Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 4

Oleq era un tipo agradable. Tan pronto dejamos el despacho y pusimos rumbo al Palacio Imperial, empezamos a hablar. Aunque la noche anterior no nos habían presentado, había estado muy atento a todo lo que había girado a mi alrededor. Desde mi presentación hasta la aparición de Mimosa.

Sobre todo, a Mimosa.

Al parecer, tanto a él como al resto de sus compañeros les había impresionado mucho su visita. No estaban acostumbrados a tratar con seres del Velo amistosos, y mucho menos con aquel aspecto tan singular. Ellos se limitaban a darles caza cuando a algún magus se le iba de las manos la magia. Así pues, el poder ver con sus propios ojos que aquellos seres no siempre eran peligrosos había sido fascinante.

Me cayó bien de inmediato. Admito que no solía relacionarme con hombres de mi edad, por lo que los primeros minutos fueron un poco incómodos por mi parte. Además de agradable, Oleq era un tipo muy atractivo con esos enormes ojos azules, lo que complicaba aún más la situación. Y no es que no me hubiese relacionado nunca con chicos en Ostara, había conocido a algunos y el trato con ellos había sido siempre sencillo. No obstante, aquellos hombres eran clientes o familiares de clientes con los que la relación era tan breve que no llegaban a incomodarme. Además, eran Ostarianos, lo que facilitaba todo muchísimo. Aquel pretor, sin embargo, era albiano, guapo y simpático, una mezcla explosiva a la que, sinceramente, no quería hacer frente.

Pero no era fácil, la verdad...

Por fortuna, el Palacio Imperial no estaba demasiado lejos del Águila Dorada. El pretor se identificó en el primer control de acceso, cruzamos las imponentes murallas negras que rodeaban el perímetro y nos adentramos en unos amplios jardines de césped recién cortado y gigantescos robles en cuyo corazón, alzándose como un titán atemporal, se hallaba el hogar del Emperador de Albia.

Su visión me hizo enmudecer. Había visto imágenes de aquel sagrado lugar anteriormente, pero la realidad era estremecedora. El Palacio Imperial era un conjunto de titánicos edificios de piedra grisácea y cristal cuya magnificencia cortaba la respiración. Sus altas ventanas de medio punto cubrían toda la fachada, mientras que los pórticos de las entradas, cubiertos por frescos, mostraban la compleja mitología albiana a los visitantes. Miles de gárgolas protegían el Palacio desde los cielos, con inquietantes formas monstruosas que parecían surgir de la misma piedra. Por sus grandes bocas surgían chorros de agua en todo momento, cuyo caudal se perdía en las alcantarillas para acabar surgiendo en las fuentes que decoraban los caminos. Cúpulas gigantescas, puentes colgantes que conectaban los edificios, torres que se perdían entre las nubes... aquel lugar era un sueño arquitectónico en cuya belleza podría haberme perdido el resto de mi vida.

Muy a mi pesar, no teníamos tanto tiempo.

Oleq condujo a través de los caminos de piedra hasta bordear el monstruoso complejo y alcanzar la cara occidental. Una vez en ella, nos adentramos en una estrecha rampa disimulada entre los árboles que conectaba con el subterráneo. Recorrimos un túnel poco iluminado en cuyo interior tuvimos que superar un segundo control, y aparcamos el coche en un parking subterráneo. Al final de la nave entramos en un vestíbulo donde nos esperaba un elegante ascensor con un sirviente uniformado de negro y dorado dentro.

Presionó uno de los botones nada más vernos entrar. Las puertas se cerraron y ascendimos durante unos segundos; tiempo suficiente para sorprenderme de la tensión que denotaba mi rostro. Tenía las pecas algo enrojecidas y la mirada enturbiada. Apenas me notaba nerviosa, había aprendido a sobrellevar la tensión, pero era innegable que la situación me imponía.

Oleq sonrió al verme contemplar mi propio reflejo.

—Puedes estarte tranquila, Venizia, vienes a servir al Emperador, no a casarte con él.

Salimos a vestíbulo donde, junto a una armadura decorativa, aguardaba la mujer a la que estábamos buscando. Katrina Alekseeva, el contacto de Elisabeth Reiner, era una elegante mujer vestida de negro y coleta tensa al que mi presencia parecía incomodar.

Estrechó la mano de Oleq con determinación.

—No es una buena idea, Reiner —le dijo, dedicándome una fugaz mirada—. Quiero que conste en acta. Yo ya lo he dicho, debería ser un magi quien estuviera aquí, no una bruja.

—¿La bruja soy yo? —pregunté con sorpresa, alzando la ceja—. Vaya, creo que es la primera vez que me llaman así.

Oleq, que aún no había perdido la sonrisa desde el principio, negó con la cabeza. En ese entonces aún no me había dado cuenta de que se apellidaba como Elisabeth, pero no tardaría en ello. Por el momento tal era mi fascinación ante la elegante decoración del interior del Palacio que me costaba concentrarme.

—La Centurión cree que es una buena idea, y yo la apoyo. No es una simple «bruja».

—Casi que prefiero que no me des explicaciones —le cortó.

Se volvió hacia mí y me estrechó la mano con muchísima más fuerza de la necesaria. Después, haciendo resonar los tacones de casi diez centímetros por todo el edificio, nos pusimos en marcha.

Caminamos durante unos minutos, una eternidad a mi modo de ver, jamás había estado en un lugar tan inmenso, hasta alcanzar un segundo ascensor. Con él subimos varias plantas y accedimos a un puente de cristal que conectaba con una de las torres. Dentro, una decena de vigilantes y guardias nos dieron la bienvenida desde el recibidor.

Alekseeva se adelantó unos metros para hablar con hombre al mando, un pretor por su uniforme, aunque no de la Casa de las Espadas. Sus ropajes eran amarillos y violetas, y su casco, totalmente reflectante, de tonalidades que parecían estar en continuo movimiento.

—La Casa de la Corona —me susurró Oleq con discreción—. Son los guardianes de la Casa Real. Buena gente, aunque un poco cabeza cuadradas. Es lo que tiene no salir mucho de aquí...

Incluso sin poder ver su rostro, pude sentir la mirada del pretor desde detrás del casco. Alekseeva debía estar hablándole de mí. El resto de los guardias, legionarios, me miraban sin disimulo. Solo les faltaba susurrar «la ostariana» con cara de perro.

Poco después, el pretor asintió y Alekseeva nos pidió que la acompañásemos a la planta superior. Allí, en el vestíbulo de la que a todas luces era la sala donde acababa nuestro viaje, aguardaba un escriba con varios documentos entre manos.

—Señora Valeria Venizia, ¿verdad? —dijo el hombre, apoyándose en una mesa para anotar mi nombre en un formulario. Rellenó unos cuantos datos y me lo ofreció para que lo firmara—. Firme.

—Yo no firmo nada —advertí, rechazando la pluma—. ¿Qué es esto?

—Si no firmas no entras, tú verás —intervino Katrina de malos modos, cruzándose de brazos—. No tenemos todo el día: firma de una vez.

—Insisto, ¿qué es?

—¿Qué va a ser? ¡Un maldito contrato de confidencialidad! ¡Vamos, ostariana, firma de una vez!

La impertinencia de Katrina acabó con mi paciencia. Devolví el contrato al escriba, sin tan siquiera molestarme en mirar el texto, y me volví hacia Oleq. El pobre contemplaba la escena con cara de circunstancias.

—Me retracto, no quiero ayudar: sácame de aquí.

—¿¡Cómo!? —Katrina palideció—. Pero ¿¡de qué habla, Reiner!? ¿¡Se ha vuelto loca, o qué!?

Mientras tanto, el escriba dejó el documento y la pluma sobre la mesa sin expresión alguna. Parecía indiferente la conversación.

—Para serte sincero, la entiendo —respondió Oleq, acercándose a coger el contrato—. A los ostarianos no les gusta que les traten mal cuando ofrecen su ayuda. De hecho, creo que ni a ellos, ni a nadie. —Me dedicó una sonrisa amistosa—. Perdónala, Valeria, los albianos somos así de torpes a veces. Este documento te compromete a no revelar nada de lo que suceda ahí dentro, nada más. Y en caso de que lo incumplas, la Familia Real se reserva el derecho de presentar una demanda contra tu persona. Es un procedimiento habitual.

—¿Me pueden meter en la cárcel?

—O cortarte la cabeza, todo depende de lo mal que se lo tome el Emperador.

—Ya... típico de los albianos. De todos modos, no iba a contar nada —Aclarado aquel punto, y agradecida de que alguien se hubiese mostrado algo de comprensión, di por zanjado el asunto—. De acuerdo, no me importa entonces, mis clientes saben que cuentan con mi silencio.

—Estupendo entonces. ¿Ves? —Oleq sacudió la cabeza—. No era tan complicado.

Firmé el documento y entramos los dos en la sala. Juraría que antes de cerrar la puerta escuché un «maldita zorra ostariana», pero tampoco le presté demasiada atención. La escena que aguardaba ante mí acababa de absorberme por completo.

Nos encontrábamos en una sala fuertemente iluminada en cuyo interior, al final de la estancia, había una cama rodeada de varias personas. Un total de ocho hombres y tres mujeres cuya atención se centró en nosotros cuando entramos.

—¿Hola? —pregunté en apenas un susurro.

Mi llegada no fue bienvenida, había demasiada tensión para ello. Oleq y yo nos acercamos a la cama, donde entre tanta gente descubrí a una mujer tumbada, y durante unos minutos no hicimos más que escuchar, tratando de entender qué sucedía. Lo primero fue identificar a los presentes: tres de ellos, dos mujeres y un hombre, formaban parte de la guardia privada de los protagonistas. Otros dos, uniformados con batas, eran del equipo médico, probablemente de la propia Familia Real. Por último, había dos jovencísimos muchachos, un chico y una chica, cuyos elegantes ropajes y aspecto me hizo comprender que eran auténticas eminencias. Probablemente aristócratas, o nobles. Y finalmente estaba la mujer de la cama, muy embarazada, y el que probablemente era su marido.

No tardé en darme cuenta de que la mayoría aborrecía mi presencia. De hecho, los hermanos parecían discutir al respecto. Mientras que ella apoyaba mi llegada, el hermano la rechazaba sin disimulo alguno. Por suerte, la protagonista difería.

—Altezas, por favor, dejen de discutir por mi culpa: soy yo la que acepto las posibles consecuencias. Necesito ayuda, y sé que ella puede brindármela.

La voz de la embarazada sonaba con fuerza a pesar del nerviosismo. Tenía el rostro bañado en lágrimas, aunque no recientes. Probablemente llevase muchos días así.

—Señora, con todos los respetos —intervino uno de los médicos—, sé que usted cree en técnicas alternativas, pero le aseguro que no hay nada más efectivo que la medicina tradicional. Si usted quisiera, podríamos acabar ahora mismo con todos sus miedos con una cesárea.

—Pero ¿es que no has escuchado a mi esposa, maldito carnicero? ¡Sal de aquí ahora mismo! ¡No voy a permitir que te manches las manos con la sangre de mi mujer!

El hombre que acababa de expulsar al médico y su ayudante era Eric Vermanian, uno de los altos cargos de la ciudad de Herrengarde. Un hombre de importante envergadura y larga cabellera oscura recogido en una trenza cuya expresión denotaba un gran sufrimiento. Su esposa Jenna era la mujer que en ese entonces reposaba en la cama con la piel pálida y las manos sobre el vientre. Ninguno de los dos era del todo joven, habían superado con creces los cuarenta años, y estaban nerviosos.

Estaban desesperados.

Después del complicado inicio, logramos que la mujer a la que Jenna se había dirigido como Alteza nos explicara lo que estaba sucediendo. Al parecer, su embarazo estaba llegando a su fin y temía que el inminente nacimiento de su hijo.

—Los inicios fueron complicados. A pesar de nuestro deseo de volver a ser padres, no lo conseguíamos. Seguramente era por la edad, o quizás porque no era el momento, pero el Sol Invicto no parecía querer bendecirnos con un hijo. Debido a ello, empecé a rezar a diario, día y noche... y tras varios meses de decepciones, sucedió algo que lo cambió todo. Algo que... algo que no me quito de la cabeza. Fue estando en los jardines de la fortaleza, un día cualquiera paseaba, cuando, de repente, alguien apareció junto a un manzano. Se trataba de una joven de gran belleza y larga cabellera blanca que, surgida de la nada, me sonreía. A simple vista parecía un ser celestial: un ángel. De cerca, sin embargo, había algo enigmático en ella... algo inquietante. A pesar de ello, cuando me llamó, acudí a su encuentro. Estaba como embelesada. Llevaba tanto tiempo rezando que quise creer que era un milagro, que el Sol Invicto se había compadecido de mí... así que cuando ella me ofreció una manzana, la acepté. Me prometió que, si tomaba el fruto, lo conseguiría... que no debía temer: era un alma protectora de Nymbus que quería lo mejor para nuestra familia. —La mujer sonrió con tristeza, tomando la mano de su marido—. Estaba tan desesperada que acepté. Tomé la manzana y un mes después los médicos confirmaron lo que yo ya sospechaba: estaba encinta.

—No era un ángel —puntualizó Vermanian con amargura—. No lo era. No hay ángeles que protejan a los albianos, mi amor, y mucho menos en Herrengarde. A nosotros solo nos protege el Sol Invicto.

—Lo sé... ahora lo sé. —Siguió con el relato—. Los meses fueron pasando y la vida crecía en mi interior. La notaba fuerte y sana, como habían sido todos sus hermanos. Todo iba bien... hasta que algo sucedió. Durante una excursión al campo, montaba mi yegua cuando algo la asustó y me derribó. Fue una gran suerte que no me rompiera ningún hueso, ni que tampoco sufriera ningún daño mi pequeño. Recuerdo que me golpeé la cabeza... y durante los minutos en los que tardaron los sanitarios en atenderme, volví a ver a la mujer del pelo blanco. La vi entre los árboles, mirándome... observándome... hablándome. Se acercó a mí como una sombra y me susurró al oído.

El llanto de Jenna impidió que pudiera compartir con nosotros las horripilantes palabras que le había dedicado la mujer del bosque. A su marido, en cambio, no le tembló la voz.

—Le dijo que la muerte de nuestro hijo marcaría el inicio de una nueva era: que él cambiaría el destino de los hombres, pero no como nos hubiese gustado. Palabras envenenadas que mi esposa grabó en su memoria como fuego.

Aquellas palabras la habían torturado durante días desde el accidente. Desde entonces Jenna tenía pesadillas a diario en las que su hijo moría en su vientre o era asesinado tras el nacimiento; imágenes que la habían marcado hasta tal punto que había llegado a odiarse a sí misma por aceptar aquella manzana.

Por aceptar tener aquel embarazo sobrenatural.

Y tras meses de miedos y pesadillas, la fecha límite había llegado y Jenna y su esposo temían lo que iba a suceder. Los médicos aseguraban que el niño estaba bien, que nacería sano y fuerte, pero su madre estaba convencida de que algo iba a ir mal. Sabía que aquel pequeño estaba maldito, y necesitaba que la ayudasen.

—El magus Megara era el candidato perfecto para ayudar a nacer a ese pequeño —explicó la joven noble, alejándonos un poco de la camilla donde el matrimonio trataba de consolarse para que no nos escucharan. Su hermano nos siguió a la zaga, visiblemente dolido al rememorar la historia—. Ella cree en la magia ostariana y rechaza otras alternativas. Por suerte, por el momento todos los médicos que la han tratado aseguran que el niño está bien.

—Porque está bien —dijo su hermano con agotamiento. Era algo más joven que ella, con el mismo color de ojos verde claro—. Estoy convencido de que está bien, Selina, sencillamente está asustada, esas pesadillas la atormentan por culpa de su propia obsesión.

—¡No se lo está inventando, Alexander! —replicó ella con dureza—. ¡Y me avergüenza que pienses eso de Jenna: esa mujer te ha criado! ¡Qué menos que tenerle un poco de respeto!

—¡Seguirle la corriente es un error! —insistió el joven—. Lo mejor que podrían hacerle es dormirla y sacarle el niño. ¡En cuanto lo viese entre sus brazos olvidaría toda esta pesadilla!

—¿E ignorar las señales? ¡Los sueños, Alexander! ¡Hay que escuchar los sueños!

—Los sueños, sueños son, hermana.

Resultaba de lo más estimulante ver a los hermanos discutir mientras el matrimonio trataba de buscar un poco de paz en el abrazo del otro. Era una situación complicada, no me cabía la menor duda. Era probable que todo se tratase de un simple engaño, pero podía entender la preocupación de aquella mujer. Si su hijo estaba maldito, era comprensible que no quisiera que naciera. Mejor vivo en su vientre que muerto en su cama. Lamentablemente, el tiempo se les acababa y la ausencia de Megara complicaba las cosas.

Pasados unos minutos, con Jenna algo más relajada, acudí a su encuentro en la cama. Me senté en el borde para coger entre mis manos la suya.

—Comprendo tu nerviosismo —le dije con ternura—. Creo que yo también estaría preocupada en tu situación, los sueños no son solo sueños.

Mis palabras causaron un auténtico terremoto de murmullos.

—¡Ostariana, si has venido aquí para asustarla aún más, te aseguro que te sacaré yo misma a rastras! —me advirtió Alexander con dureza.

Su grito puso en alerta a todos los guardias, que formaron un semicírculo a nuestro alrededor. Curiosamente, era solo a mí a la que vigilaban.

—En absoluto —respondí sin darle demasiada importancia—. Solo quiero ayudar. —Volví a centrarme en la embarazada—. Imagino que ya lo sabes, pero además de ostariana, soy miembro de la Hermandad de Dos Vientos.

—Lo sé —dijo ella, dedicándome una sonrisa triste—. Fui yo quien le recomendó al magus que fuera en búsqueda de vuestra hermandad hace diez años. Mi abuela era ostariana y me hablaba de vosotros cuando era pequeña. Decía que erais los mejores sanadores de toda Gea.

—Lo somos —admití—. Sabemos muchas cosas e intentamos ayudar, pero yo no soy Megara, y sé que a quien esperabas era a él.

La ausencia del magus dolía más que nunca en aquella situación.

—Para una vez que se le necesita —murmuró el marido entre dientes, con rabia.

—Seguro que todo esto tiene una explicación —aseguró Selyna—. Ha tenido que pasarle algo, estoy convencida.

—O no. —El tono de Eric era cortante—. No necesariamente, y lo sabéis, Alteza. Y por favor, no quisiera decir nada de lo que pudiera arrepentirme, pero...

—Mejor no decirlas entonces —me apresuré a intervenir. Jenna asintió, agradecida—. Como decía, no soy Megara, pero sé muchas cosas. Las mismas que él intentó aprender durante estos años conmigo y mi padre. Así que, si me lo permites, puedo intentar suplirle.

Jenna ni tan siquiera lo dudó: ansiaba mi ayuda.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Alexander, adelantándose hasta el otro extremo de la cama—. El Sol Invicto protege este lugar, si lo que pretendes es utilizar magia oscura, ten por seguro que no te lo permitirá. Ni él, ni yo.

—¿Qué es la magia oscura? —respondí, incapaz de reprimir una mueca burlona—. No sé de qué me hablas, la verdad.

—No te pases de lista conmigo, bruja, o...

—¡Alexander!

Desesperada, Selyna arrastró a su hermano al otro extremo de la sala, tratando de silenciarlo. No era la primera vez que hacía frente a clientes conflictivos, estaba acostumbrada, pero no por ello dejaba de ser molesto. El pesar de una enfermedad podía llevar a las personas al límite.

—Necesitaría un poco de silencio, a poder ser —pedí.

Les observé durante unos segundos, hasta asegurarme de que no volvieran a molestar, y alcé la vista hacia Eric. Él había tomado la otra mano de su esposa y me miraba con inquietud. No le gustaba mi presencia, era evidente, pero aún menos que su mujer sufriera, por lo que estaba dispuesto a aferrarse a un clavo ardiendo.

—Mi magia es única —le expliqué, consciente de la importancia de contar con su apoyo—. Como miembro de Dos Vientos llevo quince años trabajando estrechamente con una entidad del Velo conocida como «la grulla». Podría darte una explicación compleja sobre sus orígenes para intentar transmitirte de qué clase de ser se trata, pero creo que es mucho más fácil si lo denomino con el nombre por el que todos los conocemos. Y sé que no te va a gustar, pero...

—Son Dioses del Sueño —acortó Jenna, logrando con ello que los ojos de su marido se abrieran de par en par. Probablemente también los de los guardias y los hermanos, pero no tenía tiempo para ellos. En ese instante lo único que me importaba era el matrimonio.

Asentí con gravedad.

—Así es, mi contacto es un Dios del Sueño. Uno menor, pero con el suficiente poder como para haber cumplido con todas mis peticiones hasta aho...

—No quiero favores de los monstruos del Velo —me cortó Eric con dureza.

Respiré hondo, aceptando su respuesta. Ya había escuchado anteriormente aquellas mismas palabras, algunos clientes se habían mostrado muy reticentes al escuchar nuestra forma de trabajar, y era respetable. Por desgracia, no había alternativa.

—No deberás nada a «la grulla» —aclaré—. Soy yo la que cierra acuerdos con ella, así que, en todo caso, sería yo quien tendría una deuda con ella.

—¿Y por qué iba alguien como tú a arriesgarse por una desconocida? —se sorprendió.

Escuchar de nuevo aquella pregunta logró hacerme sonreír. Albianos y ostarianos podían llegar a ser tremendamente parecidos en sus razonamientos.

—Soy una mujer de negocios —aclaré por enésima vez—. Que no vaya a cobraros nada a vosotros no implica que no vaya a conseguir algo a cambio. Ha sido Elisabeth Reiner quien me ha pedido ayuda, y será a ella a quien le reclame mi recompensa. Vosotros decidís... aunque me temo que no hay demasiado tiempo. No necesito ser médico para saber que ese niño quiere nacer.




Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro