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Capítulo 5

SU HERMANO. La burbuja del muchacho menudo, elegante y esbelto de pelo rubio brillante, rasgos finos y labios muy rosados que había formado en mi mente como el hermano de mi amiga, se revienta de golpe, estallando en mi cara y dejando en su lugar a un tipo de uno noventa, de ojos azules, labios gruesos y perfilados que me vuelven a dar la misma impresión que tuve de ellos la primera vez que los vi. Esta vez no hay indicios del sombreado oscuro que cubría su mandíbula, pero la forma fuerte y definida sigue ahí, igual que sus irreverentes ojos observándome con descaro.
Bea agita la mano saludándolo. Está apoyada en mí y falta poco para que sus babas me bañen el hombro. Esto tiene que ser una puta broma del destino.

—Emma. —repite con la mirada punzante sobre mí.

—¿Ustedes se conocen? —pregunta Claudia, mirándonos alternativamente con los ojos muy abiertos.

—No. —me adelanto a responder. —Claro que no. Mucho gusto.

Extiendo la mano y trato por todos los medios de no temblar.

Sus dedos se entrelazan en los míos y una descarga de calor me recorre todo el cuerpo cuando el muy se inclina y me da un beso en el dorso. No lo puedo creer. Me aparto lo más rápido que puedo, ocultando el tirón que había sufrido mi estómago, y disimulo buscando mi copa.

Necesito mantener mis manos y mi atención ocupadas en algo lejos de él ya. Estúpido libido, justo ahora viene a recordar que mi cuerpo sigue vivo.

<Tipos como este solo traen problemas y tú ya tienes demasiados.>

—¡Aquí estás! —una morena alta y muy guapa avanza hacia nosotros y se le cuelga del brazo.

—Cariño, ¿no me presentas? Hola, me llamo Susana, encantada.

—Susana. Una amiga. —dice sin más.

Randy regresa del baño en ese momento y un aire tenso llena el ambiente. Se dan la mano con clara hostilidad saludándose entre dientes. Se supone que ellos también son primos. ¿Qué pasa aquí? Claudia le lanza una mirada de congoja a Travis que se ha puesto una máscara de frialdad que nunca había visto, y me toma por el brazo para volver a la barandilla.
Bea nos sigue y por fin siento cómo, alejándome de él, vuelvo a respirar normal.
No necesito preguntar para saber que la conversación con su hermano que había planeado no llegó a nada aquella noche y ahora se dedicarían a ignorarse por ahí y a esquivar la mirada para que el cretino autosuficiente no se diera cuenta de que estaban saliendo.

—Tu hermano está aún mejor de lo que recordaba. —grita Bi por encima de la música sin importarle que a unos cinco metros de nosotras está el susodicho y podría oírla.

—Solo por esta noche te dejo decir lo que quieras. —Clau hace una mueca y se gira dándole la espalda al extraño grupo detrás de nosotras.

Nuestras miradas se encontraron varias veces en la noche, cada una lograba ponerme más nerviosa que la anterior mientras me recriminaba a mí misma por permitirlo. Randy y Jule, su conquista de la noche, se unen a nosotras. Travis lo hace también y se coloca a mi lado para estar cerca de Claudia, pero no demasiado como para delatarse. Si me concentro en mi círculo, todo está bien, pero mis ojos traicioneros se empeñan en encontrarlo constantemente dentro de la multitud, algo que no resulta muy difícil pues le saca casi una cabeza de alto a cada persona sobre esa tarima.

Tiene la camisa abierta en los primeros tres botones, las mangas arremangadas cuidadosamente hasta los codos, pantalones de jeans y el pelo negro peinado con esmero hacia atrás, dándole un aspecto pulcro y cuidado a pesar de lo informal de su atuendo. Es impío estar tan bueno, debería ser hasta ilegal. Yo lo sé y la morena que se le restriega mientras baila también lo sabe. Dice que es su amiga, pero no sé si los amigos bailan de esa manera tan... tan libidinosa. Vamos, es que poco falta para que le trepe como si fuera un árbol y se pongan a hacerlo ahí mismo. La situación me causa repulsión. El nivel de masoquismo mío es demasiado, pero no puedo hacer otra cosa que verlos. Los demás se han ido moviendo hasta dejarme a mí de frente a ellos y su espectáculo.

Le doy un trago a mi copa y echo un repaso a mi alrededor antes de chocar de nuevo con su mano agarrándole el culo sobre el vestido rojo. No puedo disimular el gesto de hastío que rápidamente es reemplazado por ira cuando me doy cuenta que me mira mientras lo hace, ¡el muy cabrón me mira y se ríe!

Otro retorcijón me ataca, pero esta vez no es por ellos. Siento ganas de vomitar, de vomitar de verdad. Me llevo la mano al estómago y capto un rugido proveniente de mi interior que me revuelve aún más. Todo el alcohol que he bebido y no haber comido nada me está pasando factura.

—Voy al baño. —anuncio y dejo la copa a un lado para correr.

—¿Te acompaño? —pregunta Claudia.

—No. —otra arcada me dobla y hace llevarme la mano a la boca, que comienza a llenárseme de saliva.

Salgo corriendo como puedo porque en situaciones como estas sí noto lo incómodos y altos que son mis tacones y bajo la escalera sujetando firme la barandilla para no salir rodando como una pelota y hacer el ridículo.
¿Qué si me da tiempo? Pues no. En el baño de mujeres hay una cola enorme. Siento otra arcada y me vuelvo a llevar la mano a la boca, impidiendo que algo amargo que me llena la garganta suba y salga desparramado. No puedo más. Miro a un lado y veo un pasillo oscuro. Ya que vomitaré irremediablemente en cinco segundos, por lo menos no lo haré delante de todo el mundo. Avanzo casi corriendo y una última arcada hace que lo vierta todo sobre una maceta en mitad del pasillo. Todo lo que llevo dentro comienza a salir sin miramientos, haciéndome estremecer en cada esfuerzo de mi estómago por botar el veneno que le había metido.

Una mano tibia me sostiene la frente y otra me recoge el pelo, manteniéndolo lejos del líquido asqueroso que se niega a dejar de salir por mi boca. No sé quién es, pero no tengo tiempo de investigar antes de que otra arcada me estremezca y me afiance a los bordes de la maceta para no caer.

—¿Por dios, pero en qué momento tomaste tanto? —se bufa mi consciencia.

—¿Terminaste? —una voz áspera sale de mi espalda.

—Maldito champán. Malditos Gin Tonic. Maldito alcohol. —mascullo y tomo aire incorporándome como puedo. —Gracias por ayu... —las palabras se me cortan cuando veo delante un par de ojos azules intensos que me miran con diversión.

—Deberías controlarte mejor, preciosa. —está solo a un palmo de mí. Mete la mano en el bolsillo de su pantalón y saca un pañuelo que sostiene levantado con dos dedos frente a mi cara. —A tu pequeño cuerpo no le debe agradar que lo maltrates de esta manera.

Lo miro suspicaz, enfocándolo todo lo que puedo a pesar de los horribles mareos que comienzo a sentir. Agarro el pañuelo que me tiende y limpio cualquier vestigio de lo que acababa de pasar.

—Gracias por el pañuelo. Te lo devolveré. —Hayden hace una mueca mirando con desagrado la mancha amarilla que ahora arruina el impoluto blanco. —Limpio, claro. —aclaro y me yergo tratando de ganar algunos centímetros más de altura, pero igual no le paso del mentón a pesar de mis enormes zapatos.

—No lo necesito de vuelta. —su mano rodea mi cintura y todo mi cuerpo se tensa por el contacto. —Vamos, tienes que enjuagarte la cara y luego te llevaré a tu casa.

Abre la puerta del baño de hombres porque era el único sin fila e inspecciona que esté vacío. Su mano en la parte baja de mi espalda me impulsa hacia dentro mientras el resto de la gente nos observa y cuchichea en voz baja, incluidas dos chicas que parecían desnudarlo con la mirada, y no las culpo, jodido espectáculo.

—Si te caes o necesitas ayuda, solo grita. —avisa. —Estaré aquí afuera.

Entrecierro los ojos y cierro la puerta de un tirón. La imagen que me devuelve el espejo es deplorable: tengo el labial corrido y todo el pelo revuelto gracias a que Bea había soltado la pinza que llevaba. Abro el grifo y me enjuago la cara; todo me da vueltas, Dios. Apoyo ambas manos en la encimera y el mármol frío muerde mis palmas. Me detengo ahí por un momento, analizando la dureza, la humedad... sueño.
Un pestañeo, luego otro más largo y pesado. Los ojos comienzan a cerrárseme y...
El toque de unos nudillos sobre la madera de la puerta logra espabilarme, haciendo que los abra de golpe.

—Dime que no te fuiste por la taza.
Enderezo la postura y cojo una servilleta para secarme antes de ir a abrir.

—Aunque resulte tentadora la idea de perderte de vista, creo que no cabría por ahí.

La vergüenza por mi estado me enciende las mejillas, y su ineludible mirada no ayuda. Un muchacho se carraspea la garganta ruidosamente y giramos al unísono hacia él, dándonos cuenta de que estamos obstruyendo el camino. Me aparto enseguida y su mano me agarra cuando trastabilleo hacia atrás.

—Siéntate —ordena señalando con la cabeza un sofá—. Voy a buscar tus cosas.

—¿Te gusta dar órdenes, verdad? —me cruzo de brazos, sintiendo un leve balanceo involuntario de mi cuerpo.

En su rostro se dibuja una sonrisa de exasperación y da un paso más hacia mí, intercambiando el aire en mis pulmones por ese aroma delicioso que también sentí en el bar.

—Me gusta dar órdenes, también que obedezcan, sobre todo cuando la persona en cuestión prácticamente no puede mantenerse en pie.

Trato de mantenerme apacible, pero me resulta casi imposible. Carajo, su cara está dando vueltas.

—Siéntate ahí y espérame.

Dejo caer mi culo en el sofá de un tirón y me hundo en los cojines. Separo un poco las piernas y meto la cabeza entre mis rodillas para combatir el malestar. Los ojos me pesan y mis párpados luchan por unirse otra vez; los dejo ganar. Para cuando me doy cuenta, una mano me sacude por la rodilla tratando de espabilarme.

—¿Qué haces? No me toques —balbuceo atontada y tiro un manotazo al aire, solo para ser detenida por una mano de dedos largos y gruesos. Entorno la mirada; Hayden está agachado frente a mí, sujetando mi cartera.

—Tienes muy mal carácter, niña —acusa—. Contrólate.

—Yo...

—¿Puedes andar o también tengo que cargarte?

Le lanzo una mirada enfurruñada. ¿Qué piensa, que soy inválida? Me paro de un tirón y todo delante de mí se une en un remolino de colores, de luces y sombras, hasta que el mareo me devuelve de culo al sofá. ¡Vaya ridículo! Suelto un bufido, me acomodo el vestido y protesto para mis adentros antes de volver a intentar pararme en vano.

—Eso pensaba —enarca una ceja y se inclina hasta mí, muy cerca, demasiado cerca.

Antes de poder darme cuenta, ya cuelgo de su hombro. La sangre me llena la cabeza y los pies me cuelgan en el aire. Una de sus manos está en mi trasero sujetando el vestido. Quiero protestar, pero mi cuerpo perdió todas las fuerzas, incluso para mantener los párpados abiertos.

Cierro los ojos dejándome vencer por el sueño y el cansancio. La música reverbera en mis oídos y puedo captar el vaivén de sus zancadas, luego el cambio de clima y para cuando me sienta en el asiento del auto soy un bulto prácticamente inconsciente.

—Emma. Dime dónde vives —la voz es lejana. Trato de unir las palabras, pero mi boca parece haberse desconectado de mi cerebro—. Vamos. Dime dónde vives. Claudia y los demás tienen los teléfonos apagados.

Algo molesto me sacude como una hoja de papel y tiro varios manotazos al aire para que me deje en paz. Quiero dormir; lo único que quiero es dormir y este asiento está demasiado cómodo para negarme.

Vuelvo a espabilarme y estoy sobre unos brazos fuertes. Veo luces por el rabillo del ojo, pero no logro sostener la vista por otro segundo. Después estoy calentita; alguien me toquetea los pies. Inconscientemente siento un alivio general y me estiro sobre la deliciosa y mullida superficie. Hay sábanas, huelen bien. Reconozco ese olor pero no sé de dónde, también hay almohadones y un edredón en el que me envuelvo hasta quedar completamente dormida.

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Me llevo la mano a los ojos para tapar la molesta claridad que me da directo en la cara.

—Cierra la maldita ventana —balbuceo con desesperación mientras hundo más la cara en la almohada.

Un momento. En mi cuarto no hay ventanas. Doy un brinco sobre la cama y me incorporo, cayendo en cuenta de que no estoy en mi habitación, ni en la de mis amigas.

No sé cómo he llegado aquí. El lugar me resulta desconocido y extrañamente lujoso como para haber cometido el fatídico error de dejarme envolver por cualquiera en el bar.

No oigo ningún ruido. Miro alrededor; la habitación es enorme. La luz de antes proviene de los gigantescos cristales que ocupan dos paredes enteras desde el piso hasta el techo.

—Por lo menos seguimos en Las Vegas —se burla mi subconsciente, reparando en la apabullante vista de la zona urbana más importante de la ciudad.

Todo está cuidadosamente dispuesto y pensado para encajar. Desde el tono gris de las paredes hasta los pisos de mármol reluciente cubiertos por una pesada alfombra. Frente a mí hay un televisor enorme, un sofá de piel y una mesa casi a ras de piso. La cama también es gigante, ubicada en el centro, con un cabecero de madera oscura que incorpora dos mesas de noche y se extiende por toda la pared. Estoy embobada mirando a mi alrededor; si no fuera por las imponentes vistas, podría pensar que me quedé dormida en una lujosa tienda de muebles hechos a medida o en el set de Succession.

Me doy una bofetada mental que me obliga a reaccionar. Toda la cama está desecha, y una mala sensación se me instala en la boca del estómago.

<¿Dónde estás y qué demonios hiciste anoche?>

Bajo la mirada hacia mí y entro en pánico al ver que voy casi desnuda. Solo llevo una camiseta que no es mía y las bragas. De un salto, salgo de entre las sábanas y me pongo de pie. Mi ropa está en un banco a los pies de la cama, junto con mis zapatos y la cartera. Abro el vestido, dispuesta a ponérmelo, y un olor repugnante me golpea: está lleno de algo amarillo seco que me da mucho asco. Lo vuelvo a dejar donde está y salgo de la habitación.
El golpe de luz me hace restregarme los ojos. Sigo por un amplio pasillo con los mismos ventanales de la habitación. Este lugar no me resulta para nada familiar; los techos son altísimos, blancos, y de ellos penden unas elegantes y eclécticas lámparas. El salón es el doble de espacioso; hay dos sofás grises en forma de ele que, haciendo honor a todo su alrededor, son igualmente enormes.

Frente a mí, se extiende por todo el espacio una chimenea de piedra negra pulida. También hay un piano de cola en un costado y una estantería llena de libros. Observo todo boquiabierta, buscando algo que me dé una pista, y atravieso al fin el umbral.

Una cocina americana abarca el ala opuesta del salón y, ahora sí...¡redoble de tambores!

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