
Emilly
La vida siguió su curso. Y nosotros nos adaptamos a ella.
Cada día que pasaba de nuestra nueva vida de casados, era todo un desafío. Pero un desafío interesante, que valía la pena correr. Erik se había asignado la tarea de mantenerme distraída lo suficiente como para que mi mente no volviese a caer en la oscuridad y la desesperación de los días que siguieron a aquella noche.
Aquella noche en la que Nadir había vuelto a abrir la puerta a Erik, sorprendido, que me cargaba inconsciente en brazos. Inconsciente porque había comprendido, súbitamente, que no había funcionado.
Que nunca podría volver.
Que nunca vería de nuevo a papá, mamá y Sophie. No vería a mis padres envejecer, ni a mi hermana casarse y tener hijos. Y ellos no conocerían a su tía. No la vería crecer junto a mí, convertirse en la mujer adulta y maravillosa que sabía algún día sería.
Nunca más.
Pero en ninguno de los días siguientes, cuando lloraba constantemente y mi mundo parecía venirse abajo cada vez que me despertaba, Erik se apartó de mi lado. Ni una sola vez. Cuando el recuerdo de todos mis seres queridos que ya no vería me asaltaba, él estaba allí para calmar, en parte, mi dolor.
Un dolor con el que sabía viviría el resto de mis años.
Habíamos permanecido con Nadir el primer mes, pero al darnos cuenta de que nuestra situación sería permanente, optamos por conseguir un lugar propio; no podíamos usurpar la casa de Nadir por más tiempo, a pesar de que él aseguraba que no le importunaba nuestra presencia en lo absoluto.
Así, conseguimos una casita en un sector algo alejado de la ciudad, donde no había demasiados ojos curiosos, pero a una distancia perfecta para ir y volver a ella con comodidad. Yo, por mi lado, tuve que hacer un esfuerzo monumental para aprender a prescindir de todas aquellas comodidades con las que contaba en casa. Pero, al igual que Erik, lo logré.
Y en poco tiempo, pude darme cuenta de que todo eso era secundario. Erik era mi hogar, y con eso bastaba.
A pesar de que llevábamos una vida feliz, y Erik había vuelto a componer para llevar el pan a la mesa, nuestro mundo se vio envuelto en una nube gris, de la cual me resultó muy difícil salir.
Un año después de habernos casado, me di cuenta que estaba embarazada. Tuve miedo. ¿Cómo podría criar a un niño en un siglo que no conocía en absoluto, sin todo aquello con lo que en teoría se cuenta para un embarazo? Además, ¡no tenía ni idea de cómo ser mamá! Sin embargo, la felicidad en los ojos de Erik al saber la noticia logró acallar casi todos mis temores.
Sabía que él estaba en parte preocupado, y sabía exactamente por qué. Pero nada de eso importaba para mí, y cuando sentí a esa nueva vida dentro de mí, pensé que iba a llorar de felicidad. Yo ya amaba a mi hijo, fuera como fuera, tuviera el rostro que tuviera. Si había dificultades, las enfrentaríamos juntos.
Las hubo. El doctor no supo especificar con exactitud qué fue lo que ocurrió. Tal vez un virus que circulaba en ese entonces por la ciudad, o el estado de salud, algo debilitado, en que me encontraba, o alguna explicación que ninguno llegaba a comprender.
El caso es que, al cuarto mes de embarazo, perdí al bebé. No me levanté de la cama en las semanas que siguieron, ya que mi estado de salud estaba tan debilitado como mis ánimos. Erik intentaba no mostrar su dolor, pero era consciente de que en el fondo, estaba sufriendo. Para entonces, Christine decidió trasladarse de la mansión de Chagny hacia mi hogar durante las semanas siguientes, y no se separó de mi habitación en todo el tiempo en que me encontré mal, secando mis lágrimas y ayudando a recuperarme.
