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10.1

Corregido ✅

Dylan.

Zack me encuentra en la playa al final de la mañana. Sin decir nada se sienta a mi lado. Saca un lote de seis birras y abre dos de ellas con ayuda del abridor. Me tiende una y él le da un trago a la suya. Dejo la mía sujeta en la arena. No quiero beber. No quiero convertirme en Agus. No quiero ser él. Y... mucho menos ahogar mis penas en una puta botella de alcohol, tal y como él hace pasada cierta hora.

Cuando me meto de lleno en mis pensamientos doy miedo. Soy capaz de lo impensable para que los recuerdos dejen de azotar mi jodida cabeza una tras otra vez. Creo que ese fue el punto de unión con Natalia y su historia. Ella vive por olvidarlos y yo muero por revivirlos.

Ambos compartimos una opinión, necesitamos que desaparezcan cuanto antes.

Cuando peor estoy acuden a mí para hacerme sentir aún peor. En todos ellos sale mi madre, es la protagonista. Serena Evans es la primera mujer que me rompió el corazón. Y duele saber que el apodo que tenía para ella es mamá. Duele saber que ha sido capaz de rehacer su vida sin mi padre, sin mí. Que para ella tan solo hemos sido el camino hasta alcanzar lo que quería, la cima de su profesión, esa a la que renuncié dedicarme cuando descubrí los entresijos de los altos cargos, incluida ella.

—Natalia se ha quedado preocupada. Me ha costado convencerla para que no viniera conmigo. No te aseguro que no me haya seguido... No sabía cómo te encontraría; si llorando, borracho, en una fiesta a veinte kilómetros de aquí o planeando el asesinato de un director de cine. Y he de decir que si lo último aún estuviera en tus pensamientos... Estaríamos a un paso de ser los presos más atractivos de Canadá, colega.

—No me lo digas dos veces, que me lo pienso —bromeo, sin sonreír.

—Dylan Brooks Evans —me nombra, haciendo énfasis en mi segundo apellido. Yo le miro con la ceja arqueada—. Agus me ha pedido que acudiera a su despacho, y después de hablar conmigo me ha obligado a prometerle que no te diría nada, pero nunca he sido un experto guardando secretos. Por eso mi madre me llamó Zack y no «guardián de los secretos» —contengo una risotada y él se da por satisfecho al sacarme una sonrisa—. Me ha pedido que le haga un favor. Necesitaba añadir una placa de color negro al móvil de Natalia. Me ha ofrecido dinero, pero no lo he aceptado. Se ha enfadado y me ha amenazado con echarme del elenco ¿Crees que alguno de nosotros podría ceder?

Pero ¿Qué?

—Zack, eso era un micrófono. He visto cientos de ese tipo en mi casa.

—Dylan Brooks Evans —vuelve a repetir, más a propósito que nunca. Pongo los ojos en blanco—, tienes dos minutos para contarme la relación que tienes con Agus si no quieres que empiece a sospechar de ti. Ha recalcado que no te dijera nada hasta en tres ocasiones.

—¡Yo también podría sospechar de ti! —alzo la voz.

Zack no responde, mantiene la vista clavada en el horizonte y le da un trago a la cerveza. Por inercia, yo también le doy un trago a la mía.

—Está bien. Más te vale que no seas el infiltrado del que hablas, porque te haré desaparecer, Zack. Te lo aseguro.

—Asumo los riesgos, querido Brooks —dice, con tono de voz interesante.

—Mi madre y Gia eran muyamigas, íntimas; mi padre y Agus también. Los cuatro ingresaron en el cuerpo de policía de Nueva York, ellas patrullando y ellos formandoparte de la secreta. Mi madre fue laúnica que llegó a ser un alto cargo. Gia presentó su dimisión cuando mi madre se fue de casa. No quería compartir ni espacio ni tiempo con ella. Mi padre pidió eltraslado de comisaría, pero mi madre no se lo concedió. Por un lado, fue mejor.

»Más tarde se destaparon chanchullos, crímenes sin resolver, mentiras y movimientos extraños de dinero de los que mi madre se quedó fuera porque Agus dio la cara por ella. Ella viene de una fa­ milia de policías, el resto no. Supongo que... Bueno, pese a tener las espaldas bien cubiertas, también tenía una reputación que cuidar. Los primeros años sin ella Agus y Gia adoptaron el papel de padres conmigo. En realidad, Gia siempre ha sido una segunda madre para mí desde que la de verdad dejó de ejercer el papel principal. —Hago una pausa para encenderme un cigarro. Le doy una calada y expulso el humo—. Pillé a Agus y a mi madre juntos, por primera vez, una noche volviendo de fiesta. Gia había volado hasta su ciudad natal, Weston, en Florida, porque su madre había fallecido. Perdí las llaves por culpa del alcohol y no tenía forma de entrar en casa. Fui hasta el apartamento de Agus para pedirle el llavero de repuesto, pero cuando llegué a la esquina de su calle vi a mi madre de su mano, besándolo en la puerta.

»A raíz de aquello me volví loco. Creo que por unas semanas

llegué a perder la cabeza por completo. Los seguía allá donde fueran. Usé la tecnología de la policía que mi padre aún guardaba por casa para acceder a sus teléfonos. Una vez logré recabar las pruebas sufi­cientes, dejé de usar el dispositivo. Y marqué distancias con él, sin que Agus se diera cuenta, obviamente. No quería hacerles daño, solo descubrir la verdad, esa que ella no había tenido valor de con­tarme.

—Si alguna vez necesito un agente secreto, te pediré presupuesto.

—No debería de haberte contado... todo.

—Si luego te arrepientes, culparemos a la cerveza —comenta con tono burlón. Levanta la lata y choca contra la mía—. Por nosotros, colega.

—Zack, no estoy de humor. Lo que me has dicho no pinta bien. No me fío de Agus y mucho menos de la persona que tiene al lado. Así que por favor, mantén a Natalia al margen de todo esto y si descubres algo, dilo.

Tras unos segundos en completo silencio mirando las olas del mar, añado:

—¿Ves a Agus capaz de matar?

—¿Estás de coña? —masculla Zack. Lo miro desafiante—. No, no lo estás.

—Lo único que hay en mi vida que podría hacerle perder la cabeza es Natalia. Ella no soy yo, Zack. No sé cuántas veces le ha plantado cara en lo que llevamos de semana. Cada enfrentamiento es peor que el anterior. No sé si es porque me tiene de ejemplo o simplemente porque no soporta que otro hombre se vea en el derecho de ningunearla.

—¿Y qué quieren de Natalia?

—No lo sé, Zack. No lo sé —le digo, mirando al cielo—. Sólo sé que pase lo que pase, no quieren que lo sepa. Y van a hacer lo imposible porque no me entere.

—¿Por qué hablas en plural?

—Por nada —miento.

Zack deja de mirarme y abre otra birra. Me ofrece una segunda, pero declino su oferta enseñándole la otra. No la he terminado. Parece mustio.

—¿Y a ti qué te pasa?

El rubio se empieza a reír a carcajadas. Yo lo observo con las cejas en alto ¿Qué mosca le ha picado? Creo que el alcohol está empezando a hacer efecto en su organismo... Esto no es normal.

—Estoy cansado de que me rompan el corazón —dice, con seriedad. No le puedo tomar enserio con las caras que pone—. O, incluso, de ser yo el que los rompa.

—¿No has pensado que quizás tú seas un pelín enamoradizo?

—¡Por favor! ¡Lávate la boca para hablar de mí, Brooks! ¡Te faltó limpiar tus babas del suelo el primer día que viste a Natalia! —exclama, ofendido. Yo levanto las manos en son de paz—. Creo que Lily me ha hecho un amarre.

—¿Tienes sospechas de que sea una bruja? —no quiero reírme de él, pero es casi imposible no hacerlo. Zack borracho es muy gracioso—. Siento decírtelo. Pero si es una bruja... estás condenado a morir en su fuego eterno. De la cárcel se sale, pero... ¿De una amarre? Como no llames al número de atención al cliente del demonio... lo llevas jodido.

—Sí ¿Verdad?

Yo asiento con la cabeza mientras él me mira fijamente.

—Creo que el amarre lo hizo ayer, durante el sexo.

De haber tenido cerveza en la boca, lo hubiera escupido.

—Espera ¿Sigues tirándote a Lily mientras hablas con Lara?

—¡Tú y tu novia sois muy pesados con este tema!

—¿Mi novia? Suena bien —digo.

—Demasiado para ser real.

—¿Quieres un consejo? —le pregunto. Él se encoge de hombros—. Sé sincero con ellas. Y por nada del mundo le rompas el corazón a Lara, porque a consecuencia, también se lo romperás a Natalia.

—A ella sí que no —masculla.

Frunzo el ceño.

—Zack, ahora que estás borracho... ¿Alguna vez, por casualidad, has sentido algo por ella?

Él me mira con los ojos muy abiertos y traga saliva con dificultad. No responde, pero niega con la cabeza.

Ya es suficiente por hoy. Zack se ha bebido las cervezas que quedaban, incluida la mía. Tengo que llevarle a casa. Montamos en el coche y le abrocho el cinturón. Hace un intento por coger mi mano y ponerla en su entrepierna, pero me aparto rápidamente entre risas. Lo rodeo y me ocupo de la conducción, él no está en condiciones óptimas.

—Natalia me ha dado un papel para ti —dice, en un semáforo en rojo.

—¿Y me lo dices ahora?

Zack no responde, está muy ocupado buscando en el bolsillo de su pantalón. Cuando por fin lo encuentra me lo entrega, con una condición:

—No le digas que has llegado tarde a la cita por mi culpa.

¿Qué? ¿Una cita? ¿De qué coño habla?

Quiero estrangularlo.

Mientras conduzco, leo el papel con cuidado de no apartar del todo la vista de la carretera. De seguido miro la hora, ya llego media hora tarde. Ahora sí que quiero hacerlo desaparecer. Cuando me encuentre con Natalia le explicaré lo sucedido y lo entenderá, pero ahora solo quiero que Zack deje de cantar canciones de rock mezcladas entre sí. Toqueteo los botones de su coche y me regaña, pero necesito poner música si quiero llegar cuerdo a mi cita.

—Por favor, no se lo digas —me suplica y subo el volumen de la música para no escucharle.

—¡ES SU CUMPLEAÑOS!

—Ah ¿sí? —comenta sorprendido—. Qué curioso... ¡Ah! ¡Tampoco le digas que te he dicho que le gustas!

Se dibuja una sonrisa en mi cara.

Dejo a Zack en su calle, pero no le acompaño hasta su casa. Espero que no se caiga por las escaleras. Le ayudaría a subir, pero tengo algo más importante que hacer. Llamo a Natalia y pongo el manos libres. A la primera no me lo coge, supongo que se estará haciendo la dura. A la segunda descuelga y no dice nada, solo suspira. Voy a explicarle que ha sido una tarde muy larga y que Zack estaba borracho, que una cosa ha llevado a la otra y...

—Por lo menos te ha dado el papel. No confiaba —no parece enfadada.

—En cinco minutos estaré en tu portal. Espérame abajo.

—¿Qué?

Cuelgo.

Me gustan los cumpleaños que no me tienen a mí como protagonista y dar sorpresas, pero tengo poco margen de improvisación teniendo en cuenta que me acabo de enterar que es el cumpleaños de la chica a la que estoy intentando conquistar. Paso por delante de una floristería, pero está cerrada. La tienda de regalos, también. Y, si soy sincero, no sé su talla de ropa, así que no me arriesgo. Cuando estoy llegando a su calle suena una canción en la radio. Centro mi atención en la música. Suena igual a la que sonó la otra noche en la radio del bar. Natalia confesó que pertenecía al nuevo disco de su cantante favorito. Es una locura, pues la conozco desde hace relativamente poco... Pero decido hacerlo, igual podría morir mañana y siquiera tenga tiempo para arrepentirme de no haberlo hecho cuando pude.

Aparco el coche a la vuelta de su calle y saco el móvil en un movimiento rápido. Las manos si quiera me funcionan, estoy demasiado nervioso. Respiro profundamente tres veces y me digo a mí mismo que yo puedo. Introduzco el nombre del cantante en el buscador y accedo a la página oficial en la que aparecen sus conciertos. En todos y cada uno de ellos ha hecho sold out. Maldigo mi vida y, de pronto, la luz viene a mí, literalmente.

Eneko Jones. Mi amigo. O bueno... Me acaba de escribir un mensaje. Es la señal del destino. Es músico. Él único que podría ayudarme con esto. Podría salir del paso y coronarme con el mejor regalo de cumpleaños si logro tirar el orgullo al suelo.

Le llamo.

—Con contestarme a los mensajes, sobra —dice, con chulería.

—Con contestarme a los mensajes, sobra —dice, con chulería.

—Yo también me alegro de hablar contigo, Eneko —ironizo. Él suspira. Todavía me guarda rencor.

—¿No me vas a preguntar qué tal estoy? ¿De verdad me vas a pedir un favor sin mostrar un mínimo de amabilidad, Brooks?

—No quiero pedirte... —Decido no continuar la frase cuando él carraspea. Pongo los ojos en blanco y voy al grano—: Necesito que me consigas entradas para un concierto de Harry Styles. Donde sea. Te haré una transferencia a tu cuenta.

—Conque... tu nueva amada tiene buen gusto musical —se limita a decir—. No querrás que tire de contactos, ¿no?

—¿Puedes conseguirlas sí o no?

—Veré qué puedo hacer y si desde la productora me pueden conseguir un par. Me gusta ayudar a las personas a reintegrarse en la sociedad —bromea.

—Gracias —respondo, porque sé que es justo lo que quiere es­ cuchar.

Eneko hace una breve pausa.

—¿Te gusta de verdad?

—Sí.

—¿Es un sí parecido a los de Ulises cuando afirma que ha deja­ do las drogas? ¿O de los sinceros?

—No me compares con tu hermano.

—Tenéis más en común de lo que vosotros creéis. Al final, el único que no ha traicionado a sus amigos soy yo.

—¡Yo pensaba que lo habíais dejado! Ya te lo he dicho mil veces —grito.

—Lindo patito..., intenta no dar más pena. Te haré el favor, solo si respondes a mi pregunta. ¿Cómo está tu padre?

Silencio. No quiero responder.

—Dylan, contesta —masculla.

—Llevo tres semanas sin hablar con él. Supongo que está bien.

—¿Supones? ¡Cuando ya no lo tengas contigo te arrepentirás!

Y me cuelga.

Después de todo Eneko es como un hermano para mí. Y mi padre... Joder. La ansiedad se está empezando a apoderar de mí. Tengo que disimular antes de encontrarme con ella.

Veo a Natalia en la puerta de su edificio. Se acerca al coche cuando aparco en doble fila y ocupa el lugar del copiloto. Me saluda con media sonrisa y tengo que contener mis ganas de darle un beso de película como el de estos días en escena. La excusa de que es su cumpleaños es buena, pero no lo suficiente.

Ella me pidió distancia y yo se la voy a conceder, siempre y cuando pueda, claro. Estamos llegando a un límite en el que la distancia se está volviendo cada día más pesada.

—¿A dónde vamos? —curiosea, mientras le echa un vistazo al coche.

Frunce el ceño al ver un llavero con forma de tabla de surf colgando del retrovisor

—¿Es el coche de Zack?

—Sí, aparcar el suyo y arrancar el mío hubiera requerido más tiempo. Y ya llegaba tarde a la cita —intuyo no haber acertado con la palabra cuando la veo mirarme con la ceja arqueada—. O sea, a tu invitación de salida como amigos.

Se ríe. Voy por buen camino.

—Respecto a tu pregunta... No tengo un sitio pensado como tal, pero ya que te has puesto muy guapa para la ocasión —con chulería, le hago un repaso con la mirada. Ella se sonroja. Tengo que disimular mis nervios y, en la mayoría de casos, eso me convierte en un auténtico capullo. Aún no tengo regalo. Dependo de Eneko—, aprovecharemos la tirada e iremos a los recreativos. Pero primero tengo que pasar por el centro comercial. Tú espérame aquí. Tardo diez minutos. Si te aburres, te he dejado una lista de reproducción personalizada en la emisora.

Me da pena perderme su cara de ilusión al escuchar en los altavoces las canciones de su artista favorito, al fin y al cabo, sentir que te escuchan es una de las mejores sensaciones de las relaciones entre humanos. Natalia no da la impresión de ser la típica persona a la que todo el mundo ha escuchado sin pedir nada a cambio.

Una vez cruzo las puertas del centro comercial activo el modo velocidad extrema. Comienzo a correr tratando de no chocar con nadie y me salto la cola que hay en la copistería. Los gritos de la gente me perturban el oído y creo escuchar a un señor llamarme cabrón. Lo ignoro, porque no quiero girarme y gritarle de vuelta. El dueño me mira detrás del mostrador asombrado y... siendo sinceros, algo asustado.

Con la respiración entrecortada digo:

—Tengo a la chica que me gusta esperando en el coche. Me acabo de enterar que hoy veintiocho de junio es su cumpleaños y todavía tengo que comprar una tarta. Necesito que me imprima...

No he acabado cuando el dueño me arrebata el móvil de las manos y se acerca hasta la impresora. En cuestión de minutos veo las entradas del concierto salir en formato de entrada antigua, con un toque vintage. Saco la cartera y, sin preguntar cuánto debo pagarle, pongo un billete de diez dólares sobre el mostrador. Ahora sí, al salir corriendo me choco con una señora.

—¡Cabrón! —chilla.

Deberían innovar con los insultos... luego recuerdo que la palabra debería, según Gia debería de estar prohibida y lo ignoro.

—¡Perdón! —grito, sin pararme.

Entro al supermercado y cojo la primera tarta de chocolate que veo. Es demasiado grande para nosotros dos, pero quizás tenga hambre. Nunca es suficiente chocolate y, si sobra, querrá invitarme a desayunar mañana bien temprano. Y ahí estaré yo, en su casa, con la mejor de mis sonrisas, si es que es posible superar el atractivo de la que tengo por costumbre.

Enfrente del estante de las velas vuelvo a dudar hasta de mi propia existencia. Las hay de todos los colores, formas, estampados e incluso con bengalas. No me quiero arriesgar y prender fuego a los salones recreativos. Recuerdo que le gusta el color rosa, así que recurro a lo fácil y simple. Aunque, espera. No sé cuántos cumple. ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? ¿Veinte? ¿Cumple veinticinco años pero aparenta menos?

Llamo a la primera persona que encuentro en mi agenda de contactos.

—¿Cuántos años cumple Natalia? —espeto, sin dar tiempo a que me pueda saludar.

Aron duda durante unos segundos

—¡Vamos, no hay tiempo que perder!

—Diecinueve.

—Adiós —y cuelgo.

Bien.

Cuando llego al coche, después de pegarme la carrera de mi vida y arranco, entre jadeos, Natalia me mira asustada. Al mirarla veo que la he sorprendido, no sé si para bien o para mal, pero dicen que la intención es lo que cuenta. Le guiño un ojo y ella pone los ojos en blanco. Bien. He conseguido que desvíe la atención de la bolsa que he dejado en los asientos traseros. Lo sé porque comienza a tararear la canción que suena.

Si mi regalo no es el mejor en lo que lleva de vida, rozará la perfección.

—Gracias —dice, mientras conduzco. No me da tiempo a preguntarle a qué se debe—. Por dedicarme tiempo.

No levanto la mirada de la carretera, pero sonrío. Y ella lo ve, me aseguro de que se haya quedado con esta sonrisa grabada en su retina, porque es la que va a ver siempre que la tenga a mi lado.

Fine Line, mi segunda favorita —comenta, sin precedente.

—Analizaré la letra.

—No responderé a tus preguntas

—Vale —dudo durante unos segundos. Ella me observa, hasta suspira. Empiezo a creer que pienso en voz alta—. ¿Temes que pueda conocer tu mundo como nadie más lo ha hecho?

—No.

—¿Entonces?

—Temo que no llegues a conocerlo.

La miro con descaro y pierdo el control del volante. Ella grita, histérica. Consigo recuperar la dirección al instante. Su cara de pánico ha sido... graciosa.

Es la primera vez que monta conmigo en un coche y no puedo delatarme así como así. No puedo cantar las canciones que se van reproduciendo. ¿Dónde quedaría mi tapadera de chico malo? No puedo confesarle que desde el día en el que volamos desde Nueva York a Vancouver, no he dejado de escuchar la música de su artista favorito. Es demasiado pronto para reconocer que en él también he encontrado ese refugio, que las canciones hablan más de mí que lo que sería capaz de hablar yo. Que... As It Was a parte de ser un hit mundial, me describe a la perfección. Sería tirar años de esfuerzo y dedicación a la basura, y no puedo permitirlo, así que me adueño de mi postura, tenso la mandíbula y levanto ligeramente la barbilla. Tengo que ocultar como sea que me gusta la música que escucha.

Al bajar, le echo un vistazo de cabeza a pies.

—Estás preciosa —le digo.

—La próxima vez que intentes ligar conmigo trata de que no me de cuenta.

—Mi intención es que te des cuenta, flequillitos.

—¿Puedes dejar de ponerme motes?

—Vale, morena —respondo, con una sonrisa.

Desde que hemos llegado a los recreativos no deja de mover la pierna. No sé si está nerviosa o, por el contrario, la ansiedad se está adueñando de su cuerpo al igual que narra en sus libros. No sé muy bien cómo actuar. Me da pudor romper la barrera que tiene establecida con el contacto físico, pero no me agrada la idea de que esté pasando por un mal momento en solitario.

Esta vez decido no actuar. La dejo sola cinco minutos, lo que tardo en acercarme a la barra para pedir un refresco, pero cuando regreso no está. No hay ni rastro de ella. Ni siquiera se ha llevado la bolsa con la tarta para curiosear qué hay en su interior.

Le doy la espalda al camarero mientras me grita el importe a pagar. Lo ignoro, estoy entrando en pánico. Es imposible que haya huido, no el día de su cumpleaños. Hago memoria para averiguar si he dicho algo que haya podido molestarla, pero cualquier frase dicha por mi boca, en mi faceta de capullo es digna de molestia.

Cada vez avanzo más deprisa y mis zancadas son más grandes. Necesito encontrarla cuanto antes y llamarla no es ninguna opción.

Llevo media hora buscándola y por fin respiro tranquilo al verla a lo lejos. Está sentada en un banco, alejada de la sociedad, en el aparcamiento del centro comercial. La noche empieza a bañar Vancouver y las nubes apenas dejan ver el atardecer.

Me acerco a ella por la espalda y le escribo un mensaje avisando de mi llegada. No quiero que se asuste. Natalia voltea a verme para asegurarse que digo la verdad y cuando llego no me mira a los ojos, simplemente espera a que ocupe un lugar a su lado para murmurar:

—Todo es mi culpa. Siempre ha sido así. No hay día que no lo estropee todo.

No puedo dejar pasar ni un solo minuto más sin tocarla. Lo hago con delicadeza. Me siento a horcajadas en el banco, con las piernas abiertas hacia ella, coloco la mano en su brazo y tiro de ella hacia mí. No parece molestarle, pues consigo sacarle una sonrisa cuando hundo un dedo en sus costillas. Apoya su cabeza en mi pecho por voluntad propia y la rodeo con mis brazos. Pego mis labios en su frente. Huele jodidamente bien. Dedico unos segundos a analizar su perfume.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? ¿Alguien te ha dicho o hecho algo?

—No siempre es necesario involucrar a terceras personas para que algo en mí vaya mal. Me basta con pensar de más —escucho su voz quebrarse—. He intentado controlar lo que estaba sucediendo en mi cabeza, pero de nuevo me ha vencido. No sé si han sido los sonidos de las máquinas tragaperras del bar de enfrente, el olor de la cerveza que tomaban los de la mesa de al lado o que, de pronto me he visto sola y he imaginado qué pasaría si, de repente ellos decidieran aparecer en el lugar en el que estoy —en su mirada descifro el dolor—. Me digo que soy fuerte, pero ellos hacen que me sienta débil.

—Ser fuerte no significa que nada sea capaz de hacerte daño, todo lo contrario.

—Llevo toda la vida soñando con este momento. Toda la jodida vida pensando en el momento de perderlos de vista, Dylan. La primera vez que deseé amanecer en la otra punta del mundo tenía cuatro años. Cuando se lo conté a mi profesor me dijo que llegaría lejos, muy lejos. Y no se equivocaba, pero era complicado creer en una persona cuando después había otra diciéndote lo contrario. Ahora que tengo en mi mano todo lo que siempre he querido, no sé qué hacer con ello. Porque no consigo separarme del dolor.

—Los humanos tendemos a pensar en lo complicado que es enfrentarse al caos, pero nadie habla de la complejidad de la calma después de la tormenta.

Quiero dar tiempo para que ella analice mis palabras y responda, pero me adelanto para añadir:

—Ahora mismo tu cabeza es la zona de la ciudad más devastada por un tornado que se lo ha llevado todo a su paso. Ha dejado las casas sin techo, otras las ha hecho desaparecer, los árboles se han quedado sin hojas, los coches han quedado irreconocibles, los cristales han reventado y el pánico se ha adueñado de la población. Una vez el tornado ha desaparecido, los daños siguen ahí. Y el silencio de la tranquilidad da más miedo que el ruido de la tempestad. Hay mucho por construir, arreglar y asimilar. Con el tiempo tu vida vuelve a ser la de antes, con la gente de siempre y sus costumbres. La calma vuelve a ti, pero nadie te asegura que un nuevo tornado no arrase con todo como ya pasó antes. Ahí tienes que decidir si merece la pena quedarse ahí y esperar sentada al caos más absoluto o buscar una zona en la que los desastres naturales, a su paso, no se lo lleven todo por delante.

—¿Estarías dispuesto a acompañarme? —pregunta, sin dar contexto.

No puedo decirle que sí, que la acompañaría al fin del mundo con tal de verla sonreír. No quiero parecer desesperado y tampoco nervioso, pero noto la boca muy seca y el corazón latiendo muy deprisa.

Ella deja escapar una carcajada

—Ni que te acabara de pedir matrimonio, relájate —joder, joder, joder, su mano me está tocando la rodilla. Creo que no he sentido tanto placer en mi vida, porque ese gesto significa que entre ella y yo ya no existen los límites. El contacto cero me envidia, ha desaparecido y yo no sé si voy a poder contener las ganas de besarla mucho tiempo más—. Solo quería saber si puedo contar contigo. No me gustaría enfrentarme a la calma sin alguien de confianza a mi lado que pueda sostenerme en caso de que todo vaya mal, regañarme cuando esté a punto de tomar una decisión incorrecta y celebrar los logros a medida que vaya avanzando.

—Estaré a tu lado, morena —le digo, convencido—. Aunque... si me quieres pedir matrimonio... no seré yo el que te lo impida.

—No te flipes —espeta, con chulería.

El silencio se adueña de nosotros. Es el momento. Me está mirando y sé que tengo que hacerlo, que le tengo que dar el sobre con las dos entradas para el concierto. No quiero ser egoísta, pero sólo deseo que nunca le haya visto en vivo y en directo, porque necesito ver sus ojos brillar al cumplir uno de sus sueños.

Meto la mano en la bolsa de plástico y la vuelvo a cerrar rápidamente. No puede ver que escondo una tarta de grandes dimensiones, todavía no. Ella me observa con el ceño fruncido, pero descarto que sospeche de mis movimientos. No quiero continuar con la intriga, así que, sin decir palabra le entrego el sobre.

—¿Qué es? —pregunta, muy confundida. Lo sostiene entre sus dedos con delicadeza.

—Descúbrelo.

—Como sea una foto guarra...

—¿Qué? ¿Por quién me tomas?

—Quedas advertido —suena amenazante.

Natalia levanta la solapa del sobre y con la ayuda de la mano que le queda libre saca las dos entradas con dos dedos en forma de pinza. En el papel impreso se puede ver el nombre del artista, la fecha, el lugar y una foto promocional. No dice nada. Solo mira el papel con la boca entreabierta. Ni siquiera pestañea. Y temo porque en cualquier momento caiga al suelo redonda. Pero de repente me mira. Y vuelve a mirar el papel. Y me vuelve a mirar. Y así en bucle. Quiero preguntarle si le ha gustado, pero no soy lo suficientemente valiente como para arriesgarme a escuchar un no como respuesta

—Dylan...

Es la primera vez que murmura mi nombre de esa forma. Ha dejado correr las letras por sus labios como si fuera agua. Necesito que pronuncie mi nombre una y otra vez más, porque solo así conseguiré olvidarme de todos los malos recuerdos que lo acompañan. Porque solo así conseguiré olvidarme de la persona que me llamó de tal forma al nacer.

—Feliz cumpleaños, flequillitos.

—No me lo puedo creer, no puedo, no... —¿Se va a desmayar? Se levanta del banco de un salto y se abalanza a por mí para fundirnos en un abrazo. Sus brazos rodean mi cuerpo con fuerza—. ¡Te lo compensaré! ¡Te lo aseguro! ¡Joder, Dylan! ¡Es el mejor regalo que me han hecho nunca! —emite un grito de emoción e impacta sus labios contra los míos. Al apartarse, abre los ojos aún sorprendida por lo que acaba de suceder e intenta salir del paso gritando—: ¡No te arrepentirás de haber elegido ser mi amigo!

Amigo.

Porque sí existen mil formas de matar a una persona, ella ha elegido la más dolorosa de todas. No puede parecer que me afecta, no ha dicho ninguna mentira. No sé si es consciente de lo que ha ocurrido, creo que sí, porque al instante se separa de mí y se sienta a mi lado.

No quiero decir que con esto se acaba de activar el lado más capullo que escondo, pero así es.

—¿Cómo dices que me lo vas a compensar?

Natalia pone los ojos en blanco y devuelve la vista a las entradas. Puedo notar su ilusión desde la distancia. Sólo espero que ella no pueda notar mi decepción. No pretendía escuchar algo diferente, un morreo o una reacción fuera de lo común a lo que es ella conmigo, pero supongo que a veces, simplemente tienes que conformarte con imaginarlo y soñar tantas veces hasta que parezca real, volver al mundo de carne y hueso y aceptar que la única forma de querer y que me quiera, a día de hoy, es siendo eso, amigos.

Ni siquiera me paro a pensar que sus labios han rozado los míos.

—Amigos —susurro, con frustración.

Escucharla hablar sobre su cumpleaños en los términos que usa, duele. Nadie, mucho menos un niño merece tener ese día como sinónimo de miedo. Ella no merecía vivir las veinticuatro horas de su día con la sensación de que podría ser el último cumpleaños que pasaría con vida.

Cuando termina de hablar, se limpia una lágrima antes de que corra por la piel de su mejilla y me mira. Ojalá no le brillaran los ojos por esto.

—Ha sido el mejor cumpleaños de mi vida.

—Todavía queda la tarta —le digo, con una sonrisa. Lo único que podía endulzar el momento es una dosis extrema de bizcocho de galleta y diferentes tipos de chocolate.

Le agradezco que haya decidido pasar por alto que Zack se fuera de la lengua. No creo que sobrio lo hubiera largado. Ambos tienen una relación de hermanos, él, pese a que quisiera contármelo, no lo hubiera hecho. Por ella. Para cuidarla.

—Pide un deseo —digo, tras encender las velas.

Ella duda durante unos segundos, respira profundamente, cierra los ojos, frunce los labios y expulsa todo el aire de sus pulmones. Se aplaude a sí misma y deja de hacerlo cuando me río.

—¿Qué has pedido?

—Si te lo digo, no se cumplirá.

—Si no tuviera miedo a llevarme un guantazo, te besaría.

—Ni siquiera he pedido un beso como deseo.

No puedo reprimir mi gesto de desilusión.

—No sería tan estúpida como para solo pedir uno, teniendo la oportunidad de besarte toda la vida.

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