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No miento

El silencio rodea a todos. Alán se levanta y se sienta al lado de la pelirroja. Ella se frota las manos con nerviosismo.

—Cumpliré dieciocho años el próximo mes.

—Tiempo suficiente para que le hagan daño —se aleja de ella y se soba las sienes.

—Todos los días estaré puntualmente afuera de su salón al finalizar las clases —se apresura a responder—. También estará Alejandro, teniéndolo cerca nada malo pasará.

—¿Y por las noches? —mi hermano se sienta y cruza las piernas.

—Durante la noche ninguno de mis compañeros puede invadir su zona.

—No me deja tranquilo —la mirada de mi hermano sigue siendo dura.

La puerta se abre y entra el señor que detuvo la bienvenida, se ve serio. Mira el interior y al localizarnos se apresura hasta estar frente a nosotros.

—Me enteré de lo que sucedió —ve a mi hermano con superioridad—. Esta vez la dejaré pasar, pero si vuelves a golpear a uno de los azules entonces recibirás un castigo ejemplar —se gira para salir.

—¿Qué dice? —Alán se levanta y acerca a él—. ¡El que salió herido fui yo!

—Por su estado de ansiedad pasaré por alto esta falta de respeto —no lo mira y camina en dirección a la salida.

—¡Hey!, yo ... —su furia es visible.

La pelirroja le tapa la boca con su mano y se aferra a él hasta que el hombre de traje sale.

—Es mejor no enfrentarse a él, es el director —dice susurrando—. ¡Auch! —suelta a mi hermano y se mira la mano.

El sonido de unas campanas nos distrae. La puerta se vuelve a abrir y entra el pelinegro.

—Es hora de irnos —dice apresurado.

Toma a la pelirroja del brazo para llevarla hasta la salida, pero se detiene y regresa. Toma mi mano y me besa el dorso.

—Nos veremos mañana —su voz suena seductora, hace que mi corazón se acelere asustado.

—Adiós —Alán lo toma por los hombros y lo saca.

—Gracias, ese sujeto me pone nerviosa —limpio mi mano con una toallita húmeda.

La anciana se acerca a nosotros y nos hace un chequeo. Tras limpiarle las heridas a mi hermano y a Marcelo nos corre de ahí.

Cristina y Marcelo nos acompañaron hasta nuestro dormitorio, de ahí cada uno se fue.

El lugar es amplio, hay ventanales que me permiten ver el exterior visible por las lámparas. Hay una fuente iluminada por luces de colores y rodeada por plantas, las sombras de los árboles no dan miedo, la atmosfera parece ser tranquila, da la falsa apariencia de ser un lugar seguro.

Dejo caer la cortina para sentirme más segura. Me siento en el filo de la cama, las paredes tienen azulejos con tonalidades crema y grises claros. El piso es imitación madera, lo cual es un gran alivio para poder caminar sin tener que cuidar mi andar. Me levanto para mirar el ropero, al abrirlo me encuentro con otro uniforme.

Abro la cama y debajo de la almohada me encuentro con unas prendas de algodón para pijama. Así que me voy al baño que tiene un estilo parecido al cuarto, solo que el cancel es transparente, sinceramente no me gusta ese diseño, pero creo es la moda o tendencia en estos últimos años. Abro la llave del agua caliente y la trato de enfriar con la otra hasta que no me quema la piel. Una vez en el agua me relajo, ha sido otro feo día, con dos sujetos extraños que me miraban con deseo, el pelinegro un poco menos predador que el otro, sin embargo, no me agrada eso. Tengo que aprender a lidiar con ese chico de ojos azules, será el jefe de mi hermano y seguro lo veré seguido en el futuro.

Salgo un poco más tranquila, me visto con el pijama y el sueño empieza a invadirme. Regreso al cuarto y voy directo a la cama. Desafortunadamente mis tripas me recuerdan que no hemos comido nada desde la mañana. Así que me levanto y voy al cuarto de mi hermano.

Abro la puerta y todo está en oscuridad, puedo escuchar como Alán está en un profundo sueño acompañado de su sinfónica de ronquidos. Enciendo la luz y lo veo sobre la cama, con la misma ropa sucia y con los zapatos puestos.

—Alán —lo muevo con fuerza del hombro.

—¡Qué! —se levanta rápido y mira a todos lados con los ojos saltones.

—¿No tienes hambre? —le pregunto y me siento en un sillón en el que me hundo.

—Me asustaste —suspira—. Sí tengo, pero el sueño me vence más —bosteza y estira sus brazos al aire.

—Vamos a comer algo —me mira con cansancio—. Dijeron que hay comida las 24 horas.

Mi hermano se mira en el espejo, arroja el saco sucio a una silla y busca en el ropero si hay algo que usar. Toma el otro saco.

—Iré por el folleto, ahí viene un folleto —se lanza a buscar en su mochila.

Salimos siguiendo el mapa y llegamos al lugar indicado, la puerta está abierta, las luces encendidas y vemos como hay varios compañeros comiendo mientras leen un libro o hacen ejercicios en sus libretas. Se ven muy concentrados.

—Busca donde sentarnos —se aleja y va.

Me siento en una mesa junto a un ventanal. La música del lugar es instrumental, perfecta para arrullarme y caer dormida en un par de minutos. Pongo mis brazos sobre la mesa y me recuesto.

—Aquí está —mi hermano llega con dos charolas.

Empieza a comer sin demora unas en frijoladas bien decoradas con crema, cebolla, lechuga, salsa y queso. Yo tomo los cubiertos y empiezo a cortar mi comida en pedazos pequeños, me gusta comer lento para disfrutar de los sabores, además el lugar se siente acogedor.

—Miren quienes están aquí —la voz me pone la piel de gallina.

Levanto la vista y es el rubio con un curita en la ceja, otro uniforme, con los ojos brillantes y aterradores. Me quedo muda ante su aparición, toma mi tenedor y se lleva a la boca un pedazo de mi comida, mastica sin dejarme de ver.

—¿No dicen que aquí no pueden venir los azules? —mi hermano se levanta y se para entre nosotros.

—No podemos entrar a su zona de dormitorios —su sonrisa torcida se vuelve siniestra—. Pero de ahí en fuera podemos ir a donde se nos plazca.

Alguien me carga y empiezo a gritar, pataleo y doy puñetazos sin causar nada al sujeto que me lleva como costal de papas. El rubio aprovecha que mi hermano se desconcentró al tratar de ayudarme y lo inmoviliza con facilidad, le ata las manos y la boca, luego lo carga.

—¡Ayuda! —grito a los que nos observan.

Algunos bajan la mirada para evitar ver la escena, otros tienen expresiones de impotencia, pero nadie corre para apoyarnos. Empiezo a llorar, ¿por qué nos persigue la desgracia?, ¡qué hicimos para tener que vivir estas cosas! Mis padres no eran problemáticos, eran invisibles para la sociedad, ¡no merecían morir así!, ¡toda nuestra vida se arruinó el día que nos asaltaron!

—¡Qué emoción! —una chica dice dando brinquitos al vernos—. Átale las manos —reprende al que me carga—. Deja de llorar, necesito que me escuches —me da golpecitos en la mejilla—. No sabes que feliz me hizo tu mensaje —la chica se acerca al rubio.

—Sí, fue por coincidencia —se ríe mientras ata a mi hermano en una silla.

Alán se mueve tratando de resistirse, pero el rubio le da un puñetazo en el estómago y mi hermano deja de intentarlo, se dobla por el dolor.

—¿Qué pretenden?, ¿qué les hicimos? —digo con la voz cortada.

Nos han traído a un cuarto lejos de los edificios, parece ser un lugar para guardar herramientas de jardinería, pues hay mangueras en una esquina, tijeras en las paredes y unas máquinas para cortar el pasto. El olor a gasolina es fuerte, me empieza a doler la cabeza, ¿nos querrán quemar?

—Nada de forma consciente —es la chica de la bienvenida, la hija del director—. Pero por tu culpa Alejandro no quiere casarse conmigo —me recrimina—. Dice que te eligió a los nueve años y desde entonces te ha esperado —pasa su dedo por la mesa y observa el polvo reunido.

—¡Qué dices! —grito con fuerza—. ¡Nunca lo había visto antes!

—¿Recuerdan el asalto de hace diez años? —dice el rubio—, ¿creen que fue simplemente un desafortunado día? —me mira—. Fue planeado.

—Están locos —les digo.

—Créeme, eso sería bueno para ustedes —toma un control y prende un televisor—. Alejandro tenía ocho y Ana seis años cuando les dieron un álbum de fotos de pequeños de entre tres y diez años para elegir a sus respectivos secretarios de confianza—proyecta una serie de rostros marcados con un círculo azul y con nombres—. Alejandro te vio y le gustaste —me mira con ferocidad—, pero las normas dicen que debía ser un hombre, por lo que siguió pasando las hojas y vio la foto de tu hermano —pasa la diapositiva.

Miro la foto de Alán cuando tenía cinco años encerrada en un círculo azul, por fuera dice: Alejandro A. S.

—Y convenció a su amiga para que te eligiera a ti, acordando que lo ayudaría a que te enamorarás de él —patea una silla con violencia.

La siguiente imagen soy yo de siete años, con una gran sonrisa y dos trenzas con listones, el círculo azul también la rodea con: Ana B.V.

—Tienes una gran imaginación, seguro eso lo editaste. ¡No tiene sentido!

—Concuerdo, ¿qué te vio?, supongo era un niño precoz —patea sin tanta fuerza una llanta tirada y se deja caer para empezar a llorar.

El rubio le quita el control.

—Sólo había un problema —la siguiente diapositiva tiene múltiples fotos de periódicos sobre el asalto mortal—. Tenían padres y sólo permiten huérfanos —hace una pausa—. Le explicaron a Alejandro y a la pequeña Ana que implicaría hacer para tenerlos —se acerca y me levanta el mentón para que lo vea—. No les importó, como pequeños caprichudos siguieron pidiéndolos, así que tuvieron que deshacerse de los adultos —me suelta y se aleja.

—Mientes —digo con la voz temblorosa, mi corazón resuena en mis oídos y el olor a gasolina me hace sentir atrapada.

—Empeora —mira al televisor y luego a mí—. ¿Preparada?

Empieza a correr un video, veo a mi hermano de seis años en una casa, está tranquilo dibujando.

—¿Cuándo iremos por mi hermana? —su rostro iluminado me mata de ternura.

—Lo siento, debemos regresarte al orfanato —se escucha la voz quebrada de una mujer.

—Pero prometieron adoptarnos a ambos —sus ojos empiezan a llenarse de lágrimas.

—Lo siento —se ve como se aleja y el llanto de mi hermano se escucha—. Listo, ya lo vieron, lo devolveré —se corta la toma.

El rubio apaga la televisión, el silencio es aterrador, hasta la chica dejó de llorar, se está secando las lágrimas.

—La muerte de sus padres —el rubio rompe el silencio—, que nadie los adoptará y el llegar aquí fue organizado desde hace más de diez años —me mira serio.

—¿Qué? —un dolor aprieta mi corazón.

Las imágenes parecen reales, el tiempo concuerda y el video no parece alterado. Miro a mi hermano y él parece paralizado, su respiración se ve agitada, la vista fija en la pantalla oscura y las lágrimas ruedan por sus mejillas.

—No miento —dice el rubio jugando con el control—. ¿Por qué lo haría?


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