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Emilly

   Contemplé con ojo crítico mi reflejo en el espejo, intentando no fruncir el ceño.

Había algo que no estaba funcionando.

—Creo que definitivamente es mucho blanco—dije, girando mi cabeza para ver la imagen que me devolvía el espejo desde otro punto.

No, tampoco.

—Por supuesto que es mucho blanco—espetó mamá, acomodando la falda—. Es un vestido de novias. ¿Esperabas que fuera negro?

—Te aseguró que a Erik no le importaría en absoluto—comentó Sophie, y yo puse los ojos en blanco. Tuve que evitar reír ante la cara de espanto de mamá, quién seguramente me imaginaba entrando a la iglesia vestida de luto.

Un mes. Me casaba en un mes. ¿Cómo había pasado tan rápido el tiempo? Parecía sólo ayer cuando había regresado a América, pero de eso ya hacía casi un año y medio.

Observé a Sophie, mi hermana, a través del espejo; se hallaba contemplando pensativa el paisaje por la ventana, con la mirada perdida en los imponentes edificios de Nueva York. Mamá y ella habían venido a pasar unas semanas a mi nuevo departamento, en vistas al casamiento. No sabía si a mi hermana terminaba de agradarle la grandeza de la ciudad en sí, o si extrañaba nuestra casa.

Mudarme a Nueva York a terminar mis estudios no había sido una decisión fácil, pero realmente había valido la pena. Me había enamorado casi al instante de los altos rascacielos de la ciudad, de su acelerada gente, de su noche. Había aprendido a amar cada detalle de la vida aquí.

Además, era el único modo en que la carrera de Erik progresara. Su papel en el musical de Andrew Lloyd Webber le había valido una gran fama y las mejores críticas, y hace muy poco había ganado un concurso para una prestigiosa casa de ópera como compositor. Sólo Dios sabe cómo, había logrado conservar el anonimato, por lo que podíamos llevar una vida más o menos normal (normal en lo que respecta a nosotros, claro está) Tal vez tuviera que ver con el hecho de que lo que todo el mundo consideraba un muy elaborado maquillaje no era tal. Toda la gente se preguntaba por aquel misterioso Fantasma de la Ópera que desaparecía de la faz de la tierra al término de cada presentación.

Claro que lo que mudarme había sido mi decisión, a pesar de las súplicas de Erik de que lo considerase. Pero no lo había tenido que pensar mucho; aunque a veces se me olvidara, él no era de este siglo, y todavía se estaba adaptando al ritmo de vida. Y si yo podía facilitárselo, lo haría.

—¿Dónde está Erik, a propósito? —preguntó mamá, sacándose alfileres de la boca y poniéndolos en el ruedo. Otra cosa curiosa; mamá había desarrollado casi una devoción religiosa (si podíamos llamarlo de algún modo) por el hombre que iba a ser mi marido. Y en el momento que Erik anunció que nos mudaríamos juntos apenas casarnos, se había convertido en el yerno perfecto. ¿Qué más se puede esperar sino que se comporte como un caballero del siglo diecinueve? Frecuentemente olvidaba la gran diferencia de costumbres que había entre nosotros.

—Ensayando. Hay función la semana que viene.

—¿Y nos guardará un lugar, verdad?

—Sí, mamá, ya te ha dicho que sí—interrumpió Sophie, y yo le dirigí una mirada, extrañada. Generalmente nunca tenía ese humor; algo debía de haberle sucedido.

Me propuse que, en cuando tuviéramos un tiempo a solas, lo descubriría.

—Pero que carácter, Sophia. Sólo quería asegurarme. ¿Qué te parece, Emilly?

Volví a verme en el espejo, y casi no pude asociar esa imagen conmigo misma. El vestido, sencillo con algunos detalles en encaje, había sido un regalo de mi abuela, al igual que la cruz que en ese momento llevaba en el cuello. Bueno, en realidad había sido de Erik, pero es complicado. Los ojos de la novia me miraron desde el cristal.

Te vas a casar.

Me quité el velo con rapidez, apartando la vista de mi reflejo. No estaba dudando, no podía concebir duda alguna acerca de lo que iba a hacer. Amaba a Erik con todas mis fuerzas.

Sin embargo, me daba... vértigo. Nervios de novia, supongo. ¿Por qué cada vez que pensaba en casarme sentía que me quedaba sin color y mi estómago protestaba en anticipación? ¿Por qué el mero hecho de mencionar la ceremonia me ponía intranquila?

Nervios de novia, Emilly. Todo el mundo los sufre.

—¿Has hablado con el padre Murrat?

—Sí, mamá—contesté por quinta vez, quitándome con cuidado el vestido y colgándolo en la percha.

—Tenme paciencia, Emilly; todo va demasiado rápido. ¡Ha sido menos de un año! De verdad, ¿Estás segura de esto?

Suspiré y volví a colocarme mi ropa. Por un momento, mamá lucía como si estuviera en el cielo con la idea de la boda y apoyaba totalmente mi elección de novio, y al siguiente, parecía recordar que iba a casarme con el hombre que había vivido durante años haciéndose pasar por un fantasma en la Ópera Garnier, y que, por lo tanto, no debía ser de fiar.

Sin embargo, sus palabras siguieron resonando en mi mente. ¿Estás segura de esto? Un temor se apoderó de mí cuando me di cuenta en que lo estaba considerando. Negué internamente; estaba segura de Erik.

Y eso era suficiente.

—Mamá...—cortó Sophie, ahorrándome contestar—. Deja de atosigar a Emilly, o va a echarnos.

Cuando ambas se hubieron ido, y yo ya me encontraba en la cama, con el vestido de novia colgado prolijamente en el armario, me permití relajar un poco; estaba demasiado estresada. Una boda no mata a nadie, ¿o sí?

Me puse los auriculares y cerré los ojos, dejando que el Trino del Diablo se encargase de poner mi mente en blanco. Sin embargo, la música del violín esta vez no fue lo suficientemente efectiva para callar la voz en mi cabeza.

¿Estás segura de esto?

—Sabes que no tienes por qué mentir.

Mi hermana fingió no escucharme, y volvió a llevarse la taza de café a la boca. El bar donde nos encontrábamos era pequeño y agradable, y nunca tenía mucha clientela, por lo que Erik y yo veníamos aquí a menudo; además, ponían buena música de fondo. En días como hoy, cuando el frío se estaba haciendo sentir, era mejor estar tomando algo caliente que fuera en las frías calles de Nueva York.

Y también era la oportunidad perfecta para interrogar a fondo a Sophie.

—No estoy mintiendo—dijo simplemente, colocándose un mechón de pelo rubio tras la oreja, con un gesto de hastío—.Todo está yendo bien.

—Pero hay algo que te preocupa.

Ante su silencio, en el cual no negó mi suposición, la miré interrogante. Sophie era una persona más bien retraída, e incluso conmigo suponía todo un tira y afloja que comenzase a hablar. Sólo había que darle tiempo.

—Es un hombre, ¿verdad?

—¿Pero cómo...?

—¡Lo sabía! —exclamé triunfante—. ¿Por qué no me has dicho nada?

—Porque no hay nada que decir—masculló, desmenuzando sin piedad su magdalena, en un intento por liberar su frustración—. Ya no, por lo menos.

—¿A qué te refieres?

Sophie suspiró, dejando por fin en paz sus manos sobre la mesa.

—Él ha decidido terminar. Es decir, no me lo ha dicho exactamente, pero no responde a mis llamados y me envía solamente uno que otro mensaje demasiado vago. Perdió su empleo y está experimentando algún tipo de frustración artística, o algo así me dijo.

—¿Así que es pintor?

—No, John es músico—me corrigió, y yo no pude evitar reír. Ante esto, Sophie sonrió levemente—. Sí, ya lo sé, tenemos algo con los músicos. Y tú mejor que nadie sabes cómo puede ponerse un músico cuando no consigue lo que quiere. ¿Tú crees que sea algo pasajero?

Me quedé pensativa unos segundos, considerando qué era lo mejor que podía responder. Por un lado, cabía la posibilidad de que el hombre estuviera sólo pasando por un mal momento; todos tenemos nuestras crisis. Y los músicos en especial; muchas veces, Erik podía estar todo el día sentado frente al piano, intentando sincronizar las notas de manera perfecta, sin un tono fuera de lugar. Y no se levantaría hasta que lo hubiese conseguido, aunque eso significase pasar el día en ayunas y yo lo obligase a abandonar.

Pero, por el otro, bien podría ser un bastardo que estuviera jugando con mi hermana, y del cual me tendría que encargar tarde o temprano.

—Tal vez deberías llamarlo tú—razoné—. Explícale que te está preocupando y aclara la situación entre ustedes. No esperes que él dé el primer paso. ¿ Y quién...?

Mi teléfono sonó con la alerta de un mensaje, y di un vistazo a la pantalla del celular. Era Erik.

¿Es normal que la cafetera esté humeando?

—¿Tu fantasma azul? —preguntó Sophie, con un tono de burla.

—Al fantasma azul está a punto de incendiársele el departamento—comenté, sacando el dinero para pagar la orden y dejándolo sobre la mesa—. Otra vez. Creo que mejor me voy para ahí, si no quiero que prenda fuego a toda la cocina. ¿Nos vemos luego en mi departamento, verdad?

Sophie asintió y guardó también sus cosas. Ambas nos levantamos de la mesita y, cuando salimos a la calle, me apenó tener que dejar el confortable y caliente lugar para internarme en la fría tarde de la ciudad.

Tomé la dirección contraria a Sophie, quién había decidido visitar algunas tiendas unas cuadras más para allá. Me envolví en mi abrigo con el objeto de conservar el calor, y comencé a caminar velozmente, esquivando personas, hacia el departamento de Erik. Un chico me entregó un folleto cuando llegué a la esquina, pero ni siquiera tuve tiempo de mirarlo, por lo que acabó en el bolsillo del abrigo.

Saqué el celular y envié un mensaje a Erik.

Voy para allá.

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