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Erik

  Apenas fui consciente de que había dejado el local. Ni siquiera escuché cómo Emilly me llamaba.

Corrí a través de las calles atestadas de gente, desesperado por huir, por huir... ¿de qué? ¿De mi destino? ¡Había sido de verdad muy ingenuo si llegué a creer, por un segundo, que podía dejar mi cruel hado atrás! Muchos antes de mí lo habían intentado, sin éxito. ¿Qué me hacía distinto a ellos?

Me interné en un pequeño callejón sin salida, y me apoyé contra la pared, intentado mitigar el dolor en mi pecho. Un dolor que era cada vez mayor al volver a pensar lo mucho que perdería. El rostro de Emilly apareció fugazmente en mi mente. ¿Sería capaz de olvidarme? Me imaginé cómo lentamente, día a día, yo perdería fuerza en sus pensamientos y en su corazón, hasta que no fuera más que un extraño al que sólo le dedicaría, tal vez, una mirada de curiosidad, para luego seguir con su vida. El mero hecho de pensar en eso hacía que se me pusiera la piel de gallina.

La idea de volver a convertirme en un fantasma me aterraba.

¿Cómo podía volver a las sombras una vez que ya había probado la felicidad? ¡Si no fuera por ella! Si no fuera por esa felicidad, por esa droga adictiva, estimulante y destructiva, con qué facilidad me dejaría conducir otra vez hacia los abismos del olvido y la desesperanza, a ese lugar en el que me había limitado meramente a existir por tantos, tantos años...

Levanté la mirada hacia el cielo, internamente gritando, exigiendo, que alguien me dijera cuál había sido esta vez mi error, cual había sido mi hamartía. O, quizá, me dije con algo de amargura, esto era producto del peso de todos mis pecados a lo largo de mi vida. Era el momento de pagar por toda esa sangre derramada, intencional o accidentalmente, por todas las lágrimas que había vertido mi madre, por todo lo que había ocasionado a otras personas que me habían lastimado. Pero, ¡qué superfluos me parecían ahora aquellos sufrimientos padecidos! Nada, ni esos días oscuros en Persia, en los que no era más que un peón del poder, el gusto por la sangre y el opio, se podían comparar con esta sensación.

Porque era amado, pero pronto sería olvidado.

Porque había probado la felicidad, pero esta se me vería arrancada de las manos en cualquier segundo.

Tal vez, simplemente, algunas personas no habían nacido para ser felices.

Las palabras de Emilly vinieron otra vez en mi mente. ¡Ese condenado persa! ¿No podía cuidarse apropiadamente la espalda si yo no estaba? Un nuevo tipo de terror de caló en mis huesos. Un terror agravado por la impotencia. No sabía qué podría hacer yo por Nadir, teniendo en cuenta el abismo que había entre nosotros. Sí de mí dependiese, si me encontrara allí... Dios protegiera al desgraciado que había osado ponerle la mano encima.

¡Están todos muertos!

La voz de Lloyd Webber parecía hacer eco en mi cabeza, pero me negaba a aceptarlo. No, no estaban muertos. Nadir no estaba muerto. No podía estar muerto. Con un nudo en el pecho, me di cuenta de que era imposible combatir con la voz de la razón.

Sí, estaban muertos.

Y pronto yo lo estaría también. Quizá eso sería lo mejor...

Dejar el dolor atrás.

—Mami, el señor está llorando.

Dirigí la mirada, sorprendido, hacia la niña que se había detenido en la entrada del callejón, a la cual los peatones intentaban esquivar para no llevarse puesta. La niña me observaba con algo de curiosidad, y hasta que ella no lo mencionó, no me di cuenta que, efectivamente, tenía los ojos húmedos. No tendría más de seis o siete años, pero su rostro mostraba una expresión mucho más madura cuando se acercó y me tendió un pequeño pañuelo.

—Gracias—dije con la voz algo ahogada, conmovido por el gento.

—Disculpe a mi hija—se excusó la madre, mientras tomaba con fuerza la mano de la niña y la arrastraba fuera del callejón.

Eso era algo que yo todavía no podía comprender. ¿Por qué la gente se disculpaba por cosas como esta? ¿Por qué no todos eran como los niños, puros, compasivos, capaz de entender el sufrimiento ajeno?

—¡Erik!

La voz de Emilly me devolvió a la realidad. Lucía agitada mientras de aproximaba a mí, como si se hubiese obligado a darme alcance.

