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Capítulo 8

—Ya voy —grito cuando abro la mampara—. Estoy saliendo del baño.

Vuelven a dar dos toques en la puerta. Ruedo los ojos con fastidio y estiro la mano para coger el albornoz y cubrirme. Me envuelvo el pelo en otra toalla y salgo a la habitación para abrir justo antes del tercer toque que deja a Bea con la mano en el aire.

—Por favor —une las palmas como si rezara—. Dime que pasó algo más aparte de la historia tan sosa que contaste allá fuera.

Cierro la puerta cuando entran. Bea se deja caer en la cama y Claudia modela su vestido blanco hasta el sofá frente a la ventana, donde se sienta.

—¿Por qué se empeñan en que ha pasado algo? Si van a seguir con lo mismo, les aviso que cojo un avión y regreso.

—Porque no creemos que seas tan beata para pasar la noche con semejante ejemplar de hombre y no saltarle encima como una loba en celo. Tu periodo de abstinencia grita que ya no te soporta más.

—No estoy bromeando —le digo a la pelirroja—. En serio me iré.

Tiro la cabeza hacia adelante para quitarme el turbante que hice con la toalla y entro al baño a dejarla. Claudia no suele ser tan cruda en sus comentarios como Bi, pero su silencio tampoco es normal. Me apoyo en el marco de la puerta observando su cabello rubio, perfectamente ondeado, y el rubor sutil de su cara a juego con el labial rosado que resalta el celeste de su mirada. Por la forma en la que me mira, es obvio que se está mordiendo la lengua para no molestarme.

—Suéltalo ya o explotarás —bromeo—. ¿Qué quieres decirme?

Bota el aire y se deja caer hacia atrás, llevándose uno de los cojines a las piernas.

—Tenemos tanta curiosidad porque sabemos quién es mi hermano, Emm —hace una pausa y continúa—. Si quiere algo, va y lo coge. Hayden no pide permiso y consigue siempre lo que quiere o a quien quiere. Fue extraño que anoche dejara a esa estirada plantada para llevarte. Además, también vi cómo te miraba en la discoteca. Le gustas, puedo asegurártelo, y necesito que tengas claro que Hayden es una red flag enorme. Folla y desecha. Tú eres mi amiga y no quiero que una estupidez nos separe.

—Ustedes son tal para cual, unas sosas aburridas —rebufa Bea—. Las mujeres también podemos tener sexo por placer. Cabalgar a ese hombre debería ser considerado tarea obligatoria antes de morir y tú —me señala con el dedo—, la estás desperdiciando. ¿Qué voy a hacer contigo, Emmita?

—No digas boberías —los nervios me dan por reír.

La imagen que me vino a la cabeza no es nada sana, mucho menos recomendable para alguien que lleva meses sin sexo.

—No decimos boberías —espeta entrecerrando sus ojos verdes sobre mí—. Todos nos dimos cuenta que salió tras de ti cuando te fuiste al baño y...

—Ya nos conocíamos —la interrumpo, dejando a las dos boquiabiertas—. Bueno, no, no nos conocíamos. Nos vimos hace unas semanas en un bar, no cruzamos ni tres palabras y me fui, es todo.

Claudia se levanta de un salto y se sienta en la cama al lado de la pelirroja.

—¡Pero si serás mentirosa!

—No tenía ni idea de que era tu hermano —niego, saco la maleta y la abro en el banco a los pies de la cama—. Es un grano en el culo, no dejó de decir estupideces, así que me molesté y me fui.

—¿Y tú desde cuándo compras un Balmain de seiscientos cincuenta dólares? —Bea abre los ojos anonadada, sosteniendo el vestido rojo en el aire.

—Oh, por dios —Claudia también saca algo—. ¡Esta blusa es de última colección!
Sacudo la cabeza buscando reaccionar y les arrebato la ropa de las manos, devolviéndola a su lugar para volver a cerrar la maleta.

—Fuera de aquí, cotillas —tomo a las dos por el brazo y las empujo fuera de la habitación mientras ellas rompen en una carcajada.

—Vale, vale, ya nos vamos —Claudia se irgue conteniendo la risa y arrastra con ella a Bea, que no se molesta en disimular.

—Una última cosa —se gira antes de llegar afuera—. No me importa lo que digas. Tú le gustas y él a ti también. Así que déjame vivir mi romance imaginario antes de irme a ese apestoso pueblo.

Les doy un almohadazo y termino de sacarlas del cuarto a la fuerza.

—Largo de aquí. Son insoportables —inquiero y cierro de una vez.

Termino de secarme el pelo y me las ingenio para maquillarme con las cosas que tengo. Mi imagen frente al espejo, con el albornoz medio abierto, evoca el pensamiento que tuve hace un rato. Su pecho firme bajo mis manos mientras lo monto, estremeciéndome de placer. La intensidad de su mirada y ese olor tan sexy que desprende. Las mierdas de Bea me comen la cabeza y puedo percibir cómo mi cuerpo se calienta preguntándose cómo se sentirá su piel, enredar los dedos entre las hebras de su pelo negro y tirar de él mientras me embiste una y otra vez.

<Vas de cabeza al desastre.>

Sacudo la cabeza dispersando la idea. La excitación me ha sacado los colores. Mi líbido ha pasado de estar muerto a querer reventar los termómetros de la lujuria, y no lo puedo permitir. Por mi bien, tengo que controlarme. Primero estoy yo, y esa clase de patán solo puede hacerme sufrir.

Vuelvo a la habitación y saco un vestido lencero color vino, me lo paso por los pies y cierro la cremallera en un costado. El escote no me permite usar sujetador, pero mis pechos se mantienen firmes tras la delgada tela. Estoy lista. Me gusta cómo me veo y las sandalias son más cómodas de lo que pensaba, aunque me hacen ganar varios centímetros. Miro el reloj en la mesilla, todavía faltan treinta minutos para salir, pero tomo la cartera para ir abajo. Necesito aire y espacio. La habitación me ahoga.

Giro el pomo de la puerta y, como en una jugarreta malvada del destino, Hayden también sale de su habitación.

—Parece que estamos puerta con puerta —enarca una ceja, recorriendo la silueta que forma mi cuerpo.

El traje negro es a medida, lo lleva sin corbata, con una camisa azul marino debajo. Mete las manos en los bolsillos del pantalón y trago saliva con dificultad. Definitivamente esta situación me condiciona demasiado.

—Eso parece —imprimo toda la seguridad que tengo en esas palabras y doy la vuelta con la intención de llegar abajo.

Los dos metros de pasillo no son suficientes cuando siento sus pasos tras de mí. Las palmas me sudan y me doy una bofetada mental obligándome a desconectar. Tengo por delante más de treinta escalones y unos zapatos poco recomendables para no poner atención al bajar.

Hayden se sienta frente a mí en el sofá con un trago de whisky en la mano. Nadie dice una palabra, y así pasamos veinte incómodos minutos hasta que el repiqueteo de unos tacones de aguja sobre el mármol finiquita el silencio sepulcral. El alivio que me invade se esfuma tan rápido como apareció cuando al girar no es a mis amigas a quienes veo.
La tela blanca del vestido resalta de sobremanera el bronceado de su piel trigueña. Lleva los labios rojos y el maquillaje negro acentúa el foxy eyes, dándole un aspecto sensual y provocador. No es a quien esperaba, pero me conformo con no estar sola, aunque la cara con la que me mira no es que me deje muy cómoda tampoco.

Saco el celular y comienzo a bombardear con mensajes a Claudia para que baje de una vez, mientras Susana toma asiento al lado de su amigo o lo que demonios sea.

—Cariño, ¿podemos adelantarnos? —le pregunta a Hayden. —No soporto esperar.

—No —responde con sequedad.

Enfoco la vista en el cuadro colgado sobre la chimenea del otro lado y me dejo abrazar por los cojines cuidadosamente dispuestos a mi alrededor. Susana se aclara la garganta y siento el peso de su mirada, pero me esfuerzo para no voltear.

—¿Te llamas Paula, verdad? —su voz suena igual de empalagosa que la típica popular del colegio que mandaba a tirarte los libros por el váter, pero que por alguna extraña razón todos los profesores aman.

—Emma —la corrijo—. Encantada.

—Claro —voltea hacia el hombre a su lado como si sacara conclusiones de algo y luego se devuelve hacia mí—. Hayden me habló sobre ti. Suerte que estaba ahí para ayudarte. No te cayó bien la bebida, según tengo entendido. ¿Ya estás mejor?

La mirada que Hayden le lanza es escalofriante, pero no dice nada. Se da un trago y se devuelve al celular, obviando a la mujer a su lado.

—Gracias por preocuparte. Solo fue un mal día, ya estoy mejor. —me excuso, cayendo en cuenta de que con todo este drama olvidé lo de la nota en mi bolso y, de pronto, siento una punzada aguda en el estómago.

—Bien. No queremos que vuelva a ocurrir, ¿verdad? Porque una segunda vez ya sería incómodo para todos.

Me limito a sonreír para no soltar una barbaridad. Normalmente no tengo mucho filtro y ese tono agresivo-pasivo me pone de los nervios, pero no pienso seguirle el juego para dilatar más esto. Los demás no tardan en llegar. Van vestidos todos de blanco y maldigo para mis adentros haberlo olvidado, pero tampoco es que pudiera hacer nada.

—¿Se pusieron de acuerdo ustedes dos? —Claudia pone mala cara y se cruza de brazos, pasando la vista de su hermano hasta mí, que somos los únicos fuera de concepto.

—Yo me visto como quiera. —agrega él.
Mi amiga resopla y pone los ojos en blanco.

—¿Y tú, cuál es la excusa?

—No tengo nada blanco aquí. —me encojo de hombros y avanzo hasta ellos.

Randy hace su cumplido habitual y me cuelga de su brazo hasta la camioneta donde se sienta a mi lado. Bea y Jack nos acompañan, el resto va en otra camioneta delante, guiándonos el camino.

La discoteca es al aire libre. Un local a unos diez metros de la playa con altos techos de palma, luces, pantallas, DJ, botellas de Moet & Chandon de una mesa a otra y dos enormes seguridades con gafas negras en la entrada a pesar de que ya es medianoche.

🎶 Believer 🎶 suena por todos los altavoces del lugar. La gente baila coreándola y sostiene en alto vasos con bebidas. La planta baja está atestada; sorteo varios cigarrillos que casi me queman por el camino y subimos hasta la parte de arriba donde están los reservados. La fiesta parece haber empezado hace rato porque los únicos sobrios en el lugar somos nosotros. Desde aquí arriba se ve la gente restregándose unos con otros, coreografiando la canción y bebiendo a pico de botella cantidades indecentes de alcohol.

Agarro una botella de agua de la mesa porque hoy no pienso beber una sola gota. Bea enseguida me enlista en su radar, se acerca y me la quita para darme una copa de balón con gin tonic.

—La noche de hoy no es para beber agua. —guiña un ojo y me da una nalgada. —Ese vestido te hace un culazo, así que llévalo a la pista, muñeca.

Travis le da un fugaz pico a Claudia, aprovechando que Hayden y Susana desaparecieron. Jack, por otra parte, le come la boca a Bea y ella gustosa se deja.

Miro la copa en mi mano y, resignada, le doy un minúsculo sorbo. Está frío, perfecto para aplacar el calor que desprenden todos los cuerpos juntos quemando montones de calorías a la vez.

Los tragos no paran de llegar. Claudia y Bea van como por el quinto gin tonic. Yo sostengo el segundo, el primero lo eché en una planta y con este pienso hacer lo mismo. Randy rodea mi cintura con una mano cuando el ambiente se pone más meloso. No puedo hacerle el feo aunque no me agrade la idea de que me ande toqueteando. Mi espalda choca con su pecho y nos balanceamos lentamente al ritmo de la canción.

—Sé que siempre te lo digo, pero estás preciosa esta noche. —susurra en mi oído.

Siento un beso en el hombro y, lejos de provocarme nada excitante, un escalofrío desagradable y conocido me eriza la piel. Trago con dificultad y me separo tratando de no parecer grosera. Bea me salva de dar cualquier excusa y me lleva con ella hasta la planta de abajo donde todo está más intenso. Las gotas de sudor me corren por la espalda y tantas horas de pie ya están acabando con mis pies, pero el momento lo amerita.

Balanceo las caderas otra vez, el movimiento que marcan mis hombros es sensual, lento y delicioso. Cierro los ojos dejándome llevar por el hipnótico ritmo de 🎶 Diamonds 🎶. Ya no es en la discoteca donde estoy y la sensación es magnífica. Entre tanta gente, nadie me mira a mí; puedo hacer y moverme como quiera, libre, tarareando la canción en mi mente, saboreando cada balanceo y el tacto de mi propio cuerpo. Alguien me coge del brazo y tira de mí con brusquedad, sacándome del trance.

—¡Quieres bailar, bonita! —es un tipo borracho y de aspecto desaliñado con una botella de cerveza en la mano.

—No, gracias. —libero mi brazo y trato de alejarme, pero el hombre vuelve a violar mi espacio personal, haciéndome oler su propio aliento.

—Tío, aléjate. —Bea le pone una mano en el pecho moviéndolo hacia atrás. —Te dijo que no quiere.

—Otra putica. Tú también puedes venir, rojita, no me opondré.

—Volvamos arriba. —le digo a Bea y, antes de poder darme la vuelta, el tipo vuelve a agarrarme del brazo, tirándome contra él.

Hayden aparece detrás de mí y empuja al hombre, lanzándolo al piso. Todos alrededor voltean a vernos. Bea y yo quedamos de piedra sin saber qué hacer. El hombre zozobra tratando de ponerse de pie hasta que lo logra.

—Largo de aquí. —le grita Hayden, furioso.

El borracho se encoje de hombros y levanta las manos en señal de paz, se aleja tambaleándose hasta perderse en la multitud. No debimos bajar. Tomo a Bea para volver arriba con los demás, pero Hayden Torá de mi muñeca en sentido contrario, haciendo que la suelte. La pelirroja mira la escena con los ojos muy abiertos. Atravieso el lugar con dificultad, arrastrada por él y sus enormes zancadas difíciles de seguir. ¡Qué cojones le pasa!

—¡Suéltame! —chillo, palmeando el agarre que no cede. —¡Suéltame, animal!

El otro lado del local está vacío. Deja mi mano cuando llegamos y se me viene encima, quedando a solo una palma de distancia. Retrocedo por instinto y choco con la pared detrás. Hayden da otro paso hacia mí. Rezo porque no pueda oír las bestiales estocadas de mi corazón desorbitado. La distancia es muy poca. Levanto la cabeza para mirar sus ojos, que se tornan oscuros bajo la tensa expresión que mantiene. Apoya una mano en la pared, justo al lado de mi rostro, y una ola de calor me recorre.

—Tú me debes algo. —murmura en mi oído.

—¿Me pedirás subir a una de esas mesas a cantar como loca? —balbuceo, removiéndome dentro del diminuto espacio. —Sería un espectáculo lamentable, te lo aseguro.

Sus ojos me escrutan. Me intimidan. El contorno de su boca es sencillamente perfecto y apetecible. El seductor olor a loción me envuelve y, de pronto, no puedo pensar en nada más cuando clava los dedos en mi cintura.

—No paro de imaginar la cantidad de cosas que haría si me dejaras romper este vestido.

Trago saliva con dificultad. El cosquilleo en mi sexo humedece las bragas que traigo puestas y me hace contraer las piernas. Se irgue, borrando cualquier rastro lascivo de su rostro, y vuelve a mirarme con furia.

—Deja de bailar así. —ordena. —No quiero terminar rompiéndole la nariz a alguien.

Estuvimos una media hora más en la discoteca y nos fuimos. Abro la puerta de mi habitación, me siento y saco las cintas de las sandalias. Devolver mis pies a su posición natural es gratificante. El aire salado sigue entrando por el balcón que dejé abierto. Me dejo caer en la cama, pensando en sus palabras, en su cercanía. Me estoy equivocando. Una parte de mí ansía que entre por esa puerta, y eso me aterra.

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