2 CATARINA
La mañana del lunes me levanté más temprano de lo normal para ayudar a mi abuelo con las cajas de la mudanza, que habían llegado esa misma mañana, me peiné y me puse un conjunto veraniego: unos pantalones cortos de color amarillo pálido, una camiseta de manga corta con estampado de girasoles y por último unas sandalias blancas idénticas a unas que tenía mi madre.
Bajé las escaleras de madera oscura, el salón amplio y abierto estaba repleto de cajas de cartón de todos los tamaños, la cocina a la parte izquierda casi igual de amplia que el salón no se quedaba atrás, toda la planta baja de la casa era un completo caos a excepción de los lavabos. Me acerqué curiosa a mi madre que estaba desenvolviendo la caja más grande de toda la habitación con la ayuda de mi abuelo, la caja era lo suficientemente grande como para guardar en ella un elefante (a lo mejor estaba exagerando un poco, pero era realmente grande)
—Buenos días, mamá y Babu. —No se habían percatado de mi presencia en la habitación hasta ese momento.
—Buenos días, hija. —No apartó la vista de la caja que aún seguía envuelta en cinta adhesiva.
—Buenos días, pequeña. —Me miró y me dedicó una sonrisa, después volvió a mirar la misteriosa caja que teníamos delante de nosotros, mi madre consiguió quitar todas las citas y abrirla, me asomé lentamente para poder ver su contenido, estaba repleta de libros, pero en él centró había un baúl enorme, mi madre lo agarró, deduje por su cara que pesaba bastante, nos sentamos en el sofá de cuatro plazas de color crema, colocó aquel baúl en la mesa de café, situada enfrente de nosotros; el baúl era de un color negro, con el apellido de la familia grabado en lo alto, estaba sentada en el medio, mi madre a mi izquierda y mi abuelo a mi derecha, los tres sentados contemplando su exterior, pero yo me moría por averiguar su contenido.
—¿Qué es? —pregunté, giré la cabeza a ambos lados, esperando cualquier respuesta de ellos.
—Ábrelo, pero con delicadeza porque es muy antiguo —dijo mi madre.
No me lo pensé dos veces, quite la hebilla de color plata un poco desgastada y lo abrí, estaba repleto de cartas blancas y otras amarillentas.
—¿Cartas?
—No son cartas, son fotos —dijo mi madre mientras agarraba un sobre blanco y lo giró, estaba mi nombre en él, los miraba extrañados, pero mi abuelo tenía la misma expresión que yo (el baúl es suyo, debería de saber qué hay ¿no?) me tendió el sobre con mi nombre y saque su contenido, es verdad que eran fotos, pero todas eran de mí; la primera foto de aquel sobre es en el hospital, éramos mi madre y yo.
—Ahí tenías horas de vida —añadió mi madre con una sonrisa amplia.
Nunca las había visto, ni sabía que existían, fui pasando las fotos lentamente apreciando cada detalle mientras mi madre explicaba cada momento.
—Ese día dijiste tu primera palabra. —En la foto se apreciaba la casa de mi abuelo en Madrid, él me estaba cogiendo en brazos, y yo lo miraba fijamente con el chupete en la boca.
—¿Y cuál fue?
—Fue Babu, supusimos que intentaste decir abuelo, pero eras demasiado pequeña para pronunciarlo correctamente, desde entonces siempre lo has llamado así. —Una sonrisa deslumbrante invadió el rostro de mi madre por completo, seguimos viendo las fotos una por una, pero una llamada entrante en su teléfono nos despertó de los recuerdos del pasado, se levantó para descolgar la llamada seguramente de trabajo.
—Voy a hacer té, ¿quieres algo Catarina? —Mi abuelo se levantó del sofá.
—Zumo de frutas del bosque, por favor. —Asintió y se dirigió hacia la cocina; yo me volví a dirigir al baúl, saqué otro sobre, parecía más antiguo que el mío, las esquinas más dobladas y el color blanco se había convertido en un blanco apagado, en el costado del sobre se leía: Laia y Lucia. Con letras grandes y desgastadas de color negro, su contenido era menor que en el sobre anterior, fui pasando las fotos cuidadosamente, eran todas de mi tía y mi madre de pequeñas, las dos eran exactamente idénticas (si me preguntaran quién era quien, seguro que fallaría) la misma ropa, mismo corte de pelo, misma altura, era como verse frente a un espejo; no recordaba muy bien a mi tía debido a que la había visto unas dos veces en toda mi vida, pero lo poco que recordaba de ella no se parecía en nada a una de las niñas que tenía delante. Mi abuelo vino con su taza de té y mi zumo, volví a guardar las fotos en su respectivo sobre y colocarlas en su sitio del baúl, mi abuelo se sentó de nuevo a mi lado.
