Lo pospusimos un día.

Luego dos.

Luego tres.

Al cuarto día, Christine había sido llamada la Ópera a interpretar un papel, y ella había aceptado, luego de dos años de no haber subido a un escenario. No podíamos perdernos su presentación, claro estaba.

Al quinto, el pequeño Charles había enfermado por haberse enfriado la noche anterior, por lo que tenía que ayudar a Christine a cuidarlo. Porque necesitaba de mi ayuda, ¿cierto? No podía simplemente irme y dejarla así como así.

Veinticuatro horas después, Nadir había organizado una pequeña cena para todos nosotros, a la que consideramos sumamente descortés no asistir. Por supuesto que debíamos asistir.

Al séptimo día, nos quedamos sin excusas para posponer nuestra partida.

Fue difícil. Fue más difícil de lo que esperaba. Implicó lágrimas de mi parte y una profunda melancolía que Erik trataba de ocultar de sus ojos, aunque sin mucho éxito. No queríamos irnos, y por otro lado, tampoco podíamos abandonar la vida que habíamos construido con tanto esfuerzo allí. No podía abandonar a mis padres, a Sophie, a Maddie.

Simplemente no podía.

Y así fue, con un nudo en el pecho, que ambos llegamos al lago bajo la Ópera. Sabía que a Erik le costaba mucho más que a mí dejar este tiempo, y a su vez sabía que por mí, estaba dispuesto a hacerlo. Nunca me había puesto a pensar en lo que este sacrificio significaba para él, y nunca había escuchado ni una palabra de queja viniendo de sus labios. Dejaba atrás la comodidad y seguridad de lo conocido, su hogar, su Ópera. Su amigo.

¡Oh, cuanto extrañaríamos a Nadir!

No nos demoramos mucho en llegar al subsuelo, porque éramos conscientes que si lo hacíamos, no nos iríamos más.

—¿Lista? —preguntó Erik cuando estuvimos frente al lago. Yo, incapaz de decir una palabra, asentí, y tomé su mano.

Erik y yo nos sumergimos en el agua helada, esperando sentir el tirón que nos llevaría de vuelta.

Pero no sucedió nada.