Emilly
— ¿Por qué no llegas?
Contemplé otra vez la ventana, pero no había nadie en las calles. Sólo un hombre borracho que iba y venía desde hacía media hora, sin un rumbo en particular. Murmuré una maldición y me volví a sentar en una de las sillas del comedor, intentado contener mis nervios.
Ya habían pasado más de tres horas, a juzgar por el reloj en la pared de Nadir. Había mandado—más bien ordenado— a este a dormir hacía una hora, alegando que cualquier cosa no dudaría en despertarlo. No me había percatado antes, pero el Persa estaba exhausto. Muchas veces al día salía durante horas de su hogar, a pesar de las insistencias de Erik, y por las noches guardaba vela. Y yo no me había dado cuenta hasta ese momento de lo cansado que en realidad estaba.
El reloj parecía mirarme, cómo retándome. ¿Te quedarás sentada esperando? Me mordí el labio. Había prometido a Erik que aguardaría su señal.
Pero también le había dicho que tenía tres horas como máximo para regresar. ¿Y si le había ocurrido algo?
Y yo aquí perdiendo el tiempo.
Tomé la capa del perchero para burlar el frío, decida a no esperar ni un minuto más. Había intentado, sin éxito, encontrar la ropa con la que había llegado, ya que me resultaba más cómoda que un vestido. No dudaría en pensar que mi anfitrión la había donado o algo parecido.
Me sobresalté cuando alguien llamó suavemente a la puerta, de manera que apenas fui capaz de oírlo. Me abalancé sobre ella, pero no vi a Erik en el umbral.
Detrás de la puerta, había un hombre, tal vez de unos veinte y muchos o treinta y pocos. Tenía el pelo oscuro y corto, perfectamente peinado, aunque algunos mechones parecían querer escapar tal vez a causa de la carrera. Era de facciones marcadas, y alto, aunque no tanto como Erik. Lucía, a su vez, un traje de la época, aunque algo desarreglado.
—¿Es usted la señorita Emilly?
Miré con sospecha al recién llegado. Sus ojos oscuros me devolvieron la mirada.
—Sí... soy yo. ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí a estas horas de la madrugada?
—Vengo a escoltarla—explicó—Un hombre me ha enviado a buscarla, me dijo que usted estaría esperando a alguien de su parte.
—¿Y cómo era él? —pregunté, todavía sin confiar del todo, a pesar de que parecía bastante inocente y, tal vez, algo desconcertado.
—Alto, muy alto. Con una máscara—dijo señalando su rostro—aire siniestro y una mirada de voy-a-matarte-si-no-haces-lo-que-te-digo.
—Es Erik—confirmé.
—Me ha dicho que no perdamos tiempo. Debe venir lo más pronto posible—agregó, ya bajando los escalones de la entrada. Nerviosa y ansiosa al mismo tiempo, cerré la puerta y lo seguí.
Caminamos la primera cuadra en silencio, aunque mi cabeza era un murmullo de voces. Hasta que exclamé:
—¡Nadir! ¡Me he olvidado de Nadir!
—¿Quién? —preguntó el hombre.
—Un amigo... no le he dicho que me iba.
—Ha hecho; bien el hombre, Erik, me ordenó que le dijera que intentara mantener al Persa al margen. No sabía que el Persa era una persona concreta. ¿Ese sujeto es algo extraño, no es así?
—Es mi marido. Y a propósito, ¿de dónde lo conoce?
—No lo conozco. Y no creo que él me conozca a mí, realmente—el hombre sonrió aunque era más una sonrisa de ironía—. He tenido la mala suerte de cruzármelo.
—¿Y le pidió que venga a buscarme, así como así? —pregunté, atónita.
—No me ha dejado mucha opción, a decir verdad. Su marido es muy...persuasivo. Me dijo que le dijera que debía ser impredecible, o algo así. Sinceramente, no entiendo de qué va esto. Pero valoro mi integridad—explicó, con la vista en frente. Y tras unos segundos de silencio, agregó—. Y me ha ofrecido una buena paga.
Ser impredecible. Bien, por un lado tenía sentido. Marsias no conocía a este hombre, y por lo tanto, no lo habría seguido ni lo tendría en su mira. Elegir una persona al azar, y emplear ese azar a nuestro favor... una estrategia inteligente. Por supuesto que vendría de Erik.
—Lo lamento, no sabía que Erik lo involucraría en esto.
Él hizo un gesto de indiferencia con la mano, como si no tuviera nada mejor que hacer. Lo cual podía ser en parte verdad; al parecer, no estaba casado. Olía un poco a alcohol, lo que explicaría por qué estaba despierto de madrugada; seguramente Erik lo había encontrado en una posada.
—Usted no es francés—comenté a medida que avanzábamos, con el frío amenazando por calarse en mis huesos.
—No, no lo soy. Nací en Inglaterra.
Me sorprendí al percatarme de que, efectivamente, no habíamos estado hablando francés, sino inglés, desde que había aparecido en mi puerta. Tanto tiempo con Erik me había hecho acostumbrarme al idioma.
—Pues no tiene acento inglés.
El hombre apretó los labios. Permaneció unos momentos en silencio.
—No, aparentemente no—dijo por fin—. Mis padres eran americanos, y he vivido en varios lugares. No tuve mucho tiempo para familiarizarme con los ingleses en particular.
Recorrimos varias cuadras en silencio, prestando atención a lo que había a nuestro alrededor. Mi acompañante se había tomado su papel de guardaespaldas muy en serio, y miraba de un lado para el otro constantemente, desviándose cada vez que veía una sombra o una silueta cerca de nosotros.
En un momento, lo encontré mirándome.
—¿Qué?
—Me pregunto qué es lo que está ocurriendo exactamente—era un reclamo justo, pero cuanto menos supiera, más seguro sería para él.
—No quiere saber.
—Supongo que no—respondió, resignado, y me pregunté cuan generoso había sido Erik para que el hombre aceptara una tarea de esta naturaleza sin información—. Llegamos.
Sorprendentemente, sin yo haberme percatado, habíamos estado dirigiéndonos hacia el Garnier, que ahora tenía frente a mí. ¿Tan distraída había sido?
—Me ha dicho que usted sabría cómo tendríamos que avanzar a partir de ahora.
Yo asentí, y lo conduje hacia una de las calles laterales de la Ópera. Sabía dónde estaba la entrada secreta, y qué trampas debía evitar. Al llegar a ella y empujar, esta se abrió con un click. Mi acompañarte la miró, tal vez atónito.
—Por supuesto—murmuró, a lo que yo le interrogué con la mirada. Él procedió a explicarse—. Había escuchado rumores sobre la construcción de este edificio. No pensé que fueran verdad.
Ambos nos adentramos a la Ópera y comenzamos a bajar por los pasadizos. Tomé uno de los candelabros que colgaban de las paredes y lo encendí con un cerillo guardado en uno de los agujeros de la pared. Era impresionando cómo todo volvía a mi memoria. El hombre tras de mí miraba todo con cierto recelo y fascinación, y sólo se detenía cuando yo comentaba algún "trampa" ocasional.
La tenue luz de las velas no era competencia para la espesa oscuridad, por lo que no veíamos gran cosa; aun así, pudimos llegar a la casa del lago. El nuevo visitante ya no parecía tan asombrado; quizás había resuelto que ya no podía ver nada más extraño esa noche.
El lugar era un desastre. Partituras desparramadas por el piso, velas volcadas y muebles rotos. Aunque alguien había vuelto a colocar las mesas y las sillas en su lugar, como si hubiesen querido darle un toque más habitable.
—Ya debería estar aquí—dije, con un tono de nerviosismo en mi voz—. Dios, necesito saber qué hora es.
El hombre miró su reloj de mano y frunció el ceño.
—Las cuatro y cuarenta.
—Gracias—murmuré, con terror en el pecho. ¡Cuatro y cuarenta! Era tarde, demasiado tarde, demasiado tarde.
—No hay de qué.
Iba a comenzar a dar vueltas por el lugar, pero me detuve abruptamente.
—¿Qué hora me dijiste que era?
—Las cuatro y cuarenta—repitió, extrañado.
—¿Y cómo lo has sabido? —pregunté, sin volverme.
—Porque me he fijado en mi reloj...
—En tu reloj de mano—completé, volviéndome hacia él con miedo—. Y si no me equivoco, es un Rolex—dije acusadoramente— ¿Quién demonios tiene un Rolex en esta época?
Ninguno dijo nada, mientras la comprensión me golpeaba como un puño en el pecho.
El hombre—Marsias—suspiró, y se aproximó a mí, alzando las manos. Retrocedí instintivamente.
—Bien, no fue lo mejor jugado. Tal vez me descuidé un poco.
—No me digas—mascullé, recorriendo el lugar con la mirada en busca de algo que pudiera servirme de ayuda, de alguna vía de escape. Por lo menos no estaba armado—. ¿Qué es lo que quieres con nosotros? ¡No te conozco, demente!
—¿Estas segura?
Miré su rostro una vez más, estudiándolo.
—No. Nada
Su cara se crispó; lucía frustrado.
—¿Nada? ¿Ni por fotografía? —preguntó, algo enojado. Negué con la cabeza.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque...
Se oyeron unos ruidos en la casa, como si alguien estuviera utilizando los pasadizos. Marsias sonrió, y no era una sonrisa agradable. Su proximidad no mejoraba la situación.
—Querida, me parece que tenemos un huésped.
Tonta de mí en pensar que no estaba armado.
Y cuando Erik se viso visible en el umbral,Marsias ya había tomado mi brazo con fuerza y apuntaba el cañón del revolver a mi cabeza
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro