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Capítulo 2

Nomi

Escucho la puerta abrirse y enseguida la alegría colma mi pecho cuando los pasos y la voz de Aiko musicalizan nuestro hogar, alejando momentáneamente la tristeza en la que estaba sumergida desde que volvimos Raito y yo.

—¡Ya estamos en casa! —celebra corriendo hacia mí, que me giro después de limpiarme las manos ya que estaba preparando nuestra próxima cena.

—Bienvenido.

Su abrazo me rodea la cintura y sus ojitos resplandecientes subidos hacia mí me plantan una sonrisa.

Es que Aiko es mi niño inocente, lleno de luz. Él y Haru tenían ese mismo espíritu efervescente y contagioso. Temí que habiendo sido como hermanos gemelos aunque se llevaran un año, la pérdida del menor apagara esa cálida llama.

Pero creo que el haber venido a Kobe, una ciudad más colorida e interesante —al menos, a comparación de nuestro lugar de origen—, y conocer gente nueva lo ha estimulado positivamente.

—¿Cómo estuvo la escuela?

—¡Muy divertida! —ríe—. Ohime jugó conmigo todo el día.

—Me alegro mucho. ¿Quieres un vaso de leche y algunos bocadillos?

—¡Sí!

—Muy bien. Siéntate y ya te lo sirvo.

Se ubica en una de las cuatro sillas de la mesa al otro lado de la barra que separa la cocina de la sala mientras busco lo prometido.

Por el umbral aparece mi último hermano, Jun, cuando acaricio la cabeza de Aiko al dejar el vaso y el plato frente a él.

—Bienvenido, Jun. Gracias por pasar por Aiko.

Sonríe tan ampliamente que me trae recuerdos de cuando yo podía hacerlo de la misma manera. Sacude su delgada mano y se acerca al refrigerador para tomar una botella de agua y abrirla, bebiendo de ella.

El líquido pasa por su garganta, se nota por el movimiento en esta, y da una larga exhalación después de su trago.

—No hay nada que agradecer. Me queda de paso. Ya lo sabes, hermana. No tienes que pensar que es un trabajo. Entre los dos, hacemos funcionar esta familia.

Lo expresa con completa sinceridad, guiñando un ojo, sin saber que lo que dice me conmueve cada fibra nerviosa.

No deberíamos ser nosotros los responsables de dos niños de doce y nueve años.

No. No deberíamos.

—¿Y Raito?

Suspiro, mirando de reojo a Aiko, que parece absorto en su cuaderno escolar que sacó de la mochila. Mueve sus piecitos colgantes mientras canturrea algo.

—Se peleó en la escuela y lo han suspendido tres días.

—¡¿Qué?! —Observa hacia las escaleras que ascienden a nuestras habitaciones como si pudiera verlo desde aquí—. ¿Qué fue lo que pasó?

—No lo sé. El director me dijo que golpeó a otro niño, y quería expulsarlo.

Camino hacia la otra punta del ambiente, sentándome en el sofá y cubro mi cara con mis manos, vencida.

Percibo a Jun sentándose junto a mí y pasando su palma sobre mi espalda.

—No sé qué lo llevó a hacer algo así. Pero al parecer, Raito dio el primer golpe. Está tan lleno de furia. No logré que me dijera el motivo.

—¿Quieres que hable con él?

Lo veo con los ojos escociendo por la salada humedad en ellos.

—Me siento una fracasada. Sabía que no sería fácil para los cuatro, pero no creí que costaría tanto.

—Nomi, hermana, no digas eso, por favor. No llevamos dos meses aquí. Dale tiempo y volverá a ser tu muñeco favorito. Ese que tenías en tus brazos todo el día.

Quiero sonreír, rememorando ese pasado, pero no me sale el gesto. 

—Ánimo. Eres una gran hermana. Él lo sabe. —Me besa la sien y se para—. Pero no es correcto lo que hizo y debe saber que no lo aceptamos. Así que, iré a tratar de charlar.

—Gracias —balbuceo.

*

Tuvimos una cena tensa, animada solamente por Aiko que no pareció darse cuenta de nada. Después de esta, Jun y yo nos ocupamos de lavar los platos. Así es nuestra rutina, ya que Aiko y Raito se encargan de poner la mesa. Además preferimos que Aiko se bañe con la compañía del mayor de los dos, algo que Raito hace con mucha responsabilidad.

Mi cabeza no deja de pensar en cómo van a ser mis próximos tres días, siendo un remolino que amenaza con darme jaqueca.

Al parecer Jun piensa lo mismo, porque le da voz a lo que me preocupa.

—¿Qué harás con la universidad si debes quedarte con Raito en casa?

—Eso es lo que estaba tratando de organizar. —Suelto el aire—. No me queda de otra que faltar. No puede quedarse solo.

—Yo puedo ayudarte. Puedo faltar yo también uno o dos días.

—¡No! ¡No lo permitiré! —lo regaño a pesar de que no parece surtir efecto porque se ríe de mí—. No te burles. Te hablo en serio.

—¿Quieres té? Creo que te vendría bien.

Se seca las manos cuando terminamos con nuestra tarea y me pasa el trapo de cocina para que yo haga lo mismo.

—No desvíes el tema.

—No lo hago. Vamos. Siéntate en la mesa. Yo lo preparo.

Enseguida cumple con lo pactado y estamos los dos, uno frente al otro, saboreando un té en nuestras tazas.

—¿Pudiste lograr que te dijera lo que pasó?

Niega con la cabeza.

—Podemos organizarnos los horarios —retoma Jun—. Mañana te quedas tú y el siguiente día, lo hago yo. —Estoy por protestar pero levanta su mano, acallándome—. Me va bien en la prepa. Y creo que hice de un amigo que me puede pasar los apuntes. En cambio tú...

—Lo sé, lo sé. Me está costando la universidad y faltar me complicaría más —resoplo, resignada—. Tal vez, no debería seguir...

—Ni lo digas. Siempre dijiste que querías construir edificios. Altos y hermosos. Y lo lograrás. Confío en ti.

Ojalá yo también confiara tanto en mí misma.

—Además... Tú eres inteligente. Se nota que estás feliz de ir a la universidad. Solo estás algo... —parece titubear—, perdida. Pero es por el tiempo que estuviste lejos.

Apura a explicar.

—Perdida... —No puedo evitar que mi boca se tuerza en una mueca de desagrado cuando escenas nauseabundas amenazan con colmar mi mente. Me las sacudo y sin desprender mis pupilas del borde de la taza, donde mi yema recorre su circunferencia, pregunto lo que tanto he temido descubrir—. ¿Qué fue lo que padre les dijo de mí? ¿Les dio algún motivo de mi ausencia?

Escucho que Jun deposita su taza después de haber bebido de ella, pero no emite más sonidos.

Alzo mi mirada y me encuentro con un semblante desconocido ante mí. Jun no me ve. Pero yo sí a él y no se me pasa que sus dedos se aferran a la cerámica con fuerza.

—¿Qué les dijo? —repito, nerviosa.

—Nada. Simplemente que habías encontrado un buen trabajo. Que surgió de pronto y por eso te marchaste sin despedirte.

Bastardo mentiroso.

Aunque, pensándolo mejor, creo que fue lo único decente que hizo entonces. Prefiero que mis hermanos no sepan lo que me causó.

En lo que me convirtió durante los peores siete meses de mi vida.

—Creo que Raito fue al que más le dolió —continúa en una suave voz. Siempre tuvo un tono melódico que espero no pierda cuando se transforme en un hombre adulto—. Tú y él siempre tuvieron un lazo especial.

—No me perdona. Nunca lo hará.

Y no puedo hacer nada al respecto. No puedo cambiar el pasado ni confesarle lo que me alejó de él ni de los demás.

—Yo tampoco me lo perdonaré jamás —suelto sin pensarlo, desahogándome por primera vez frente a él—. Por mi culpa, Haru murió. No estuve para protegerlo. Para protegerlos a todos ustedes. Debí... debí...

Sé que no estaba en mis manos. No podía llevármelos conmigo.

—Ni se te ocurra echarte la culpa, hermana.

Me sorprende la dureza con que lo dice. Y cuando lo veo a los ojos, estos acompañan con firmeza.

—Hui, Jun. Eso fue lo que hice. Escapé sin pensar en ustedes.

—No era tu deber pensar en nosotros. Éramos responsabilidad de... él —masculla con evidente rechazo—. Y en todo caso, Haru murió porque él no lo cuidó. Porque yo no pude...

Rompe en llanto delante mío y me quedo pasmada. Nunca, no desde que éramos niños, lo vi llorar así.

Abandono mi puesto y vuelo a su lado para envolverlo entre mis brazos, apretándolo contra mi pecho, donde se refugia con angustia, aferrándose como niño desesperado.

No sé cuánto consuelo le puedo dar cuando somos dos niños rotos cargando con culpas que no nos corresponden y que sin embargo, tomamos como nuestras.

Dos niños que perdieron su infancia y saltaron a una adultez apresurada.

Pero estamos juntos.

Eso tiene que valer.

*

Día uno de suspensión y está siendo un fiasco.

Raito ni siquiera bajó cuando lo llamé para desayunar. Tampoco tocó la bandeja cuando se la dejé en la puerta de la habitación. Para el almuerzo logré convencerlo de que aceptara la comida que le llevé al sugerir que se quedaría pequeñito, siendo superado por Aiko.

Funcionó como encanto.

Sin embargo, no logré que me dirigiera una palabra. Ni siquiera me miró. Mucho menos obtuve de él el cumplimiento de varias tareas como castigo por ser suspendido. Lista que dejaré anotada para Jun el día de mañana. Si se queda en casa, deberá trabajar.

Ahora tengo frente a mí mis libros de clase, tratando de vencer mis pensamientos negativos para concentrarme y no seguir atrasándome en la universidad. De continuar así, no me quedará de otra que buscar algún tutor y eso me aterra.

—¡Aaaahhhhh! ¡Basta! Concéntrate.

Me afirmo a mis apuntes cuando el timbre suena, interrumpiendo mi intención.

El desconcierto me embarga, y con cierto recelo me aproximo lentamente a la puerta.

Más me extraña lo que me encuentro del otro lado al abrirla.

Es el niño que vi ayer en la escuela de Raito. Está de pie, con los ojos aguados y la boca en un puchero. No me ve directamente, sino que los tiene caídos al suelo. No puedo evitar repasar los golpes en su cara y se me hace un nudo en la garganta. Entre Raito y él, es este niño el que se llevó la peor parte a pesar de tener una estatura algo superior a la de mi hermano.

El pequeño da un paso al frente empujado por la persona detrás de él y que recién veo. Es un joven más o menos de mi edad, aunque mucho más alto. Estoy segura de que es el mismo que lo acompañaba antes.

Él y el niño se parecen mucho, y lucen como si vinieran de una familia acomodada, con zapatos lustrados y ropa pulcra. El menor tiene el uniforme de la secundaria en perfecto estado —intuyo que no es el mismo de ayer, si también acabó destrozado como el de Raito y que recuerdo que debo arreglar—, mientras que el mayor usa una camisa planchada de color blanco y unos pantalones oscuros que le quedan muy bien. Su cabello corto es prolijo y sus ojos negros me miran con... ¿curiosidad? ¿Sorpresa?

No puedo evitar percibir que mis mejillas se encienden, pero no es una sensación agradable. No me gusta que me observen y aparto la vista.

Es entonces que caigo en cuenta de lo que pueden estar buscando aquí.

¿Acaso vinieron a exigir personalmente unas disculpas de mi hermanito? ¿Pretenden alguna compensación?

No sé lidiar con el enfado de otros y la verdad, es que si vienen a escupir reproches por la pelea, no podría abrir la boca ante la evidencia de lo que tengo delante.

—Buenas tardes. Me llamo Makoto Kiyotake —se presenta el niño.

Estoy a punto de responder cuando soy silenciada por el grito de Raito que suena detrás mío.

—¡¿Qué vienes a hacer aquí?! ¡¿Ahora me buscas en mi casa para seguir burlándote de mí y mi familia?!

Nunca vi a Raito tan exaltado. Es como si fuera otro niño. Uno que me es ajeno.

Su menudo cuerpo está encrespado, con sus manos en puños y sus dientes apretados. Es como un gato escuálido a punto de pelear por el único resto de comida en un callejón. Y yo siendo una mera espectadora, congelada en mi lugar.

—¡Te pregunté a qué viniste! ¿Después de todo lo que dijiste ahora no puedes hablar?

—Raito. ¿Qué es lo que estás diciendo?

Vuelvo a mirar al compañero de clases que luce angustiado.

Su voz fluctúa antes de inclinarse hacia adelante.

—¡Lo lamento mucho! —habla desde su posición, descolocándome por completo—. Yo soy el responsable de iniciar la pelea con Raito. Vengo a pedir perdón.

Sigo sin entender lo que está pasando.

Creo que Raito también está confundido, porque se detiene a mi lado en el zaguán, frente a la entrada, parpadeando una y otra vez, observando a... ¿Makoto dijo?... seguir en su postura.

—Yo... yo... —continúa—, ofendí a Raito y su familia con mis palabras y cuando se defendió, no me detuve. Merecí cada golpe.

Por el rabillo del ojo noto las lágrimas de Raito recorrer sus mejillas aunque él haya bajado la cabeza tratando de ocultarlas bajo su flequillo. Sus puños siguen en tensión y sus hombros se sacuden. Leves sollozos empiezan a revelar su quiebre.

—Raito... cariño.

—¡¿Crees que disculpándote cambiará algo?! —grita, sobresaltándonos. Pero Makoto no se endereza. Solo se sacudió levemente ante el grito, pero se mantiene inclinado—. Lo que dijiste es verdad. Lo sé. Todos lo saben. ¡No quiero volver a la escuela!

Gira sobre sí mismo y sale corriendo escaleras arriba. Mi mano queda en el aire en un intento fallido por retenerlo.

—Lo siento. —Vuelvo mi atención a Makoto cuando habla, que por fin se yergue—. Supe en la escuela que fue suspendido tres días.

—¿A ti... no te suspendieron?

—No —dice con timidez—. También me siento responsable por eso. Dejé que le cargaran la culpa a él porque nadie me oyó. Solo vieron a Raito lanzarse sobre mí.

—Makoto me contó lo ocurrido y me pidió venir personalmente para hablar con... ¿tu hermano?

Mi atención es atrapada por la gruesa voz del acompañante. Una vez más, mi rostro se calienta cuando fija en mí sus profundos iris oscuros, esperando una respuesta.

—Eehh, sí. Raito es... es mi hermano. —Incapaz de sostenerle la mirada, regreso a Makoto—. Gracias por venir a disculparte. Creo que requiere de mucho valor.

El muchacho me sonríe y creo que es muy tierno cómo se sonroja.

—¡Gracias! Mi hermano también dijo que debía ser valiente y afrontar mis equivocaciones. —Conque su hermano—. Aunque... —Su sonrisa se marchita—, esperaba que Raito y yo pudiéramos dejar esto atrás y ser amigos. Yo no quise... no es mi intención ser su enemigo. Mucho menos que deje de asistir a la escuela.

—Dale tiempo, Makoto —interviene el hermano, apoyando una mano sobre su cabeza—. Tal vez, puedas hablar más tranquilo con él en otra oportunidad.

—¿Podría... volver mañana a intentarlo?

Su pedido me sorprende, pero me cautiva la ilusión que resplandece en sus ojos.

—Mmm... no sé... —Me encojo de hombros—. No perdemos nada.

—¡Gracias! Mañana después de la escuela pasaré por aquí. Podría traerle las tareas, para que no se atrase.

—Eso sería de gran ayuda. Gracias. Serás bienvenido a nuestra casa.

Makoto inicia la retirada con su hermano y yo me quedo en la puerta, observándolos. Me tenso cuando el joven regresa solo unos segundos después y se planta delante mío, inclinándose hacia mí.

—Perdón, no me presenté —se alza, hablando serio, pero cortés—. Mi nombre es Asahi Kiyotake.

—Yo... soy Nomi, Nomi Sakuragi —respondo titubeando.

—Nos veremos en otra oportunidad.

Saluda una vez más y regresa con su hermano. Juntos se perfilan hasta la acera donde giran hacia la izquierda. En instantes, el lugar queda vacío, como si nada hubiera ocurrido.

Poso mi palma en mi pecho, tratando de controlar los bombeos ensordecedores de mi corazón. No sé qué me ocurre, pero quiero llorar y reír al mismo tiempo. Tengo miedo y a la vez, un cosquilleo desconocido recorriéndome bajo la piel.

¿Me estoy volviendo loca?

Reacciono recordando que tengo un niño de doce años frustrado y enfadado deseando abandonar la escuela, y me siento desanimada en el escalón de entrada.

¿Qué puedo hacer?

Raito, háblame, por favor.


*

N/A:

Ignoraré la costumbre japonesa de expresar primero el nombre familiar (el apellido) o de tratarse principalmente por el apellido, siendo el nombre algo más informal.

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