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17

Natalia.

—¿Crees que Zack podrá perdonarnos? —pregunto.

—Sí —responde Dylan con rapidez, para seguir desayunando en silencio.

Pongo los ojos en blanco.

—¡Es Zack, morena! Tiene cara de hacer justo esto.

—Odio llegar tarde a los sitios, Dylan. Y llegamos tarde, muy tarde.

Dylan me regala una media sonrisa de lado. Relame sus labios y se encoge de hombros.

—¿Qué? —inquiero, agudizando la voz.

—Nada, es solo que... no te importaba el tiempo cuando estabas encima de la mesa pidiéndome que te lo hiciera más rápido, lamiera tus pechos y clavara mis uñas en tu espalda —abro los ojos, sorprendida—. ¿Ahora también te vas a sonrojar? ¡Hay cosas mucho más íntimas que el sexo!

—¡Lo dudo! —grito, al mismo tiempo que doy saltitos por el salón sobre una pierna. Odio las zapatillas de tela en forma de bota. ¡Son imposibles! Me siento en el sofá y alzo la mirada para mirarle de nuevo. Lo tengo enfrente. Joder. ¿Por qué es tan sigiloso?—. ¡Los sustos, Dylan! ¡Los odio!

Dylan se agacha y queda en cuclillas entre mis piernas. Su mirada penetra con decisión mis ojos y su colmillo se clava en su labio inferior con total precisión. Noto mis mejillas encenderse de nuevo. Él no deja de observarme en silencio, mientras ata mis cordones. Después, me ayuda a ponerme la otra zapatilla, tras aflojar los cordones.

—¿Ves? No era tan difícil.

Lleno mis pulmones de aire y lo expulso de golpe. Incluso, llego a mover algún mechón de su pelo.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Claro —dice Dylan, con las manos sobre mis rodillas.

—¿Por qué se ha vuelto indispensable para ti hacerme ver que la vida es no es tan difícil?

—¿Crees que sería justo con nosotros darte una respuesta ahora? ¿No quieres reservar ninguna pregunta para cuando llegues a los ochenta? ¿De qué hablaremos en ese entonces? No pienso hablar de las noticias, guerras, política o economía... me deprimen.

Esbozo una sonrisa que deja a relucir mis dientes, pero que desaparece cuando Dylan se da la vuelta para entrar al baño y me quedo sola en el salón. De forma automática mi cabeza comienza a reproducir momentos inexactos de mi vida pasada. Esa vida que me tiene a mí de adolescente.

Es tan complicado fingir que la vida no es complicada, cuando lo único que encuentro por el camino son piedras con las que tropiezo y caigo al suelo que se ha vuelto rutina eso de sonreír por inercia.

Esta última semana ha sido una de las mejores de mi vida. La convivencia con Dylan está yendo mejor de lo que pensaba y tengo que hacer un esfuerzo muy grande por no derretirme cada vez que me recuerda que soy su novia. Pero una cosa no quita la otra... el miedo sigue paralizando cada parte de mi cuerpo. Siento pánico de pensar que Tyler podría volver a mi vida y acabar lo que no pudo, que... quizás ahora no quiera romperme a mí, sino a quienes me rodean, tal y como aseguraba el monstruo de las pesadillas que haría si alguna vez mamá pedía ayuda.

No quiero acabar así.

El maltrato no conoce límites y conveniencias sociales. No comienza con un puñetazo en el estómago, sino con un gesto, una mirada de odio, una imposición, una frase en contra de tu libertad. El maltrato no deja marcas, si el maltratador no quiere que el resto las vea. Suelen ser personas sibilinas. Saben lo que hacen, no están enfermos. Tyler y el monstruo de las pesadillas ni siquiera son demonios. El demonio siente repugnancia cuando les comparo con él. Antes de ser lo que hoy es, era un ángel. Ellos nunca lo fueron. Nunca lo serán.

Y mamá siempre me decía que era un angelito. Creo que ahí empezó todo.

No sabría identificar el primer día en el que el monstruo de las pesadillas comenzó a hacerme daño. Sólo recuerdo que la niña de tres años no jugaba cuando él estaba cerca, sentía miedo cuando se ponía malita de la tripa a las tres de la mañana y tenía que ir a la habitación a despertar a mamá, no pedía ayuda con los deberes por si alguien le hacía sentir de menos y hacer amigos en el parque se convirtió en una auténtica odisea de un día para otro.

El monstruo de las pesadillas siempre ha sabido qué hacer para que mamá callara y después llegué yo, que no podía parar de hablar. Creo que todo pasa por algo y que el universo me hizo así, habladora, porque sabía que lo iba a necesitar.

Aún recuerdo las amenazas, las escenas de gritos y golpes desde la esquina del pasillo, la mirada del monstruo de las pesadillas cuando me acercaba a alguien de la familia con una marca en el brazo, rostro o torso. Aún recuerdo como si fuera ayer el verano que no pude ponerme bikini porque tenía un moratón en el muslo que no desaparecía con el paso de las semanas.

Y cuando me atreví a pedir ayuda y salí corriendo una madrugada de casa, llegaron otra serie de miedos. Miedo a que Lara no amaneciera a la mañana siguiente con vida. Miedo a que todos esos familiares que no me creían aparecieran muertos, porque aunque ellos no quisieran ver lo que ocurría, él seguía siendo el que era.

Me da pánico que vuelva. No por mí, sino por Dylan.

Con prisas, Dylan gira la llave de la puerta dos veces y pulsa el manillar. Coge la chaqueta de cuero y me guiña el ojo, en Canadá, siempre tienes que llevar una chaqueta a mano, esa que siempre se me olvida y él recuerda. Dentro de las tiendas, centros comerciales, estaciones, aeropuertos y lugares cerrados tiene el aire acondicionado muy alto. Hace verdaderamente frío..

Antes de que pueda salir al rellano, atrapo su muñeca y tiro de él hacia mí. Posa sus manos en mi cintura y hace una mueca misteriosa, porque espera un beso que no le he dado. Sus labios lo confiesan.

—Dame tiempo, Dylan.

—¿Tiempo para qué?

Guardo silencio durante unos segundos. Me lleno los pulmones de aire y suspiro.

—Aquel chico tenía diecinueve, yo acababa de cumplir los catorce.

Dylan se queda sin habla y ahoga un suspiro. Noto como su pecho se infla, pero no expulsa el aire que ha inspirado. Solo me mira. No sé si quiero que diga algo, ni tampoco el motivo por el que le acabo de contar esto, pero la duda se instala a vivir en mi interior. ¿Y si en su cabeza solo hay preguntas? ¿Me estará juzgando? ¿Se estará preguntando por qué no pedí ayuda?

Cierro los ojos con fuerza y me repito en bucle que él no es así. No es como ellos. Como todos aquellos que dudaron de mi palabra, los familiares que me llamaron «guarra», los amigos que se posicionaron de su lado, las amigas que siguen ensalzando el acto, los profesores que no me creyeron, los que me señalaban con el dedo. Él no es así. No es ese adulto que comenzó una relación de abusos con una menor. Él no es así. No es ese grupo de chicas que me preguntaron «¿Qué método infalible has usado para conquistarle?». Él no es así. Y yo ya no soy esa chica.

—Di algo —le pido, con un hilo de voz. Lo recuerdo, no he terminado lo que he empezado diciendo—. No sé cuánto tiempo necesito para empezar a ver el lado bueno de las cosas. Pero te aseguro que lo intento cada día que me levanto.

—¿Alguna vez te has parado a ver la Luna?

—¿Qué? Te acabo de contar algo tan... y tú... ¡No es el momento!

—Dime ¿Lo has hecho?

—Cada noche —respondo, con el morro torcido

—Y has podido comprobar que su color no es uniforme ¿Verdad? Tiene manchas. Supongo que los astronautas que llegaron a pisar suelo Lunar lo comprobaron, pero la Luna tiene cráteres. Desde la Tierra, a veces los vemos con mayor claridad, otros días se vuelve más complicado, pero si tuviéramos un telescopio en la ventana podríamos ver cada puto desperfecto de esa puta maravilla que duerme sobre nuestras cabezas. Las noticias estarían hablando de ello sin parar. Sacarían a relucir hasta el agujero más diminuto. Esto es igual, Natalia. Si dejas de verte a ti a través de los ojos de las personas que te han hecho daño, comprobarás que hay días que las cicatrices se ven y otros que... simplemente no. Porque no necesitas ver todos los días la herida para saber el dolor que sentiste, es imposible construir un rascacielos sobre un terreno con relieve. Necesitas suelo plano. Y eso solo lo puedes conseguir tú. Aunque pases por encima con la apisonadora y allanes terreno, las heridas seguirán ahí. Se mimetizan. Tú decides si quieres morir por ellas o vivir para demostrarle a las heridas futuras que no eres tan fuerte como te dices cuando todo va bien, pero que en la debilidad te creces. Y aplastas. Y brillas, como la Luna.

—Llegamos tarde, Dylan —susurro, sobre sus labios.

—¿Algún día será el último que huyas cuando alguien diga algo bonito sobre ti?

—Confío en que sí. Pero ahora llegamos tarde —le propino un beso fugaz en los labios. Esta vez es él quién me retiene por la muñeca antes de salir por la puerta. Baja la cabeza y traga saliva.

—Me gusta hablar de ti, conocerte, porque eso solo significa que quedan menos horas en el día para hablar de mí. Yo también tengo mis taras. Una de ellas es el bloqueo. A veces me sorprende mi capacidad para superarlo, otras, como hoy, empiezo a pensar en todos los motivos y situaciones que lo propiciaron. Quería abrazarte, decirte que tú no tuviste la culpa, que ese cabrón debería de estar entre rejas por pedofilia, que... pero de repente no tenía habla. No me salían las palabras. Y he recordado eso que tú siempre haces en tus libros, en la realidad, cuando quieres hablar de ti pero no tienes el valor de hacerlo. Formulas preguntas retóricas, usas canciones o metáforas. Siento si te has sentido extraña con mi comportamiento, no eres la única que tiene que allanar el terreno de sus cicatrices para poder construir edificios —me pasa un mecho de pelo detrás de la oreja y seca la lágrima que cae por mi mejilla—. ¿Crees que si guardo tus lágrimas podría clonarte?

Me río. No sé cómo lo hace, pero siempre me saca una sonrisa. Él me imita el gesto, pero al instante neutraliza el rostro.

—Podemos allanar el terreno juntos ¿te parece? —propone Dylan.

—¿Me estás diciendo que me quieres?

Sus labios se pronuncian y su mandíbula se tensa. Sus ojos se vuelven cristal y al mirarme, deja correr dos lágrimas por sus mejillas.

—De aquí a la Luna, morena.

Corro por la terminal del aeropuerto dejando a la muchedumbre atrás. Esquivo maletas y niños con comportamiento de dinosaurios. Salto por encima de las bolsas de deporte que la gente coloca en el suelo y paso por debajo de una valla de seguridad. Un segurata me grita para que detenga el paso. Así lo hago.

—Por aquí no puede pasar ¿No ha visto la valla? ¿La cinta policial? ¿Los carteles?

Niego con lentitud. El segurata me observa con indiferencia.

—Mi amigo se ha dado a la fuga, necesito hablar con él.

El hombre abre los ojos y agarra el walkie talkie con fuerza, lo acerca a sus labios y dice:

—Reúnan a asuntos especiales, tenemos a un preso muy peligroso en la terminal.

—¿Qué? —grito, con voz aguda—. ¡No, no, no! —me froto la cara—. Es una forma de hablar. Mi amigo, Zack Wilson se llama, es una persona legal. Sólo que... ¡Necesito encontrarle! Ha venido a verle desde Europa la chica que le gusta... tiene miedo... —hago un puchero—. Déjame atravesar por aquí, por favor. La otra salida está llena de gente que entra y sale sin ningún tipo de control y compasión. Será una excepción... no diré nada.

El segurata enarca una ceja. No parece ceder, pero decido arriesgar. Echo mano en el bolso y saco la cartera. De ella cojo veinte dólares. Extiendo el brazo. Al principio lo mira con prudencia. Creo que la he cagado. Y no me gustaría terminar en la cárcel. ¿Qué haría ahí dentro encerrada sin la posibilidad de ver el atardecer? ¿Qué hay de mis dosis de música en vena durante largas horas? ¿Los capítulos de mi serie favorita? A medida que veo cambiar el gesto de su rostro, recojo la mano muy disimuladamente. Antes de que pueda guardar los billetes me los arrebata y los enrolla en forma de tubo. Se echa a un lado y hace la vista gorda.

—Gracias —las gracias más caras que he dado nunca.

Encuentro a Zack afuera, con un cigarro entre los dedos que se acerca a los labios a una velocidad preocupante. Está sentado en un banco. Camino en su dirección, atacada de los nervios. Tiro el bolso de aquella manera a su lado. Ni se molesta en mirarme

—¡He dejado a la terminator tres mil de mi mejor amiga a solas con mi novio! ¡Se acaban de conocer! No la conoces ¡No sabes de lo que es capaz! ¡Esto puede ser muy pero que muy peligroso, Zack! —me agacho de cuclillas en el suelo y apoyo las manos en sus rodillas—. Le va a avasallar a preguntas... ¡A anécdotas mías! ¡Vergonzosas! ¡Le va a amenazar para que no me haga daño! ¡Le va a asustar! —levanto su cabeza dando un toque en su barbilla—. Más te vale tener una buena excusa para esta silenciosa escapada.

Zack penetra mi mirada con el azul eléctrico de sus ojos. Me estoy mareando.

—¿Alguna vez has querido tanto algo que cuando has entendido que nunca podrías tenerlo te has acabado conformando con ese otro algo que se parecía?

—Sí, creo que sí.

No, la verdad es que no sé de qué me está hablando.

—Eso es lo que me ha pasado a mí, enana —se echa la melena rubia hacia atrás—. La he cagado y no sé cómo revertir esta situación. Tú... joder, tú tienes tu vida. Y yo... ¡Joder, Lara es perfecta para mí! Dylan... ¡Mi nuevo mejor amigo! ¿Qué pensaría él? —se frota la cara con desesperación. Se levanta del suelo y me caigo de culo. Me incorporo rápidamente, espero que no me haya visto nadie—. Ya no sé qué es lo correcto, ni lo que debería hacer, decir o... ¿me sigues, Natalia?

—Sí, claro —suena demasiado irónico. Zack pone los ojos en blanco. Parece nervioso.

—No, no lo haces. Si lo hicieras no estarías ahí mirándome como un pasmarote. Me hubieras dado un guantazo o...

—¿O qué? —me atrevo a preguntar. Zack se acerca hasta mí. Sus ojos se clavan en mis labios y regresan a mi mirada. ¿Son imaginaciones mías o Zack me acaba de mirar la boca? Ahora sí, creo que me estoy volviendo un poquito, sólo un poquito... loca—. Zack, esto es el miedo. Miedo a lo desconocido, miedo a fracasar de nuevo en el amor...

Él vuelve a poner los ojos en blanco.

—Preséntame a la futura mujer de mi vida.

Me da la espalda pasando por mi lado y me deja atrás. No sé qué es lo que acaba de suceder. Supongo que el miedo. Es sabio. Traicionero. Sí. Debe de ser eso, el miedo. El rubio regresa para caminar conmigo, me pone la mano en la espalda y entramos en el interior de la terminal. A unos metros de Dylan y Lara, que parecen conversar con calma, agarró a Zack por la muñeca y él detiene sus pasos.

—Entre tú y yo... ¿Está todo bien?

—Entre tú y yo siempre estará todo bien, enana.

Sonreímos. Mis dudas quedan resueltas y respiro aliviada, porque Zack nunca me mentiría ¿Verdad?

Al ver a Lara más cerca que nunca desde hace unos meses corro a por ella, tras encasquetar el bolso a Dylan, que lo recibe como quién compite en las carreras de relevos de los Juegos Olímpicos. Nos abrazamos con fuerza y entre risas nos tiramos al suelo. Ella termina encima de mí. Hemos caído a plomo y no podemos parar de reír, aunque la realidad sea otra. Creo que me he roto la mitad de los huesos de mi cuerpo. Mañana no me voy a poder mover, pero lo importante es el presente, el ahora. Y ahora no me duele nada. Bendita emoción.

Le cambio el lugar a Lara y me siento encima de ella a horcajadas. Le lleno las mejillas a besos. Y la vuelvo a abrazar, pero me aparta al instante. Me mira sorprendida, con las manos sobre mis hombros.

—Has vuelto a abrazar —sonríe ampliamente.

He vuelto a abrazar. Y me moría de ganas porque lo supiera, lo sintiera. Por todas esas veces que no pude hacerlo. Porque, como persona que ha permanecido siempre a mi lado, merece conocer mi parte buena. Esa que pocas veces ha podido presenciar.

Dylan me tiende la mano para poder levantarme, me agarro y me pongo de pie de un salto. A continuación, le ofrece la misma ayuda a Lara, pero esta mira su mano con detenimiento y se incorpora por obra propia. Ella, tan majísima como siempre.

Dylan da una palmada y le pasa el brazo por encima de los hombros a mi amiga. Con el otro brazo, señala a Zack.

—Zack, la mejor amiga de mi novia. Una chica maravillosa, llena de virtudes, sin defectos. Le gusta cocinar repostería. Y comer helado. Es una fiera en la fotografía. Y una Diosa en la cama.

—¿Te ha obligado a decir eso? —enarco una ceja.

—¡Lo último no estaba en el guion! —grita Lara, que abraza a Zack con vergüenza. 

Este la levanta unos centímetros del suelo. Tenían ganas de verse. Y yo me encuentro tan feliz de verlos así, sonrientes. Lara se para en frente de Dylan y tras hacerle un repaso de cabeza a pies, suspira.

—Has superado la primera prueba «obediencia a la reina».

—¿Cuántas pruebas hay? Dylan Brooks nació para seducir, no para pensar —comenta Zack. Dylan le saca el dedo mientras camina por la terminal, dejándonos atrás. Corro tras él. Y detrás de mí, mis mejores amigos. Suena casi... irreal—. Venga, Brooks ¿te has enfadado?

—No —masculla.

—¡Era una broma!

—¡Hasta las pelotas, Zack! —chilla. Nos quedamos ojipláticos.

—Mmm... tan fácil cómo has pasado la prueba, puedes entrar en la lista negra —dice Lara, con las cejas en alto. Dylan se da la vuelta y nos mira fijamente—. ¿Y a este que le pasa? ¿Fuma porros? ¿Consume algún tipo de seta alucinógena?

—¿Qué? ¡No! —grito.

Zack y Dylan se encuentran a escasos centímetros el uno del otro. El gesto de Dylan parece más serio que el de Zack que, para no variar, aguanta una carcajada en los mofletes.

—Estás muy gracioso cuando te enfadas.

—Que te den.

En el coche, Dylan es el primero en montar. Ocupa el asiento del conductor y Zack se dirige hacia la puerta del copiloto, pero su dueño cierra el coche desde dentro. El rubio le suplica que abra la puerta, pero Dylan se limita a bajar la ventanilla y, con una amplia sonrisa le dice que no. Deduzco que es mi turno. Al entrar, mientras Zack ayuda a Lara a meter sus cosas en el maletero, encuentro al que es mi novio aferrado a la palanca de cambios como si estuviera dispuesto a arrancar el coche, acelerar y huir de aquí, conmigo dentro, dejando a ese par detrás. Pongo mi mano encima de la suya. Me mira.

—¿Qué ocurre?

—Nada.

Suspiro. Él se encoge de hombros.

—Puedes contármelo —esta vez soy yo quién cierra el coche. Lara y Zack nos gritan desde fuera. Le aprieto la mano con fuerza, una vez más—. Venga, dímelo.

Dylan ladea para mirarme y relame sus labios. En sus ojos puedo ver las dudas, el miedo y el amor. Pero, muy a mi pesar, no me mira como quiero. Como necesito. Otra vez esa mirada. No puedo soportarlo. No puedo creer que me mire así, con pena. Me distancio de su mano y cierro los puños a ambos lados de mi cuerpo. Uno lo consigue tapar el bolso, el otro mis piernas.

—Me cuesta mucho ocultar la parte de mí que arde en llamas por dentro ¿Por qué me mientes? —pregunta por fin—. ¿Esperas que me crea que lo que ha sucedido esta mañana ha sido una situación sin más?

—No sé de qué me hablas.

—Anoche te busqué entre las sábanas, pero no estabas. He de reconocer que eres bastante silenciosa cuando quieres, pero no lo suficiente. Supuse que estarías bebiendo agua. O en el baño. Pero la melodía de una de esas canciones a las que recurres cuando todo se desmorona me puso en alerta, creo que era Matilda. Abrí la puerta de la habitación y te vi a ti, en el suelo, frente al balcón, cantando en susurros la letra de la canción, hecha una bola mientras agarrabas con fuerza tus piernas. Te vi llorar y el mundo se me vino abajo. Pensé en ir contigo, hacerte compañía, hacerte entender que no estás sola. Era justo lo que quería y quizás lo que necesitabas, pero no lo hice. Cerré la puerta y me deslicé por ella hasta el suelo. Y no pude evitar echarme a llorar yo también.

Dylan alarga el brazo, pero me aparto y lo recoge. Con un movimiento rápido seco la lágrima que cae por mi mejilla. No le miro. Agacho la cabeza.

—Anoche... —suspiro, para contener el sollozo—. Había estrellas fugaces. En verano, siempre las veía con mi abuelo hasta que... —Dylan coloca su mano en mi pierna. No me esfuerzo por secar mis lágrimas. Incluso, ignoro que nuestros amigos siguen esperando afuera—. Me obligaba a pedir tres deseos, como si fuera el genio de la lámpara. Una vez me dijo que mientras hubiera estrellas en el cielo, nunca me sentiría sola.

—Lo siento mucho, Natalia. Y siento también esto que voy a hacer —le miro con temor, él me mantiene la mirada—. Dime la verdad.

Por unos segundos dudo, pero entiendo que ya es demasiado tarde para echarme atrás. Que ya está todo dicho. Y que los ojos nunca mienten.

—Tuve una pesadilla —confieso, cabizbaja.

—¿Otra más? —frunce el ceño.

—Sí.

—Imagino que...

—Sí, el monstruo de las pesadillas era el mismo de siempre.

Dylan aprieta con fuerza mi pierna, mostrándome apoyo.

—¿Deberían haberse terminado ya? Sí ¿Verdad?

—¿Qué?

—Es que... no lo entiendo. Las pesadillas tendrían que haber desaparecido. Tienes la vida que quieres. Estás lejos de los monstruos. Has encontrado el amor. Y una nueva familia, tus amigos. Vives en una ciudad espectacular. Y tu sueño, por lo que tanto has luchado te da dinero.

—Ya, pero no es suficiente.

No quería que sonara borde, pero es así justo como ha sonado. Dylan me aparta la mano y también la mirada. No me disculpo, ni siquiera sé si debo hacerlo o no. No sé si hay motivos suficientes para reconocer unas disculpas. Sólo sé que esa frase le ha roto el corazón en mil pedazos, porque abre el coche y deja que Zack y Lara pasen al interior. Enciende el reproductor y busca, a conciencia, la canción que escucho cuando me duele el corazón. Fine Line suena a un volumen preocupante y durante el trayecto desde el aeropuerto hasta mi antiguo departamento no me dirige la palabra.

Quiero decirle que yo tampoco lo entiendo. Que no entiendo por qué, después de todo, cuando más lejos estoy de ellos, más duelen los golpes, los desprecios, las lágrimas, las heridas, los insultos, las miradas de pena, los nulos arrepentimientos, el miedo, la desesperación, la rabia. No entiendo por qué me duele el pecho cuando cierro los ojos y hago balance de mi vida. ¡Es tan frustrante! Tengo todo lo que tantas personas querrían tener y aún así no es suficiente. Y no porque quiénes forman parte de mis días no estén a la altura, tampoco porque desmerezca mi trabajo, mi esfuerzo o mis ganas... sino porque al final del día, cuando la noche vive, los demás duermen, los pájaros dejan de cantar y el mar se rige por las directrices de la Luna a su antojo, las únicas que quedamos somos yo y el reflejo del espejo. Y cuando eso duele es muy difícil que lo demás llene. Aunque lo hagan por momentos, por días, por minutos. Y así es suficiente. Hasta que cierras los ojos y te encuentras con el monstruo del armario, ese que dice llamarse como tú pero que apenas reconoces. El monstruo que otros, quienes dañan, quieren hacer de ti. Y no puedo permitirlo. Encuentra lo que busca. Y te rindes, hasta que esas pequeñas cosas de la vida, para otros insignificantes, recargan la barrita de energía.

Me da miedo estar perdiéndome las cosas más alucinantes de mi vida por estar triste, pero no puedo hacer más que confiar en el proceso, en mí, buscar la ayuda que necesito y permitirme vivir, hasta que lo sienta como tal. Encontraré la manera de explicarle a Dylan lo que ocurre en mi interior, lo sé. O eso espero. Antes de que sea demasiado tarde y se marche, porque esa una de esas tantas cosas insuficientes.

Aparca el coche enfrente de mi antiguo apartamento y al bajar no se fija en mí. Se apoya en la carrocería con aires chulescos y saca un cigarro de su cajetilla de tabaco. Zack le da fuego y Dylan da una profunda calada.

Meto la mano en el bolso y saco un manojo de llaves.

—He pensado que podría ser tu casa el tiempo que te quedes aquí.

—También puedes dormir en mi piso —se apresura a decir Zack. Lara me quita las llaves de las manos y suspira, con misterio—. ¿Eso es un no?

—No soy el tipo de chicas con el que sueles estar —le avisa.

—Esa es la típica frase que diría el tipo de chica con la que suelo estar —dice él. Lara enarca una ceja—. Pero que conste, no te estoy diciendo que seas otra chica como una cualquiera. Es sólo que... después de semanas diciéndome todo lo que me harías cuando me tuvieras delante, no le encuentro el sentido a que te hagas la dura.

—¿Por qué yo desconocía esa faceta tuya? —me intereso, haciéndome la loca, con una sonrisa pícara.

—Porque a ti no te quería arrancar la ropa con los dientes —comenta Dylan.

—¿Me quieres arrancar la ropa con los dientes, Lara? —susurra Zack en el oído de mi mejor amiga. Esta le aparta de un empujón. No soporta los susurros en el cuello, ni en los oídos. Se vuelve una fiera. Y no en el sentido sensual de la palabra, sino en el más macabro. En eso se parece mucho al señor Kiwi—. ¿Entonces qué?

—Entonces, querido Zack —Lara pronuncia su nombre con énfasis—, te vas a ir por dónde has venido y esta noche la vas a pasar solo, dando vueltas al simple hecho de cómo conquistar a una chica. Con suerte, a eso de las cuatro de la madrugada llegarás a la conclusión que la mejor forma no es echando a correr en dirección contraria nada más la ves aparecer por primera vez en un aeropuerto.

Lara acentúa su sonrisa con los ojos entrecerrados y agarra las asas de su maleta con decisión, apartando las manos de Zack. Arrastro hasta el portal con ayuda de las ruedas que hacen contacto con el suelo la otra maleta y mi mejor amiga mete la llave en la cerradura. Voltea para mirarme.

—¿Subes? Tenemos que ponernos al día...

Trago saliva con dificultad. La última vez que subí al apartamento juré que sería eso, la última vez. Me da miedo encontrarme con esa parte de mí que, según Dylan, debería de haber desaparecido. Me da miedo toparme de bruces con el monstruo de las pesadillas, las dudas y la incertidumbre de no saber si lo que está ocurriendo es tan solo una pesadilla o es mi realidad de cada día. Me da miedo encontrarme con el jarrón que se hizo mil pedazos cuando impactó con el suelo al ver a Tyler al otro lado de la puerta. A punto de cumplir su misión. A punto de acabar conmigo.

—Llevo sin subir desde aquel día —espero que no tenga que entrar en detalles.

—No tienes que hacerlo si no quieres —se adelanta Dylan.

—Para nosotros también es complicado estar aquí, Natalia —dice Zack—. La última vez pensamos que sería el final. Y todavía nos quedaba mucho por vivir.

—Nos queda —le corrige Lara, con mala cara—. ¡Tenéis que dejar de ser pesimistas! Las cosas malas, al igual que las buenas suceden porque tienen que pasar. Si viviéramos la vida pensando que somos los protagonistas de un libro escrito por una persona que necesita llegar al final viva, no estaríamos así.

—La autora de mi historia se droga —digo.

—Sí, la verdad que muy normal no tiene que ser. Pero... ¿Y la satisfacción que le quedará al lector cuando lea que, después de todo, vences al miedo para vivir?

—¿Qué tan segura estás de eso?

—La única que no lo tiene claro eres tú, morena.

Lara mira a Dylan con ternura. Lo observa como el que mira un pétalo disecado que aún guarda su aroma, un prado verde o un jardín florido. Los tres comparten algo. Consiguen provocar emociones en ti que desconocías. Lara no le mira con amor, ni con cariño, ni siquiera con curiosidad. Su rostro está relajado, como si en el fondo, al mirarle sólo sintiera tranquilidad. La misma que me hace sentir a mí. La que ella ha descubierto que siento cuando sus brazos me aprietan con su pecho y me repite, entre murmullos, mientras las canciones de Harry Styles suenan en el tocadiscos, lo poderosa que soy. Lo afortunado que se siente por tenerme en su vida.

Empuja la puerta con el pie y me invita a pasar.

—No será el mismo lugar, Natalia. Ahora estarás conmigo. Y no habrá espacio para la tristeza, te lo aseguro. A no ser que lo necesites... entonces no me quedará más remedio que arrebatarte esta noche de los brazos de tu amado, mandar a nuestros mayordomos a por helado y hacer sesión nocturna de comedias románticas que tienen por protagonistas a Ryan Gosling, Ryan Reynolds y Chris Evans.

Me giro y busco a Dylan con la mirada. Parece leerme la mente, porque avanza hacia mí, tira de mi mano para pegarme a su cuerpo y nos alejamos unos metros de Zack y Lara, que conversan entre ellos. Dylan baja la mirada al suelo y suspira. Guarda mis manos en las suyas y acaricia el dorso. El tacto de la yema de su pulgar es suave.

—No necesitas mi aprobación ni la de nadie, si es lo que estás buscando —dice, cuando sus ojos se cruzan con los míos—. Tienes que dejar de tomar decisiones dependiendo de las opiniones de los demás. Da igual cómo de egoísta suene, sólo importa lo que tú quieras. Nadie, absolutamente nadie Natalia, piensa en los demás antes que en sí mismo. Ni yo —se frota la cara—. ¿Por qué crees que me he enfadado en el coche?

—No quería que pensaras que no eres suficiente, Dylan. Lo siento. Sé lo que se siente cuando alguien te lo hace creer y... no, joder. No ha sido la palabra adecuada.

—Vale.

☾☾☾⋆☽☽☽

—¿Estás segura de que este sitio es el indicado para organizar una cena? —pregunta Lara. Ella lleva los platos y yo los vasos hasta la mesa. Nos hemos encargado de organizarlo todo. Reacciono después de unos segundos asintiendo con la cabeza.

Me quedo mirándola. Lara es preciosa, siempre lo ha sido, pocas han sido las veces que se lo he hecho saber. Ese vestido de color negro le queda genial. Yo... bajo la mirada para observar el mío, rojo. Nunca me he puesto este vestido, estaba en el armario del apartamento. No me queda mal, es solo que... el rojo, joder. Es un color demasiado intenso. Nunca he sentido que me represente. Me recuerda al color de la sangre, las heridas y las magulladuras. El enfado. A la rabia.

También me recuerda a mamá y su pelo rojo.

—Oye ¿puedo preguntarte algo?

Arrugo el entrecejo ¿Desde cuándo Lara pregunta antes de hacer una pregunta?

—Sí, dime.

—¿Si tuvieras la oportunidad de acabar con las personas que te han hecho tanto daño lo harías?

—No —contesto atropelladamente.

—Ni ¿Aunque fueras la protagonista de una historia de fantasía y matarlos fuera la única opción que existiera para sobrevivir? —niego con la cabeza. Lara me sigue hasta la cocina. Se impulsa con los brazos sobre la encimera y se sube en ella, con las piernas colgando. Siento que me está mirando y suspiro. Me giro. Sé que me está leyendo el pensamiento—. ¿Te das cuenta? No has necesitado que yo te lo diga. Ha sido tan fácil como tocar la tecla que nunca antes nadie había tocado.

—No voy a matar a nadie.

—Justo esa es la respuesta que me hubieras dado si supieras que me estaba refiriendo al concepto de la muerte como forma de tortura en sí, pero sabes que no es así. Hablo más allá. De la muerte como metáfora. Hablo de matar lo que te hace daño, lo que depende de ti, no del resto. No puedes impedir que esas personas sigan haciéndote daño, pero sí la forma que tengas de reaccionar ante el dolor, antes de que termine en herida.

—Ya —frunzo los labios. Los agudizo, pronuncio y relamo, con nerviosismo—. ¿Cómo lo hago, Lara? ¿Cómo le digo a la niña de seis años que su padre no va a entrar en su habitación de madrugada y le va a pegar un puñetazo en el estómago? Dime ¿Cómo le explico a la chica de trece años que su padre ya no va a hacerla sentir culpable.

A Lara le sorprende tanto como a mí que me refiera a él de esa forma.

—Tienes que perdonar, Natalia.

—¡No puedo perdonarle! ¡Me ha jodido la vida! —chillo, con las manos en la cabeza.

Lara pega un salto y se pone de pie.

—No estaba hablando de perdonarle a él, sino a ti. Tienes que perdonar a esa niña. A esa a adolescente. Tienes que perdonarte a ti por no hacer lo que hoy quizás hubieras hecho. Esa persona que eras y que aún vive en ti no tenía las herramientas que a día de hoy tienes. No podía escapar, Natalia. Era solo eso, una niña. Incluso, puede que en el fondo pensara que su padre era más que un saco de golpes, gritos e insultos. Puede que hasta creyera que algún día la quisiera si se quedaba ahí, a su lado. Pero no fue así, no ha sido así. Y tú sigues ahí, viviendo por y para él. Como si el día menos pensado fuera a cambiar.

—Eso no va a pasar —escupo.

—¿Lo dices o también lo piensas?

Lara clava su mirada en mis manos. Permanecen a ambos lados de mi cuerpo en forma de puño. Siento las uñas en mi piel, devorando las células vivas de mi anatomía. Puedo apreciar el escozor de las heridas, pero no dejo de apretar. Cada vez ejerzo más presión. Quiero llorar, pero no lo hago. No merece verme así. No hace ni dos días que está en la ciudad. ¿Para esto he hecho que cruce un océano? ¿Para verme así? ¿Rota? ¿Destruida?

Creo que pienso en alto, porque antes de salir por la puerta añade:

—No estás rota, Natalia. Todavía puedes pegar los trozos que la bola de demolición ha destruido. Podría ser peor. Tienes gente que te quiere y lo más importante, te sigues teniendo a ti. Eso nunca te lo podrá arrebatar. No más.

Levanto la cabeza del suelo y la miro, con los ojos vidriosos. Agarro la chaqueta de cuero del perchero que permanece detrás de la puerta y pulso el manillar. Le aparto la mirada.

—Voy a tomar el aire.

—Conmigo no tienes que poner excusas. Puedes huir cuantas veces quieras, yo siempre estaré aquí, esperándote.

—Gracias —susurro.

Bajo las escaleras al trote, me ayudo agarrando la barandilla con una mano para bajar más rápido. Descarto la idea de meterme en el ascensor. Lo último que necesito es encerrarme entre cuatro paredes. La mente es sabia y no quiero que comience a maquinar.

Abajo, cruzo la calle sin mirar si pasan coches por la carretera y me siento en las escaleras del edificio de enfrente. Clavo los codos en mis rodillas y cubro mi rostro. No puedo dejar de llorar ¿Qué me está pasando? No quiero que mi mayor preocupación sea el maquillaje, pero así es. Voy a parecer un cuadro pintado por un niño. Disimulo cuando dos mujeres cargadas con decenas de bolsas de tiendas de ropa pasan por en frente de mí cuchicheando y mirándome con descaro. Ahogo un sollozo. ¿Cuándo va a parar esto? Las miradas de pena. La culpa. Los recuerdos. ¿Cuándo se acabarán los malos días?

Todo el mundo dice que los días malos se acaban, que tienen la misma duración que los días buenos, pero apuesto a que quienes se enfrentan a su día malo no piensan cuánto durará, sino cuándo acabará. Me hace sentir triste pensar en la posibilidad de que mi vida sea un conjunto de días malos y los buenos sean la excepción. Podría contarlos con los dedos de las manos, incluso, si cierro los ojos y me imagino que estoy allí, es posible que se me escape alguna lágrima de más. Desde que llegué a esta ciudad, conseguí revertir esta situación. Mi vida se convirtió en un conjunto de días buenos y los malos pasaron a ser la excepción, pero no puedo evitarlo y cada vez que caigo o me tropiezo con la misma piedra de siempre, me pongo en situación, por si así fuera y volviera a hacer de los días malos, rutina. Para que no me pille con el alma al descubierto.

No sé cuánto tiempo llevan ahí mirándome como pasmarotes, pero Dylan, Zack y Aron permanecen en la acera de enfrente, justo en frente del edificio del apartamento. El primero en acercarse es Zack, que se sienta a mi lado y coge aire profundamente.

—¿Crees que algún día nos invadirán los extraterrestres? —pregunta, para romper el hielo. Yo no respondo, pero con una media sonrisa le agradezco que la conversación no haya empezado como lo harían las demás. No me apetece hablar sobre mí—. Pues yo creo que tú eres un extraterrestre —le miro con incredulidad—. Si, sí. Cambia esa cara. ¿Tú no lo crees? Llegaste a nuestras vidas de repente, sin esperarlo y, de alguna forma, nos has cambiado. Para bien, enana. Yo no creía en el amor y mírame, enamorado del amor de mi vida en amistad. Aron era súper tímido, retraído, muy suyo... y mírale, el alma de la fiesta. Tu asistente de cupido, la persona que le anima a creer en el amor.  Y Dylan... —me da un codazo y levanto la cabeza para mirarle. No me quita ojo e incluso me hace un gesto con la mano para asegurarse de que estoy bien. Asiento con la cabeza—. No te voy a engañar, cuando le vi por primera vez en aquel despacho supe que o se convertía en mi mejor amigo o nos íbamos a llevar a matar. Pensé que sería el típico capullo que te haría daño. Aunque te mirara bonito... —ríe con sarcasmo y me aparta la mirada cuando le observo con el ceño fruncido—. En fin. Has conseguido que deje el dolor a un lado para volver a confiar, enana. Y eso tiene mucho mérito.

—Todo eso que me atribuyes a mí, es mérito vuestro.

—Ah ¿Sí? ¿Y por qué no piensas lo mismo de ti?

—Porque es diferente, Zack.

—Porque te da miedo —me corrige—. Aunque te haga daño, tu zona de confort es esta, el dolor. Sabes que puedes salir de ahí, que adoras los días en los que nada duele, pero te da miedo que eso se convierta en rutina y no sepas enfrentarte al dolor cuando algo o alguien vuelva a abrir una herida que estaba cerrada.

Dylan ve el gesto de enfado en mi cara al escuchar las palabras de Zack y frunce el ceño. Comienza a andar hacia mí. Aron le sigue. Al llegar hasta nosotros, el rubio se pone de pie y Dylan me da un beso tierno en la mejilla. Se pone de cuclillas y me agarra la mano. La voltea y durante unos segundos deja la mirada fija sobre las heridas en forma de semiluna que cubren la palma de la mano.

—¿Me vas a dejar curarte las heridas?

Sin mirarle, avergonzada, asiento con la cabeza.

—No pasa nada ¿Me oyes? Todo estará bien —me asegura. Me encojo de hombros y él se levanta—. Me quedo contigo —dice Dylan.

—No, puedo quedarme yo —responde Zack.

—¡Natalia no os necesita a ninguno! ¡Parecéis niños discutiendo en un patio de colegio! Marchad a preparar la cena, me quedaré con ella. Necesita dosis de risas—dice Aron.

—¡Soy su novio! —masculla Dylan.

—¡Y yo su mejor amigo! —interviene Zack.

—¡Dejad de pelearos por mí! —alzo la voz—. ¡No quiero que os quedéis ninguno!

De nuevo, rompo a llorar.

—Necesito estar sola, por favor —ruego, con un hilo de voz que sale desde lo más profundo de mi garganta. Los cuatro me miran estupefactos, con los ojos bien abiertos—. No quiero contarle a nadie qué me ocurre y tampoco escuchar lecciones de vida, ni suposiciones acerca de lo que pienso, siento o vivo por dentro. Así que por favor, iros.

Aron sabe que ha llegado el momento de irse y entra en el edificio. Ella asiente y después de dedicarme una sonrisa se da media vuelta y entra en el edificio. Zack juega a mantenerme la mirada, pero no logra su objetivo. Hace una mueca de disconformidad, incluso, me arriesgo a decir que refleja pena y preocupación, pero niego con la cabeza y él se da por vencido, no sin antes acercarse hasta mí, bañar mi olfato de su perfume y darme un pañuelo que saca del bolsillo de su chaqueta. Me da la espalda y antes de entrar en el edificio le da un toque a Dylan por detrás, justo en el hombro.

Solo quedamos él y yo. Dylan no me mira, pero yo a él sí. No dejo de hacerlo. Quiero que sienta incomodidad y se marche. Pero esta vez soy yo la que no logra su objetivo. Levanta la mirada sin alzar la cabeza y con las manos en los bolsillos, con los dientes haciendo énfasis en su labio inferior, cierra los ojos con fuerza y dice:

—Te dejaré sola, lo prometo.

—Por favor —le ruego, antes de que continúe.

—La cena será divertida. Lo pasaremos bien, pero no pasa nada si hoy no puede ser. Hay muchos días, muchas noches y mucha vida. Decir que no quieres hacer algo en lugar de decir que sí, no te hace mala persona. 

—Y decir que sí, en lugar de decir no, tampoco. Quiero cenar con vosotros, Dylan. Solo necesito cinco minutos aquí, sola.

Dylan se llena los pulmones de aire, me mira de arriba abajo, contiene una sonrisa tierna y asiente con la cabeza.

—Estaré arriba si me necesitas, morena.

Necesitar.

Qué palabra tan irónica. Una lucha de egos entre el quiero y el puedo hacerlo. Una lucha entre la voz de mi cabeza que desmerece cada palabra que digo y ese angelito que me susurra cosas bonitas en el oído. No puede solo. Nunca ha podido. El demonio siempre ha podido con él. Y no me refiero al monstruo de las pesadillas, sino a ese que vive conmigo. El que otros crearon pero que yo hice mío.

Quiero deshacerme de él. Lara tiene razón.

No sé cómo hacerlo.

Los cinco minutos se han convertido en quince. Al entrar en el apartamento cierro la puerta a mis espaldas. Se hace el silencio. Lo que escuchaba por las escaleras mientras subía eran risas, ahora son miradas. No los veo, las lágrimas no me dejan ver más allá, pero me están mirando. Lo siento, lo noto. Tengo la chaqueta cogida por el cuello y roza el suelo. Mi cabeza apunta a mis pies. No me esfuerzo en ocultar mis rostro mojado.

Nadie se atreve a decir ni media palabra.

Nunca me ha gustado ser yo quién rompa el silencio, pero lo necesito. Quiero. Puedo.

Me aclaro la garganta y trago saliva con dificultad.

El demonio de mi derecha me dice que todo irá bien.

El angelito de mi izquierda confía en mí, tiene una voz familiar. Parece la de mamá.

—¿Me das un abrazo? —consigo preguntar, por fin. Levanto la cabeza y clavo la mirada en todos, pero en ninguno a su vez. Le regalo mi primer vistazo a Dylan, que relame su labio inferior y sonríe de forma desmesurada sin mostrar los dientes. Camina hasta a mí y a escasos centímetros de mi cuerpo, a punto de hundirme en su pecho, me aparta un mechón de la cara y contiene la respiración—. Os necesito.

Echo la mirada más allá de su hombro. Él gira para ver a los demás, que permanecen inmóviles, incluida Lara, que abre la boca con asombro como si hubiera visto una criatura imaginaria. Dylan asiente con la cabeza una sola vez, un simple gesto que, a ojos de mi angelito, reconforta. Mi demonio le odia con todas sus fuerzas, supongo que eso es bueno. Él me hace bien, me hace querer estar bien. Aunque por momentos parezca casi imposible.

El resto están acostumbrados a verme huir, pero no volver. No saben cómo actuar. No les juzgo. Yo actuaría igual o parecido si estuviera en su situación. Quiero que sepan que son mi familia, esa en la que te refugias cuando todo va mal. Ellos son la urbanización protegida en la que me gustaría vivir siempre.

Dylan, sin necesidad de estar formado por cuatro paredes, es hogar. Y en él me gustaría sentir, hasta la eternidad.

El primero en emprender sus pasos es Aron, que lo hace emocionado. Parece de hierro, pero últimamente ha demostrado que el hierro con fuego, se funde. Adopta formas impensables, se moldea. Él nunca ha permanecido estático, en una forma concreta. Quizás sea el momento en el que todos demos el paso de ser, sin miedo al qué dirán. Aunque sea entre las cuatro paredes de este apartamento. Y no hablo del lugar en sí. Sino de las personas.

Le sigue Lara, corriendo. Se mete entre un hueco que queda entre el cuerpo de Dylan y el mío. Empezamos a reírnos. Siento el pecho de Dylan impactar con mi mejilla. Sube y baja con rapidez, su carcajada es preciosa. Lara resopla sobre mi nariz, no puede parar de reír, creo que está algo espachurrada, pero no más que yo, eso seguro. Ella no tiene a dos corpulentos chicos apretando sus órganos. 

—He... he roto la barrera del contacto —digo, emocionada.

—¡Qué le jodan a la barrera del contacto! —grita Dylan, entre risas.

Falta él. Zack. Falta mi cómplice en batalla, desde el principio. No soy la única que se da cuenta, porque nos vamos alejando poco a poco, hasta que nos esparcimos por el salón y le observamos de espaldas a nosotros, mirando por la cristalera, con las piernas ligeramente abiertas entre sí y los brazos cruzados.

Lara se acerca hasta donde está y le pone una mano en el hombro. Él apenas la mira.

—¿Qué te ocurre? —pregunta—. ¿Qué tan cursi crees que es un abrazo grupal para no participar en él? Podemos dártelo de uno en uno, si lo prefieres.

—No quiero quedarme con ese sabor amargo de boca.

—Gracias, eh —masculla Aron. Zack ríe con sarcasmo y voltea para vernos.

—¿Creéis que esto va a ser para siempre? Nosotros, el grupo, Vancouver, el buen rollo, las fiestas, las noches de juegos de mesa y risas, los desayunos llenos de absurdas discusiones, el odio generalizado hacia Agus.

—Ten por seguro que lo último, sí —dice Dylan. Aron le da un codazo y este se encoge de hombros.

—¿Por qué se iba a acabar? —pregunto.

—Todo acaba, Natalia. Todo. Es ley de vida. Para dar la bienvenida a un nuevo camino, hay que decir adiós a otro. A lo largo de la historia siempre ha sido así, no creo que nosotros vayamos a cambiar la historia.

—Tienes razón —le digo—, pero en tu mano está conformarte con vivir la historia que ha predispuesto para ti la vida o trazar el camino que tú quieras recorrer, acompañado de las personas que quieras tener a tu lado.

—Dime, Natalia ¿Crees que haremos historia por ser el grupo de amigos que resistió a la tempestad o porque nuestro final sea tan trágico que a los libros de historia no les quede más remedio que recoger nuestra vida en cuatro páginas para que las futuras generaciones no cometan nuestros errores?

—De una forma u otra, estaré orgullosa de haber compartido mi tiempo contigo, Zack. Si mañana Vancouver no existe, tú seguirás existiendo. Y Dylan. También Aron y Lara. Incluso Lily. En mí seguirá viviendo Gia, mi familia, los compañeros de clase de primaria, mis antiguos profesores y el monstruo de las pesadillas —camino hasta él, Lara se aparta a un lado. Zack clava el azul del mar en mis ojos, con fuerza. Cargado de oscuridad—. Todas las personas que pasan por nuestra vida, construyen nuestra historia. Tú eres el encargado de escribirla.

—No creo que el final que tengo pensado para mi protagonista sea de agrado.

—Habrá que comprobarlo ¿no? Yo estaré ahí para leerlo, enano —le guiño un ojo.

—Ojalá —y me abraza.

—¡Abrazo grupal! —grita Lara, a carcajada limpia.

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