—Aquí tienes pequeña, tu zumo de melocotón —dijo mi abuelo mientras dejaba el vaso enfrente de mí y se sentaba a mi lado. ¿Melocotón? Pero sí había dicho frutos del bosque.
¿No?
—Babu, creo que te había dicho frutos del bosque. —La cara de mi abuelo palideció.
—Lo siento mucho, ahora te lo... —Antes de que pudiera continuar, le interrumpí.
—No hace falta, el de melocotón también me gusta. —Le acaricié la mano para transmitirle que realmente no me importaba el sabor del zumo (una equivocación así la puede tener cualquiera) estará pensando en la mudanza y se habrá despistado.
—¿A qué sabe el té? —pregunté para qué no siguiera pensando en su pequeña equivocación.
—Pruébalo. —Me ofreció su taza—. Es té blanco —añadió. Cogí la taza con ambas manos, aún salía humo y el recipiente estaba caliente, olí el aroma, era suave y olía a limón, acerque lentamente la comisura de los labios para no quemarme y le di un pequeño sorbo, su sabor era demasiado amargo, mi cara lo decía todo por la risa que soltó mi abuelo.
—Es muy amargo —conseguí murmurar después de devolverle la taza y darle un buen trago a mi zumo para quitarme aquel sabor tan amargo.
—Normalmente, se le pone azúcar para endulzarlo, pero a mí me gusta amargo. —Volvió a reír.
Mi madre volvió unos minutos después, seguimos los tres desempacando, ordenando y charlando según la caja que habríamos. Mi padre llegó una hora después, cubierto de tierra con alguna hoja enganchada a la ropa, estaba arreglando el jardín; como hobby siempre le ha gustado todo el tema de cuidar, plantar, observar y admirar todo tipo de plantas y árboles, en nuestra casa de Madrid tenemos un pequeño jardín, pero comparado con el de esta casa era diminuto.
Terminamos de comer, y mi padre regresó a su mundo de plantas y nosotros volvimos manos a la obra con las pocas cajas que nos quedaban; en un par de horas el salón y la cocina ya parecían lo que eran, mi madre se fue a contestar unos emails del trabajo, mi abuelo a su despacho y mi padre a la ducha, estaba dejando un olor por toda la casa a estiércol y mi madre lo mandó a la ducha (como a un niño pequeño) ese momento me provocó un ataque de risa, estuve como diez minutos tumbada en el sofá con dolor de barriga.
Terminamos de cenar, me despedí de mis padres que estaban viendo una película en el salón y me dirigí al despacho de mi abuelo como cada noche, para que me leyera, pero desde hacía unos días que en vez de leerme él a mí, yo lo hacía por él, no me quejaba, en realidad me gustaba recitar o por lo menos intentarlo.
Entré despacio, con el cuaderno entré las manos, era un despacho amplio, lleno de librerías repletas de libros, mi abuelo se sobresaltó al verme, estaba escribiendo algo que instantáneamente guardó en uno de los cajones de su escritorio, no quise entrometerme en sus cosas, opté por no preguntar (como si no hubiera visto nada) me senté como siempre en uno de los sillones aterciopelados de color rojo vino a juego con la alfombra del suelo del mismo color, conbinaban a la perfección con los muebles y estanterías de un color marrón óxido, la luz tenue que desprendía la lámpara de araña colgada del techo era tan acogedora como para entrar y nunca más salir.
—¿Qué me vas a leer hoy? —preguntó mi abuelo para intentar disimular lo que estaba haciendo anteriormente.
—Pues te leeré otra estrofa de un poema, de Pablo Neruda. —Últimamente, solo leía poemas de él, el amor que transmitía en sus versos era como el que yo quería sentir algún día, me costaba entender la gran mayoría, pero los que comprendía me enamoraban.
—¿Relacionada con el amor? —preguntó mi abuelo con una ceja arqueada y una leve sonrisa a medias. Desde hacía tres noches que había comenzado a recitar, cada noche leía sobre el amor y siempre citaba al mismo poeta.
—Sí... —balbuceé avergonzada.
—Pues adelante, no te avergüences nunca de lo que te gusta, mi pequeña.
