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Capítulo 11

Nos y pasamos el rato conversando hasta que, cuando nos dimos cuenta, ya estaba a punto de atardecer.

—Vamos a darnos un baño. —propone, poniéndose de pie frente a mí.

—No. —niego con la cabeza—. Ni lo sueñes, no traje ropa.

—¿Ves a alguien? —hace un gesto señalando la playa vacía—. Puedes bañarte como quieras entonces.

—No lo creo. —vuelvo a negar convencida.

—No pienso dejarte ir sin que te bañes. —arquea una ceja mirándome con desaprobación.

—Es tu culpa, Hayden. —me encojo de hombros—. Si me hubieras dicho...

—Vale. —me interrumpe—. Por las malas entonces. ¿Recuerdas aquel juego del avión?

—Ummm, no lo harías. —abro la boca indignada y doy una patada en el suelo, tirándole arena encima.

—Quítate la ropa y métete al agua ahora. —ordena sin darme oportunidad alguna de reclamo—. A menos que no tengas palabra, claro. De ser así, te cargaré y te meteré al agua con la ropa puesta.

—Bien. —me paro refunfuñando y me desabrocho el short.

Hayden avanza corriendo al agua y entra en ella de clavado. Me quedo embobecida contemplando la escena y es su chiflido quien me saca del trance.

La ropa interior que traigo puesta no puede ser peor para la ocasión. Condeno una y otra vez el momento en que me la puse. Tomo aire y dejo caer el short a la arena, revelando una diminuta tanga roja y negra de encaje.

Contraigo las piernas nerviosa; Hayden me ha visto así otras veces, pero nunca por mi elección. No vale la pena pensar en eso ahora, así que cojo el dobladillo de la camiseta y me la saco por la cabeza. El peso de su vista es notable aún desde la distancia. Bajo la mirada, solo para darme cuenta de que el sostén que llevo es casi transparente, y, como un instinto, cruzo las manos para evitar que se vea cualquier pedazo que no deba verse.

Me siento como un animal camino al matadero mientras avanzo hacia la orilla, pero creo que de una forma extraña lo estoy disfrutando. La parte más sádica y retorcida de mí babea con la forma en la que me mira justo ahora.
El agua me llega a las rodillas y, con unos pasos más, tapa también mis caderas. Me hundo antes de llegar donde está y salgo escurriéndome el exceso de agua del cabello para que no me entre en los ojos.

—Si pudiera, me quedaría aquí para siempre. —confieso—. Dicen que la felicidad huele a mar, a noches de verano, arena y sal. Estoy segura de que sería muy feliz.

—Yo también me quedaría. —ladea la cabeza—. Pero eso sería soñar.

—¿Qué harán los demás? —pregunto de momento.

—No lo sé. —se zambulle y aparece más cerca de mí—. Honestamente, tampoco me importa.

—Claro. —entorno los ojos—. No eres tú a quien acribillan con suposiciones, «señor todos me pueden chupar un huevo».

Hayden echa a reír. Tiene una risa demasiado preciosa, digna de la inmortalidad. La quiero fotografiar; la idea me surge como un remolino.

—No tienes que dar explicaciones.

—Ya... —sopeso lo que me dice, sabiendo que no es tan fácil, y me paso un mechón de pelo por detrás de la oreja.

Él no conoce la intensidad de Bea y de su hermana, ese es el problema.

—Cambiando de tema. —me aclaro la garganta—. Fuiste una mierda hoy con Travis. Él no lo merece.

—Hice lo que tenía que hacer. —sentencia con rudeza.

—No. —niego y le lanzo agua—. Hiciste lo que se esperaba: comportarte como un cretino. Podrían haberlo hablado de manera más civiliza... ¡Ayyy!

El grito sordo me descompasa el corazón. Algo viscoso y asqueroso me roza otra vez el pie y vuelvo a gritar, saltando para no tocar el suelo.

—¿Qué pasó? —pregunta alarmado.

—Un bicho. —sollozo—. No sé, algo me tocó.

<Qué asco. Qué asco. Qué asco.>

Miro el agua alrededor con los ojos desorbitados tratando de ubicar el esperpento asqueroso que se esconde cuando recupero la conciencia plenamente dándome cuenta de dónde estoy.

