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Emilly

—Inglaterra—repitió Christine, todavía sin creerlo del todo—. ¿Así que han estado en Inglaterra estos dos años?

—Unos cuantos meses en Liverpool, otros tantos en Londres—coincidió Erik, haciendo un gesto de indiferencia con la mano.

Christine apretó los labios, pero no dijo nada. No sabía si todavía no acababa de creer nuestra mentira, o si estaba procesando la nueva información que había recibido. Parecía pensativa, y si estaba alarmada, no lo estaba demostrando superficialmente. Había descubierto recientemente que las mujeres de este siglo no eran tan propensas a exteriorizar todos sus sentimientos.

Charles jaló de un mechón de mi pelo, reclamando mi atención. Estaba sentado sobre mi regazo, intentando entretenerse en una situación en la que no le estábamos prestando mucha atención. Dirigí mi mirada hacia el niño; era una perfecta combinación de Christine y Raoul. Tenía el pelo claro, pero los ojos oscuros, como Christine.

Erik, que estaba sentado a mi lado en el sillón, al ver que el bebé se estaba aburriendo, sacó un pequeño pañuelo de su bolsillo y comenzó a hacer algunos cuantos trucos con la mano, como tantas veces lo había visto hacer con Tommy, el hijo de la señora Brooks. Charles aplaudió, encantado.

—¿Y no tienen idea de quién puede estar detrás de esto? —preguntó Christine.

—Sólo tenemos teorías—contestó Nadir—. Creemos que tal vez algunas personas en Persia quieran saldar asuntos pendientes con Erik.

Christine ladeó imperceptiblemente la cabeza, como si no estuviera del todo convencida. Unos cuantos rulos parecían escapar de su peinado.

—¿Y cómo saben ellos de nosotros?

—No debe subestimar el poder del Sah, Madame. Hay muy pocas cosas que se encuentren fuera de su alcance.

En ese momento, Charles decidió que yo ya no era una compañía lo suficientemente buena, y estiró los brazos hacia Erik, para que este lo cargarse. Él, a su vez, me miró con pánico en los ojos.

—Puedes sostenerlo, Erik—lo animó Christine, pero este dudó.

—¿Y si lo rompo?

No pude evitar reír, y con cuidado, le pasé el niño a Erik, quien lo sujetó como si estuviera hecho de cristal. Charles volvió a aplaudir, lo que me sacó una sonrisa.

—No seas ridículo, Erik—le dijo el Persa, también sonriendo—. Además, debes ir practicando para cuando tengas tus propios hijos. ¿O acaso dejarás que Emilly haga todo el trabajo?

El comentario me tomó desprevenida, al igual que a Erik. Ambos intercambiamos una rápida mirada. Nuestros propios hijos... sí, me gustaba la idea.

Christine nos miró a ambos, y luego la mano de Erik. Frunció el ceño.

—¿Ustedes están casados?

—El próximo que vuelva a mirarme el dedo—dijo Erik, intentando evitar que Charles le arrancara la máscara—no vivirá para ver el siguiente amanecer. Que conste que tus costumbres están acabando con mi honor, Emilly. No, Charles, eso no—lo reprendió suavemente, intentando bajar sus manitos de la altura de su cara. Hizo un puchero.

—Igualita a la madre—murmuré, a lo que Erik rio, y Charles, al oírlo, rio también. Christine se sonrojó profundamente.

Y fue así como Raoul nos encontró.

El Vizconde de Chagny ni siquiera llamó a la puerta. Simplemente entró, y me reprendí a mí misma por ser tan descuidada y no poner el seguro.

La mirada de Raoul—que no salía de su asombro— pasó por toda la habitación. De su esposa a Nadir. De Nadir a mí. De mí, a su hijo. En brazos de Erik. Su rostro se contorsionó, y vi cómo sus manos formaban puños. Christine, presintiendo lo que se venía, tomó a Charles otra vez, quién protestó y comenzó a hacer pucheros otra vez, buscando regresar con Erik. Este y Nadir se pusieron de pie.

—¿Qué es lo que está sucediendo aquí? —preguntó, y podía escuchar la ira reflejada en su rostro. Los ojos de Erik también llamearon, pero sospechaba que era su parecido con Ethan lo que había provocado esa reacción.

—Buenas tardes, Raoul. A nosotros también nos da gusto verte—dije—. Soy Emilly, por si no lo recuerdas.