—¡No vuelvas a desaparecer así! —me reprendió, con voz temblorosa, y me envolvió en un abrazo—. Superaremos esto, Erik. De verdad lo haremos. Sólo tenemos que resolver el cómo. Hemos pasado cosas peores...

—Permíteme dudar de eso, querida—repliqué, tal vez algo cortante, y pude ver en su expresión que la había herido. Maldita fuera mi mala costumbre de afrontar una situación apelando al filo de mis palabras. Pero Emilly tenía razón, en parte: habíamos enfrentado muchas cosas juntos. Y, si lo veía de esa perspectiva, yo la había obligado a enfrentarse a cosas que, de nunca haberme conocido, no se habría visto en la necesidad de hacerles frente. Otra vez, la culpa era exclusivamente mía. Le había arrebatado toda la esperanza de llevar una vida normal, y ahora seguía haciéndolo—. Emilly...

—No me digas que te estás rindiendo...

—No, Emilly—dije, cansado, desligándome de los brazos de ella—. Pero... estoy dispuesto a rendirme. Dios sabe que me rendiría, si tú me lo pidieras.

Ella me miró, con un brillo extraño en sus ojos. Incredulidad.

—¿Qué?

—Puedes tener una vida normal, Emilly. Una vida normal, con un marido normal, sin que cosas como... esta sucedan. Puedes ser feliz, tener una familia y progresar, sin que constantemente estés mirando sobre tu espalda. Sólo di una palabra, y yo... me haré a un lado. Ni siquiera te dolerá mi recuerdo, porque no habrá tal.

Emilly permaneció callada unos intentes, y no pude descifrar la expresión en el rostro. Sólo se limitaba a estudiarme con la mirada, como si intentara adivinar mis pensamientos. Un terror frío de caló en todo mi cuerpo al darme cuenta de que lo estaba considerando.

Pero había hablado con la verdad. Si ella quería empezar de cero, yo no me opondría. Me tendría a sus pies como un súbdito con su rey, y como tal, estaba dispuesto a aceptar toda orden que viniera de su boca.

—Eso, Erik—dijo finalmente, y pude percibir que estaba enojada—ha sido lo más estúpido que te he escuchado decir en la vida. ¿Qué parte de tu mente pudo concebir la idea de que estaría mejor sin ti? Soy una adulta, y puedo elegir qué camino elegir en mi vida. Y si te quiero en él, no es de tu incumbencia cómo se desarrolle el resto. Porque vale la pena. ¿Te quedó claro? —no me dio tiempo de replicar cuando alzó la mano para callarme—. Ahora lo importante es descubrir al bastardo que está detrás de esto. ¿Alguna idea?

—No—respondí, aclarándome la garganta—. No conozco a nadie que me odie lo suficiente como para arriesgarse a tanto por terminar con mi recuerdo. No en este siglo, por lo menos.

—¿Algún compañero de trabajo? ¿Algún otro músico? ¿Un suplente? ¿Algún fan demasiadamente loco como para averiguar la verdad sobre tu origen?

—No.

—O quizás sea una mujer—meditó—. ¿Le has roto el corazón a alguna chica últimamente, Erik?

Yo no pude evitar reír, y eso le sacó una sonrisa. Bien, tal vez no estaba todo perdido. Podríamos sacar esto a flote, siempre y cuando nos moviéramos rápido. Pero había tantos lugares para empezar...

Tendríamos que ir paso a paso.

°°°

París. Mon Paris.

Hasta ese momento, no sabía que se podía tener un dolor casi físico al sentir nostalgia de una ciudad, pero había descubierto que estaba muy equivocado. Había extrañado sus calles, sus edificios, tan distintos a los gigantes sin vida de Nueva York; había extrañado la atmósfera de la ciudad, el francés, que mi oído ahora recibía como una caricia.

Emilly, a mi lado, también parecía disfrutar del aire de París. Sabía que le había costado más que a mí el hecho de dejar todo de un momento a otro y volar hasta Francia. Había tenido que comunicarse con su familia, que no lo había tomado exactamente bien, alegando que no podía dejar a Ethan—el condenado Ethan—sólo en Nueva York semanas antes del casamiento.

Afortunamente, ella había guardado los pasajes que nos habían regalado hace unos meses para la premiación por mi nueva ópera, que sería aquí, pero que ahora nunca se daría. Por lo menos habría un pobre infeliz disfrutando de mi éxito. Siempre llevaba mis documentos personales conmigo, lo que nos había facilitado mucho el proceso.

