Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

uno


Todo estaba siendo una mierda.

Supe desde el principio que era una mala idea ir a visitar a los suegros. Y todo porque mi esposa no supo cómo decirles que estamos a nada de divorciarnos.

No es muy difícil, ¿no es cierto? Es decir, ya no somos unos niños que necesitan el permiso de los papás antes de hacer las cosas. Si no, ¿cómo se casó conmigo? Aunque bueno, en parte lo entiendo porque ella tiene una relación más cercana a sus padres y toda esa parlotearía de la que me yo alejé desde hace tiempo. Yo ni siquiera había invitado a mis padres a nuestra boda.

Aún así, no refuté cuando me pidió que la acompañara a su cuidad natal, Cadul, a la usual cena de navidad con sus padres, su hermano y mi cuñada, una última vez antes de contarles del divorcio; después de todo su familia me caía bien. Y también, debía admitir, quería tomar este viaje para testear una última velada como esposos. Tenía un poquito de esperanza de que las cosas resultaran bien, con un poco de suerte incluso terminábamos cancelando el papeleo.

Ya saben, algo así como la magia de la navidad que muestran en las películas.

Pero no fue así, todo se fue al carajo porque confirmé que no, ya no funcionábamos como pareja. Y en el mismo día que llegamos a la casa de los suegros, me terminé yendo con mi maleta en el auto porque no soporto un sólo día más con ella. Me pregunto qué pensaba el ingenuo y joven Javier cuando creyó que podía pasar el resto de su vida a su lado.

Por lo menos le facilité decirle la noticia a sus padres.

Y ahora estoy aquí, llorando sin soltar el volante, porque aunque no quisiese decirlo en voz alta, me dolía terminar el matrimonio y echar a la basura los cinco años que pasamos juntos. Daniela era una buena chica, yo la sacaba de sus casillas. Simplemente merecía algo mejor que yo.

El mayor de mis problemas era que podía reconocerlo en mi soledad, en medio de una madrugada de insomnio mientras veía su rostro angelical a mi costado; pestañas largas cayendo hacia su nariz respingada, los labios rojizos entreabiertos esperando una caricia y ese característico lunar precioso en su mejilla, ella inocente del caos que producía en mi cabeza. En esos momento, apreciando su belleza dormida, me proponía cambiar y ser mejor persona para ella, para que valiera la pena amarme de nuevo.

Pero cuando llegaba la hora de expresárselo como lo hacía ahora, no podía hacerlo. Soy un idiota. Por eso prefiero renunciar antes de que la siga dañando.

Ni siquiera me importó que fueran las doce de la noche para salir echando humos de la casa de sus padres, preocupando a todos, incluso a los vecinos chismosos que asomaron sus cabezas entre las cortinas por nuestra pelea. A decir verdad ni siquiera vi la hora de puro coraje, hasta que llevaba unos quince minutos, calculaba yo, conduciendo por la desolada carretera.

No me asustaba, no era la primera vez que conducía por carretera abierta en medio de la noche. Tampoco me parecía peligroso porque es una ciudad pobre y desconocida, a los narcos ni siquiera les interesa aparecerse por aquí. De todas formas, me harían un favor si llegan y me quitan la vida.

Son cinco horas de viaje hasta Sergilia, la capital y mi querido hogar. No tengo sueño, estoy acostumbrado a convivir con el insomnio madrugal, por lo que alcanzo a llegar hasta la gasolinera a las dos a.m., luego, si me da sueño, puedo estacionarme en la orilla y dormir en el asiento trasero. Si no, fácilmente puedo continuar el resto del viaje y llegar a casa antes de las seis de la mañana. Sencillo.

Pero no todo iba a ser tan sencillo para mí, oh, claro que no. Porque esa noche parecía que todo estaría en contra mía.

A la media hora de carretera y más carretera, empecé a escuchar un ruido molesto acompañado de un ligero tambaleo del vehículo, no fue difícil adivinar lo que le ocurría; un neumático ponchado. Con la garganta refunfuñando, no tuve de otra que orillarme y detenerme para buscar una posible solución. El neumático tenía un orificio del tamaño de una piedra pequeña, no tengo idea de cómo pudo hacerse, pero no me importa porque tampoco tengo uno de repuesto.

Sé de un mecánico que vive en la Cadul, él es quien nos chequeaba el auto cuando teníamos inconvenientes en el viaje, pero no atiende las llamadas pasadas las once de la noche, nunca, por lo que ni siquiera hago el intento de llamarlo ahora. Tampoco tengo seguro, ahora pienso que debí hacerle caso a Daniela cuando decía que era mejor prevenir que lamentar, pero soy un testarudo y la ignoré. Llamé a la grúa, aunque estoy en medio de la nada y no llegará aquí hasta mañana. Quizá sí estaba destinado a pasar al menos un día con Daniela.

Decido que no hay de otra más que pasar la noche en un motel cercano, es la única construcción en toda la solitaria carretera a kilómetros. No me gustan los hoteles, pero no me apetece pasar la noche aquí teniendo un lugar más cómodo cerca de mí. Cada vez que viajamos lo veo, es un vetusto edificio de tres pisos, con la pintura amarilla tan vieja que parece pintada con esmalte de uñas. Jamás entramos, pero por lo que me han contado, actúa más como hotel para gente varada como yo, que de motel. Además de que en diciembre nunca hay tantos huéspedes, tengo fe en que no habrá gente gimiendo al lado de mi habitación.

Tomo mi maleta y todos los objetos de valor que hay a la vista, porque aunque parezca una carretera fantasma ahora, algún ratero podría entrar a robar después de que me vaya. El cielo está cubierto de enormes nubes grisáceas, pareciendo pañuelos que un gigante olvidó en el cielo, y el viento está frío, después de todo estamos en preciado invierno. Cruzo la calle y empiezo a caminar hacia el motel con la cabeza gacha, sintiéndome regañado por el mundo. No dudo que esto sea karma por haberle gritado a Daniela más temprano.

Lo lamento, mundo, lo juro.

El estacionamiento estaba completamente vacío. Al entrar al edificio, mi primera impresión fue que la recepción era muy elegante. Las tres paredes cubiertas de un tapiz blanco con detalles negros y la iluminación amarilla contrastaba bien con los muebles de madera oscura y rojo. La combinación del color rojo con el tono amarillento de la luz, junto con los adornos navideños y el pino de navidad blanco con mil esferas azules y plateadas, contrastaba casi un ambiente cálido y hogareño. Tenía un toque vintage y minimalista, del tipo que le gustaría visitar a Daniela.

Me sentía un intruso pisando la morada de un limpiador compulsivo, el interior era más pulcro de lo que mi cabeza imaginaba; el mostrador principal, los sofás de decoración, la mesita de centro y el piso relucían de lo brillante. Y de lo vacío. Ni siquiera había un recepcionista.

Me acerqué al mostrador, cauteloso, escuchando las pisadas de mis propios pies haciendo eco en la gigante habitación. Eché un vistazo en la mesa, detrás de una pecera rellena de dulces de menta y más adornos navideños, había una libreta enorme junto a una abandonada pluma sin tapa para registrarse, el título "diciembre" en letra cursiva, las casillas en blanco. Excepto por la primera. Alguien entró el día veintiuno, chismoseé.

—¿Hola? —llamé al aire.

Nadie salió.

—Ese idiota es un vago —dijo una voz desde el umbral que dirigía a otra habitación más extensa. Un muchacho con el cabello castaño, ojeras marcadas y una botella de cerveza en la mano. Señaló el mostrador antes de hablar—. No sé para qué está aquí si no trabaja nada, vigilo más yo que él, ¡pero a mí no me pagan!

En tres zancadas atravesó el lobby, yo sin saber qué decir, y golpeteó el mostrador con su mano echa puño, tan fuerte que me hizo sobresaltar.

—¡Despierta, dormilón! ¡Tienes clientes!

—Uhm... No creo que sea buena idea —comenté cohibido, aún escuchando los golpeteos en la mesa de madera. El castaño me ignoró.

Una puerta se abrió detrás del mostrador con la placa de "solo personal autorisado". Así mal escrito. De ahí salió otro muchacho, casi tan alto como yo, con el cabello degradado de negro a azul y una cara de somnolencia, restregándose el ojo izquierdo con una mueca. Usaba una pijama a juego color celeste pastel en lugar de un uniforme normal de recepcionista, pero tenía el broche con su nombre estampado en la camisa: Rubén.

—Buenas noches, bienvenido a Buen Cielo —dijo con voz ronca, como si acabara de levantarse de una larga siesta de meses, antes de lanzar un bostezo al aire y posarse detrás del escritorio—. ¿Quiere una habitación?

El muchacho castaño lanzó un risa burlona, siendo más un resoplido sarcástico, agitando la botella en su mano. Rubén no le prestó atención, lo dejó regresar a la otra parte de la habitación desde donde salió, había mesas y sillas encima de las mesas, podía imaginarme que se trataba del restaurante o comedor.

—Eh, si —contesté, balanceándome ansioso sobre mis tobillos—. Mi auto se descompuso y quiero pasar la noche aquí en lo que llega la grúa.

—Bien. Regístrese aquí —me pasó una pluma de más y señaló la libreta.

Mi mano fría trazó mi nombre en caligrafía torpe y descuidada, el resultado siendo más pequeño de lo que quería, pero no me importó. Sólo quería tener un cuarto y echarme en la cama fingiendo ser un bebé desamparado, aún cuando no pudiera conciliar el sueño como uno. Le di mis datos correspondientes al recepcionista y un rato después ya estaba listo.

—Antes de que le entregue la llave, debo hablarle del chico castaño de hace un rato.

—Oh, no se preocupe, no me interesa saber sobre los demás huéspedes  —le interrumpí.

—Bueno, esto ya es casi una política del motel, tengo que explicárselo —continuó, inclinándose sobre sus brazos cruzados en la mesa—. Se llama Miguel Bernal, y prácticamente vive aquí. Es inoportuno y grosero, veces recibimos quejas de los demás huéspedes por su culpa, pero el dueño del motel tiene un corazón muy débil y no puede echarlo, así que aquí está. Él se queja de que no le paguen por estar aquí, debería agradecer que no le cobremos —soltó una risilla—. Es como un viejo amargado aún cuando es joven, todo le molesta y tiene una opinión para cualquier tema que no le incumba, pero es un buen tipo. Es como una abeja: si no lo molesta, él no intentará picarlo.

—Está bien —repliqué, algo molesto. Quería irme a mi habitación—. ¿Me da la llave?

—Si. Y de todas formas, si llega a molestarlo, llame a recepción.

—Lo tengo. ¿Me da la llave?

—Espere, una cosa más: en diciembre es poco usual tener más de cinco huéspedes al mismo tiempo, así que no le extrañe que ahora haya uno además de usted, sin contar a Miguel.

—Bueno. ¿Me da la llave?

—Y, por cierto, el restaurante es servicio gratis del motel, está aquí al lado. El desayuno se sirve a partir de las nueve de la mañana, pero está abierto todo el día.

—¿O sea que si quisiera puedo bajar más tarde?

—Si, claro, aunque ahorita no hay comida.

—Perfecto. ¿Me da la llave?

—Aquí está, deje de llorar —y finalmente me da la llave. Ni siquiera le discuto—. Su habitación es la 3-A, en el segundo piso. Las escaleras están a su derecha.

—¿Hay ascensor?

—No, pero no hace falta; sólo es un piso.

Asiento, sin querer estar más tiempo ahí. Susurro un ''buenas noches'' y atiendo el camino hacia la segunda planta, a mi habitación. Es pequeña y con una cama de edredón gris. Tiene un toque sofisticado, por un momento me olvido que es un motel y quien sabe que cosas habrán pasado en esa cama. Sigo pensando que le gustaría a Daniela. Si estuviera aquí, se habría lanzado de un salto al colchón, soltando su escandalosa risa y saltando un par de veces encima antes de caer profundamente dormida, sin importarle nada. La extraño. 

Sintiéndome pesado por no lograr apartar a esa linda chica risueña de mi cabeza, dejo mi maleta a los pies del colchón y me recuesto en el sofá, no es tan cómodo como la cama que me sonríe incitante desde la esquina, pero de todas formas no voy a dormir.

En el baño, hay una toalla y una bata blanca y mentitas. En definitiva no parece un motel. Me cambio el jean de mezclilla por un pants gris tipo pijama, y la camisa de botones por una playera de manga larga color negra. No quiero ducharme, no me gusta hacerlo en la madrugada. Despeino mi cabello frente al espejo del baño.

Paseo un rato por la habitación sin encontrar nada interesante y finalmente me recuesto de nuevo en el sofá, quitándome las zapatillas con los pies. Jugueteo con el móvil en mi mano, debatiéndome en mensajear a Daniela y preguntarle cómo está. No lo hago. No tengo mensajes ni llamadas perdidas, supongo que mis suegros, testigos de mi comportamiento grosero con su hija, le insistieron que no me contactara. Lo sé porque antes de casarnos su padre me advirtió que no le rompiera el corazón. Probablemente ya le dijeron que no la merecía.

Y yo mismo lo sé, pero me duele aceptarlo.

Cualquier otro día, Daniela ya me habría llamado preguntándome dónde me encuentro y si estoy bien, yo habría llorando diciendo que lo siento, que lamento haberme vuelto una mierda insuficiente para ella. Me habría respondido que no era una mierda, que seguía enamorada de mí y yo habría vuelto hasta ella, a pie si era necesario, con tal de esconderme en sus brazos.

Esta noche no es así. Lo que me hace pensar que, quizá, ha tomado en cuenta lo que sus padres le han dicho y ella considere la opción de rendirse conmigo. Me pregunto si ella también tiene insomnio esta noche. También me pregunto en qué momento mi vida se desvió, en qué momento dejé que la depresión se adueñara de hasta la partícula más insignificante de mi ser y me arrebatara mi singularidad.

Me quedo un rato viendo el techo, en silencio, como si éste tuviera la respuesta escondida en alguna de sus grietas. Pero sólo hay blanco y más blanco. Como mi cabeza en ese instante; tintado de blanco y, al mismo tiempo, de más colores que el arcoíris.

Como lo imaginaba, es otra noche normal de insomnio.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro