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Capítulo 41

Un hotel. Es ahí donde estamos. En el último piso de lo que tiene que ser, a juzgar por el lujo, uno de los hoteles más importantes de la ciudad. Cinco plantas enteras cerradas para la puesta en escena de una aberración que pudiera hacer vomitar sobre la alfombra persa que cubre el suelo a cualquiera.

—Todavía no me has dicho qué tengo que hacer yo. —La mirada oscura de Catrina baja como una advertencia cortante a mi mano, y suelto su muñeca.

—No vuelvas a agarrarme así. —advierte, y creo escuchar un siseo al final.

Se cruza de brazos frente a mí, dando un paso atrás para tomar distancia, y el perfil de su rostro de pómulos elevados y mandíbula puntiaguda comienza a parecer algo reptiliano bajo la luz incandescente de las lámparas doradas. El maquillaje puede cubrir muchas cosas y el dinero otras tantas, pero de una forma u otra, siempre saldrá a la luz lo que verdaderamente somos. Catrina... una víbora ponzoñosa, traidora a su propia raza.

—Tendrás que esperar un poco más, muchacha. Si necesitas un incentivo, hoy te irás de aquí con mucho dinero. Tal vez más del que hayas visto nunca.

Dramáticamente, gira sobre los Luis Vuitton de suela roja como su vestido y se va, perdiéndose por el pasillo seguida por una risa escandalosa.
Una fila nueva de mujeres sale del ascensor, y abro y cierro la boca a la misma velocidad cuando veo a Jessica, cabizbaja caminando entre ellas. Lleva un conjunto azul turquesa; no hay rastros en su redondeado rostro de moretón alguno o de aquellas oscuras ojeras que le manchaban los ojos cafés.

Como si supiera que la hubiese estado observando, levanta la cabeza hacia mí y su garganta se mueve cuando el mal trago del momento no es solo en sentido figurado. Me obligo a apartar la vista cuando una de ellas, demasiado joven, pasa por mi lado, y avanzo tres zancadas amplias hasta el lateral de Jessica, que había ralentizado el paso.

—Necesito saber... estar preparada sobre lo que me espera allá dentro. —murmuro con los labios apretados solo para las dos. —Nadie me dice nada y no saberlo me pone nerviosa. Tú estás entre ellas. ¿Han... han comentado algo?

Un alma sin vida, eso es lo que hay detrás de cada par de ojos que caminan como si nunca quisieran llegar a su destino. El color en su cara se esfuma dejándola pálida como un fantasma y puedo ver cómo abre y cierra los puños llenos de impotencia, la misma impotencia domesticada con la que sale su voz a continuación.

—Nosotras somos el espectáculo. —hace un gesto señalando la multitud y luego su mandíbula me apunta a mí. —Tú eres el plato principal. La zirka en la pasarela no es más que eso, nosotras aumentamos las ganas y las expectativas con show donde ellos no pueden tocar y luego... desatan todo contigo, ofreciendo bolsas repletas de plata. Es una subasta, o eso me dijo mi hermana.

Se encoge de hombros y el espacio a mi alrededor hace lo mismo, multiplicando su velocidad por diez. Me aprieta, me asfixia, la ropa me molesta y el órgano en mi interior araña furioso las paredes de mi caja torácica buscando libertad. No. No... no, prefiero matarlos con mis propias manos a que hagan eso conmigo. Una mano tibia se posa en mi hombro, su cara igual de angustiada que la mía y la voz un tanto más débil que cuando dio respuesta a mi pregunta, desatando el infierno en mi cabeza.

—Me dijiste que me sacarías de aquí... Por favor.

Todavía no logro reaccionar al monstruo oscuro detrás de la pared, pero me quedo en el lugar dejando que pasen dos o tres chicas más entre nosotras antes de emprender de nuevo la caminata por los pasillos relucientes de estilo victoriano, llenos de pinturas, lámparas y ornamentas, disfraces de un juego macabro en el que acepté ser una de las piezas.

El camino se acaba en dos puertas abrazadas por molduras de yeso color hueso y ribetes dorados. Las puertas de un castillo que deberían ser custodiadas por caballeros de reluciente armadura y en su lugar son manoseadas por pandilleros y asesinos, de ropas raídas, caras tatuadas y perforaciones por todas partes del rostro, iguales o más desagradables que cada uno de los matones que ya he visto.

Un aire frío cala en mis huesos de repente y... una discoteca. Estamos en la discoteca del hotel. Una mano me empuja dentro cuando, sin darme cuenta, me había quedado parada observando desde el umbral. Trastabillo pero recupero el equilibrio y mis ojos vuelan hacia la tarima iluminada en medio de la habitación. Sofás acolchonados rodean en círculos el escenario, organizándose desde distintos niveles, todos con vista al frente. Delante, mesas bajas llenas de comida y al lado... chicas desnudas con antifaces de plumas y trenzas largas hasta las rodillas. Un show, el cúmulo de la depravación humana junta para celebrar sus podredumbres.

—Tú. —chilla Rafael, dirigiéndose hacia mí. —Vas arriba, hasta que sea tu turno.

Su mano señala hacia unas escaleras en la parte de atrás del escenario, disimuladas por dos grandes espejos llenos de arabescos, y obedezco subiendo paso por paso, como si las extremidades se me quemaran en cada movimiento.

Una ira aplastante brota de mi pecho cuando al llegar arriba, lo veo. Ocupando el centro como una mancha oscura vestida con trajes inmaculados, sobre una silla que simula un trono con una mujer arrodillada a cada lado del asiento. El negro sin fondo de sus ojos conecta con los míos y no... verlo en la cárcel no es lo único que me saciaría. Lo quiero muerto, me niego a compartir el mismo aire que respiro con semejante monstruo.

Dos dedos en su mano se curvan hacia arriba, haciendo un llamado a que me acerque, y desempeñando mi papel de forma magistral, sonrío, tragándome la bilis que se revuelve dentro de mi estómago gracias a la sonrisa sensual que le dedico una vez estoy frente a él.

—Señor... —hago una leve, casi inadvertida reverencia.

Su mirada recorre mi cuerpo como el filo de una navaja cortante. Emociones atrás, no me causa nada más que asco. Él no me domina. Lo que hicieron, no me domina. Estos son los pasos finales y ahora lo único que puedo ver es a una oveja ingenua que subestimó al adversario y abrió la puerta de su rebaño a una loba hambrienta, sedienta de venganza.

—A tu lugar. —Su barbilla señala un cojín rojo apoyado en una pieza torneada de metal giratoria, a mi espalda. Una risa áspera y oscura sale de su garganta y vuelvo a centrar mi atención en él. —Quiero que todos te vean, que sepan que firmaste un pacto con el diablo y ahora me perteneces igual que todo lo que hay aquí. Que sean conscientes de que soy yo quien decide si te tienen o no.

Asiento con la cabeza y, antes de acomodarme en mi lugar, oigo haciendo eco por el hueco de la escalera la voz chillona de Rafael. No presto atención al hombre torpe y repugnante que se acerca a Hamilton a decirle algo y fijo la vista hacia el piso de abajo, donde los sofás de antes ya no están vacíos. La pieza de metal gira lentamente, exhibiéndome como un trozo de carne en una cámara de maduración. Me esfuerzo por mantener la expresión serena, pero dentro de mí, cada fibra se tensa y crepita.
Oigo un chasquido y las luces bajan, envolviendo la sala en una penumbra azulada que intensifica la atmósfera.

La música comienza, una melodía inquietante que parece resonar en el fondo de mi alma. Las chicas suben al escenario y empiezan a moverse, sus cuerpos se contorsionan con una gracia mecánica, más similares a marionetas que a seres humanos. Rostros sin vida y esos movimientos ensayados que reviven las palabras de Jessica: "nosotras somos el espectáculo".

No quiero ver lo que se desenvuelve debajo. Eso me revuelve el estómago y me succiona el aire del pecho como un extractor de vitalidad. Rafael mantiene el cuerpo recostado al mueble con un pie doblado sobre su rodilla y una risa satánica en el rostro mientras observa el espectáculo. Detrás de mí, una de las mujeres que estaban arrodilladas en el suelo se acerca a Hamilton llevando una bandeja con bebidas antes de volver a adoptar su posición inicial. Él no se inmuta, se lleva el trago a la boca y vacía el líquido ambarino dentro de su garganta, acariciando la cabeza de la mujer como si fuera una gata acostada a sus pies.

La garganta se me cierra y el repiqueteo de unos zapatos llaman mi vista hacia la entrada nuevamente. De repente, una figura conocida se destaca en la penumbra. Catrina. Su silueta serpenteante adelantando al hombre del auto se mueve entre las sombras, acercándose a Hamilton. Su sonrisa venenosa brilla bajo las luces mientras susurra algo en su oído. Él asiente, y sus ojos se desvían hacia mí, chispeando con una mezcla de malicia y satisfacción. La madame se levanta con una mirada felina alzando una copa de vino hacia el vacío, en un gesto teatral.

—Damas y caballeros, bienvenidos a una noche especial. —su voz serpentea por toda la sala colándose hasta en las grietas más profundas de mi cuerpo—. Esta noche, no solo disfrutarán de la belleza y la gracia de nuestras damas, sino que tendrán la oportunidad única de competir y poseer a la nueva joya de esta corona. La nueva Zirka de la organización.

Mi corazón late con fuerza, y cada palabra del discurso pesa como una losa de cemento macizo. La realidad de mi situación se despliega ante mí con una claridad aterradora cuando desde mi posición elevada, puedo ver cómo las miradas lascivas de los hombres en la sala se dirigen hacia mí. Sus ojos llenos de una codicia que me hace estremecer. Los murmullos se mezclan con la música, creando un fragor que amenaza con derrumbar mi fachada de calma.

—Que comience la noche. —los hombres debajo levantan bebidas en el aire en atención a la voz de Hamilton y la habitación estalla en una cacofonía de voces con el primer show.

Risas y conversaciones vienen de mi espalda. Catrina está sentada sobre su pareja toqueteando al hombre con el espectáculo que la deleita y alimenta. La mirada de él se entrecierra sobre mí, como si pudiera oler el tormento dentro de mi cabeza, y enderezo la espalda en un gesto despreocupado que me cuesta ansias replicar en mi cara. Dos mujeres nuevas suben al palco sentándose en las piernas de Rafael y yo quito la mirada para no vomitar.

Debajo, el show es peor: sonrisas falsas y rostros vacíos adornados con capas de labial que más tarde son huellas en la piel sufrida de cada una de ellas. Esclavas por querer buscar una vida mejor, víctimas de su destino y del poder corrupto que arrastra sus tentáculos envolviendo y destruyendo todo a su paso.
Rafael hace un gesto al aire y una caja de madera cuadrada es dejada sobre la mesa.

—Un regalo, señor. —explica dirigiéndose al hombre en el trono—. El mejor habano del mundo, para su deleite.

Hamilton arquea una ceja con gesto indiferente y una de las mujeres a sus pies abre la caja develando el interior de donde él, se inclina a sacar un ejemplar. El olor a tabaco envuelve mi nariz, fuerte y robusto cuando la caja queda abierta dejando ir todos los aromas.

—Las has entrenado bien, Catrina. —dice mientras posiciona un pequeño cortador de madera en la punta del habano que sujeta en el canto de la boca. El filo muerde y caen al suelo partes de las hojas cortadas—. Una puta obediente es todo lo que un macho puede pedir. Creí, por un momento, que estabas perdiendo tu toque e iba a tener que tomar cartas, pero me vuelves a sorprender con un séquito de yeguas bien amaestradas.

Las palabras lo jactan en tanto la esclava en sus piernas toma el habano que él le entrega para encenderlo y devolverlo a sus labios con la llama prendida. La boca bífida de la mujer que lo escucha atentamente se curva satisfecha.

—Nos conocemos, Williams. —desliza una mano provocadora por la piel descubierta de sus muslos—. No hay nadie mejor que yo en mi trabajo. Aunque debo decir...

Me remuevo incómoda cuando la pausa dirige las miradas hacia mí, y no cambio el gesto aburrido cuando muestra la blanquecina dentadura, aunque un escalofrío me eriza el cuerpo.

—Me desconcierta el trato hacia ciertas chicas esta vez. Por órdenes tuyas no a todas te las entrego bien preparadas.

—Las órdenes no se discuten, Catrina. —infirió súbito, Rafael—. El jefe sabe por qué hace las cosas y no tiene que darte explicaciones.

—Cierto. —una bocanada de humo baña el aire—. La chica es joven y preciosa, no quiero mancillar eso. La inexperiencia puede resultar morbosa, sobre todo en mentes de hombres con poco valor y mucho dinero.

Catrina observa a su jefe de manera perspicaz. Dos segundos dura en su mente lo que fuese que estuviera pensando, porque su expresión vuelve a cambiar de repente para centrarse otra vez en el hombre bajo su cuerpo.

—Helion. Otra copa de vino me volvería muy complaciente esta noche, amor. — Helion, el nombre del hombre sin nombre. Catrina le muestra el cristal vacío y él frunce el ceño con desprecio.

—Para eso está el servicio, Cat. —suelta seguido de una risotada—. Aprovechemos que aquí lo tenemos gratis.

Los ojos claros vuelan hasta mi asiento y el peso de la mirada me hace voltear. Encontrándome una cara burlona y las piernas desnudas de su pareja estiradas cómodamente sobre el mueble del sillón.

—Tú, amor. —me habla a mí—. Sírvele vino a la madam. No te gustaría verla de mal humor o sí.

—Claro que no. —sonrío y me paro sujetando el borde del asiento—. Siempre será un gusto servirla, madame.

Zorra.

Quito la copa de sus dedos y con la mirada de Rafael pegada en el trasero, me dirijo al fondo del palco donde hay un pequeño, pero bien surtido, bar ambulante.

Un chillido proveniente de abajo me hace voltear abismada y el movimiento involuntario hace que derrame vino sobre mis pies. Mascullo una maldición entre dientes en lo que me agacho a tratar de limpiar el zapato. El vino es lo de menos, carajo. Tiempo. El tiempo pasa y siento el lazo en mi cuello más y más apretado. Al menos el teléfono no ha sido encontrado, si no hubiesen avisado ya. Elevo una plegaria al cielo para que Isabela vea el mensaje a tiempo. Si algo existe en este mundo, este es el momento de probarlo.
Vuelvo a dejar la copa llena en la delgada mano y lucho contra mis instintos por cubrirme cuando cruzo solo a unos pocos centímetros de las manos de Rafael.

Paso lo que parecieran horas en la misma posición. Tratando de abstraer mi mente hacia otro sitio lejos, muy lejos de aquí. Llenándome con las cosas que sí merecen la pena ver y oír. Tuve que voltear completamente cuando Jessica subió al escenario junto a otras tres muchachas; la impotencia de presenciar aquello sabiendo que no puedo hacer nada me hizo cerrar los puños tan fuertes, que un hilillo carmesí rodó por mis palmas lastimadas.
A esta altura de la noche, ya todas las braguetas en la zona de abajo están desabrochadas.

Varias de las mujeres que atienden las mesas se encontraron con líquidos que se endurecen y se vuelven trasparentes sobre la piel de sus pechos y manos. Algunas marcadas y obligadas a callar por cumplir los deseos más bajos de sus "clientes". Clientes que por más que miro, no logro encontrar a quien busco. Analizo, buscando alguno que no encaje entre la depravación y no puedo... animales. Eso es todo lo que veo allá abajo. Cerdos, vestidos de traje y zapatos lujosos, revueltos entre su mismo estiércol.

De pronto, una mano se posa en mi hombro. Giro la cabeza y veo a Helion, su rostro ilegible. Sus labios se mueven, formando palabras que apenas puedo escuchar por encima del bullicio.
Miro otra vez hacia abajo asimilando todo y sin esperar respuesta, su mano callosa se aferra con ímpetu a mi muñeca levantándome del asiento.

—No me hagas repetirlo, amor. —los ojos claros llenos de una emoción ilegible—. Tu turno de ir abajo.

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Hola amores, están llegando muchas lectoras nuevas, decirles que ver lo mucho que les está gustando la novela me tiene demasiado emocionada.

No olviden dejar sus votos y un corazoncito rojo para saber que llegaron hasta aquí 😉

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