Habíamos hecho unas improvisadas maletas, con ropa que me había visto obligado a comprar, y partido al aeropuerto ese mismo día. Ambos sabíamos que no llegaríamos a ningún lado si nos quedábamos en América, por lo que no habíamos visto otra opción que proceder cómo lo hicimos.

El paso por el aeropuerto había sido algo estresante, a decir verdad. Primero, la chica tras la máquina había estado prácticamente una hora buscando mi registro por eso que llaman web, ya que, para la computadora, yo no existía. En realidad, las cosas resultaron bien, ya que lejos de considerarme un potencial sospechoso de terrorismo, ella había tomado mis documentos y se había desecho en disculpas, alegando que el sistema nunca me había registrado y que era un error de la compañía aérea, por lo que habían cambiado nuestros boletos por unos de primera clase.

Luego tuvimos que pasar por una máquina que registraba metales, y poner todas nuestras pertenencias en una cinta que luego pasaba por—como lo había llamado Emilly—un escáner de rayos x. Esos rayos x, según había escuchado, eran una cosa sorprendente, capaz de traspasar tela, carne y objetos. Emilly, para mi fascinación, me había mostrado varias radiografías de distintas partes del cuerpo. ¡Y yo me seguía sorprendiendo del avance que había tenido la medicina!

Emilly parecía divertida viendo los objetos que pasaban por la pantalla. Vi que la asistente fruncía el ceño.

—Disculpe que sea entrometida, pero, ¿para qué la cuerda?

—Erik, no habrás....—Emilly me miró—. No puedo creer que trajiste el lazo. ¡Pensé que ya te habías desecho de esa cosa!

—No sabemos a qué nos enfrentamos, Emilly.

—Pero... Bien, olvídalo. No voy a ganar esta discusión.

Ambos recogimos las valijas cuando estas pasaron el examen, pero la chica nos volvió a detener.

—Señor, no puede subir al avión con la cara cubierta—me dijo como si fuera lo más obvio del mundo.

Yo suspiré y, con cuidado, me saqué la máscara. Sentí que Emilly me tomaba de la mano. ¿Cómo explicarle que, por primera vez en la vida, mi rostro no era un motivo de preocupación para mí?

Escuché como la asistente tomaba aire.

—Veré si puedo conseguir una nota del director. Ahora vuelvo.

—Gracias.

Finalmente, me habían dejado conservar la máscara, por lo que pronto estuvimos volando en esa cosa extraña que es el avión con destino a Francia.

Ahora, Emilly y yo habíamos llegado a la Biblioteca Mazarino, situada en el Palais de l'Institut, a orillas del Sena, y que era considerada una de las más antiguas de París. Habíamos decidido que lo que primero teníamos que hacer era averiguar qué es lo que había sucedido con Nadir, y esperábamos encontrar una pista en los viejos archivos de periódicos de hace dos siglos. Internamente, yo rezaba para no hallar nada, porque de hacerlo...

—Aquí hay algo—dijo Emilly, después de haber revisado por horas las mismas carpetas de antiguos diarios. Dejé las que estaba buscando y me acerqué a ella—. Oh, Dios mío, Erik...

Tomé el recorte y pareció como si una ola golpeara mi pecho. Había intentado negarlo, una y otra vez, pero la evidencia estaba en mis manos. Ni siquiera era un titular, sino una mera columna sin ninguna imagen en Le Petit Journal.

Antiguo jefe de policía de Mazenderan asesinado durante la ópera.

El hecho ocurrió el día de ayer durante la presentación de Fausto, en el Palacio Garnier. Eran aproximadamente las horas ocho, cuando se escuchó un disparo en el teatro. Al principio, entre la revolución y el atropello general, los gendarmes no pudieron identificar a la víctima. Sólo horas después descubrieron que se trataba de un hombre identificado como Nadir Kahn, un persa radicado en Francia, antiguo jefe de policía de la ciudad de Mazenderan. Los dueños de la Ópera que siempre frecuentaba, Monseuir Richard y Monseuir Moncharmin, aseguran que este no contaba con allegados, ni con enemigos. Se desconoce si este fue un hecho aislado o, por el contrario, tendría alguna relación con sus antiguas conexiones en Persia. Se seguirá con las investigaciones para...

No necesité leer más. Mis temores habían sido finalmente confirmados.

Nadir había sido asesinado. .

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