—Desgraciadamente, Madeimoselle, lo hago—respondió Raoul con frialdad, y sus ojos se fijaron en Erik—. Y a usted también, Monsieur.

Siguieron unos segundos de incómodo silencio, en que los dos hombres se limitaron a mirarse por lo que parecieron horas, como si quisieran matar al otro con la mirada.

—Recibiste mi nota—comentó Christine, en un intento de aligerar el clima. Su marido no apartó los ojos de Erik cuando asintió.

—¿Puedes decirme, Christine, qué por todos los santos hace este hombre aquí?

—¡Oh, por el amor de Dios! —interrumpí, interponiéndome entre los dos, cuando vi que Erik iba a responderle—. ¡No tenemos tiempo como para perderlo en discusiones! Pongamos al Vizconde al tanto de las cosas y nos concentremos en seguir vivos, ¿sí?

Ambos me miraron, Raoul algo sorprendido por ver que no había dudado en tomar la palabra. A partir de ese día aprendería a lidiar con una mujer del siglo XXI.

—¿Christine? —preguntó, dirigiendo una mirada interrogante a su mujer.

—Será mejor que te sientes, Raoul—dijo esta, tomándolo del brazo—. Es una larga historia.

°°°

—Hay algo que aun no entiendo—Raoul nos miró a Erik y a mí por varios segundos—. ¿Cómo se enteraron que este hombre... ese tal...

—Marsias.

—Marsias. ¿Cómo se supone que se enteraran de que iba detrás de ustedes? ¿De nosotros? ¿Qué los trajo a París otra vez?

—Negocios—respondió Erik—. Pasé por la Ópera antes de venir para aquí, y encontré la nota. Pero no sabemos mucho más.

Raoul no dijo nada. Solamente se levantó, y comenzó a caminar por el living. Sabía que estaba profundamente consternado por la situación, aunque no quería demostrarlo. De repente se detuvo, y dirigió una mirada de hielo a Erik.

—Lo que yo sí sé, Monsieur—comentó fríamente, haciendo hincapié en la última palabra— es que todo aquel que se involucra con usted termina o muerto, o con un destino similar. ¿De verdad tenía que involucrar a mi familia en esto? ¿No se conformó con casi arruinar mi futuro matrimonio?

Sentí que Erik se tensaba a mi lado. Tomé su mano, que había convertido en un puño, para que se relajase.

—¡Raoul! —lo reprendió Christine—. Esto no es culpa de Erik. Ni de nadie.

—¡Por supuesto que es su culpa, Christine! ¿Cómo puedes defenderlo todavía? Lo has hecho todos estos años, y te he comprendido. ¿Pero ahora? ¿Qué pasará con Charles si algo nos sucede a nosotros?

—Raoul tiene razón, Christine—dijo Erik con tranquilidad, y tuve ganas de golpear a Raoul—. Pero en este momento no hay mucho que pueda hacer salvo ponerlos de sobre aviso. Créame cuando le digo, Vizconde, que cruzarme con usted era lo último que quería hacer en mi vida.

—Ahora lo sabe—Nadir miró a Raoul seriamente—. Y necesitamos que actúe. Su ayuda es importante, Raoul. Tiene a la policía de su parte, y contactos. Ayúdenos a acabar con esto de una vez.

Raoul permaneció unos instantes en silencio, y luego asintió.

—Lo haré. Por mi familia, únicamente— dirigió una mirada preocupada a Christine—. Christine, tú y Charles deberán quedarse con Phillipe en su casa en las afueras de París, hasta que todo termine.

—¡No! —exclamó esta, y me sorprendí de su reacción. Esperaba que siguiera sin dudar lo que Raoul le indicara, pero al parecer nunca había llegado a conocerla lo suficiente—. No, Raoul. Nosotros nos quedaremos aquí, no vamos a dejarte solo con esto; si lo hacemos, temo que le sea más fácil acabar con nosotros y contigo. Llama a Phillipe, ponlo al tanto de la situación. Pon un guardia en la casa. Pero no me obligues a marcharme; por favor, Raoul, no nos obligues a pasar por esto solos.

Raoul miró a su familia, como si quisiera replicar, y vi en sus ojos que estaba experimentando una lucha interna. Christine no bajó la mirada, hasta que finalmente, él suspiró.

—Bien. Pero habrá medidas de seguridad. Y deberás seguir con exactitud lo que yo te diga.

