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4 CATARINA

Mi madre entró en mi habitación para despertarme, pero yo ya llevaba horas despierta sin poder dormir. Me puse el vestido negro acompañado de unos zapatos de charol del mismo color, mi madre ató el lazo blanco a mi cintura, me quedé delante del espejo como me había dicho, para que pudiera peinarme; después de dos días sin ver mi reflejo me costaba reconocerme, mi palidez era aún más notable, los ojos hinchados de llorar, mi mirada apagada, sin brillo alguno, sin ilusión, sin emoción a excepción de la tristeza absoluta, mis iris de un verde tan oscuros, no se parecían en nada al color hiedra que tanto nos gustaba; mi madre miró mi reflejo, sabía que había notado él cambió de color, pero no dijo nada; era un tema del que no quería hablar por el momento y le agradecí internamente por su discreción. Terminó de peinarme, me hizo una cola alta, acompañada de un lazo blanco idéntico como el que tenía en la cintura, el peinado era sencillo y práctico, para que no me molestara el pelo durante todo el día.

Llegamos al cementerio, había más gente de la que imaginaba, todo caras nuevas, personas de todas las edades, no sabía que tanta gente quería a mi abuelo, pero no era de extrañar, mi abuelo fue una persona muy sociable y agradable.

Mi madre agarró mi mano mi padre la otra y nos dirigimos al foso situado a unos metros delante de nosotros, me asomé cuidadosamente y ahí estaba, un ataúd marrón oscuro, forrado por dentro con lo que parecía seda blanca, vestido con su mejor traje de color negro, con una corbata verde y una camisa interior blanca, vestido de los pies a la cabeza como un buen señor, como a él le gustaba, tenía una mano sobre la otra, su piel demasiado pálida para asociarla con la vida, los ojos cerrados, parecía como si estuviera dormido.

<<Ojalá fuera así.>>

Mi madre comenzó a llorar en silencio, la abracé y mi padre nos abrazó a ambas.

El cura llamó la atención de todos para qué nos acercamos, todos los presentes formamos un círculo alrededor del agujero, comenzó a hablar, pero no escuche, estaba demasiado ausenté en mis pensamientos como para prestarle atención a las palabras de alguien que ni llego a conocerlo, observé a la gente a mi alrededor, todos de negro, ni una mota de color en sus atuendos, todos tristes, apenados, desconsolados; dos hombres fuertes y altos cerraron el ataúd.

—¿Alguien quiere decir unas palabras? —dijo el cura después de acabar su discurso. Mi madre me miró y me hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera, nos pusimos al lado del cura que se había apartado a un lado, para que el centro de atención, fuéramos mi madre y yo, toda la gente presenté nos observó y analizó; mi madre sacó de su bolsillo una hoja que desdobló cuidadosamente, se aclaró la voz y comenzó a leer:

—Soy Lucía Méndez, hija de David Méndez. Hoy es un día triste, como todos los que he vivido desde su partida, será difícil olvidarlo porque desde que se fue pienso aún más en cada momento a su lado, en los buenos y en los malos, porque a su lado los buenos son recuerdos felices y los malos experiencias en las cuales siempre aprendía algo, me enseñó a sacar lo bueno de lo malo por muy difícil que fuera, me enseñó a nunca rendirme, me enseñó a ser fuerte y valiente, me enseñó muchas cosas tanto a mí como a mi hija. —Me miró unos segundos antes de continuar, tenía una sonrisa en la cara, pero sus mejillas estaban llenas de lágrimas, igual que las mías.

—Pero nunca nos enseñó a vivir sin él. —Cerró su mano en un puño y se la llevó al pecho.

—Fue un buen padre a pesar de todo lo malo que nos ha pasado, fue un buen abuelo a pesar de las enfermedades que le atormentaban, y sobre todo fue un buen referente para mí y mi familia. Siempre decía que llorar por alguien que ya no está es bueno, pero que jamás debía vivir recordando su muerte, sino recordando su vida a mi lado, eso es lo que hice con mi madre y ahora lo haré contigo, padre. —Todo el mundo se quedó mirándola, mientras se acercaba al cubo repleto de orquídeas blancas, las favoritas de mi abuelo; agarró una con delicadeza y la lanzó dentro del foso, me hizo un gesto con la cabeza para que hiciera lo mismo, pero me quede quieta en el mismo lugar donde ella había leído sus hermosas palabras, negué con la cabeza, yo también quería decirle unas últimas palabras, había llevado su cuaderno, no sabía el porqué, pero ahí lo entendí, busque las páginas antiguas para recitarle por última vez de cuerpo presente, cuando encontré lo que buscaba, alce la mirada para observar a la gente que esperaba mis palabras, me encontré con los ojos de mi madre, me transmitían la confianza y valor que necesitaba para comenzar.

—Estrofa de un poema escrito por Vicente Huidobro. —La gente comenzó a murmurar, pero no me importaba.

<<No te avergüences nunca de lo que te gusta, mi pequeña.>> Su frase resonó en mí cabeza, y su opinión era la única que contaba para mi. A Pesar de los susurros de la gente yo comencé a recitar muy lentamente:

"Llueve sobre el camino

Y voy buscando el sitio

donde mis lágrimas han caído."

. —Mi abuelo me enseñó la poesía, las citas, los grandes poetas que tanto le gustaban y me ayudó a comprenderlos y amarlos tanto como él lo hacía y por eso y mil cosas más le doy las gracias. Te quiero Babu. —Las últimas palabras fueron susurradas para que solamente él desde el cielo y yo desde la tierra las pudiéramos escuchar. Me acerqué al cubo de orquídeas, agarré una y la olí antes de lanzarla al profundo foso.

Me alejé mientras la gente se animaba a decir unas palabras, las nubes grises tapaban el precioso cielo azulado; me senté en las raíces de un árbol no muy alejado del funeral, aún seguía escuchando a la gente, unos hablaban mientras otros lloraban o sollozaban, comenzó a chispear, pero a nadie pareció importarle, simplemente sacaban los paraguas a juego con sus atuendos negros. Gracias a la copa del árbol no me mojaba lo suficiente como para qué me molestará, pero las finas gotas de agua conseguían camuflar las lágrimas de mis mejillas, delante de mí había una lápida, me sorprendí al reconocer el nombre grabado en ella: María Pérez Méndez, 1942-1975. Sabía que mi abuela había muerto joven, pero no sabía que se murió a los treinta y tres años, ni tampoco sabía cual fue la causa; me levanté lentamente para acercarme a la lápida, la rocé con los dedos, la piedra estaba mojada y fría, las gotas que caían sobre mi cabeza cesaron por completo, alguien me sujetaba un paraguas negro encima de mi cabeza, me giré para encontrarme con mi madre, tenía una sonrisa en sus labios que no llegaba a reflejarse en sus ojos, se puso a mi lado sin decir ni una palabra, las dos nos quedamos mirando la tumba en silencio.

—Ahora están los dos juntos, como siempre habían estado. —Rompió él silenció entre nosotras—. El abuelo quería pasar cada verano en esta isla, como lo solíamos hacer todos antes de su muerte. —Acarició la tumba con la mano que tenía libre—. A mi madre le encantaba pasar las vacaciones aquí, decía que le daba la paz y tranquilidad que necesitaba después de una competición. —Pensé en preguntarle la causa de su muerte, pero no era el mejor momento para preguntarle algo tan directo. Se giró hacia mí, me acarició la coleta varias veces, luego puso su mano en mi barbilla y con un gesto suave me obligó a mirarla.

—Si no fuera por las pecas que heredaste de tu padre y ese pelo tan negro por parte mía y de tu abuelo, serías más su hija que la mía. —Me acarició la mejilla, bajé la vista al suelo.

—¿Pasa algo Catarina? —Volvió a levantar mi barbilla para que no dejará de mirarla.

—Mis ojos han cambiado, ya no son como los de la abuela.

—No han cambiado —Incliné levemente la cabeza a un costado y me quedé en silencio a la espera de una explicación—. A la abuela también se le oscurecían igual que a ti, no sabría explicarte el porqué o cuál es la causa, murió cuando yo era demasiado joven, no me dio tiempo a preguntarle. —Miró la tumba que teníamos a nuestro lado, después volvió a dirigirse a mí—. Pero seguro que el abuelo lo escribió en alguno de sus cuadernos, realmente tenía una obsesión con ellos. —Me envolvió en sus brazos con delicadeza—. Tu tranquila, volverán a su color inicial y si quieres podemos buscar en los antiguos libros del abuelo cuando volvamos. —La abracé con las fuerzas que me quedaban.

—Te quiero, mama.

—Y yo, cariño.

Cuando terminó el entierro nos dirigimos a casa, no había dejado de llover en ningún momento, parecía que el tiempo compartía nuestro dolor; estaba

mirando por la ventana del comedor, las gotas golpeaban el cristal dejando a su paso un recorrido de agua, pensaba en las palabras de mi madre, las que había dedicado a los presentes esa mañana, no podía dejar que su muerte me arrastrará, mi abuelo querría que fuéramos felices incluso si él no estaba, y eso iba a intentar, no por mí, sino por él.

Esa tarde comenzamos a recoger nuestras cosas para volver a Madrid, ya tenía todo recogido en mis maletas gracias a mi padre que me ayudó a doblar toda la ropa del armario y guardarla en la maleta, me tuve que sentar encima de esta mientras él cerraba la cremallera, casi no lo conseguimos, pero siempre pensé que no hay cosa que no podamos solucionar juntos y la maleta fue una confirmación más.

Di una vuelta por la casa, memorizando cada detalle, no quería olvidarme de ninguno; me paré en la puerta del estudió del abuelo, mi madre miraba las estanterías repletas de libros, con los brazos en forma de jarra.

—¿Qué buscas? —Entré en la habitación, me fijé en cada cosa, desde las altas estanterías, hasta llegar a la silla donde él se sentaba, un sentimiento de tristeza comenzó a invadirme, pero lo alejé rápidamente pensando en todas las noche que pasé recitando a su lado en esa misma habitación (puse en práctica las palabras de había dicho mi madre horas atrás) y en parte funcionó.

—Busco los cuadernos de los que te hablé antes, ahí podrían haber respuestas a nuestras preguntas. —Estiró su brazo para alcanzar un libro.

—¿Nuestras?

—Siempre tuve curiosidad, pero nunca obtuve respuestas, el abuelo nunca habló del tema y tampoco quise presionarlo.

—¿Puedo ayudar? —Me acerqué a la primera estantería.

—Claro, cuatro ojos ven más que dos. —Me sonrió levemente, le devolví la sonrisa.

—Busca por los de más abajo y yo los de más arriba.

—A la orden, mamá.

Pasamos horas buscando, pero desgraciadamente no encontramos nada, optamos por desistir, a lo mejor lo que buscamos no estaba en esa habitación o en esas entrarías, si esos cuadernos existían, debían de ser muy importantes para mi abuelo si tuvo que esconder los cuadernos de tal forma que no pudiéramos encontrar ninguno.

Al día siguiente abandonamos la casa de vacaciones y esa misma tarde ya estábamos en Madrid, hablé con mi madre para que informará a la entrenadora de lo ocurrido está última semana, decidí tomarme un tiempo antes de volver a los entrenamientos.

La noche llegó rápido acompañada de un un sueño aterrador, después de pasar la mayoría de la tarde deshaciendo maletas me sentía realmente exhausta, cené lo más rápido posible, estaba tumbada en mi cama con el cuaderno entre mis manos, el sueño comenzó a invadirme, pero antes de que me dominará conseguí recitarle como cada noche sin excepciones, era algo nuestro que me negaba a perder también; deje el cuaderno en mi mesita de noche y apague la lámpara, la única luz en la habitación era la de la luna entrando por los cristales, me tumbé mirando hacía la ventana, el cielo oscuro de Madrid era totalmente diferente al de la Palma, no había ni una estrella, solamente la luna solitaria entre tanta negrura, mis párpados comenzaron a ceder y el sueño se apoderó de mí.

<<Con estrellas o sin ellas, esperó que me estés escuchando, Babu.>>

La mañana siguiente me desperté con el timbre de la puerta, intrigada por saber quién era me acerqué somnolienta a la puerta blanca de madera, no escuchaba nada claro, solamente murmullos, las voces eran muy parecidas como para distinguirlas, abrí la puerta con lentitud y delicadeza para que el crujido de la madera no hiciera eco en las escaleras, el pasillo estaba oscuro, me acerqué sigilosamente a la barandilla blanca a juego con las puertas y me senté en el suelo a escuchar, sabía que lo estaba haciendo estaba mal y era una falta de respeto a su intimidad, pero la curiosidad era algo que siempre podía conmigo.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que no nos vemos? ¿Dos años?

—No exageres. —Era muy semejante a la de mi madre.

—¿Qué quieres Laia? —El nombre de mi tía me provocó un escalofrío, no había sido capaz de venir al entierro del abuelo y para mí eso fue imperdonable.

—Hablar del testamento. ¿Lo has leído? —Su tono de superioridad me provocaba náuseas.

—No lo he leído, por si no lo sabías he estado en el funeral de nuestro padre. —Las palabras de mi madre salieron como un ladrido.

—Pues deberías, está mal.

—Es imposible, a papá le gustaba tenerlo todo controlado, dudo que no hiciera bien algo.

—Pues míralo tú misma. —Un golpe sobre una superficie dura con algún tipo de carpeta provocó un sonido fuerte y desagradable que rebotó por las paredes de la casa.

—La casa de vacaciones para mí y la de la ciudad para tí.

—Hasta ahí todo bien, pero sigue leyendo. — Estuvieron en silenció durante unos minutos, me alegré que la casa de la isla fuera nuestra, no me imaginaba unas vacaciones sin ella.

