Erik
—Buenos días, Daroga.
Nadir apartó la mirada del libro que estaba leyendo, y arqueó una ceja al verme. ¿Acaso no podía darle yo los buenos días?
—Buenos días, Erik—me respondió, aun mirándome con fijeza—. ¿Has dormido bien?
—No, en realidad no—dije, sonriendo— ¿Quieres un café?
Me dirigí a la cocina y puse a calentar el agua. Me distraje tarareando una sencilla melodía de cuatro notas mientras buscaba las tazas en la despensa. En realidad, quería un piano. ¿Por qué Nadir no tenía un piano en su casa? Debería conseguirle uno. Sí, un piano quedaría bien...
Escuché unos pasos a mi espalda, y supuse que Nadir me había seguido a la cocina.
—¿Está todo en orden, Erik? —preguntó, con un dejo de sospecha en su voz.
—¿Por qué no habría de estarlo, Daroga?
—Estás tarareando.
—Soy músico. ¿Qué tiene eso de raro?
Nadir no dijo nada, y yo seguí con lo que estaba haciendo. ¿Qué le sucedía a ese condenado persa esta mañana? Una vez que el café estuvo listo, llevé tres tazas a la mesa, y Emilly apareció ante mi vista, con aire risueño.
—Buenos días—dijo, acercándose a mí y dándome un pequeño beso en la mejilla. A continuación, me tendió algo. Mi máscara. ¡Había olvidado de ponerme mi máscara! Esperé que mi rostro no se viera tan rojo como yo me estaba imaginando mientras la tomaba con rapidez y la ajustaba. Emilly suspiró; sabía que no le gustaba que la llevase. Unos segundos después, recuperó su sonrisa y se dirigió a Nadir—. Buenos días, Nadir. ¿Ya has desayunado? ¿Quieres un café?
—Suficiente, ustedes dos—dijo el Persa, y ambos lo miramos, interrogantes—. Los quiero en el sofá, ahora mismo.
°°°
—Bien, ¿de qué va esto?
Nadir estaba frente a nosotros, con los brazos cruzados, en el pequeño living. Nos había obligado a Emilly y a mí a sentarnos en el sillón y se había puesto en su papel de policía una vez más.
—¿A qué te refieres?
—Por favor, parece que ambos durmieron sobre opio. Nadie está tan animado cuando tiene a un asesino tras sus pasos. ¿Entonces?
Nadir nos miró fijamente a ambos, con esa mirada que parecía decir sé que me ocultas algo, esa mirada que odiaba y que siempre me había resultado un incordio. Esa mirada que me dirigía cada vez que nos encontrábamos en mi casa en la Ópera, y algo parecía fuera de lugar. A su vez, Emilly me miró, intentando no sonreír y mostrar algo de seriedad, pero sin mucho resultado.
Finalmente, me rendí.
—Tú ganas; tienes razón.
—¡Lo sabía! ¿Y qué es...?
—Nos casamos.
—¡Erik, no puedes... —comenzó Nadir, pero se frenó bruscamente—. Un segundo, ¿qué dijiste?
—Nos casamos, Daroga—repetí, y en señal de confirmación, Emilly levantó su mano, para que Nadir vea en anillo en su dedo anular—. ¿Debería ofenderme porque tu primera reacción fue culparme de algo?
Nadir no parecía estar comprendiendo del todo. Se sentó en la silla frente a nosotros, y nos estudió con la mirada.
—Es imposible. ¿Cuándo?
—Anoche.
—Pero... estuvieron aquí.
—En realidad, acabamos de regresar, hace como dos horas—comentó Emilly, riendo—. ¡Por favor, necesito una foto de tu cara, Nadir!
Yo sonreí, divertido ante la incredulidad de Nadir. En realidad, yo todavía no podía creerlo del todo. Observé a Emilly, mi mujer... mi mujer...
Las cosas se habían desencadenado tan rápido, que mi mente todavía no podía concebir la idea de que ya era un hombre casado. ¡Un hombre casado, yo, que nunca pude imaginar algo semejante! Pero había ocurrido.
Anoche llegué al hogar de Nadir cuando Emilly todavía no había regresado. Estaba frustrado, demasiado frustrado porque no había encontrado ninguna pista de Marsias. Nada que me condujera a él. Dejé que mi cólera se enfriara poco a poco, antes de siquiera cruzar la puerta de entrada.
Fue al pasar por el cuarto de Emilly cuando me percaté de que su cama estaba vacía. Siempre comprobaba su habitación una vez que llegaba, y otras veces ella me esperaba dormida en el sofá.
Pero no estaba.
Sentí como todo mi cuerpo reaccionaba ante el terror y la furia, que trasformaba mi sangre en hielo cada segundo que pasaba. ¿Había Marsias entrado en la casa cuando yo no estaba? ¡Como había podido ser tan descuidado! Cuando estaba a punto de despertar a Nadir y voltear la casa al revés con tal de encontrarla, sentí que alguien forcejeaba con la puerta de entrada.
Sin esperar un segundo, la abrí, dispuesto a enfrentarme con quien quiera que estuviese en el umbral, con cualquiera que se hubiese atrevido a ponerle una mano encima. Dispuesto a descargar, inclemente, toda mi cólera contra alguien.
Pero era Emilly la que estaba frente a mí, y la que envolvió mi cuello con sus brazos en un apresurado abrazo. Pude percibir que yo estaba temblando, tal vez por el miedo, tal vez por la furia contenida.
—¡Cómo se te ocurre...!
—Casémonos, Erik—dijo, sonriendo, sin sacar los brazos de mí.
—¿Qué?
—¡Casémonos!
—Sí, Emilly, lo haremos...—le respondí, algo preocupado de que ella hubiese sufrido algún tipo de impresión que la hubiese puesto en ese estado.
—No, Erik, me refiero a ahora.
—Pero, Emilly....
—Tengo un vestido que le he pedido prestado a Christine, un sacerdote y unos anillos que él me ha obsequiado—agregó, agitada. Me percaté de que, efectivamente, llevaba puesto un sencillo vestido blanco. Me quedé sin aliento. ¿En qué momento había pasado por la casa de los de Chagny?— No veo por qué no.
—¿Ahora?
—¡Sí, Erik, ahora! ¡Vamos!
Apenas fui consiente cuando Emilly me tomó la mano, y solo tuve tiempo se cerrar la puerta antes de que me arrastrara calle abajo. Parecíamos dos niños corriendo tras algún desdichado animal, dos niños que no pensaban en problemas, ni en obstáculos, ni en muerte.
Dejé que Emilly me condujera, y en menos de lo que pensé nos encontrábamos bajo los ojos vigilantes de Nuestra Señora de París. Emilly entró como si de su casa se tratase, y me llevó hacia una de las habitaciones anexas, donde tocó la puerta. Fuimos recibidos por un sacerdote anciano, que sonrió al vernos.
Recordando esa noche, todavía sentía escalofríos al traer a mi mente la imagen de Emilly, vestida de blanco, sonriendo como si su mundo dependiera de ello. De nosotros, arrodillados ante el altar.
Sólo nosotros dos.
Sólo nosotros dos, sin una iglesia llena, sin cientos de manos aplaudiendo, sin una gran ceremonia, sin una orquesta tocando. ¡Ah, pero sí que había música! Había música en Notre Dame, había música en nosotros. Había música en la noche. En ese momento pensé que, tal vez, esta era la perfecta sinfonía en la que culminaría mi nueva ópera. Era el final que estaba destinada a tener, el último crescendo, puro y perfecto, antes de que las notas se abrieran y se perdieran en la noche.
Recuerdo cómo mi mano temblaba mientras Emilly me ponía el anillo con una ternura que nunca había experimentado. Cómo me repetía cosas que nunca había pensado oír, no hacia mí, por lo menos. Cómo mi voz, mi instrumento que jamás, jamás me había fallado, se quebró cuando tuve que dar mi voto.
¡Si hubo un hombre más dichoso que yo, no sabría decirlo! Viendo mi reflejo en los ojos de mi mujer, me permití creer que, tal vez, aun no estaba condenado. No, debía ser posible la salvación si alguien como ella se había unido a mí, a mi pasado, a mi destino. No sabía qué nos deparaba el futuro, pero estaba seguro de que nos encontraría juntos. El sacerdote, con la figura de los santos como testigo, dio por finalizada la sencilla ceremonia.
Abandonamos Notre Dame como marido y mujer, para luego encontrarnos en la dicha de un cielo sin luna.
°°°
—Erik—dijo Nadir, llamando mi atención.
—¿Decías, Daroga?
Nadir ladeó la cabeza, pero luego sonrió.
—Enhorabuena, entonces. Para ambos. Espero que juntos encuentren la felicidad que buscan.
—Gracias, Nadir—dijo Emilly, todavía algo sentimental—. Estoy segura de que ya lo hemos hecho.
—¿Alguien más lo sabe?
—Tal vez Christine lo haya adivinado—sugirió Emilly—. Pero no estoy segura.
Efectivamente, lo había hecho. Esa misma tarde nos llegó una carta en la que enviaba sus felicitaciones, y nos deseaba lo mejor. Christine parecía triste de no poder acudir en persona, pero Raoul nunca le permitiría arriesgarse de esa manera.
El resto del día pasó sin incidentes, y yo sentí cómo, cada segundo que pasaba, mi nueva realidad se iba colando dentro de mí, convenciéndome de que las cosas podían ir mejor. Sí, irían mejor. Marsias no podía permanecer en las sombras por más tiempo, y cuando por fin diera la cara...
Dios se apiadase del pobre diablo.
°°°
Todavía oía los gritos cuando desperté, sobresaltado. Debería haberme acostumbrado a estas alturas de mi vida; los gritos nunca me abandonaban. En Persia había sido fácil callar la voz de mi conciencia; el opio había ayudado bastante. El peligro de muerte por desobedecer a la Kanum también. Sin embargo, aquí, no había nada que lo mitigase.
Mientras intentaba separar el sueño de la realidad, veía los rostros de todos aquellos rostros que habían pasado por la cámara de los espejos en Persia, los veía todas las noches. Rostros que se transfiguraban, que cambiaban de forma, que se volvían demonios. ¡Demonios que gritaban, suplicaban, reían, una y otra vez!
Oía la risa de la madre del Sah llenar la cámara, resonar por el palacio. Pero cuando la perseguía, dispuesto a acabar con ella, no era la Kanum la dueña de aquella risa, sino mi madre, quien me miraba con odio y diversión, como si estuviera disfrutando de mi ira. Porque sabía que nunca podría ponerle un dedo encima; que nunca podría callar su voz en mi cabeza.
Me senté en la cama, concentrándome en mi respiración. Cerré los ojos hasta que las voces y los gritos enmudecieron.
Como lo hacían cada noche.
—¿Erik, te encuentras bien?
Me sobresalté cuando sentí la mano de Emilly sobre mi hombro, y volteé hacia ella, quien me miraba, preocupada.
—Sí, sólo fue una pesadilla.
—¿Las tienes muy seguido? —preguntó. Me di cuenta de que no valía la pena mentir, si dormiríamos juntos de ahora en más.
—Casi todas las noches.
Emilly asintió, pero no dijo nada, lo cual agradecí. Volví a acostarme, exhausto, y ella se acomodó entre mis brazos. Tras unos minutos de permanecer en silencio, Emilly volvió a hablar.
—Yo también solía tenerlas, hace algunos años—confesó, y luego pareció reprimir una risa—. Había una, en particular, que siempre se repetía. Me levantaba aterrada. Ahora no puedo evitar reír cada vez que pienso en eso.
—No puede haber sido tan mala.
—Totalmente lamentable—dijo—. ¿Conoces el mito de Hipólito y Fedra? La esposa loca de Teseo que se enamora de su hijastro—yo asentí. Mi madre me había hecho leer unas cuantas obras de Racine cuando era niño—. Resulta que Teseo cree que la culpa la tiene su hijo Hipólito, entonces pide a Poseidón que vengue el honor de su mujer. Así que mientras Hipólito caminaba por la playa, ¡paf! Un monstruo marino sale del agua y lo traga—contó con seriedad Emilly—. En todos mis sueños, yo era Hipólito.
No pude evitar reír. Emilly sonrió, pero automáticamente recuperó la seriedad.
—¡Es en serio! Todos le hemos tenido miedo a algún monstruo mitológico griego marino alguna vez.
Emilly permaneció en silencio unos instantes, vi que en su rostro aparecía súbitamente la comprensión. Se sentó con rapidez.
—Griego... ¡griego! ¡Ya sé lo que significa, Erik! —al ver que yo no comprendía, exclamó— ¡Ya sé lo que significa Marsias!
Escuhen. Esta. Canción. -R
https://youtu.be/Erz-35ZlP6Q
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