La soprano asintió, y tomó la mano de su marido en una sencilla muestra de afecto.

—Lo haré.

—¿Qué nos queda ahora? —preguntó Raoul, dirigiéndose a Erik y a mí.

—Esperar—contestó en cambio Nadir, poniéndose de pie—. Nos queda esperar.

°°°

Y esperamos. Esperamos, y los tres días pasaron.

Y siguieron pasando.

No entendíamos qué era lo que sucedía, ni por qué el tal Marsias no había aparecido aún. Los días se me hacían eternos, y la espera no contribuía a mejorar el estado de ánimo en general.

—Lo está haciendo a propósito—me había dicho Erik, con la voz cargada de ira—. Sabe que su falta de actividad nos torturará.

—Tal vez se enfermó. O lo atropelló un coche y murió—sugerí yo, por mi parte.

—No creo que tengamos tanta suerte.

Así que pasó una semana entera, en la que Erik salía temprano por la mañana a intentar dar caza al hombre, y volvía apenas unas horas para volver a salir apenas el sol se empezaba a poner. Muchas veces había salido con el objetivo de acompañarlo, pero no había reaccionado de la mejor manera, por no decir que había sido un desastre. Nadir me había aconsejado que era mejor dejarlo ser, dejar que libere toda la ira que estaba conteniendo en soledad, o acabará mal para los dos.

Estaba preocupada por Erik. Demasiado preocupada. Parecía cada vez más perdido en sus demonios, en sí mismo. En su pasado. Ni siquiera se atrevía a mirarme a los ojos, o a tocarme. Lo encontraba murmurando para sí mismo, yendo de un lado para otro, sin concentrarse en el mundo real.

Y, súbitamente, lo comprendí. Erik estaba siendo totalmente consumido por la culpa. Las palabras de Raoul y de la nota de Marsias se habían calado en lo más profundo de su alma, y hacían mella en ella con una intensidad aterradora. Yo me sentía totalmente inútil. ¿Cómo podía ayudarlo a salir de esta situación?

Por otro lado, Darius había sido de gran ayuda, después de todo. Servía de mensajero entre la mansión de Chagny y nosotros, y nos mantenía al tanto de lo que estaba ocurriendo.

Fue por Darius que nos enteramos que uno de los sirvientes de Raoul había sido asesinado el séptimo día. Fue como un balde de agua fría para todos nosotros. Al parecer, el hombre había tomado el coche de la familia de Chagny para realizar unos trámites fuera de la ciudad, gracias a la confianza que Raoul había depositado en él.

Encontraron su cuerpo en el camino, el día después.

—El escudo—había comprendido Erik—. El coche llevaba el escudo de la familia.

El matrimonio de Chagny estaba demasiado dolido como para hacer otra cosa que reforzar la seguridad. Todos estábamos demasiado nerviosos para hacer otra cosa que vigilar.

Y una noche, no lo soporté más. Erik estaba de seguro perdido en las calles de París, expuesto al peligro, y Nadir encerrado en su habitación, por lo que nadie se percató cuando tomé una de las capas del armario y salí a la fría noche parisiense.

Necesitaba aire. Necesitaba aire y libertad. ¡No podía estar ni un minuto más encerrada! Pronto empezaría a volverme loca; sí, los nervios, la situación y el estado de Erik harían que perdiese la cabeza tarde o temprano.

Era noche cerrada, por lo que prácticamente no había nadie en las calles. Caminé sin rumbo lo que se me hicieron horas, evitando a cualquiera que se cruzara por mi camino. Dejé que mis pensamientos se perdieran en el ruido de mis zapatos sobre los adoquines, que la noche recibiera mis lágrimas. Nada me importaba en ese momento.

Tras pasar el Sena, me encontré de repente de pie, estática, frente a frente con un edificio que me quitó el aliento.

Majestuosa, imponente, grandiosa, Notre Dame se elevaba ante mí como si sus paredes y sus torres buscaran envolver todo el cielo de París. Me obligué a mí misma a respirar; no era la primera vez que me encontraba frente a frente con ella, pero ahora, perdida en la inmensidad de la noche, sola, me pareció un espectáculo muy distinto.

La catedral, que parecía tener vida propia, me llamaba. Sorprendentemente, las puertas estaban abiertas cuando empujé. Así que entré.

