar su coche de alquiler, pero este ya se había perdido de vista una vez que salí a la calle. Así que tuve que esperar algunos minutos hasta que pude parar a otro coche que me acercase hasta la Ópera. Y usted ya conoce el resto-terminó.
-Haz hecho bien-le dije, dándole una palmada en el hombro-. Gracias, Darius.
El chico solo asintió y ambos volvimos a emprender la marcha hacia la casa. Apenas llegamos, saqué el revólver del cajón de mi escritorio y me lo puse al cinto. Le di una pistola a Darius también; más nos valía estar prevenidos.
Echamos seguro a todas las puertas y ventanas, y despedimos al resto de la servidumbre. Si había alguien tras mis pasos, me aseguraría de que nadie más se viera perjudicado. No hubo forma de lograr que Darius se marchara, así que ambos nos encontramos solos en el pequeño living, que daba con la puerta de entrada. Prendimos el fuego y nos sentamos a aguardar... ¿qué, exactamente? Ninguno lo sabía. Pero estaba seguro de que no pegaríamos el ojo si es que decidiéramos ir a dormir. Mi pulso seguía acelerado, y con todo el ajetreo hasta me había olvidado de mi plegaria de la noche.
Alrededor de una después, cuando los nervios ya habían dado paso al cansancio, sentimos que alguien tocaba a la puerta. Darius y yo nos sobresaltamos, y con un gesto de mi mano, le indiqué que guardara silencio. Habíamos apagado todas las lámparas y velas, por lo que estábamos a oscuras a excepción de la chimenea.
Con cautela, me apoyé sobre la puerta, con el objeto de oír quién se encontraba detrás. Permanecimos en silencio unos segundos, el extraño detrás de la puerta y yo. Llevé una mano al picaporte.
Y con la otra levanté el revólver.
-¿Seguro que hay alguien? Me estoy congelando-oí que alguien se quejaba en el exterior.
Uno de los pilares de nuestra religión es el precepto de acoger a todo aquel que pida asilo en nuestra casa. Pero, Alá, el Profeta no había contemplado todo lo que ciertos casos supondrían.
-Buenas noches, Daroga-me saludó una figura vestida de negro que reconocí como Erik cuando abrí con rapidez la puerta, con los ojos abiertos con la sorpresa-. Ha pasado mucho tiempo.
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