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—¡Déjame en paz! —le gritó al cielo anaranjado de las calles de Ohio.

Esa tarde del 31 de Octubre, en la que la pequeña Riley había salido a montar en su bicicleta, se respiraba el olor de la muerte en cada rincón del vecindario.

Un par de hombres habían visto a la niña andar en su pequeño vehículo de color celeste de manera desesperada, cargando con un saco lleno de dulces. Intentaron detenerla, pero parecía que ella no los escuchaba, por lo que siguió avanzando mientras susurraba una serie de rezos extraños. Cualquiera pudo haber creído que estaba ebria, si no fuese porque estaba pasando por la dulce edad de nueve años y nunca había probado el sabor del alcohol.

Siguió avanzando velozmente por la carretera mientras la tarde se teñía de negro. Riley se llevó las manos a los oídos como si alguien le estuviese gritando y cerró los ojos, lo que hizo que la bicicleta se desviara por un bosque opaco. En su mente pudo escuchar la voz de su madre:

—No olvides ponerte una chaqueta antes de salir.

En su subconsciente retumbaba esa simple orden, la cual ella había desobedecido. Quizá todo ello había sido por no llevar una chaqueta, quizá por eso la persona que le gritaba en el oído estaba tan furiosa con ella. Al regresar le diría a sus padres lo mucho que los amaba y nunca volvería a salir sin una chaqueta. Bueno..., eso si lograba volver.

Un susurro ahogado, que ella sintió como un grito feroz, brotó por su garganta.

Cuando la pequeña abrió los ojos, pudo reconocer más de mil rostros escondidos entre los árboles, que la observaban con un éxtasis apremiante. Riley empezó a gritar mientras aquellos seres monstruosos se burlaban de ella. Después, sintió que uno de los árboles con facciones humanas la engullía. Con un golpe seco la vista se le nubló de color rojo, luego negro, luego... nada.

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