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Natalia.

Lo primero que hago nada más levantarme es llevarme las manos a la cabeza. Me duele tanto. Creo que nunca me ha dolido así. Me gustaría que fuera porque anoche acabé el día con los chicos del elenco en un bar de copas, pero lo cierto es que salí del rodaje a la hora de la cena y me vine al apartamento. Ellos se fueron a cenar juntos a nuestro bar de siempre, hasta me mandaron foto de lo que comió cada uno para abrirme el apetito y acudir ante sus súplicas y tentaciones, pero necesitaba estar conmigo.

Lara asegura que en mi interior tengo una batería social que unos días está llena y que en ocasiones se gasta y solo se puede recargar con soledad. Yo no creo que sea así, pues he comprobado que cuando más llena ha estado, han sido los días que he pasado con Dylan. Juntos. Él y yo. Sin la soledad. No sé cómo, ni qué tiene él que otras personas no, pero es capaz de hacerme no pensar, de invitarme a vivir en el presente y no en el triste pasado, ni en el futuro incierto. Eso significa no escuchar las voces de mi cabeza que me recuerdan todo lo que hago mal, mis defectos e imperfecciones y cada golpe, insulto o abuso que he soportado.

Es el politono de llamada de mi móvil lo que me hace maldecirlo todo. He estado a punto de derramar la leche. Dejo el brik en la isla de la cocina y corro a por el móvil. Por el camino impacto contra la mesa del salón. ¡Mi maldito dedo meñique! Doy saltitos de dolor. Cuando alcanzo a ver la pantalla del teléfono, veo una llamada entrante de un número desconocido. La ignoro. Conozco las tácticas que el monstruo de las pesadillas usa para ponerse en contacto conmigo. No quiero caer en su trampa.

¡Joder!

Es la quinta vez que suena la maldita cancioncita. Estoy empezando a odiar el tono de llamada que compré en la tienda de iTunes. A la sexta vez que suena, descuelgo.

—¡Qué! —espeto, con un tono de voz más agudo de lo normal.

Al otro lado de la línea alguien ríe y, aunque no se trata del monstruo de las pesadillas, me aterra de la misma forma. Un escalofrío recorre mi cuerpo de pies a cabeza, y escala por mi espalda hasta llegar a la nuca. Me hace caer de culo sobre el sofá. Y de repente, no puedo hablar. El dolor del pie ha desaparecido y el de la cabeza pasa desapercibido. No soy capaz de verbalizar mis pensamientos. Y confirmo la peor de mis sospechas; son capaces de adueñarse de mis emociones, mente y cuerpo aún estando a kilómetros de distancia.

—¿Vas a decir algo? O... ¿vas a pasarle el teléfono a ese chico para que te defienda? —Cierro los ojos y cojo aire profundamente.

¿De quién habla? ¿Está hablando de Dylan?

—Deberías avisarlo, Natalia. La próxima vez no tendré compasión. Dile que se manten­ga al margen. Y que no vuelva a ponerse en contacto conmigo.

—No sé de qué me hablas —mascullo.

—Ah, ¿no? —ríe sarcástico—. Me ha llamado amenazándome. Cree que estoy allí... y créeme, Natalia, si fuera así, me hubieras sentido.

Trago saliva cuando el timbre de mi apartamento suena.

—¿Quién es? Es él, ¿verdad? ¡Ponle al teléfono!

Abro la puerta con un dedo sobre mis labios, indicando silencio. No sé qué hacen aquí tan temprano y sin desayuno que ofrecer, pero eso es lo de menos. Zack y Aron me miran con el ceño fruncido y el rubio, pese a que parece haberse despertado con ganas de pasarlo bien, deja la mochila de deporte que cuelga sobre su hombro en el suelo y ocupa un lugar enfrente de mí, de pie y con los brazos cruzados. Aron se sienta a mi lado. Los dos amigos se miran extrañados, entre sospechas e incertidumbre.

—¡Respóndeme! —grita.

También reproduce un par de insultos que finjo no haber escuchado mientras me alejo el móvil unos centímetros de la oreja. Habla tan alto que Zack y Aron lo escuchan. Es el rubio quién, como exigencia, me pide por señas que active el altavoz. Y no quiero hacerlo, porque eso significa contar qué está ocurriendo en mi vida. Pero recuerdo las palabras de aquella jueza que dejó libre a mi agresor por falta de pruebas mientras yo lloraba desconsolada, envuelta en golpes. Zack parece sospechar y usa la grabadora de sonidos del móvil para grabar la conversación

—¡Qué me respondas! —insiste.

—¿Qué? —me atrevo a responder.

—¿Quién está contigo?

—Nadie. Ha llamado el cartero —me justifico.

—¿Dónde estás?

—No te lo voy a decir.

—Tengo tu ubicación, cariño.

El miedo se apodera de mi cuerpo. También la ansiedad. Y, en un impulso involuntario, como nunca antes ha reaccionado mi cuerpo, levanto el brazo y, sin colgar, estampo el teléfono contra la pared de ladrillo. Zack esquiva el terminal como puede y corta la grabación. Aron acerca su mano a mi pierna para consolarme, pero me aparto rápidamente. Siento mi pecho subir y bajar muy deprisa. Y el corazón bombear sangre de forma descontrolada. Mi puño se cierra y mis uñas vuelven a clavarse en mi piel, como de costumbre.

—Cambio de planes, pasaremos primero por el centro comercial a comprar un nuevo móvil —dice Zack, observando el mío hecho añicos—. Tienes fuerza eh. Yo que Agus... no te haría enfadar...

—¿Quién era? —inquiere Aron. Zack le dice algo así como que no es momento de preguntar nada, pero yo le miro haciéndole entender lo contrario.

Hablar del tema, quizás sea el primer paso para pararle los pies a mi ansiedad.

—Era...

—¿Tu padre? —pregunta de nuevo.

De un movimiento brusco clavo mis ojos en los suyos. Mi mandíbula se tensa y a él lo veo tragar saliva con dificultad. La nuez de su garganta baja y sube con lentitud.

—No vuelvas a usar esa palabra para referirte a él —le advierto—. Él es la persona que más daño me ha hecho.

—Bien —Zack se frota las manos—. SI el se toma la libertad de hacerte daño, yo también lo haré con él. ¿Dónde dices que vive?

Pongo los ojos en blanco, pero cuando observo al rubio con una ceja arqueada él se encoge de hombros y me confirma que lo que acaba de decir no forma parte de una de sus bromas. Zack se acerca hasta mí y me da un beso en la coronilla. No me aparto, porque algo me dice que puedo confiar en él. Él se da cuenta, porque pronuncia un sutil gracias que hace que se erice el vello de mi piel.

—Yo me encargo de hacer café suficiente. Aron hará tostadas —el aludido se levanta de un salto y acude hasta la tostadora sin rechistar.

—¡Yo y las tostadas! ¡Siempre yo! —exclama Aron.

—Ve a cambiarte de ropa, enana. Coge ropa de deporte, el monitor nos estará esperando en el gimnasio.

—¿Monitor? ¿Qué monitor?

—Tu futuro novio —contesta Aron.

—Dylan —aclara Zack, con frialdad.

—No quiero verle —informo, de brazos cruzados—. Se ha puesto en contacto con él. Para amenazarle o... qué se yo.

—Qué cabrón... —masculla Zack.

Aron le fulmina con la mirada.

—¿De verdad le vais a tomar la palabra a un criminal? —exclama, sin quitarnos ojo—. ¡Estamos rodeados! No es justo que dudemos de una de las pocas personas que ha demostrado poder confiar en él.

—¡Es lo que ha dicho! ¡No sé nada más!

—Natalia, es Agus el que tiene chanchullos con Axel. El único que tiene su teléfono —se frota la cara con ambas manos—. ¿No ves que lo único que quiere es separaros? ¡Y si no permanecéis unidos lo conseguirá!

—Suficiente dosis de azúcar por hoy —comenta Zack sin venir a cuento—. ¿Vamos ya al gimnasio?

¿Y a este ahora qué le pasa?