El corazón me golpea el pecho desbocado ahora por otro motivo. Trago grueso y volteo; su cara está contra la mía. Su boca, el contorno meticulosamente dispuesto de sus labios, me encienden como una bola de fuego. El tacto de su mano en mi espalda, quema. Y la tensión de sus músculos bajo mis yemas termina desbordándome, sumida en sus ojos, en una piscina infinita de color azul cielo.
Muevo la boca tratando de formular algo, pero mis sentidos parecen haberse desconectado. Ya está; su mano sujeta mi nuca y, un segundo después, su boca yace sobre la mía. Implacable, robusta y hambrienta, toma lo que quiere a su paso una vez lo dejo entrar. La saliva borra el sabor salado de nuestros labios y ahora lo siento a él, delicioso y perturbador. Avivando mi fuego con cada latigazo de su lengua, convertida en una espiral de locura irracional que manda bombardeos a mi sexo húmedo y dispuesto. La sensación en el bajo vientre se intensifica cuando su agarre se vuelve férreo en mis nalgas. Con las piernas rodeo su cintura, su boca coloniza la mía vorazmente y una potente erección se refriega en mis bragas, haciéndome gemir de pura excitación. Más. Quiero más.
Rompo el beso jadeando, con la frente apoyada en la suya. Sigo entre sus brazos, todavía estoy sobre él, y la voz que recrimina en mi cabeza me golpea de inmediato.

—No debimos hacer eso. —murmuro, todavía agitada.

—No, rubia. —la punta de su nariz recorre mi cuello—. No debimos.

Recupero fuerza y me suelto de su agarre, volviendo a la arena. Estoy nerviosa; siento que las rodillas podrían flaquearme en cualquier momento y tampoco sé qué mirar o decir ahora.

—Será mejor que regresemos. —su rostro se cubre tras una máscara ilegible luego de mis palabras y asiente.

—Como quieras.

<Mierda. Mierda. Mierda. La has cagado.>

El camino de regreso es tedioso. Casi ha oscurecido completamente y solo escucho el sonido de la carretera. La arena cae de mis zapatillas que están sobre el tablero del auto y aprieto las rodillas con más fuerza hacia mí, acurrucándome en el asiento, inmersa en mi propio revoltijo de pensamientos y emociones.

—Adelántate, yo entro ahora. —dice una vez llegamos a la casa.

Asiento y me bajo descalza, caminando sobre el frío granito hasta la entrada. Claudia está sentada en el salón cuando empujo la puerta; suelta el móvil y parece volver a respirar aliviada al verme.

—¡Llegaron!

Se me lanza encima, engulléndome en un abrazo que me da ganas de llorar. La nariz me pica y trato de contener las lágrimas porque no quiero dar explicaciones.

—Hayden. —me suelta cuando ve a su hermano—. Hayden, perdóname, yo...

—No hay nada que perdonar. —dice él—. No estoy molesto contigo.

—Sí, sí lo estás. —las lágrimas comienzan a caer de sus ojos—. Te conozco.

—Déjame, Claudia. —pide él y nos pasa por el lado.

Aprovecho la distracción para escabullirme a mi cuarto. Su discusión retumba hasta el piso de arriba.

—Ni siquiera me puedo pasar por la cabeza cómo logras hablarle a ese hombre. ¿Sabes todo lo que pasó? Recuerdas todo lo que le hizo. Lo que pasamos por su culpa. —vocifera Hayden fuera de sí.

Me pierdo en el pasillo y abro la puerta de mi habitación, dejándome caer en la cama, hecha un mar de lágrimas. No sé ni siquiera por qué estoy llorando, pero no puedo contener el llanto. Me gustó, lo quería ¿por qué me siento tan rota entonces? Es la primera vez en casi dos años que el tacto de un hombre no me provoca asco, y aquí estoy, con ganas de arrancarme la piel y querer borrar todo, muerta de miedo. Hundo la cara en la almohada y descargo en ella todo lo que cargo dentro.

Me sentí pequeña y frágil entre sus brazos, pero en el lugar correcto. Como si estuvieran hechos para mí. No quiero traer viejos recuerdos a mi mente. No quiero atar cabos y terminar encontrando la respuesta en el pasado, en ese oscuro hueco donde todos los días busco enterrar cualquier atisbo de dolor. Pero no puedo evitarlo; la mente es una cabrona, sabe dónde te duele y ahí es donde te da.

Me limpio la cara con ambas manos, recordando la última vez que un hombre me dio un beso, parte del evento canónico que marcaría mi vida para siempre. Recuerdo que sentí tanto asco, pero tanto asco, una sensación indescriptible. Recordar esas asquerosas manos, esa fatídica noche que vuelve a mí una y otra vez, que me atormenta en sueños, que me ha hecho vomitar de ansiedad. Llorar durante horas, sola abrazada a una almohada, bañarme de madrugada con agua helada para calmar los ataques de ansiedad. Esa misma maldita pesadilla que creí superada hace unos meses vuelve a revivir hoy y me sigue castigando, arruinando lo mejor que he sentido en los últimos dos años.

Se supone que saldríamos a cenar fuera hoy, que era la última noche antes de volver a Las Vegas, pero no me apetece en lo más mínimo arreglarme y ponerme un vestido para celebrar nada. Quiero estar enrollada en mantas y ahogar mis penas, sola, comiendo helado en un sofá. Eso quiero, y por una vez me permito complacerme.

—Diviértanse. —les pido antes de cerrar la puerta de la habitación.

La excusa de la migraña siempre funciona y esta no es la excepción. Me paro para darme un baño cuando me siento mejor, porque no puedo permitirme verme en estas condiciones. Hace tiempo que solo me tengo a mí en estas situaciones y me he repuesto siempre. Me quedo parada bajo la ducha casi media hora, simplemente existiendo sin pensar en nada. Salgo y cojo lo más cómodo que encuentro para bajar a comer algo. Saco unas sobras de pizza de la nevera y abro una botella de Coca-Cola que llevo hasta la terraza.

Echaré de menos este balcón. Si me preguntan a mí, es el mejor sitio de la casa. Tiene magia. Sentada aquí puedes ver el mar a lo largo, ahora no, por supuesto, todo está oscuro, pero el olor a salitre que carga el viento y el sonido de las olas muriendo en la orilla te recuerdan que, aunque no lo veas, está ahí frente a ti. Otro cuento es cuando amanece. Eso sí es algo digno de recordar. Merece la pena madrugar solo por ver cómo el cielo pasa de tonos rojizos y violetas a un rosado claro mezclado con dorado cuando finalmente amanece. No puedo imaginar las fotos que podría haber sacado aquí si no...

—¡FOTOS! —trago de golpe, cayendo en cuenta de mi estupidez.

Dejé la cámara en el auto.

No puedo creer cómo pude olvidarla. Atravieso el salón con prisa hasta llegar afuera; el deportivo rojo sigue en la calle, ni siquiera tiene el techo puesto, como si todavía esperara a ser usado o estuviera abandonado en medio de la carretera.
El piso frío de la entrada ahora también está mojado por la llovizna de hace un rato. Camino con cuidado de no caerme, preguntándome en qué momento se me ocurrió bajar descalza. Pero es cuando piso la grava y esta se me entierra en la planta desnuda cuando me planteo mis malas decisiones.
No veo la cámara a primera vista cuando llego al carro. Me inclino dentro y entonces diviso la bolsa en el suelo del vehículo. Apoyo la cadera en la puerta y, con impulso, la recupero. El alivio por tenerla de vuelta me hace sonreír por poco tiempo antes de...

—¿Se te perdió algo ahí dentro? —su voz áspera resuena en mis tímpanos y, cuando volteo a verlo, sigue llevando la misma máscara fría e indiferente de la playa.

—Esto. —muestro el paquete—. La olvidé en el carro.

—La dejaste. —Ladea la cabeza—. Pensé que no la querías.

—Pues pensaste mal. —niego—. Solo la olvidé.
Comienzo a ver la grava que tortura mis pies como el punto perfecto de distracción para evitar mirarlo a los ojos cuando el silencio crece entre nosotros.

<Eres una cobarde.>

Él no dice una palabra y yo tampoco. No pienso quedarme aquí viendo el piso como una estúpida, así que me incorporo dispuesta a marchar, pero su mano me detiene.

—Tú y yo sabemos que no te sientes nada. No quieres ir y te inventaste una excusa. Ten ovarios para enfrentar las cosas y no huyas como una puta cobarde. —se endereza, juzgándome con la mirada, y siento que las piernas me flaquean—. Lo que pasó en la playa fue un error. Te pido disculpas, no volverá a pasar.

Dormí mal. Pasé la madrugada entera dando vueltas en la cama y, alrededor de las cinco de la mañana, perdí el sueño. Bajé, recorrí la casa, me senté en el balcón, y después de que amaneció, volví a acostarme.

Me restriego los ojos y, con trabajo, salgo de las sábanas. No sé qué hora es, pero me meto a bañar con calma, esperando gastar el tiempo que me queda aquí. Cierro la llave del agua y voy por algo cómodo para bajar a desayunar. La cámara está sobre la mesa de noche; cada vez que la veo, recuerdo sus palabras y algo en el fondo me escuece, pero sé que es lo mejor para mí. Ya está, hoy nos vamos y termina todo, no tengo por qué darle más vueltas al asunto.

—Buenos días. —saludo a mis amigos.
Todos están sentados alrededor de la mesa circular atestada de comida del comedor, compitiendo a ver cuál logra verse más demacrado esta mañana.

—Después del restaurante pasamos por un club. —dice Travis—. Te perdiste una buena fiesta.

—No estaba de ánimos. —tomo asiento en la única silla vacía al lado de Randy, que no pierde su tiempo en correrse hacia mí, echándome el brazo por los hombros.

—¿Te sientes mejor? —asiento y me da un beso en la mejilla—. Te eché en falta anoche, enana.

Bea lo mira mal, bajándose los lentes oscuros para que note su hastío, pero Randy lo ignora y se inclina para servirme un vaso de jugo que me llevo a la boca agradecida.

—Deberíamos quedarnos un día más. —propone la pelirroja—. No estoy lista para enfrentar un aeropuerto en mi estado de crudeza.

—Tengo que volver hoy, Bi. —le dice Jack acariciando su hombro—. No puedo escaquearme tanto tiempo del trabajo.

—Sí. —lo apoyo—. Yo tampoco puedo tomarme más vacaciones.

—Yo también estoy cansada. —inquiere Claudia—. Pero no podemos quedarnos; los boletos no se pueden cambiar y no hay reembolso.

—Bueno, cuéntenme. —me tapo la boca y termino de tragar—. La fiesta tuvo que estar buena para que parezcan zombis ojerosos y malvivientes.

—Ni lo digas. —rebufa Bea—. No sé qué mierda tomé para tener esta cruda tan horrible.

—¡Yo sí! Media barra y tres shots extras. —dice Claudia, y todos ríen.

La puerta principal se abre y unos pasos hacen eco en nuestra dirección.

No voltees. No voltees. Me digo a mí misma cuando mi nariz capta la esencia que impregna la habitación.

—Buenos días. —saluda, y oigo sus pasos seguir de largo.

Todos lo miran sorprendidos cuando va a la nevera por una botella de agua, y ya no puedo esquivarlo más porque entra completamente en mi campo de visión.

Se ve igual que ayer. Es lo primero que pienso. Lleva el mismo traje gris y camiseta blanca, aunque su pelo tiene un aspecto más desenfadado. No durmió aquí, no hay que ser muy inteligente para llegar a esa conclusión. Paso saliva incómoda reprochándome por qué me molesta y encuentro la mirada de Randy sobre mí, examinándome con pinzas.

—Vaya, sí que estuvo buena la noche. —acota Travis, que se para hasta donde está su amigo, palmeándole la espalda.

—¿Hasta ahora es que vuelves? —Bien, Claudia, gracias por tu pregunta, amor. Confirma lo que mi mente torturadora ya maquinaba sola. La quiero matar, pero lanzarle un pan en la cara me parece ahora una buena opción.

—Me encontré con unos conocidos. —responde Hayden con total tranquilidad.

—Traducción. —susurra Bea en mi oído, tapándose la boca—. Me encontré con una conocida y me la estuve tirando toda la noche.

La miro mal y ella sonríe inocente. Sus comentarios son lo último que necesito. Además, no me importa lo que Hayden haga, como si se quiere tirar a medio mundo. No es mi problema.

<¿Segura? Jajaja. No te lo crees ni tú, linda.>

El resto de la tarde la pasé en la piscina con mis amigas, tratando de evitar cualquier pregunta embarazosa sobre mi desaparición de ayer. A Hayden no lo volví a ver, así que no nos dirigimos la palabra más desde que básicamente anoche hiciera pedazos mi ego diciéndome que fue un error. Yo sé que fue un error, pero carajo, no espero que lo diga.
Ocho horas después, estamos aterrizando en el aeropuerto internacional de Las Vegas, que, para no perder la costumbre, es un caos lleno de turistas desafortunados que vienen a perder su dinero en los casinos o a encontrar el amor en la ciudad del pecado.

—Gracias por traerme. —le digo a Randy cuando baja la ventanilla de su auto.

—No las des. No las merezco. —me lanza un beso—. Adiós, enana. Cuídate. Te veo pronto.
El Audi negro se aleja y camino rumbo al edificio.

—Señorita Emma. —saluda el portero.

—Hola, Harry. ¿Novedades?

—Todo tranquilo. ¿Le ayudo a subir el equipaje?

—Gracias, puedo sola. —le muestro una sonrisa y sigo rumbo a los ascensores.

Adiós vacaciones. Vuelta a mi deprimente realidad. Las puertas se abren en la planta siete y arrastro la maleta fuera con pereza. Meto la llave en la cerradura y empujo cuando siento caer el seguro. Los pies no me pasan del umbral. La saliva se me agua y quedo de piedra contemplando un papel doblado sobre la alfombra de la entrada. Miro a mi alrededor temblorosa, pero el rellano está vacío. Algo dentro de mí vuelve a gritar pánico y me aturden los sentidos. Trato de dilatarlo, pero finalmente levanto la nota del piso y la desdoblo con las manos sudorosas.

Había olvidado todo por unos días, pero aquí está mi recordatorio de que no lo haré por un segundo más.

«Todos mienten, aunque no sean conscientes de ello. No sabes quiénes son las personas que te rodean, y un solo paso en falso puede acabar con todo. Te espero el próximo lunes en el Club Noir, a las ocho de la noche. Si quieres ir contra los Hamilton, busca la rosa blanca.»

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