Había encontrado en ella a una gran amiga, y en los de Chagny, una familia a la cual podríamos recurrir en toda ocasión. Raoul, al darse cuenta que Erik no pretendía bajo ninguna circunstancia robarse a su mujer, se había relajado un poco, y la relación entre los dos hombres se había vuelto más amena. Lo que era un alivio para Christine y para mí, quien no dudábamos en vernos seguido, poniendo a nuestros maridos en una situación bastante incómoda en la que sólo se limitaban a contemplarse con cara de póker.
Nadir nos visitaba cada vez que podía, tal vez porque, al estar retirado, no encontraba mucho que hacer aparte de, en palabras de Erik, "ser un huésped frecuente e inesperado en las situaciones menos favorables". A pesar de lo que dijera, Erik disfrutaba enormemente de su compañía, y ambos podían pasar horas frente al tablero de ajedrez en un juego que nadie más lograba comprender.
Y fue Nadir quien nos contó, dos años después de nuestra segunda llegada a París, la noticia de la muerte de John. Creían que se había suicidado colgándose con una de las cuerdas que había en la prisión, pero otros sostenían que tenía problemas con otros presidiarios y que estos lo habían asesinado. De igual manera, los periódicos dijeron poco y nada al respecto, ya que la muerte de un preso no suponía novedad alguna. Erik y yo sólo nos habíamos mirado, sin decir nada. Porque no había nada que decir. A pesar de todo, había cargado durante varias semanas con una fuerte angustia en el pecho, que poco a poco fui dejando atrás.
Sí, la vida seguía adelante. Y nosotros con ella.
°°°
—Dime otra vez por qué no podíamos simplemente conseguir otra resina de violín en el mercado.
Erik salió de su vieja habitación—la habitación de la casa del lago— con un pequeño paquete entre las manos.
—Porque esta la conseguí en Italia—explicó, guardándola en su bolsillo y volviendo a tomar el candelabro—. Es una resina especial.
La casa del lago se veía algo vacía y olvidada, ya que habíamos trasladado casi todos los muebles, el órgano y los libros a nuestra nueva casa. Ahora, solo unos cuantas sillas y pedazos de partituras consideradas inútiles habían sido dejadas atrás.
Era nuestro tercer aniversario, y Erik había insistido en venir aquí abajo a buscar su dichosa resina antes de ir a cenar. Todavía le gustaba bajar aquí, donde encontraba su espacio y su santuario, aunque ya no lo hacía tan seguido como antes.
Y pensar que había sido en este lugar donde nos había conocido...
—¿En qué piensas?
La voz de Erik me sacó de mis cavilaciones. Sin darme cuenta, había estado mirando fijamente al lago varios minutos. Ladeé ligeramente la cabeza.
—En cómo todo comenzó, supongo.
—¿Y quieres recordarlo? —se me puso la piel de gallina cuando sentí la voz de Erik en mi oído, y unos segundos después, sentí que me levantaba del suelo.
—¡No, Erik! ¡Ni se te ocurra!
Él rio y cuando vi cuales eran sus intenciones, luché con más fuerza.
—¡Bájame! —exclamé, pero no pude evitar reír con algo de histeria—¡No te atrevas a-
Di un pequeño grito cuando el agua helada me empapó, y por unos segundos me quedé sin aire. Luché por salir a la superficie y unos segundos después oí la risa de Erik a mi lado.
—Genial, has mojado la vela—protesté, al encontrarme en la más absoluta oscuridad, aunque no pude evitar que una sonrisa se me escapara—. No es gracioso, tú no eres el que tiene que cargar con un vestido pesadísimo. ¿Cómo salimos de aquí?
—Tranquila, Emilly. Conozco el camino. ¿Cuándo te has perdido conmigo?
—Recuerdo que aquella vez en Italia...
—Vamos—sentí que Erik me tomaba de la mano y se conducía fuera del agua.
Estábamos a ciegas, completamente a ciegas, pero Erik parecía saber a dónde iba. ¿Cuantas veces había hecho este camino en la oscuridad? No podría decirlo.
Avanzábamos lento, pero avanzábamos. Sentía como Erik tanteaba las paredes para poder ubicarse, y no me solté de él en ningún momento, porque no quería acabar accidentalmente en una de las trampas.
