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El devorador de arte - capítulo 6

Dado que yo no sabía conducir, y Rodrigo no tenía carné, hicimos el viaje a Asturias en autocar. Aquella decisión alargaría un poco el plazo de llegada, pero tampoco importaba. En el fondo, me iba a ir bien tener un poco de tiempo para reflexionar.

Apenas hablamos durante el camino. Rodrigo soltaba algún comentario de vez en cuando, para intentar relajar el ambiente, pero yo no era capaz de apartar la mirada del móvil. Me había vuelto a instalar Twitter y refrescaba la página cada dos por tres, a la espera de alguna publicación nueva sobre el gran cuadro del Rey León. También vigilaba mis mensajes directos de Instagram, a la espera de una respuesta de Celeste que por el momento no parecía llegar. Ah, y no bajaba la guardia, claro. Estaba casi convencida de que mi atacante podría tomar cualquier aspecto, así que desconfiaba de todos. Del anciano que había dos asientos más adelante y que me miraba con sonrisa bobalicona: sí, de él desconfiaba. Y de la mujer embarazada que había a su lado. Y de su nieta. Hasta del perro salchicha que sujetaba la niña.

Desconfiaba de todos, excepto de Rodrigo. Él era la prolongación en vida del faro: mi fortaleza. ¿Cómo imaginar que el niño llorón que había conocido años atrás iba a convertirse en una pieza clave de mi supervivencia?

La vida tenía un sentido del humor extraño.



Llegamos a Oviedo a media mañana. El cielo estaba despejado, pero las nubes no tardarían en llegar. La aplicación del tiempo del móvil indicaba lluvias, y para cuando una hora después el tercer autobús del día nos dejó en las afueras de Noreña, empezaron a caer las primeras gotas.

—Según Google no está demasiado lejos, a quince minutos a pie, ¿te parece sí...?

—Sí, sí, necesito estirar las piernas.

La aplicación nos llevó por una carretera nacional cuya tercera salida, un camino de tierra, conectaba con una urbanización de nueva creación. Un barrio muy tranquilo de edificios altos con zona comunitaria ajardinada. Perfecto para familias con buenos recursos, pero también para alguien que buscase paz e inspiración, como Isaac Rodríguez.

Nos movimos por el centro de la urbanización hasta localizar una cafetería donde entrar en calor. Parecía mentira que hubiese tanta tienda y tan poco bar. Por suerte, a aquellas horas no había demasiada clientela, así que entramos con discreción, tratando de pasar desapercibidos, y nos acomodamos en la barra. Como era de esperar, todos nos miraban: el cartel de "forasteros" parpadeaba sobre nuestras cabezas con luces de neón.

Pedimos y rezamos para que no tardasen en aburrirse de nosotros.

—¿Estás preparado? —susurré a Rodrigo tras acabarme mi café. Miré de reojo su taza: le quedaba más de la mitad. ¡Será posible lo lento que era!—. ¿Te lo acabas o qué?

—Cálmate, ¿quieres? —replicó él con tranquilidad—. Todo va a ir bien, confía en mí. Tengo un buen presentimiento.

Quise confiar en el criterio de Rodrigo, huyendo de mis malos presagios, y le dejé un par de minutos más para que acabara. Un rato después, nos encaminamos hacia la avenida de las Avellanas, número 12. Una agradable calle llena de avellanos al final de la cual aguardaba el portal que buscábamos. Nos detuvimos en la entrada, descubriendo ante nosotros un edificio macizo de cuatro alturas y fachada gris, y presionamos el timbre del cuarto B.

—Tranquila, en serio —repitió Rodrigo, dándome un apretón en la mano—. Estamos juntos.

Estamos juntos, me repetí en forma de mantra. Por raro que parezca, funcionaba.

Sin mediar palabra, alguien nos abrió la puerta. Intercambiamos una mirada cargada de inquietud y entramos. Más allá del portal nos aguardaba un agradable recibidor al final del cual había un único ascensor. Entramos, marcamos el botón del número cuatro e iniciamos la cuenta atrás. Cogí aire.

—¿Preparada?

El sonido del motor al detenerse sirvió como respuesta. Salimos a un sombrío rellano de tres puertas y allí nos encaminamos al B. Antes de alcanzar la puerta, sin embargo, unos gritos procedentes del A nos detuvieron en seco. Desde dentro, alguien aporreaba una pared mientras amenazaba a voz en grito que, a la próxima, llamaría a la policía...

Policía.

Tragué saliva. Empezaba a notar que me temblaban las rodillas. Rodrigo me miró, nervioso ante lo que acabábamos de presenciar, y aguardó a que la voz callara para llamar. Creí verle lanzar una oración antes de presionar el timbre. El sonido agudo del llamador resonó por toda la planta... e Isaac Rodríguez abrió.



Isaac era un hombre extraño. De casi dos metros de altura, con un sobrepeso preocupante y la piel cetrina, cumplía a rajatabla el prototipo de nerd de las películas. Vivía en una casa oscura y mal cuidada, sucia me atrevería a decir incluso, donde los platos usados y la ropa sucia se acumulaban en los pasillos. Él mismo tenía aspecto desastrado, con las gafas torcidas y la ropa llena de manchas marrones. Mal afeitado, con los dientes sucios y la lengua blanca, resultaba complicado mirarle a la cara sin sentir náuseas.

Así pues, fue un auténtico sacrificio seguirle hasta el salón, donde la peste era ya insoportable. Allí había tal acumulación de basura que costaba concentrarse. Además, la falta de luz natural era asfixiante. Solo el brillo de las cinco pantallas que colgaban de la pared daba algo de claridad.

Nos ofreció una bebida que rechacé educadamente. Rodrigo, en cambio, quizás menos asqueado que yo, la aceptó. Además, le dijo que su casa era muy bonita antes de que saliese a la cocina. Hipócrita...

—¿Bonita? —mascullé—. ¡Voy a vomitar!

El ruido de Isaac revolviendo en los armarios de la cocina me dio pie a que me acercase a su ordenador. Estaba situado en mitad de la sala, conectado por decenas de cables a las pantallas y a dos tabletas gráficas de distintos tamaños en las que presumiblemente trabajaba. Estaba encendido, con distintas imágenes abiertas en cada pantalla. En la principal, Twitter mostraba el famoso hilo del Rey León con una nueva obra recién subida: Jorge Sutura se había unido al club.

Jorge Sutura, murmuré para mis adentros, tratando de recordar a quién correspondía aquel nombre. Me sonaba mucho, pero era incapaz de recordar quién era. ¿Sería posible que se refiriese al hijo de...?

De nadie.

No pude acabar el razonamiento.

De repente, algo impacto en la pantalla del ordenador, pasándome a escasos centímetros del cuello. Tan cerca que, de no ser porque me había movido en el último instante, se me hubiese clavado en la nuca.

Impresionada dediqué una fugaz mirada al cuchillo que ahora atravesaba el ordenador, y me volví justo a tiempo para ver salir a Isaac de la cocina con las manos repletas de metal: un abanico de armas afiladas que no dudó en disparar a toda velocidad, como si de lanzador de cuchillos de circo se tratase.

—¡Al suelo! —gritó Rodrigo.

El salón se llenó de gritos.

Gritos de Rodrigo al embestir a Isaac y empezar a forcejear e intercambiar golpes, y gritos míos al tirarme al suelo y lograr por pura suerte esquivar la lluvia de metal. Gritos del vecino, que empezó a golpear la pared fuera de sí al volver a escuchar alboroto en el apartamento de al lado, y gritos de Isaac.

Si es que era Isaac.

Desde el suelo vi a Rodrigo encajar varios puñetazos al artista en la cara. Unos golpes con la fuerza de un huracán que, lejos de derribarle, rebotaban en su rostro, como si golpease un muro de cemento. A pesar de ello, mi amigo el enterrador no se detenía. Seguía golpeando con brutalidad un puño tras otro.

Pero no era suficiente.

Después de encajar seis golpes seguidos, Isaac respondió hundiendo su puño en el estómago de Rodrigo. Un único golpe con el que le arrebató todo el aire y estuvo a punto de derribarle. Rodrigo cayó de rodillas al suelo y retrocedió justo cuando, con la otra mano, Isaac intentaba cercenarle la garganta.

¿Sería posible que fuera ambidiestro? ¡No había mayor talento en el mundo del arte!

Pero volviendo a la pelea, mi amigo se abalanzó sobre él y lo derribó, arrastrándole desde la cintura. Parecieron dos torres al caer. Una vez en el suelo retomaron el forcejeo, con la diferencia de que cada golpe de Isaac dolía el triple que el de Rodrigo.

Era horrible.

Durante los pocos segundos que tardé en reaccionar tuve la certeza de que aquel ser, pues no podía ser humano, nos iba a matar si no hacíamos algo más. Rodrigo no era suficientemente fuerte y yo... bueno, yo era yo. Alguien que, a pesar del miedo, aún tenía mucho que decir.

Pero tenía que decirlo ya.

Busqué mi bolso por el suelo, el cual había perdido durante la pelea, y lo abrí. Dentro, guardados dentro de un pequeño neceser, tenía tres tubos de ensayo de color negro cargados con el poder de la magia más ancestral.

La magia de mi familia.

Los cogí con firmeza y arranqué los tapones con los dientes. Inmediatamente después, sin tan siquiera plantearme la posibilidad de que una sola gota pudiese caerle a Rodrigo encima, corrí a por Isaac. En ese entonces el artista estaba encima de mi amigo, machacándole el costado con el puño. Un puño cuyos nudillos ahora eran de un brillante color metálico...

—¡Apártate! —chillé.

Sinceramente, no sé para qué lo dije: no le esperé. En lugar de ello lo lancé sobre la espalda del artista, sin importarme que estuviera inmovilizando con su peso a Rodrigo. Lo hice, punto. Supongo que fue cosa del miedo. Sea como fuera, la camiseta sucia se le tiñó de negro... y de repente, con un estallido, empezó a arder.

Aterrado, Isaac se incorporó, con gritos perturbadores en la garganta, y trató de palmearse la espalda con desesperación. Obviamente, no iba a servir de nada: no era fuego real. Poco después, viéndose incapaz de apagarlas optó por lanzarse de espaldas contra la pared. Imagino que intentaba apagar las llamas con el yeso, pero como decía, era imposible.

Mentiría si dijese que no disfruté de la escena... pero no mucho rato. Recordé que Rodrigo seguía allí, tirado en el suelo, y tiré de él hasta alejarlo del enemigo. Una vez fuera de su alcance, en la otra esquina de la sala, contemplamos con horror el espectáculo. La ropa de Isaac había sido consumida por completo, lo que había ocasionado que ahora las llamas devorasen la carne. Sin embargo, esta no se ennegrecía ni se achicharraba, sino que se desprendía convertida en un líquido pastoso. Era como si se estuviese derritiendo...

Pero él no caía. El artista siguió golpeándose un par de veces más contra la pared con absoluta brutalidad hasta que, quizás dándose por vencido, decidió volver a centrar su atención en nosotros. Clavó los dos haces de luz enloquecidos que ahora tenía por ojos en nosotros y, con un grito de rabia, se lanzó a por nosotros.

En definitiva, íbamos a morir.







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