Amor de padre - Capítulo 6
Bajamos a la playa a oscuras, guiándonos por el suave brillo de las estrellas. Ambos conocíamos el camino a la perfección después de haberlo recorrido en decenas de ocasiones, pero tal era nuestro nerviosismo que a punto estuvimos de resbalar en varias ocasiones durante la bajada. Al fin y al cabo, ¿cómo no estarlo después de lo que había visto?
Mi padre.
Era mi padre.
De haberse tratado de cualquier otra persona, no le habría reconocido con tan poca luz. Apenas había sido una silueta recortada contra la orilla del océano. Sin embargo, a Gabriel Batet se le reconocía a kilómetros gracias al pelo. Era un hombre único... y por el modo en el que le vi, con la mirada fija en el horizonte y el agua cubriéndole hasta las rodillas, me temí lo peor.
Quizás suene un poco dramático, pero la escena me asustó. Sabía de su conocimiento absoluto de la zona, pues había nacido en el Puerto, pero temía que la edad le hubiese vuelto demasiado confiado y pudiese tener un problema. Al fin y al cabo, los cambios de marea eran repentinos y no sería el primero que, creyéndose a salvo en la arena, era devorado por las olas.
Así pues, aterrados ante la posibilidad de que pudiese pasarle algo al auténtico líder de nuestra manada, ambos corrimos en su búsqueda, armados con las linternas de nuestros móviles.
Los pocos minutos que tardamos en descender la playa bastaron para perder la pista a mi padre. No había rastro alguno de él en la arena, la cual las olas lamían continuamente, ni tampoco ninguna señal de hacia dónde había podido ir. Siempre cabía la posibilidad de que se hubiese lanzado al agua para nadar ahora que parecía estar decidido a ponerse en forma, pero lo veíamos poco viable. De haberlo hecho, no se habría metido con ropa, y por el momento no había ni rastro de ella.
—¿¡Papá!? —grité a la noche—. ¡Papá, ¿me oyes!? ¡La playa es peligrosa de noche!
Como si quisiera confirmar mi advertencia, una poderosa ola barrió la orilla con ansia, empapándonos hasta las rodillas. El impacto fue fuerte, pero ambos teníamos clavados los pies al suelo, por lo que no logró arrastrarnos. Eso sí, consiguió asustarnos aún más si cabe.
—¡Papá! —se unió Arturo.
Recorrimos la playa hasta el estrecho paso que conectaba con la siguiente cala situada al este. Aquella bahía era muy escarpada, con piedras en vez de arenas, por lo que no solíamos visitarla. Resultaba incómoda para nadar. Además, solían reunirse bastantes medusas. Eso sí, era un paraje tan bello que no me habría sorprendido que mi padre se hubiese adentrado para disfrutar de las vistas.
—Vale, aquí no te sueltes, ¿vale? —advertí a Arturo, sujetando su mano con fuerza.
Mi hermano asintió y juntos dejamos atrás la arena para adentrarnos en la alfombra de guijarros que cubría el suelo. La humedad provocaba que estuviesen muy resbaladizas, lo que no facilitaba el avance. Tampoco que las olas entrasen continuamente para lamer hasta el fondo la playa. A pesar de ello, no nos detuvimos. Atravesamos toda la cala pegados el máximo posible al muro del fondo, teniendo que hacer un alto en varias ocasiones por temor a ser arrastrados por la marea, y no nos detuvimos hasta alcanzar el extremo final, donde un nuevo giro nos llevaba a una nueva bahía.
Gritamos con todas nuestras fuerzas.
—¡Papá, por favor, si nos oyes di algo!
Silencio.
Las olas rugieron como respuesta. Ambos iluminamos el océano con los móviles y contemplamos con horror como una enorme ola se abalanzaba contra la playa, dispuestos a devorarnos. Cerré los dedos alrededor de la mano de mi hermano y, clavando los pies en el suelo, me preparé para el impacto del agua.
—¡Bianca, tengo mied...!
El agua se llevó las palabras de mi hermano. La fuerza del impacto nos arrastró con violencia contra el muro, donde ambos chocamos para, acto seguido, ser arrastrados por el océano. Sentimos el agua absorbernos, tirar de nuestras extremidades como si quisieran arrancárnoslas. Desperados, tratamos de buscar algún lugar donde sujetarnos. Mi hermano a mi cintura, presa del pánico, y yo a una raíz del suelo. Mi mano topó con el tronco por casualidad, y gracias a él logramos evitar ser arrastrados hasta el fondo.
Poco después, cuando el agua retrocedió llevándose mis zapatos, nos apresuramos a levantarnos y correr. Me gustaría decir que a la playa anterior, más segura, pero no. Seguimos adelante, huyendo de una segunda ola aún más grande que la anterior. Giramos a la siguiente cala, y allí encontramos un desnivel en lo alto del cual escondernos. Ayudé a mi hermano a trepar por la arena con manos y pies y, una vez arriba, contemplamos con estupor cómo la siguiente ola ascendía hasta lo alto de la elevación, pero únicamente para mojarnos un poco los pies.
Uf.
¿Temía por mi vida? Sí, no os voy a engañar. No quería morir ahogada, debía ser horrible. Si tenía que morir, que fuera algo inmediato. Pero, aunque aquel tétrico desenlace me asestaba, era la vida de mi hermano la que apenas me dejaba pensar con claridad. Si tenía que morir yo, adelante, lo aceptaría, pero él no.
Él no se lo merecería.
—Ha sido mala idea —suspiré con tristeza—, lo siento.
—Déjate de lamentos y ven, creo que lo tenemos.
Seguí a Arturo hasta el fondo de la elevación, donde unas huellas en la arena delataban que alguien había pasado hacía poco.
Huellas que reconocimos como las de unas deportivas que perfectamente podrían encajar con las de papá. Seguimos los pasos hacia el fondo de la bahía, descubriendo en el muro una pequeña cavidad en la piedra. La iluminamos con el móvil y en ella encontramos inscrito un sombrío túnel. Era muy estrecho, de apenas metro y medio de altura, pero parecía muy profundo.
Y sí, los pasos se perdían allí...
Tuve que detener a Arturo antes de que se adentrase. Aunque el suelo estaba seco, temía que la marea pudiese subir y muriésemos ahogados. No parecía probable, pero el instinto protector me hizo dudar.
—Quédate aquí, ¿vale? Me asomaré yo.
—¡Pero yo quiero entrar!
—Imagínate que sube la corriente y me arrastra, alguien tendrá que salvarme, ¿no?
Ambos sabíamos que en caso de que eso sucediera no podría salvarme ni Mitch Buchannon, pero bastó para que se quedase. Al fin y al cabo, era su hermana mayor, no podía desobedecerme. Le planté un cariñoso beso en la mejilla, prefiriendo ahorrarme más drama, y entré móvil en mano.
En la cueva hacía un frío de mil demonios. Mientras avanzaba por el túnel agachada, pues aunque era una canija daba la altura suficiente como para golpearme la cabeza con el techo, pensaba en qué podría estar haciendo mi padre allí. Al fin y al cabo, sabía que podría llegar a ser peligroso... ¿entonces? ¿Por qué ahora actuaba de esa manera? ¿Por qué no podía volver a ser el mismo señor Wesley que todos conocíamos?
—Tiene que pasarle algo... —me dije con pesar—. Pero ¿el qué?
Le llamé un par de veces, pero no tardé en quedarme en silencio, asustada por la oscuridad de la cueva. Era tan negra que apenas alcanzaba a iluminarla con el móvil. El haz de luz era muy pequeño, y el olor a mar tan, tan intenso que...
Que tenía miedo.
Tenía miedo de verdad de lo que pudiese pasarme... pero aún más de lo que pudiese encontrar. ¿Qué pasaba si mi padre había decidido meterse allí para hacer algo raro? No quería pensar en nada en concreto, pero temía lo peor. Tantos días de mal humor podrían haberle llevado al límite, y...
Traté de mantener la mente en blanco. La aprensión me hacía pensar en cosas oscuras tan terribles que se me caían las lágrimas. Me concentré en el camino y seguí avanzando. Unos metros más adelante inicié un pequeño desnivel gracias al cual pude al fin ponerme en pie. La cueva se adentraba en las profundidades, ampliando notablemente con ello su tamaño.
Cuatrocientos metros después, me hallaba ya en un pasillo bastante espacioso, donde las paredes estaban cubiertas de humedad. Me adentré un poco más, notando que aumentaba el olor a sal, y pronto descubrí el motivo. Procedente de otro túnel paralelo al mío, el agua se adentraba en la cueva, formando una bella laguna de aspecto idílico. En ellas las aguas se mecían con suavidad, como si el océano estuviese en calma, formando bonitas ondas sobre la estrecha playa de arena que se formaba al final del túnel.
Era un lugar increíble. Propio de un sueño... propio del mayor de los secretos.
Embelesada, me acerqué, atraída por la fuerza del lugar. Y estaba precisamente a punto de alcanzar sus aguas, a apenas unos metros, cuando lo vi. O, mejor dicho, cuando lo escuché. Unas risitas, unas voces... y dos figuras humanas metidas en el agua, abrazadas y besándose. Ella tenía una larga cabellera dorada que parecía ondear con la corriente, y él...
Maldito cabrón.
Impactada, me metí el móvil en el bolsillo para que no pudieran ver el destello de luz y permanecí unos segundos escuchándolos. No podía verlos en la oscuridad, pero sí oírlos... y lo que decían era repugnante.
Era asqueroso.
Amor. ¡Amor! Hablaban de amor...
Que asco.
Salí prácticamente a la carrera, impulsada por el odio más profundo. Pensaba en mi madre y su petición de que firmase una tregua con mi padre y se me revolvía el estómago. La muy ilusa no tenía ni idea de nada. ¡Pues claro que estaba estresado! Mantener dos vidas no podía ser fácil.
Maldito sea.
Salí de la cueva rabiando, con los puños tan apretados que prácticamente me clavaba las uñas en las palmas, y me reencontré con mi hermano, incapaz de mirarle a la cara. Me sentía tan sucia después de lo que acababa de ver que apenas podía pensar.
—Pero ¿¡qué pasa, Bianca!? ¿¡Qué ha pasado!?
—¿Lo estás diciendo en serio? ¿Lo has visto con otra? ¿Con quién?
—No le vi la cara, pero no era mamá, eso seguro.
—Será cabrón... por eso estaba tan nervioso, ¡es un cerdo!
Tras dejar a Arturo en el faro, me reuní con mis hermanas en el restaurante para explicarles lo que había sucedido. Ambas se habían quedado muy impactadas ante la narración, pero no la pusieron en duda en ningún momento. En el fondo, tenía sentido. Nuestro padre había cambiado mucho en su comportamiento, y aquel escarceo amoroso bien podría ser el motivo.
El asco se apoderó de las tres.
—¿Y ahora qué? ¿Se lo decimos a mamá? —preguntó mi hermana Carol. Parecía superada por las circunstancias—. Os juro que no sé ni qué pensar: dudo poder mirarle a la cara.
—¿A mamá? —replicó Adriana con rabia, y sacudió la cabeza—. ¡De eso nada! Ella quería una tregua, lo acaba de decir Bianca, pues a la mierda: esto es la guerra definitiva. Papá intentando darnos lecciones de moral, y luego comportándose como un traidor... ¡como un mentiroso! Se merece un buen castigo, uno de esos que le hagan replantearse toda su asquerosa vida, para que se dé cuenta de que no puede tratar a su familia... y creo que sé cómo podemos hacerlo.
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