Hace años que no practico deporte. Siempre ha ido directamente relacionado con mi ansiedad. Usaba la danza y el boxeo para evadirme. Para descargar. Era la única forma que conocía de deshacerme de la rabia que me producía la situación que atravesaba y las injusticias de la vida. El monstruo alardeaba de mis aficiones y lo bien que me desenvolvía en ellas delante de la gente. Detrás de bastidores todo era diferente. Odiaba verme brillar. Necesitaba apagarme. Cada vez que me anula dejo de ser un poco menos mía para ser un poco más suya. Y ya me he cansado de vivir así, a merced del miedo. De él.

—¿Y esos guantes? —me pregunta Zack cuando salgo del vestuario, sorprendido.

Vamos caminando por el gimnasio. Los chicos me miran. Zack les lanza miradas asesinas.

—Fue la primera compra que hice cuando vine a Vancouver. Tenía la intención de apuntarme a un gimnasio, pero no conocía ninguno. Hasta hoy, supongo.

—¿Has boxeado alguna vez? —curiosea Aron.

Tiene una extraña manía de hablar mientras camina de espaldas al mundo. El día menos pensado se caerá. De repente, se choca con una máquina de hacer ejercicio y un monitor le llama la atención entre gritos y aspavientos. Zack oculta una risotada.

—¡Madre mía! Cómo se ha puesto... si solo ha sido un golpe de nada.

En ese mismo instante escuchamos piezas caer al suelo. Después, un gran estruendo. La gente cuchichea y nos mira. No queremos fijarnos, pero la curiosidad nos puede. Al voltearnos vemos la máquina desmontada, como si la hubieran demolido. Abrimos los ojos y nos quedamos sin habla. Aron hace los honores y rompe el silencio.

—Yo mejor me meto a una clase de... —echa la vista hacia arriba para ver una de las pantallas con los horarios de las clases—. ¡Aquagym! ¡Voy a por el bañador!

Echa a correr hasta salir de la sala de ejercicios. Zack y yo continuamos andando en busca de Dylan entre la multitud.

—Alguien me enseñó a boxear cuando sólo tenía cuatro años. Volvió del trabajo con un saco y unos guantes. Eran de color rojo. Yo me puse súper contenta, era la primera vez que me regalaba algo. Él sonreía y yo no sabía por qué. Decía que quería enseñarme a pelear para que pudiera defenderme. El problema es que era de él de quién tenía que defenderme. Nunca conseguí poner en práctica lo aprendido, todo lo que me enseñó.

—¿Estás hablando de tu padre? —deduce, y siento un nudo formarse en mi garganta. Me limito a asentir con la cabeza.

—Te agradecería si no le llamas así. Se llama...

—Está bien. Lo llamaremos sin nombre. Sin ser esto Harry Potter, será el Señor Tenebroso de nuestro mundo —me tranquiliza—. Si tengo oportunidad, acabaré con él.

—Zack —le advierto.

—Ahí está Dylan —responde, como si nada.

☾☾☾⋆☽☽☽

—Codos hacia adentro, manos hacia arriba, la izquierda bajo la mejilla y la derecha bajo la barbilla. El mentón siempre hacia abajo, escondido, los pies...

Antes de que termine de explicar los conceptos básicos del boxeo ya he adoptado la postura requerida. Dylan asiente con la cabeza y se ajusta el velcro del guante de la mano derecha. Me pide que sujete el saco, él le dará primero. Se piensa que necesito una demostración, pero estoy harta de hacer esto mismo. Aun así, dejo que se venga arriba.

Mientras da saltitos, con la respiración entrecortada masculla:

—Tienes que contraer el cuerpo, que tus músculos trabajen... ¡Hay que hacer fuerte a la mente!

—¿Desde cuándo eres Rocky?

Dylan ríe, perdiendo la fuerza en uno de los golpes.

—¿Alguna vez has visto las películas?

—Nunca les he puesto interés.

—¿Y a mí? ¿Pones interés al verme boxear?

—Como si viera a una mosca revolotear sobrevolando los deberes en clase —le digo, con superioridad. Me fijo en su torso, cubierto por una camiseta de tirantes—. ¿No tienes calor?

—¿Quieres que me quite la camiseta?

—No. La verdad es que no, por eso preguntaba —me burlo—. No quiero verte como tu madre te trajo al mundo.