Me bajé la capucha de la capa, en señal de respeto, y me arrodillé. Sentí temor hasta de alzar la vista, pero cuando lo hice, noté como todo mi cuerpo se sobrecogía ante la solemnidad de la iglesia. Me puse de pie, temblando, sintiendo el colosal ojo de Dios y de las figuras de los santos sobre mí.

Me sentí pequeña, insignificante; humana.

Pasé mi mano por la superficie de las paredes, mientras caminaba hacia su interior, sin poder apartar la vista de todo lo que me rodeaba. En un determinado lugar, una marca en la pared me llamó la atención. Pasé mi mano por la superficie. La marca estaba desgastada por los años, era apenas legible. Aun así, pude distinguir las letras de la inscripción: 'A N Á T K H. Algo en mi memoria pareció brillar, pero no pude recordar dónde había leído antes esa palabra.

Tomé asiento en uno de los últimos bancos, disfrutando de la soledad de la iglesia. Me encontraba sola, o eso había llegado a creer.

—¿Qué te trae aquí a estas horas, hija?

Me sobresalté cuando vi que un hombre se aproximaba a mí. Era un anciano, a decir verdad. Su pelo encanecido y las marcas en su rostro daban testimonio del paso de los años. Vestía el hábito de sacerdote, por lo que supuse que sería uno de los curas encargados de velar en Notre Dame. Se sentó a mi lado.

—No lo sé—respondí, casi en un susurro, por temor a despertar a los santos—. No creo que haya venido por un motivo en especial.

El anciano no dijo nada, sino que se limitó a mirar al altar. Agradecí mi buen manejo del francés, porque de otro modo no hubiese sido posible entender ni una palabra de lo que me estaba diciendo.

—Estoy seguro de que nadie viene a Notre Dame sin ningún motivo. ¿Qué es aquello que estás buscando?

¿Estaba buscando algo en especial? Sí, por supuesto que sí. ¿A quién quería engañar?

—Algo de paz.

—Algo de paz—repitió el cura, asintiendo—. Me parece razonable. Dime que es eso que te inquieta.

¿Una sola cosa? Podía empezar a enumerar las cosas que me inquietaban. Me inquietaba mi futuro, mi inquietaba que Marsias hiciera algo que nos marcara de por vida.

Pero, sobre todas las cosas, me inquietaba Erik.

—¿Cómo puede alguien dejar atrás la culpa de un pasado oscuro, Padre? ¿Cómo puede un hombre vivir sin poder mirarse a sí mismo como tal?

El anciano me miró, y luego volvió su mirada hacia la cruz del altar.

—En ese caso, la culpa siempre se mitiga con el perdón. Pero el más importante, hija, no es el perdón que obtenemos de los demás, aunque es valioso de igual modo. El perdón de Dios también estará siempre abierto hacia nosotros. No, el más difícil de obtener, el que necesitamos para seguir adelante, es el perdón hacia uno—me dijo— Es reconocer que hemos obrado mal, pero que eso no nos hace menos humanos, ni menos dignos de salvación. Nadie debe negarse el perdón a sí mismo.

—¿Pero cómo, Padre? —pregunté, al borde de las lágrimas— ¿Cómo lograr que alguien se perdone a sí mismo, sin poder entrar en sus pensamientos? ¿Cuál es el secreto?

El sacerdote sonrió, y señaló la cruz.

—Amor—respondió—. El amor es una fuerza poderosa, tan poderosa que hace temblar incluso a Satanás. El amor de una familia, de los esposos, de una persona hacia otra que no conoce. Es el único milagro que puede ayudar a un hombre a sanar su corazón.

Yo asentí, y tuve la urgencia de preguntar:

—¿Qué significa la inscripción? En la pared—el anciano no tuvo que preguntar a cuál me refería.

—Fatalidad—dijo simplemente, poniéndose de pie.

Fatalidad. ¿Cuántos demonios debe haber tenido un hombre, a qué extremo de la desesperación debe de haber llegado para grabar esa palabra en un lugar que es, precisamente, un templo de la paz? No podía saberlo. No; no permitiría que Erik llegara hasta ese punto.

Sabía exactamente lo que tenía que hacer.

—¡Padre! —dije, alcanzándolo—. ¿Puedo pedirle un favor?

—Siempre y cuando esté en mis manos, hija, lo haré gustoso.

Yo sonreí.


El que entendió la referencia, la entendió. -R

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