—¿Y bien? ¿Tu lo ves normal? —dijo mi tía alzando la voz.

—Sí papá lo quisó así por algo será.

—Me da igual. No puedes tener tu el setenta por ciento de la empresa y yo solamente el treinta, sabés que he trabajado más que tú.

—No pienso cambiar nada. —La voz de mi madre era firme—. Si te hubieras comportado como una hija de verdad en vez de hacer como si no tuvieras padre. —Mi madre cogió aire tan fuerte que pude hasta escucharlo con claridad. —Lo trataste como si estuviera muerto antes de que lo estuviera de verdad. —La voz de mi madre se quebró en las últimas palabras. Silencio absoluto

—Es que yo no tengo padre, murió el mismo día que mamá. —La voz de mi tía era firmé, como si no tuviera sentimiento alguno.

—¿Cómo puedes decir eso? No tienes corazón. —dijo mi madre en un fino hilo de voz.

—Debió llevárselo mamá cuando se fue al cielo. —le respondió mi tía.

—¿Quieres algo más Laia? Me gustaría seguir llorando la muerte de MI padre. —En las dos últimas palabras alzó levemente la voz para dejarlo claro.

—Dile a tu hija que disfrute su parte de la herencia. —La puerta de la casa se abrió.

<<¿Mi parte?>>

—¿De qué hablas ahora? —dijo mi madre.

—Todos los ahorros de padre, son suyos. —La puerta de la casa se cerró de un portazo.

<<¡¿Míos?! De cuánto hablaban y ¿Porque?>>

Después de comer, mi padre regresó del trabajo, me llevó con el coche a la pista de patinaje, no pregunté nada sobre el testamento del que hablaba mi tía, tampoco mi madre habló del tema; mi padre me acompañó hasta la puerta de entrada.

—En una hora vuelvo a por ti. —Asentí y me dio un beso en la cabeza, observé cómo se alejaba y se despedía con la mano, le devolví el gesto.

Empuje la pesada puerta de cristal y entré a las instalaciones de la pista; me aseguré de elegir está hora por qué sabía que no me encontraría con nadie conocido, no quería sus consuelos, aún no, era demasiado pronto para entrar en la realidad del presente. El recibidor de la entrada estaba vació, me dirigí directamente a la pista de hielo por la puerta de la izquierda, el frío hielo invadía el ambiente, la temperatura había bajado considerablemente, en la pista se encontraban dos entrenadoras con su pareja formada por dos patinadores, no reconocí ninguna cara, eran mucho más mayores que yo.

Me amarré rápidamente los patines y me apresuré a entrar.

<<Más de dos meses sin acercarme a una pista de hielo.>>

Cuando puse un pie dentro miles de pájaros provocaron en mi estómago leve cosquilleo con sus alas, como si quisieran salir de mí.

Lo único que se escuchaba en la pista eran los gritos de las entrenadoras dando indicaciones y los golpes en el suelo de los patines de las parejas que practicaban algún salto, decidí no acercarme para no molestar, me concentré en mis patines rozando el hielo, comencé a dar vueltas en un pequeño círculo que había formado en mi cabeza para no acercarse demasiado a los mayores, el hielo saltaba hacía mis piernas cubiertas por medias finas, comenzaba a notar el frío congelado sobre ellas, pero no me molestaba, cogí velocidad suficiente para darme la vuelta y patinar de espaldas, el aire echó para delante mi trenza larga, utilicé la serreta izquierda de mi patín para impulsar el salto, mis pies en el aire.

Me sentí libre.

Milésimas de segundos después, el patín con el que despegué golpea contra el hielo, duro, muy duro; perdí el equilibrio por unos segundos, pero conseguí mantenerlo gracias a mis brazos estirados y mi única pierna sin tocar hielo totalmente recta.

Un Toe loop. Uno de los saltos que más me gustaba.

Me dirigí hacia las gradas, necesitaba beber agua y descansar unos minutos.

<<Pensé que no me costaría volver a mi ritmo anterior...pero veo que sí.>>

Después de saciar mi sed con el agua de mi botella, me quedé observando a las parejas de patinaje que tenía más cercana a mí, patinaban muy coordinados, se preparaban para una elevación, él la alzaba a ella, antes de que consiguiera levantarla más de un palmo de alto ella tropezó, y él la atrapó antes de que un solo pelo de su cabeza rozará el frío suelo, se miraron a los ojos, en sus miradas no había amor, si no con la confianza mezclada con preocupación y alivió.

Me quedé embobada mirándolos, tenían una complicidad admirable,

<<No sé si podría tenerla con alguien...pero tampoco sabía sí: ¿Me gustaría?>>

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