Su rostro se vuelve serio, aparta la mirada, se quita la camiseta y la tira al suelo.

No sé en qué piensa cuando golpea el saco, pero parece enfadado. Muy enfadado.

No puedo dejar de mirarle. Su piel es adictiva, por no hablar de su firme torso. Por él caen unas gotas de sudor. Sigo su recorrido hasta que desaparecen cuando entran en contacto con la goma del pantalón. Zack, desde la zona de pesas silva y me hace entrar en contacto con la realidad. Dylan se ha dado cuenta de cómo le estoy mirando y no se esfuerza en ocultar la sonrisa chulesca que se dibuja en su rostro.

—Mi turno —digo, confiada. No quiero venirme arriba y el primer golpe que propino al saco es muy suave. Dylan me mira con una ceja arqueada como diciendo «¿Eso es todo lo que sabes hacer?». Agarra el saco con dos manos y lo agita con ímpetu—. Relaja, Rocky. Para no haber visto las películas... te vienes muy arriba ¿eh?

Hace una breve pausa para añadir:

—Me gusta esta versión de ti, la que pelea. Dale duro.

—El saco se pega con fuerza, en la cama en la cama es donde se da duro, querido Dylan.

Él no puede evitar sonreír, mientras muerde sus labios.

—Imagina que el saco son ellos.

—¿Qué? ¿Quiénes?

Ellos.

No muevo ni una sola parte de mi cuerpo. Esta vez no es la ansiedad la que se está apoderando de mí, sino mi autocontrol. No estoy segura si quiero ceder ante la posibilidad de que Dylan conozca más de mí, pero recuerdo que he sido yo la que le ha pedido que me acompañe en este proceso.

Quizás y solo quizás, limitarme a vivir sin pensar en las consecuencias —porque pegar a un saco no me va a hacer sufrir las consecuencias más allá de lo que se conoce por agujetas—, sea uno de los pasos hasta aprender a vivir en calma.

Dylan se adelanta. Se aclara la garganta y vuelve a agitar el saco para llamar mi atención. Lo golpea de forma repetida, quiere mantener mi concentración sobre un mismo punto. Doy el primer golpe con la diestra y él muestra un gesto de conformidad. Cuando voy a dar el segundo, freno el movimiento del brazo a mitad de camino.

—¿Qué está pasando con Agus?

Dylan se interpone entre el saco y yo. Y traga grueso.

—No me gustan las mentiras —continúo. Le propino un golpe seco al saco. Él se muestra impactado—. Se ha puesto en contacto con... bueno, mi padre. Se ha hecho pasar por ti, Dylan.

—¿Cómo dices?

—Si algo he aprendido estos años es que, cuando crees que vas un paso por delante de un delincuente, él te ha adelantado hace tiempo —me desabrocho un guante para acomodarme el flequillo mientras él me observa. Extiendo el brazo para que me ayude a ponérmelo—. Prométeme que no dirás nada. Por mi bien. No quiero que Agus sepa que lo sé, ni que el monstruo me ha llamado. Sabe donde estoy. Es cuestión de tiempo que en mi vida todo vuelva a ser la misma mierda de antes. O peor.

—Peor —repite, con tristeza en su voz—. ¿Por qué crees eso?

—Porque hasta hace un mes sólo tenía que cuidar de mí y ahora saben que la mejor forma de joderme es haciéndome daño a través de ti.

Dylan intenta decir algo. Sus ojos se abren como si en mis palabras hubiera un ápice de esperanza y yo suspiro. Soy consciente de lo que acabo de decir, y no me arrepiento, porque en el fondo quiero que él sepa lo que me hace sentir, pero que no podemos ser. Y también merece saberlo.

—Amigos, Dylan. Tú y yo solo podemos ser amigos.

La frase parece haber sido suficiente, porque él asiente, me quita la mirada, se ajusta el guante de nuevo, coloca el saco delante de su cuerpo, lo sujeta y agita con brusquedad. Con un gesto me pide que regrese al entrenamiento.

—Supongo que ya lo sabes, no me las voy a dar de experto, pero el deporte es un gran aliado para combatir la ansiedad. Usemos este saco como algo simbólico. Pegarlo será como ir andando por tu mente destruyendo cada momento malo que la forma.

Adopto la posición y hundo la mirada en el saco.

—¡Pega con fuerza, amiga!

Y no sé si es su charla motivacional, mi intensidad, las ganas por volver a practicar deporte o que me acaba de llamar amiga, pero siento unas ganas horribles de reventar el saco a base de golpes. Y lo hago. Pego con la derecha. Y después la izquierda. Dylan, entre gritos, me pide que no pare. No puedo evitarlo, imagino que lo dice en otra situación. En una cama. Sobre mi boca. Y de repente me muero de calor.

Cuando cree que he finalizado mi dosis de boxeo, suelta el saco. Ya es demasiado tarde cuando quiero reaccionar, porque mi puño derecho ya ha impactado con fuerza en su cara. Dylan se echa hacia atrás con las manos en la nariz y me mira con los ojos muy abiertos.

—Vaya golpe de diestra —musita, alucinado.

—¡Lo siento! Lo... ¡Ay mi madre, estás sangrando! —grito, al ver su nariz. Dylan tapona el orificio con la mano y yo le sostengo por los brazos, por miedo a que pueda desmayarse. Sin pensarlo, caminamos hasta el puesto del responsable de la sala. Cuando alza la cabeza para vernos llegar, frunce el ceño—. ¿Tienes papel? ¿Gasas? Hemos tenido un percance...

—¡Tú eres amiga del que se ha cargado la máquina! —brama.

—Mierda.

—¿Habéis roto una máquina? —pregunta Dylan—. ¡Es mi gimnasio de confianza!

—Cambio de planes. Voy a buscar mi mochila a la taquilla, no te muevas de aquí.

—¡Espérame!

Corro escaleras abajo y, con los guantes puestos, intento abrir el candado de la taquilla. No puedo. Es imposible. ¡Joder, pues claro! Me desabrocho uno primero, y el otro de seguido. Los dejo caer al suelo y abro la taquilla. Con la mochila sobre el hombro, con el corazón a mil por hora y escaleras arriba recuerdo que he olvidado los guantes en el vestuario. Regreso, los recojo y al salir por la puerta emito un chillido al chocar de frente con Dylan.

—Qué guapa estás acalorada.

—Se te olvida que estoy sudada.

—En el sexo también se suda ¿Sabes? Y no me da asco.

—¿Insinúas algo? —Dylan se señala y niega con la cabeza, con gesto irónico. He entrado en su juego, mierda. Me froto la cara con desesperación y seco las gotas de sudor que caen por mi rostro con ayuda de una toalla. Recuerdo lo ocurrido hace unos minutos—. ¿Tú no estabas sangrando?

—Eran dos gotitas de nada, ni que fuera una hemorragia...

—¡Te he pegado un puñetazo! Soy... soy...

—No eres tu padre, Natalia —me recuerda. Y se lo agradezco.

—No estaba pensando eso —miento—. Quería decir que soy un desastre. ¡Y lo siento!

—Hacen falta muchos como ese para poder conmigo.

Son las tres y media de la tarde. Me pongo los auriculares y salgo del edificio. Andar por las calles de Vancouver es un sueño hecho realidad. No recuerdo la última vez que caminé sola por la calle sin miedo a lo que pudiera pasar y aquí puedo hacerlo siempre que quiera, aunque el miedo siga estando dentro de mí, ellos no están cerca. Eso me tranquiliza.

Aprovecho que he cambiado de canción para reproducir Cinema de Harry Styles. Le escribo a Dylan para decirle que ya voy de camino al set de grabación. Esta tarde grabamos tres escenas juntos. Cuando salgo de la pantalla del chat veo la cuenta atrás qué tengo anclada en la pantalla de inicio del móvil y sonrío. Cada vez que lo pienso siento ganas de llorar. No me puedo creer que alguien haya invertido dinero, ilusión y tiempo en mí y me haya hecho el que se ha convertido en el mejor regalo de mi vida. Sólo quiero que llegue el día del concierto. Y vivirlo a su lado. Porque aunque me haya dejado elegir acompañante, en mi mente no existe mejor elección que su compañía. Aunque eso signifique aceptar riesgos y asumir que, quizás mi canción favorita siempre me recuerde a nosotros.

De camino, llamo a Lara.

—Pensaba que ya me habías cambiado por otra... —comienza diciendo, nada más descuelga el teléfono. Suena molesta—. ¿Cuándo pensabas llamarme? ¡Me he enterado por Zack que Dylan te ha regalado entradas para Mrs. Styles! ¡Y que has estampado el móvil! ¡Y que has besado a Dylan en frente de las cámaras!

—¿Por qué no quieres que forme parte de la historia que has comenzado con Zack?

—¡Oh, venga! No me cambies de tema... ¿Te lo has tirado ya?

—Qué pesada...

—Lo siento —cantusea. No respondo, no lo haré hasta que ella no responda mis preguntas. Lara suspira—. Tengo dudas, miedos... es complicado. Estamos lejos, Natalia. Él tiene su vida y yo...

—Y tú aun no has encontrado el momento de poner límites a lo que el llama «su vida».

Lara guarda silencio.

—Zack es un apoyo diario, pero tú... Lara. No mereces a un idiota que no se decide.

—Supongo que si ambas aplicáramos en nuestras vidas los consejos que le damos a la otra, cambiaría algo dentro de nosotras. Pero como no es el caso... ¡Al grano! ¿Con Dylan bien?

—Si a bien se le puede llamar al tira y afloja que tenemos... sí. Supongo que bien.

—Tienes que dejar de pensar. Y actuar. Hacer lo que sientas.

En la puerta del set, Dylan me espera comiendo chuches. Cuelgo la llamada y guardo el teléfono en el bolso. Hoy no está fumando. Me ofrece regalices y cojo dos, son mis favoritos. Rojos, llenos de pica pica.

—¿Dónde te has dejado el tabaco?

—¿Desde cuándo eres fumadora? —evita contestar mi pregunta con otra pregunta—. No quería que estuvieras oliendo el olor del tabaco mientras grabamos. Sé que no te gusta. No me cuesta nada no fumar hoy.

—Podrías dejar de fumar no solo hoy, siempre.

—Se dice «Hola ¿Qué tal joven y apuesto Dylan?» No hacen falta ataques gratuitos. Además, te he comprado tus chuches favoritas —dice, con chulería.

—No quiero que mueras.

—Yo también te quiero, morena —me guiña un ojo.

—¿Es ironía? —frunzo el ceño.

—¿No sabes cómo preguntarme si te quiero y tratas de usar excusas de mierda? Si me lo preguntas, te lo diré.

Pongo los ojos en blanco y alargo el brazo para meter la mano en su bolsa de chuches y robarle otros dos regalices. Le doy en la cara con uno de ellos y macho su mejilla de azúcar. Dylan no da crédito.

¿Qué hago?

Debería limpiar este desastre ¿no?

No puedo irme corriendo y dejarlo así ¿verdad?

Sería de muy pero que muy mala amiga ¿sí?

Me acerco hasta él y su respiración se paraliza, incluso, tira al suelo la bolsa de regalices. Saco la lengua y la deslizo por su mejilla de forma sensual. De un lametón elimino cada ápice de azúcar. Al instante, le propino un beso en la comisura de los labios que le pilla de imprevisto. Más aún, si es que es posible. Me apetece romper la barrera de contacto cero y sentirle más cerca que nunca. Él cierra los ojos esperando sentir uno más, esta vez sobre sus labios, pero le dejo con las ganas cuando pulso su frente con un dedo hasta hacerle tocar la pared con suavidad.

—No sé cuánto tiempo más podré resistirme —confiesa.

—¿Crees que podrás aguantar sin besarme hasta el sábado?

—¿Qué pasa el sábado?

—Tenemos una cita —digo. Y abro la puerta de set, con él a mi espalda. Lo miro por encima del hombro para asegurarme que me está observando—. Prepara un plan... a la altura de una primera cita.

¿¡PERO QUÉ ESTOY HACIENDO!?

En el interior me adelanta y, ni los gritos que proceden de más al fondo nos hacen distraernos de nuestro ahora, tema favorito.

—Los amigos no tienen citas.

—¿Quién ha dicho que tú y yo seamos amigos?

—Mmmm ¿Tú? —responde, haciendo burla.

Ha llegado el momento de actuar. Nada de pensar.

—He cambiado de opinión, Dylan —suspiro—. Tú y yo nunca podremos ser amigos.

Me centro en mis síntomas. Por primera vez no hay ni rastro de ansiedad, nervios, pálpitos en el párpado, corazón acelerado ni respiración entrecortada. Y me siento bien, muy bien. Porque estoy sintiendo algo que nunca había sentido antes, y quiero ver hasta dónde puedo llegar.

He dejado de dudar, Lara.

Dylan me mira con detenimiento. De fondo se siguen escuchando los gritos, pero cuando lo miro, esta vez con la intención de ver más allá en su interior, no oigo nada. Y me siento en paz. Y allí estamos los dos. Yo enfrentándome a la calma y él a mi lado, haciéndome compañía en el proceso, cumpliendo su promesa.

—Dilo —murmura.

—¿Qué?

—Quieres decirlo. Hazlo.

—Me gustas —confieso, en un susurro.

—Lo sé —sonríe.

Me aparta un mechón de la cara e imito su gesto, entregando la mejor de mis sonrisas.

Me siento relajada, liberada. Quizás, ser sincera y justa con los demás tampoco es tan mal plan. Dylan reacciona de la forma que espero, hunde su mano por debajo de mi pelo y me planta un beso en la mejilla.

—Tú también me gustas, morena.

Me aparta un mechón de la cara e imito su gesto, esbozando la mejor de mis sonrisas.

Me siento relajada, liberada. Quizá, ser sincera y justa con los demás tampoco es tan mal plan. Dylan reacciona de la forma que espero, hunde su mano por debajo de mi pelo y me planta un beso en la mejilla.

—Tú también me gustas, morena.

Gia se acerca hasta nosotros y con un gesto tierno se disculpa por interrumpir nuestro momento. Se quita las gafas moradas de pasta y comienza a pasar las páginas del montón de folios que repo­sa sobre su brazo.

—No hay tiempo que perder, ¡vamos! —exclama con voz aguda.

—No vuelvas a hacer eso, por favor —le pide Dylan—. Me re­cuerdas a Agus.

Después de las grabaciones, irrumpo en el despacho del director. Cierro la puerta a mi espalda y bajo las persianas. Antes de bajar la última y ante la atenta mirada de Agus detrás de mí, Dylan se extraña al verme tras la cristalera y camina con paso firme hacia aquí. Corro hacia la puerta y echo el pestillo.

—¿Qué demonios haces? —inquiere de pie detrás de la mesa.

—Sea lo que sea que te traes con mi padre entre manos, mantenme alejada. No va a ser suficiente una llamada para alejarme de Dylan, ya no.

Y me marcho de la sala, dando un portazo.

Busco a Dylan en la nave, pero no hay ni rastro. Gia me señala el camerino y sonrío. No me puedo creer lo que estoy haciendo. Ni, que se dice en las películas instantes antes de besar por primera vez a la persona que te gusta. He abierto la puerta del camerino con ímpetu y Dylan me mira con la ceja arqueada sin soltar el móvil. Tiene una pierna sobre el tocador y está sentado con pasotismo sobre el asiento que se encuentra frente al espejo. No quiero mirarme en el reflejo, lo último que necesito es saber la cara de situación que tengo. Cierro los ojos, cojo aire profundamente y vuelvo a clavar mis ojos en sus ojos. Escalo hasta su boca.

—¿Qué hacías en el despacho de Agus? —comienza.

—No vengo a hablar de eso.

Él frunce el ceño.

—¿Y bien? —continúa.

Suelto el pomo de la puerta, recorro los tres pasos que nos separan, me paro en frente de él y suelto todo el aire por la boca. El corazón me va a mil por hora y siento nervios en partes de mi cuerpo que no sé que tenía. Dylan permanece inmóvil en frente de mí. No sé cuánto tiempo me quedo mirándole sin decir palabra, pero al escuchar al director gritar enfadado de fondo, me acerco hasta la puerta, la cierro y me quedo de espaldas a él, con el pomo en la mano.

Cierro los ojos con fuerza y vuelvo a respirar profundamente.

Puedo hacerlo. Y lo hago. Me giro y le veo de pie detrás de mí, bueno, ahora en frente. A centímetros de mí. Derretirme no es una opción aunque, tenerle cerca hace que mi cuerpo tenga mucho pero mucho calor. Sus ojos recorren mi rostro y levanta las cejas esperando una respuesta.

—Quiero besarte —confieso.

—Lo sé.

—¿Tú quieres que te bese?

—Es lo único que quiero.

—Es ahora cuando debería besarte ¿No?

—¿Puedes dejar de hablar y besarme de una vez?

Alarga el brazo y con ayuda de su mano, apoyada en mi nuca, me atrae hacia él. La mano contraria reposa en mi cadera y su respiración se cuela por el hueco que forman mis labios. Tengo los ojos clavados en su boca, que grita querer un beso mío, y me da igual que se haya dado cuenta, porque voy a hacerlo. El momento es perfecto y, hasta para mí que escribo romance, parece irreal. Su perfume y el mío forman un intenso aroma que hago nuestro, casi tanto como mis manos en su piel, que se aferran a su espalda como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina.

Es la primera vez que tengo el impulso de lanzarme a la boca de alguien. Y me encanta la sensación de saber que él será mi primera vez, aunque no mi primer beso, pero quizás si los últimos labios. Un escalofrío recorre mi cuerpo de cabeza a pies cuando Dylan impulsa mi barbilla hacia arriba con ayuda de su dedo pulgar e índice y hace que mis ojos se claven en los suyos. Estoy perdida. Porque creo que, aunque me gusta lo que veo de él en su forma física, lo que lleva por dentro me gusta aún más..

—Sé tú la que dé el paso. Hazlo ya —me suplica, dejando caer sus párpados.

—Te mancharé de pintalabios.

—Me quedará bien.

—¿Y si no te gusta?

—Me encantará.

—¿Y si no me gusta a mí?

—No volveremos a besarnos —dice y ladeo para dejar de mirarle. Su mano se aferra a mi mejilla, mientras me acaricia. Y algo me hace querer mirarle mientras lo hace—. Querrás repetir, te lo aseguro.

Me acerca a su cuerpo provocando que nuestras caderas se rocen y capto la señal. Es el momento. Y no puedo alargarlo más, ni tampoco quiero. Inspiro profundamente e intento no pensar en todas esas voces que me están diciendo que no soy suficiente, que tampoco soy su tipo de chica, que a un chico como él nunca le gustaría alguien como yo...

—Te miente —dice.

—¿Quién?

—Tu cabeza, tu ansiedad. Te están mintiendo —abro los ojos y él sonríe. No sé cómo lo sabe y no quiero averiguar cómo lo ha descubierto—. Me gustas, Natalia. No mentía. Y lo haces desde mucho antes de saber que existías.

Estampo mi boca en la suya y no le doy tiempo de reacción. Nuestros labios entran en juego e intercalan movimientos entre sí mientras nuestras lenguas se deslizan una sobre la otra. Sabe a refresco de Cola. Y creo que mi boca aún guarda el sabor del chicle de fresa que he tirado antes de entrar al camerino. Mi mente va muy deprisa y a la vez muy despacio. Y no sé si esa sensación me gusta o me encanta.

Dylan aferra sus manos a ambos lados de mi rostro y acabo con la espalda pegada a la pared en un intento por llevar la intensidad más allá de nuestros cuerpos. Río sobre sus labios y él me devuelve la sonrisa en forma de gemido. Siento las altas temperaturas acechando mi integridad física y temo porque el termostato explote. No puedo dejar de tocarle. Me deslizo por debajo de su blanca camiseta, sintiendo su espalda bajo las palmas de mis manos. Y quema. Tiene una piel muy suave. Y la quiero sentir bajo mis labios. Es entonces cuando vuelve a gemir y caigo en cuenta de lo que está teniendo lugar.

Le estoy besando.

Estoy besando a Dylan Brooks.

Y me siento la protagonista de mi propia historia de romance.

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