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4

El reloj marcaba las 6:00 a.m del 31 de Octubre cuando Bradley Huston se preparaba el desayuno antes de ir a trabajar.

Esperaba que fuese un día corriente sin tantos problemas, pero no se imaginaba que el caos ya había comenzado mucho antes de que se llevara la primera cucharada de cereal a la boca.

Se despidió de su esposa y de su hijo, ya cuando tenía el uniforme puesto. Tomó las llaves del auto y empezó a andar por las congestionadas calles de Nueva York. Una vez había llegado a su destino dejó el vehículo estacionado en el lugar de siempre; compró un café y un par de churros, se puso la pequeña estrella dorada que guardaba en el bolsillo y que rezaba la palabra que más le gustaba oír: "Sheriff".

—Buenos días, Señor —le saludó uno de los policías al entrar.

El Sheriff Huston entró a la estación terminando su bocadillo matutino. Se sentó en la pequeña oficina y se dispuso a preparar los informes lo más rápido que le fuese posible para tener el resto del día libre. Sin embargo, al poco rato, le llegó el reporte del fallecimiento de un sacerdote en extrañas circunstancias a la salida de una Iglesia de Boston. Inicialmente se creía que se trataba de un asalto, pero las dudas habían inundado a gran parte de la población. Su colega del estado de Massachussets le había enviado el caso para que lo evaluara, pues el tenía más experiencia. El oficial Huston se lo agradecía poniendo los ojos en blanco.

Sin embargo, a ese reporte le siguieron otros, todos con la leyenda "muerte en extrañas circunstancias". Le restaban importancia, pues todos se trataban de accidentes, asaltos, suicidios, entre otros. Las luces de alerta se encendieron cuando ya iban unas dieciséis muertes. Para la hora de almuerzo ya sumaban un total de 30.

—¿Qué ocurre en este país? —se preguntó Bradley mientras analizaba los archivos, pero no había nada en concreto que los relacionase.

Pasó otra hora, y con ella otras 10 muertes en "circunstancias extrañas". Los adultos empezaban a asustarse y los pequeños se alistaban para salir a pedir dulces, pero muchos padres se negaban a dejarlos salir ante lo que estaba ocurriendo. Por ello, los niños se ponían a hacer berrinche en sus casas, mientras el espíritu de la festividad se desvanecía gradualmente. La nación se estaba sumiendo en un caos.

—¿Puedes venir un momento Daniel? —le preguntó a uno de sus subordinados cuando lo vio pasar.

—Seguro, Sheriff —dijo. Bradley sonrió.

—Revisa esto por un momento en lo que me tomo un café. Necesito mantenerme despierto.

Daniel asintió y Brad se alejó con un suspiro. Era extenuante tener que revisar docenas de archivos en los que las pistas eran casi nulas. La incertidumbre y la presión se podían palpar en el aire que embriagaba la ciudad. Bradley iba pasando la calle cuando vio a su hijo sentado con su novia en una banca del parque. Sonrió. Nadie sabía lo orgulloso que se sentía de aquel muchacho. El joven había sido un ejemplo a seguir en su escuela y ahora estaba a punto de graduarse en la Universidad de Columbia. Pronto entraría a trabajar en el cuerpo de policía: era idéntico a su padre. Incluso, mejor.

Bradley era un hombre cansado, con las secuelas de un "sueño americano" que solo se había cumplido parcialmente. De pequeño siempre había querido formar parte de las fuerzas públicas, y desde que su madre lo llevó a conocer la parte norte del continente americano, supo que era allí donde debía pasar el resto de sus días. Le habían conquistado los exorbitantes paisajes urbanos con sus anchas vías y altos edificios. Se imaginaba rodando en la nieve durante las frías tardes de Invierno y ver las hojas caer en Otoño. Sin embargo, cuando se mudó, lo recibió un panorama completamente distinto: el país tenía una apariencia hermosa, pero en su interior las cosas no iban del todo bien. Una nube de contaminación cubría al cielo que pedía clemencia. Los desórdenes sociales, como las masacres y los suicidios, fueron más frecuentes de lo que esperaba. De hecho, una vez le sorprendió cuando fue discriminado por "ser blanco" en un barrio donde predominaban los habitantes de piel morena.

Aún así, tiempo después conoció a la mujer que sería la madre de su hijo. Tenía la piel blanca y los ojos color miel, como los suyos. Su cabello rojizo caía en rizos sobre su espalda y tenía una cómica cicatriz en la barbilla. Pese a ello, el pequeño le había heredado el cabello castaño de su padre, los dientes chuecos de su madre y unos ojos verdes de algún ancestro extraño. Ahora, sus únicas motivaciones eran lograr que su hijo se convirtiese en la persona que él nunca había llegado a ser. "Los padres solemos vivir con miedo de que nuestros hijos pasen por lo mismo que nosotros, quizá por eso los jodemos tanto", había dicho su esposa en tono de risa, pero con un grado de verdad tan profundo y punzante como una herida de bala.

Amplió aún más su sonrisa al darse cuenta del prometedor futuro que a su primogénito le aguardaba, a diferencia suya, pues el joven lo tenía todo: atractivo, inteligencia, amor. No habían palabras que definieran mejor su concepto de felicidad.

—¡Hola papá! —le saludó su hombrecito desde la distancia.

—Hola, Jonah —le respondió.

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