En un momento nos detuvimos, y quise saber por qué.
—Aquí debería de haber un candelabro con velas—murmuró—. Debí de haberlo movido la última vez que vine. No queda mucho, de igual manera. Creo que estamos debajo del tercer sótano.
Efectivamente, lo estábamos. Solamente quince minutos después Erik abrió una de las puertas-trampa en la pared, y el panorama comenzó a aclararse un poco. Avanzábamos más rápido, y pronto nos encontramos en el sótano en el que guardaban toda la escenografía de las producciones anteriores.
Ahogué un grito cuando tropecé con algo. Con alguien. Erik me atrapó antes de que tocara el piso, y la persona en cuestión, con la que me había tropezado, se puso de pie de un salto, profiriendo una maldición.
—¿Buquet? —pregunté.
—No—negó Erik, poniendo distancia entre él y nosotros.
—¿Qué demonios hacen aquí? ¡Maldición, si me atrapan durmiendo van a despedirme! —dijo el muchacho, quien al parecer había decido tomar una siesta en el sótano—. Seguramente sigo soñando. ¡Ustedes no vieron nada!
Y diciendo esto, desapareció de nuestra vista en un abrir y cerrar de ojos.
—Buquet debería reprender a sus aprendices—masculló Erik, mientras se dirigía a la próxima puerta. Yo lo seguí de cerca, pero había algo que no estaba bien.
Cuando abrimos la última puerta, que comunicaba con uno de los pasillos menos transitados de la Ópera, me percaté de que algo en realidad no iba bien. Algo había cambiado en la Ópera, aunque no sabía decir qué con exactitud...
—Tal vez debería haber tomado el camino que daba a la calle—dijo Erik, cerrando la puerta tras nosotros—. Me había olvidado que era noche de función. Si hubiésemos girado a la derecha en...
—Erik—murmuré, jalándolo del brazo para que me prestara atención.
La mujer frente a nosotros nos miraba con la boca abierta. Llevaba una bata blanca abierta parecida a la que usaban los doctores en mí tiempo y un café entre las manos, que dejó caer de un segundo a otro. Intentó recomponerse, y nos miró de arriba a abajo.
—Yo la conozco...—dije, intentando hacer memoria.
—Ustedes—nos acusó—. ¡Ustedes otra vez! Cuando acepté el trabajo me prometieron que nada extraordinario ocurriría, ¡qué se puede llegar a ver en la enfermería de una Ópera más que unas cuantas ronqueras o resfríos! Será divertido, dijeron. Música y espectáculos y leyendas. Por supuesto que después de eso pensaron que había perdido la cabeza. Y, ¡bum! ustedes otra vez. Voy a retirarme, les juro que voy a retirarme...
La mujer pasó entre nosotros, sin dejar de despotricar en francés, y sin volver a mirarnos. Erik y yo intercambiamos una mirada. Ambos sabíamos a quién nos recordaba...
Era igual a la doctora que había atendido a Erik cuando había llegado por primera vez al dos mil dieciséis.
Corrí hacia la entrada de la Ópera, arrastrando como podía mi pesado y empapado vestido del siglo XIX, y salí a la vereda. Sentí que Erik, a mis espaldas, contenía el aliento. Caí de rodillas al mismo tiempo que los peatones nos dedicaban una mirada extrañada. Vi a un niño mirarnos desde el interior de su auto...
Seguramente éramos un espectáculo digno de ver. Ataviados con trajes de época, llorando en la escalinata del Palacio Garnier. Lloramos por la vida que habíamos dejado atrás. Lloramos por los amigos de los cuales no habíamos podido siquiera despedirnos, por aquello que se nos había sido arrebatado tan bruscamente. Lloramos por el recuerdo del hijo que nunca estuvo en nuestros brazos.
Lágrimas de tristeza y alegría bañaban mi rostro cuando volví a alzar la mirada hacia la Ópera Garnier, ahora majestuosamente iluminada por las cientos de luces eléctricas que llenaban en lugar.
Habíamos vuelto.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro