Amor de padre - Capítulo 3
Las primeras tres semanas sin Rodrigo fueron un poco tristes. No quería pensar demasiado en él, pero a lo largo del día siempre había un momento en el que le dedicaba algún pensamiento. Qué estaría haciendo, si estaría bien, si su familia lo habría recibido con los brazos abiertos...
Arturo y él hablaban casi a diario por WhatsApp, pero nunca quería decirme nada. Sospechaba que Rodrigo estaba detrás de la petición, por lo que opté por respetarla. Sin embargo, la ausencia de noticias provocó que poco a poco su recuerdo empezase a hacerse algo difuso. Seguía muy presente en la memoria de ambos, sobre todo en la de Arturo, quien había decidido cerrarse en banda y rechazar una posible amistad con Raúl, pero confiaba en que, con el tiempo, las cosas se calmarían.
Aquellos días me sirvieron también para comprobar que las rarezas de mis padres, lejos de desaparecer, iban a más. Además de seguir ausentándose del restaurante sin dar ninguna explicación, mi padre se pasaba las noches en el antiguo cuarto de Arturo utilizando su ordenador portátil. Una antigualla que había heredado de su propio hijo y que durante años ni tan siquiera había mirado. Ahora, en cambio, parecía no saber vivir sin él. Para qué lo usaba era un misterio, no quería compartir su secreto con nadie, pero parecía haberse vuelto más digital que nunca. Y por si eso fuera poco, también se había vuelto deportista. No había día que no sacara a la fuerza del faro a Arturo para ir a correr por el pueblo.
En definitiva, estaba muy raro.
Y raro él, rara mi madre. Se respiraba una paz en el restaurante que no era normal. Adriana estaba encantada ante la posibilidad de heredar el negocio, mientras que Carol lo sobrellevaba lo mejor que podía. Conociéndola, era de suponer que no le apetecía nada que su trilliza se convirtiese en su jefa, y mucho menos después de las experiencias de los últimos días. Por desgracia, no podía hacer nada al respecto, la decisión era de nuestro padre.
Yo, por mi parte, seguía en mis trece de no querer involucrarme en el negocio. Aquello comportaba que en cuanto saliesen mis padres no me quedaría otro remedio que buscarme una alternativa, pero daba por sentado que para ese entonces ya habría vuelto a Madrid. Al fin y al cabo, ¿qué me ataba a aquel lugar a parte de mi familia?
—¿Cómo lo ve de espacio? Aunque me dijo que podía abarcar hasta cincuenta metros, me pareció excesivo. Creo que para los tres tienen más que suficiente con treinta. De hecho, me parece ya un caserón teniendo en cuenta las circunstancias.
—Hasta muerto quiero estar ancho, jovencita.
—Y lo estará, se lo aseguro. Al menos mientras solo estén los tres. Si de repente empiezan a aparecer familiares perdidos la cosa se complicará.
—Si aparecen hijos ilegítimos ten por seguro que seré yo el primero en salir corriendo.
Me encantaba hablar con Antón Segura. El anciano dueño del cementerio era una de aquellas personas que, a pesar de haberme visto nacer, me trataban como un adulto y no como la niña de Gabriel. Además, era capaz de hablar de cualquier cosa, desde negocios a algo privado, sin apenas variar un ápice la expresión. Tal era su dominio de la vida a aquellas alturas, superados los ochenta años, que nada parecía enturbiar su buen humor.
—¿Tienes ya preparado el diseño interior?
—He hecho varios bocetos, pero sigo en ello. Por el momento quería asegurar las dimensiones. La idea es que cada uno de ustedes ocupe una de las paredes y que haya un espacio libre en el centro, donde instalaremos la pira funeraria que quería. Cuando llegue el momento, allí colocaremos todas las posesiones de mayor valor que elija.
—¿Y le prenderéis fuego?
—Cuando estén los tres ya de cuerpo presente, sí.
—Fantástico.
Hacía dos semanas que Antón había contactado conmigo para proponerme un trabajo de lo más interesante. Hacía tiempo que le rondaba la idea de construir una cripta para él y sus hermanas, y aunque aún veía lejana la fecha de dejar el mundo de los vivos, le pareció adecuado empezar a levantarla. Al fin y al cabo, en su mente aquel monumento sería tan impresionante que quería disfrutarlo también en vida.
Así pues, tras escuchar su petición, había pasado una semana entera preparando distintos diseños con los que ganarme el puesto. No diré que había más candidatos, pues en el Puerto éramos pocos los aptos, pero competía con las mil ofertas diarias de internet, así que me esforcé por conquistarle. Eso sí, necesité un poco de ayuda para ello. Segura quería montarse una especie de complejo faraónico con enormes grabados en las paredes, estatuas antropomórficas y espejos. Muchos espejos. También quería mucho dorado y plateado, aunque eso era secundario. Lo principal eran los grabados y las estatuas...
En definitiva, que tenía muchas ideas, algunas bastante raras, todo hay que decirlo, pero por el momento no las había compartido conmigo. Él esperaba que le sorprendiera... y lo iba a hacer, aunque haciendo trampa. Contaba con un aliado entre sus filas. Alguien que, en ese entonces, derrotado después de haberse pasado toda la mañana cavando, nos escuchaba con una sonrisa en los labios.
—¿Le parece entonces que empecemos con la obra? —sugerí, tratando de disimular mi felicidad—. Podemos volver a revisar el proyecto si no le convence, al fin y al cabo, qué sería de una duodécima versión si no hubiese una treceava.
—Empecemos con lo básico, construid la sala y una vez esté todo dispuesto, volveremos a revisarlo, ¿de acuerdo? —Antón me dedicó un guiño—. Buen trabajo, Bianca: te mandaré una transferencia con el adelanto para materiales.
Esperé a que el anciano se alejara entre los árboles y lo perdiéramos de vista para abalanzarme sobre Raúl para darle un fuerte abrazo. Él, sudoroso y agotado a partes iguales, dudó si corresponderme, pero yo le obligué a ello. Le cogí de los brazos y me los planté en la cintura. Estaba muy sudado y olía fuerte, pero no me importó. El sentirme realizada después de tantos meses de vacío laboral valía la pena.
—¡Muchas gracias! —exclamé, plantándole un sonoro beso en la mejilla—. ¡Sin ti habría sido imposible!
—Anda, anda, solo he dado un empujón, nada más. El mérito es tuyo.
—¿Tú crees que quedará bien?
—No me cabe la menor duda.
Volví a abrazarlo, esta vez sintiendo sus brazos corresponderme, y volví a besarle. Tenía la piel salada por el sudor, lo que me hizo reír. Me solté con una sonora carcajada.
—¡Estás salado! —exclamé, a sabiendas de que le pondría en un compromiso.
—Cosas de ser un humano que lleva una semana cavando —replicó con las mejillas sonrojadas—. Y lo que me queda. Calculo que al menos necesitaré dos días más para acabar.
—Puedo ayudarte si quieres.
—¿Tú cavando? —Alzó una ceja, adoptando una expresión divertida—. Mejor no digo nada. Lo que sí que no voy a rechazar es lo que sea que traes en la bolsa: será porque me muero de hambre, pero lo huelo desde aquí.
Había preparado un pequeño picnic a modo de agradecimiento. Además de espiar las ideas de Antón, también le había dado mi nombre como posible candidata para liderar el proyecto.
En definitiva, me había servido en bandeja el trabajo... y no solo eso. En el fondo, me apetecía comer con él. Durante aquellas tres semanas había coincidido varias veces con Raúl en el restaurante y en la calle y era innegable que nos entendíamos. Él era atento y simpático conmigo, encantador incluso, y yo... bueno, digamos que me dejaba querer. Me gustaba que alguien me tratase con cariño, y ahora que ya no tenía los ojos de Rodrigo fijos en mí, no me importaba sentirme observada por alguien.
Porque otra cosa no, pero Raúl estaba muy atento a mí. Quizás fuera por el tiempo que habíamos pasado juntos cuando éramos pequeños, o puede porque le cayese en gracia, pero era innegable que, de las tres, yo era a la única a la que miraba con otros ojos.
—Vas a tener que contarme tu secreto con los enterradores, hermanita —había dicho Carol una semana después de su llegada. Acabábamos de cenar juntos y nos había visto despedirnos—. A este también lo tienes en el bote.
Fuese cierto o no, me sentía tan a gusto con él que ni me lo planteaba. Si tenía que pasar algo, que pasase. Y no es que fuera buscándolo, ni muchísimo menos: rehuía del compromiso. Sin embargo, en mí no había despertado un sentimiento amor ciego al reencontrarnos, por lo que no temía lo que pudiera pasar. Si ya no me había enamorado, era complicado que lo hiciera.
Nos acomodamos junto a la fosa, bajo la sombra de un castaño. Siguiendo las instrucciones de Carol, que se había fijado en lo que Raúl pedía cuando venía a cenar, había elegido su comida favorita. Por fortuna, teníamos gustos parecidos, así que la comida resultó perfecta. O casi. Al enterrador le gustaba más el vino que los refrescos, pero dadas las circunstancias no le quedó otra que aguantarse.
—¿Cómo lo llevas? ¿Te tratan bien?
—De maravilla. Es un poco incómodo estar en la habitación de Rodrigo, aún hay cosas suyas, pero poco a poco estoy acabando de vaciarla. Susana dice que lo guarde todo en una caja, que ya se la hará llegar a su pueblo cuando toque. Es muy amable. Eso sí, se nota que los tres le echan mucho de menos. Olivia incluso a veces confunde los nombres.
—Todos lo echamos de menos —suspiré.
Creí ver un destello de envidia en su mirada. Resultaba complicado sustituir a alguien tan especial como Rodrigo. A pesar de ello, a su favor tenía que decir que lo estaba haciendo francamente bien. Eso sí, el precio a pagar estaba siendo alto.
—¿Y cómo llevas la espalda? ¿Te sigue doliendo?
—¿Acaso hay algo que no me duela? —ironizó con pesar. Visto de perfil, se notaba que había adelgazado bastante—. Me lo tomo como sesiones de gimnasio muy intensas. Eso sí, estoy mejor. Al menos ya no tengo ganas de morirme como los primeros días.
—Me imagino que tiene que ser duro... y eso que de momento no hay mucho trabajo. Cuando empiece la temporada alta te vas a enterar.
—Ah, ¿pero eso existe?
Acompañó a la pregunta con un guiño. Antón ya le había informado al respecto. Como en todos los trabajos, había épocas de mayor carga laboral, y en el caso del cementerio, estaba directamente relacionado con los meses de saqueo. Cuantos más conflictos vivían los piratas, mayor era el número de bajas.
—Aún tengo un par de meses para ponerme en forma. Eso sí, solo espero que se me pase lo de la espalda: te juro que he probado media farmacia y no me quita el dolor nada.
—Eso te pasa por fiarte de los químicos. Yo puedo ayudarte.
—¿Tú?
Admito que no solía compartir con nadie mis conocimientos sobre brujería. Desde niña había decidido que mi camino debía acercarse más al de las personas normales que al de mis antepasados, y muestra de ello era mi vida en Madrid. Sin embargo, era innegable que todo aquel saber seguía en mi mente, más fresco que nunca desde mi regreso al Puerto, y nada me impedía usarlo. Al fin y al cabo, siempre tenía alguna que otra pócima a mano. No las usaba habitualmente, pero sí cuando era necesario.
Y ahora era uno de esos momentos.
—Ven conmigo.
Recogimos el picnic y dejamos el cementerio, con el faro como objetivo. Al otro lado del edificio había una empinada escalera inscrita en el saliente gracias a la cual se podía bajar a la playa con relativa seguridad. Y digo relativa, porque lo habitual era pegarte algún que otro resbalón. Pero, aunque el resto de las playas del pueblo fuesen más accesibles, eran las algas de aquella las que necesitaba, así que el objetivo era claro.
Nos encaminamos hacia allí con paso tranquilo, charlando relajadamente por el camino, y una vez en lo alto de la escalera, iniciamos el descenso. Como sospechaba que podría caerse, preferí ponerme delante. Metro a metro fuimos descendiendo los doce peldaños que nos separaba de la arena, con un Raúl tremendamente tenso tras de mí. Era una bajada casi vertical en la que el viento te azotaba la cara con violencia, lo que dificultaba aún más las cosas. En mi caso, las gafas me facilitaban la visión. Belmonte, en cambio, tenía el hándicap del pelo largo. Si ya de por sí debía estarlo pasando mal por los ojos, que el cabello le entorpeciera la visión no ayudaba en absoluto.
Pero lo logramos. Costó, pero tras seis minutos de tenso descenso, llegamos al fin a la playa.
—Dios mío de mi vida —suspiró Raúl, doblándose por la cintura para coger aire—. Creía que me iba a matar.
—Mira que eres dramático... —respondí con diversión.
Me acerqué a la orilla y comprobé que el agua estaba tan fría como de costumbre. Perfecta. A continuación, me quité las botas, los calcetines, y me arremangué los pantalones hasta medio muslo. Desde la arena, Raúl me miraba con confusión.
—¿Qué se supone que haces?
Esperé a que se acercase para señalarle la primera línea de algas que flotaba a cinco metros de la orilla. Eran de color esmeralda y brillaban en mitad de la marejada, mecidas por el oleaje.
—Necesitó trescientos gramos para poder preparar la crema.
—¿Vas a prepararme una crema? —Raúl se sonrojó—. Vaya, no hacía falta.
Sentí un cosquilleo extraño cuando "Mediaoreja" me sonrió. Había una inocencia y una dulzura en él que me hacía sentir extraña. Me hacía sentir... digamos que rara.
Demasiado rara como para no salir huyendo.
Le pedí que se quedase en la orilla, a sabiendas de que la temperatura imponía, y me metí en el agua. Mi objetivo estaba lo suficientemente cerca como para no llegar a mojarme ni las rodillas. Al menos en la teoría, claro.
Ilusa.
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