Busqué entre las páginas del cuaderno, la poesía que había leído a solas en mi habitación en los días anteriores, opté por leer solo la parte de la poesía que entendía (dos simples versos) de una poesía realmente hermosa que me dolía el no entenderla en su totalidad:
—"En esta historia solo yo me muero y moriré de amor porque te quiero..."
—Cuando recitas tus ojos adquieren un brillo precioso, tan bello como lo que lees, me recuerdas mucho a tu abuela. —Las últimas palabras salieron de su garganta en un suspiro, a veces dudaba que el parecido que tenía con mi abuela fuera bueno, por una parte, me alegraba que gracias a la genética él tuviera una parte de ella, pero por culpa de lo mismo revivía su muerte, y no solo mi abuelo, mi madre y mi tía también, mi madre lo disimulaba mejor, mi tía la veía muy escasas veces, pero mi abuelo no era capaz de ocultar por completo las lágrimas que en ocasiones asomaban por sus ojos al mirarme.
Me despedí de mi abuelo dándole un beso en la mejilla, me asomé por encima del sofá del salón, mis padres estaban dormidos, apagué la tele aún con la película puesta y subí a la planta de arriba, me preparé para irme a dormir, recogí mi pelo en una larga trenza (no tan bien como lo hacía mi abuelo) pero hacía su función para no tener enredos a la mañana siguiente, guardé el cuaderno en mi mesita de noche y me acurruqué dentro de las sábanas suaves como la seda de color azul cielo, unos minutos bastaron para caer rendida ante el sueño que comenzaba a dominarme.
Era domingo, aún quedaba una semana para volver a Madrid, volver a los entrenamientos tanto dentro como fuera de la pista, tenía ganas de ponerme los patines y sentirme libre bajo el frío suelo de la pista, de volver a ver a mi mejor amiga Camille y a mi entrenadora que ya era como una más de la familia para mí.
La semana pasada había pasado rápido, después de desenvolver caja por caja, pasamos la semana ordenando el contenido de ellas; cada noche antes de dormir recitaba mientras mi abuelo me escuchaba, echaba de menos que me recitara él, pero si le gustaba que lo hiciera yo, no me quejaría.
Era de noche, mis padres había preparado una cena en el patio trasero de la casa, estaba en la cocina preparando la cubertería para la mesa: platos blancos decorados por pequeñas flores azules, los cubiertos de acero que brillaban bajo la luz intensa de la cocina como si fueran diamantes, agarré los cuatro platos con sus respectivos cubiertos y me dirigí hacía el camino de piedra que conectaba desde la parte trasera de la cocina con el jardín perfectamente cuidado por la obsesión de mi padre con la jardinería, al final del camino se encontraba una piedra enorme, perfectamente lisa y redonda, encima se encontraba la mesa de cristal, donde mi padre estaba cubriéndola con un mantel de un color azul noche, coloqué cada plató delante de cada silla, después hice lo mismo con los cubiertos.
Inconscientemente me acerqué al borde del jardín, hipnotizada por la luna, apoyé las manos en la valla de madera desgastada que tenía delante, para poder apreciar mejor la luna llena en el alto cielo oscuro, era realmente hermoso y digno de admirar, brillaba acompañada de estrellas de diferentes tamaños e intensidades de brillo.
<<...cuando seas grande y lo leas yo te estaré escuchando desde el alto cielo estrellado.>> la frase de mi abuelo resonó en mi cabeza ¿Algún día él será una de esas estrellas?
La voz de mi madre pronunciando mi nombre llamó mi atención, no sabía cuánto tiempo estuve admirando el cielo, pero cuando me di la vuelta para dirigirme a la mesa, ya estaban todos sentados; me senté al lado de mi abuelo, mis padres estaban enfrente, el hierro de las sillas estaba frío, pero la noche estaba siendo demasiado calurosa y ayudó a no pasar demasiado calor. Mi madre había preparado una deliciosa ensalada de cangrejo, unas gambas al ajillo que casi no probé (era uno de los platos favoritos de mi padre y casi las devoró cuando llegaron a la mesa) y unos huevos rellenos de aguacate (en honor a mi abuelo que le encantaban). De segundo mi padre hizo su especialidad: una lasaña con champiñones, estuve apunto de ponerme a lamer el plato como si no hubiera comido en semanas, pero conseguí contenerme cuando mi madre trajo mi postre favorito: Príncipe Alberto, un postre típico de la isla, la primera vez que lo probé fue en un restaurante hace unos años, le pedimos al cocinero la receta para que cuando estuviera en Madrid pudiera disfrutar de aquella delicia; mientras disfrutaba cada cucharada en silencio, ellos hablaban, pero no presté mucha atención, estaba demasiado ocupada con mi postre.
Cuando rebañe hasta la última cucharada comencé a escuchar la conversación de mi abuelo con mi madre, mientras mi padre comenzaba a recoger la mesa.
—¿Te ha gustado la cena, papá? —preguntó mi madre mientras apilaba los platos, mi abuelo no contestó, estaba como ausente, como si no reconociera nada de lo que veía.
—¿Papá? —volvió a preguntar mi madre, dejando lo que estaba haciendo para prestarle más atención.
—¿Quién eres? —la preguntá de mi abuelo me heló incluso más que el frío hierro de las sillas. Mi madre se sorprendió, pero no tanto como yo, solamente por unos segundos su cara transmitió tristeza y preocupación, mientras que yo estaba atónita, se acercó a mi abuelo, que comenzaba a asustarse por no saber quién era su hija.
—Soy tu hija, Lucía. —No respondió.
—¿Babu? —pregunté con miedo, no sabía que le estaba pasando, parecía que mi madre sí lo sabía o que por lo menos ya le había pasado en otras ocasiones; él me miró, parpadeó un par de veces antes de decir:
—Catarina, ¿Dónde estoy? —Mis ojos se abrieron como platos, antes de que pudiera contestar mi madre se lo llevó adentro y yo me quedé mirando la silla en la que estaba sentado hace unos segundos, mientras mi cabeza intentaba analizar lo sucedido.
Pasó una media hora, mientras mi madre ayudaba a mi abuelo a meterse en la cama, mi cuerpo estaba en la cocina secando los platos que mi padre lavaba, pero mi mente no paraba de darle vuelta a lo sucedido, mi madre me llamó desde el salón segundos después, nos sentamos en el sofá, tenía muchas preguntas, pero me contuve, deje que ella comenzara a hablar.
—Cariño, el abuelo... —Hizo una pausa antes de continuar—. tiene una enfermedad que le está destruyendo poco a poco la memoria. —Me quedé callada unos segundos para procesar la información.
—Pero ¿Está bien? —Era una de las miles preguntas que tenía.
—Sí, pero cada vez irá a peor, lo sabíamos desde hacía tiempo, pero el abuelo se negaba a contártelo, para no preocuparte. —Por lo menos estaba bien, aunque en la mirada de mi madre aún faltaba algo más por contarme, pero no dijo nada.
—¿Puedo ir a verlo? —Quería recitarle como cada noche, quería ver con mis propios ojos que realmente estaba bien.
—Está durmiendo, mejor mañana. —Asentí, aún tenía muchas preguntas, pero decidí no presionar a mi madre.
Me despedí de mis padres dándoles un beso de buenas noches y subí a mi cuarto, me senté en la cama, ¿Cómo podía olvidar a mi madre, pero no olvidarse de mí? ¿Algún día se olvidaría de mí o ya se había olvidado? Una docena más de preguntas se manifestaron en mi cabeza; miré el cuaderno encima de mi mesita, unos segundos después ya estaba con el cuaderno entre las manos, en medio de la oscuridad del pasillo, paré para escuchar a mis padres en la planta baja hablando, bueno, mi padre era el que hablaba, mi madre solo lloraba, tragué saliva y me mentalicé para no bajar corriendo a consolarla y tal vez llorar juntas, me arme de valor y abrí lentamente la puerta de la habitación de mi abuelo, estaba completamente a oscuras, pero conocía cada lugar, cada mueble cada objeto de la casa como si estuviera tatuado en mi piel, me acerqué sigilosamente a las cortinas echadas, las separé levemente para que entrara la luz natural de la luna, me acerque a la cama, mi abuelo estaba tumbado y dormía profundamente.
—Babu —susurré repetidas veces, abrió de golpe los ojos, retrocedí un paso asustada.
—¿Quien anda ahí? —preguntó mi abuelo sin moverse.
—Soy Catarina, tu nieta. —Giró levemente la cabeza hacía mi dirección.
—¿Quién eres? —su pregunta me provocó un pequeño pinchazo en el pecho, como si una flecha se me clavara lentamente, intente hablar, pero no pude, no sabía qué decirle para que me reconociera, <<¿Y si no me reconocía nunca más?>> sacudí la cabeza para obligarme a evadir cualquier pensamiento parecido, no me rendiría tan fácilmente.
—Fuera de mi habitación, intrusa. —Mi abuelo alzó la voz. ¿Eso era para él ahora? Una simple intrusa, intenté no llorar, pero las lágrimas amenazaban con salir a la superficie; encendí la lámpara de su mesita de noche, con la esperanza de que me reconociera con una luz más clara, trague saliva y observe su reacción al verme, su expresión fue relajándose lentamente, sus ojos adquirieron un brillo al mirar los míos.
—¿Catarina? ¿Qué haces aquí? —Una lágrima se resbaló por mi mejilla, me lance a sus brazos.
—No llores mi pequeña, ¿Qué ha pasado? cuéntamelo. —Aún en sus brazos comencé a contarle lo sucedido durante toda la noche: la cena, su comportamiento, lo que mi madre me había confesado sobre su enfermedad y el porqué lloraba en su cuarto llorando. Sus ojos se entristecieron, me pidió perdón por todo múltiples veces.
—Tu no tienes la culpa, Babu. —Los dos lo sabíamos, sabíamos que la culpa era única y exclusivamente de su enfermedad, había parado de llorar, pero aún seguía abrazada a él, no quería soltarlo, tenía miedo de que si me separaba de él se volvería a olvidar de mí.
—Catarina, ¿Qué haces con ese cuaderno? —Me dió unas palmaditas en la espalda para tranquilizarme, para que lo soltará, para que entendiera que todo estaba bien, me alejé lentamente de él, pero aún con el miedo en el cuerpo.
—Quería recitarte, como cada noche, si no lo hacía me costaría dormir —confesé con una leve sonrisa en los labios.
—Adelante. —Se incorporó en el sitió, apoyando la espalda en la cómoda de madera antigua, entrelazó sus dedos y apoyó los brazos en las sabanas de seda.
Asentí, me sequé el resto de las lágrimas con las mangas del fino pijama,
lo miré a los ojos durante unos segundos antes de comenzar:
—"¿Por qué te perdí por siempre en aquella tarde clara?
Hoy mi pecho está reseco
Como una estrella apagada."
Leí susurrando para que mis padres no me escucharan, era un verso de una poesía de Federico García Lorca, era la única que estaba subrayada de todo el cuaderno, por eso la recité. Intenté hacerlo lo mejor que pude, no la entendía y no sabía cómo pronunciar algunas palabras.
—¿La reconoces? —pregunté nerviosa, tenía que ser importante para él, tenía que reconocerla, apartó la mirada de la mía.
—Lo siento, no la reconozco. —Su rostro se entristeció al igual que el mio.
—Supongo que se la dedicaste a Maria, mi abuela, tu esposa... su nombre está en el final de la página. —Le entregué el cuaderno para que lo viera con sus propios ojos. Negó con la cabeza, no se acordaba de nadie... solo de mí.
—No me acuerdo de nada ni de nadie, tú eres una excepción, no podría explicarte el porqué me he olvidado de todos menos de tí, pero tus ojos Catarina, me recuerdan a alguien, alguien a quien quería con toda mi alma, alguien que tenía esos mismos ojos color hiedra. —Sonreí, como no había sonreído nunca, estaba triste por su enfermedad, pero feliz porqué aún no me había olvidado; me entregó el cuaderno y busqué una foto de mi abuela que había tomado prestada del baúl y se la mostré.
—Es mi abuela, tengo los mismo ojos que ella, siempre me lo decías. —Agarró la foto antigua con delicadeza, la observó detalladamente y pasó los dedos con suavidad por la fotografía.
—Es igualita a tí —dijo en un susurró, una lágrima resbaló por su mejilla—. Gracias por ayudarme a recordarla, gracias... por todo mi pequeña. —Se apretó la foto contra el pecho.
—Babu, siempre voy a intentar ayudarte a recordar. —Le agarré la mano con fuerza.
—Y aunque lo intentes y no consiga acordarme de nada ni de nadie, no estés triste, porqué gracias a tí, nunca podré olvidarme de ella. —Me sonrió con lágrimas en los ojos, lágrimas de una verdadera felicidad.
Era tarde, me despedí de mi abuelo y me dirigí hacía mi cuarto de puntillas para no despertar a mis padres, me tumbé en la cama contenta por las palabras de mi abuelo, los párpados me pesaban, me dormí en apenas unos segundo, lo último que escuche fue una ola rompiendo con fuerza contra las rocas de la playa.
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