Capítulo 8
—¡Por favor, te lo imploro! No me hagás esto, señor mío. ¡El sacerdote Gustavo acaba de llegar a mi hogar! Hui de inmediato y me encerré en mi habitación para acudir a ti. Que él este aquí significa que ya vienen... No quiero morir. ¡Sálvame, dame otra oportunidad! He decepcionado a todos, soy una vergüenza para mi apellido y para aquellos que me aman, pero aún deseo servirte. ¡Puedo ser útil, poderoso señor! Protégeme hasta el día de la selección, mantén mi espíritu fuerte para no caer en la locura; dame un poco de tu perspicacia para lograr sobrevivir; agudiza mis sentidos para no ser sorprendido durante la noche, los adultos me consideran un apóstata y me acechan desde la oscuridad como si fuese un forastero. ¡Todos me han dado la espalda! Ruego para que tú no lo hagás.
»Escucho los pasos del sacerdote Gustavo acercándose, ¿no me salvarás? ¿Acaso ha llegado mi hora...?
Capítulo 8
—¡El que sigue! —rugió la madre Anna detrás de la puerta, su voz resonó en el pasillo como un trueno en la noche. Parecía el llamado de un demonio hambriento e impaciente por alimentarse.
Me quedé congelada, temblando por el miedo. Busqué desesperadamente el apoyo de los otros huérfanos que, como yo, aguardaban en silencio en el lúgubre pasillo. Era la una de la madrugada, en el tercer piso, frente a la aula que solíamos convertir en salón de clases.
Nos tuvieron de pie durante más de tres horas, dejando que la espera y el cansancio nos doblegara. Una vez nuestros cuerpos se ablandasen, les sería fácil destrozar nuestro espíritu.
Se podía respirar el pánico en el ambiente, ninguno tenía el valor para mantener la cabeza en alto, el castigo al que seríamos sometidos era inevitable. Los rostros demacrados y las miradas derrotadas de los niños y niñas a mi alrededor pintaban un cuadro desolador
Mi boca estaba seca, la poca saliva que tenía era espesa y amarga, era como si no hubiese tomado agua en días. El simple hecho de imaginarme hablar me producía dolor en la garganta. Mis manos se aferraban con fuerza a mi pantalón desgastado, me parecía que iba a romper la tela en cualquier momento.
—Julieta, es tu turno —dijo la hermana Sofía, agarrando mi hombro para empujarme—. Decí lo que sabés, no empeorés las cosas, pequeña —susurró con delicadeza mientras nos acercábamos a la puerta.
Ella se veía como nosotros, asustada, sus ojos esquivaban los nuestros y su voz temblaba en ocasiones. Era una mujer joven, con una cara redonda y una nariz pequeña y adorable. Sus ojos eran color café, transmitía una mezcla de compasión y temor. Su cabello castaño era muy suave y bello, la envidia de muchas de nosotros, era un tesoro enterrado bajo aquella cofia gris que pocas veces se quitaba.
La hermana Sofía contaba con una actitud y comportamiento bipolar, a veces se actuaba al igual que una aliada poderosa, encubriendo errores o travesuras, haciendo la vista gorda y regalando una leve advertencia. Dependía mucho de la presencia de la madre Anna, cuando se encontraba junto a ella, no había piedad, haría lo que fuese necesario, no importaba si debía gritarnos o golpearnos.
—Solo lo preguntaré una vez, Julieta —La madre Anna me recibió con su mirada más terrorífica, sin permitirme siquiera acomodarme. La puerta detrás de mí se cerró, dejándome encerrada y sin escapatoria—. ¿Sabés algo del paradero de Leo? —preguntó, caminando con furia, deteniéndose frente a mi con una mirada tan gélida que me helaba cada centímetro del cuerpo.
Se veía gigante, mucho más imponente de lo que recordaba, su sombra me consumía por completo. Su presencia espantaba todo rastro de esperanza y valor que me quedaba. El aroma a tiza de la sala era devorado por la fragancia a mirra que desprendía la túnica de la madre Anna. La habitación se sentía diminuta, no había espacio para nadie más que la presencia y autoridad de esa mujer iracunda.
Mi respiración se aceleraba y se volvía espasmódica; estaba a punto de romper en llanto. Sin embargo, me contuve, sabía que la situación empeoraría si cedía a mis emociones. Cada segundo en silencio me hundía más y más, la paciencia de la madre Anna era una mecha muy corta con la que no se debía jugar. Con tan solo once años, había aprendido esa lección de manera demasiado cruel.
—No —respondí tan despacio que ni siquiera pude escucharme.
—¡Pequeña bastarda, no me hagás perder el tiempo! —Me incrustó sus dedos huesudos en mis mejillas y me levantó la cara en dirección a la suya. Me vi frente a frente con aquellos ojos oscuros, eran el abismo más frío y carente de vida con el cual podía toparme—. ¿¡Sabés algo de Leo!? ¿¡Sí o no!? —gritó con furia, arrebatándome el aliento y haciendo que sollozara aterrorizada.
—No —contesté con un poco más de fuerza, cerrando los ojos para evitar hundirme en aquella profundidad horrible y macabra.
—¡Mientes, vil criatura! —Me arrojó al suelo y buscó en el escritorio la regla amarilla de un metro. Luego, se sentó con cuidado en una silla, dejando escapar un suspiró para relajarse—. Ustedes, no entienden la gracia que les fue otorgada al estar aquí. ¡No la entienden! —Con un gesto de su mano me ordenó que me acercará a ella—. Han sido abandonados, tirados a su suerte como si se tratasen de basura, pero aquí se les ha otorgado la oportunidad de ser algo más. —Me recosté sobre su regazo y apreté los dientes con fuerza—. Todo pecado debe ser castigado, así lo dicta la ley. ¿¡Qué más debo hacer para que acepten la misericordia y perdón!? ¿Por qué se resisten y se encaminan a la senda de la mentira, el engaño y los deseos carnales? He sido demasiado indulgente... Pronto descubrirán que convertirme en su enemiga es peor que enfrentar la muerte —dijo con un tono espeluznante.
Ella me bajó el pantalón y empezó a azotarme sin descanso, hasta que la madera se sentía como un hierro ardiente y ya no me quedaban lágrimas. Los segundos se volvieron minutos y los minutos parecían horas, mi tormento no tenía fin.
¿Debía hablar? ¿Confesar lo qué vi? ¿Por qué estaba sufriendo si no había hecho nada?
"¡Por favor, ayúdame, Señor!", recé desesperada, pidiendo clemencia al único que podría dármela. "No he hecho nada malo, ¿por qué me castigas? ¿De verdad me abandonaste, Dios?".
La madre Anna detuvo sus golpes para recobrar el aliento, su respiración embravecida era una horrible señal de la saña que cargaba. Su aliento llegaba hasta mi nuca, haciendo que temblara. El dolor era tan intenso que se introducía hasta los huesos, me quemaba por dentro. Podía sentir unas horribles gotas deslizándose por mis glúteos, no sabía si era sangre o sudor, era difícil de creer que me hubiese lastimado hasta ese punto.
La frágil espera era sofocante, mantenía los ojos cerrados creyendo que de esa forma aguantaría, pero se sentía como una pesadilla de la cual no podía despertar.
—Esto solo es el comienzo, Julieta —espetó agitada, tratando de sonar calma—. Más les vale rezar y buscar el perdón del Señor Todopoderoso, de lo contrario están a punto de experimentar su ira y castigo divino.
Me quitó de su regazo con repudio, apartándome como si fuese un objeto inmundo. Me encorvé del dolor, ni siquiera podía ponerme de pie. Estuve a nada de caer en el suelo, pero la mirada penitente de la madre Anna me advirtió que era mejor soportar e irme.
Me retiré despacio, cada paso que daba se sentía como si tuviese vidrios clavados en donde me golpeó. Tenía los ojos irritados, veía puntitos blanquecinos revoloteando a mi alrededor, había apretado con tantas fuerzas los parpados que todo se encontraba borroso.
Cuando llegué al pasillo, todos me vieron aterrados, seguro escucharon mis lamentos. Me uní una vez más a la fila y al cabo de unos minutos la madre Anna llamó a su siguiente víctima. Los veintisiete huérfanos presentes sufrirían el mismo tormento.
Esa noche nadie durmió, esperamos de pie por algunas horas más, escuchando los lloriqueos y gritos de dolor de todos mis hermanos y hermanas. Algunos chillidos eran agudos y desgarradores, tan angustiantes que estrujaban mi pecho con fuerza. Era una cacofonía espeluznante que te penetraba hasta lo más profundo, la voz de un niño no estaba hecha para alcanzar aquel tono de aflicción. Los pocos que se persignaban y rezaban dejaron de hacerlo, se rindieron, su fe se vio opacada por el temor. Nadie iba a venir a rescatarnos, lo teníamos claro.
Una vez todos fuimos reprendidos, nos llevaron al comedor, donde nos obligaron a sentarnos a pesar de nuestras quejas. Marchamos de forma deprimente, arrastrando los pies y la mirada en el suelo. Nuestros pasos creaban una sinfonía de sometimiento y pena, como si fuésemos directo al matadero.
—¡Nadie va a dormir hasta que confiesen donde fue Leo! —indicó la madre Anna desde el centro del comedor, frunciendo el ceño con fiereza y escudriñando a todos con la mirada—. ¡Dios desprecia a los malvados que ocultan la verdad!; ¡Ay de ustedes, pecadores, que ocultan la verdad y provocan su cólera!
Ella siguió con su sermón, moviéndose por los pasillos mientras nos acechaba con su portentoso andar. Sus zapatos blancos retumbaban, creando un eco espantoso que servía para advertirte de que se aproximaba a tu lugar.
Las nubes grises se apoderaban del cielo, apenas permitiendo que unos pocos rayos de luz se escabulleran de su cautiverio. El sol, al igual que nosotros, parecía prisionero. El viento azotaba con tristeza los ventanales, aún lloviznaba, volviendo al clima en un cómplice desalentador para nuestros ánimos.
—Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra enorme y que se le hundiese en lo profundo del mar. ¡Ay del mundo por los tropiezos! Porque es necesario que vengan tropiezos, pero, ¡ay de aquel por quien viene el tropiezo!
Si tu mano o tu pie son para ti ocasión de pecado, córtalos y arrójalos lejos de ti, porque más te vale entrar en el cielo manco o lisiado, que ser arrojado con tus dos manos o tus dos pies en el fuego eterno. Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo y tíralo lejos, porque más te vale entrar con un solo ojo en la Vida, que ser arrojado con tus dos ojos al abismo eterno. Mateo 18, versículo 6 al 9.
»¡No sean necios! —gritó dando un fuerte pisotón que hizo sobresaltar a más de uno—. ¿¡No ven el daño que les trae encubrir a Leo!? Él es responsable por su castigo, los obliga a tropezar y a distanciarse de nuestro Señor y Dios. ¡Aún están a tiempo de confesar y ser perdonados!
Por reflejo, busqué los ojos de Agustín, quien se encontraba a lo lejos. Lo observé con tanto esmero que terminé atrayendo su mirada. La culpa lo abrumaba, se podía apreciar la inseguridad y el miedo apoderándose de él. Se hallaba perdido, debatiéndose en lo que debía hacer.
Le sonreí, fue una sonrisa falsa, forzada y sin una pizca de alegría, pero que buscaba darle consuelo a quien iba dirigida. No era su responsabilidad, ni tampoco debía de delatarlo, ahora empezaba a estar de acuerdo con Leito, esto era una prisión.
Escuchamos el timbre sonar, lo que nos confundió aún más a todos, apenas amanecía y no solían caer visitas sin aviso previo. La madre Anna le hizo un gesto álgido a la monja Sofía para que fuese abrir.
Al cabo de unos segundos, ella volvió, acompañada de tres monjas más. Las tres mujeres hicieron una reverencia al acercarse a la madre Anna e intercambiaron algunos gestos rápidos. Ninguna se veía amigable, vinieron a buscar a culpables y repartir castigos, no había espacio para la piedad o la misericordia en sus miradas.
—Serán observados las veinticuatro horas, sin descanso alguno hasta que encontremos a los cómplices —dijo la madre Anna, con una sonrisa victoriosa—. Han de saber que, mientras más tiempo pase, peor será la penitencia que les aguarda —sentenció con el entrecejo fruncido, dando el último vistazo a cada uno.
Al instante, nos separaron en cuatro grupos, mezclando las edades, cada uno supervisado por una monja. Sin siquiera haber entablado conversación con la madre Anna, las monjas se desenvolvieron con experiencia y decisión, dejando en claro que sabían lo que hacían.
Mi grupo fue llevado a la cocina para preparar el desayuno, éramos siete, cuatro mujeres y tres varones. Seguiríamos con las rutinas cotidianas del orfanato, si eso era posible.
—Mi nombre es Adela, seré quien los vigile las primeras horas —anunció la mujer de ojos grandes y rostro delgado, parecía no tener parpados, era inquietante—. Pobre de aquellos que ocultan la verdad, las llamas los esperan y el castigo será su recompensa —dijo manteniendo su mirada espeluznante clavada en nosotros, con un tono de voz distante.
Se paró en un rincón de la cocina, quedándose en silencio, era como si fuese un búho al acecho, esperando una oportunidad para salir al vuelo y enterrar sus garras en cualquier animal que cometiera un error.
La cocina estaba inundada por el silencio, el único sonido permitido era el de los cubiertos y platos que preparábamos. Ninguno se atrevía a hablar, nos ahogábamos con la presencia de la monja Adela. El ambiente se encontraba tenso, al punto que no parábamos de tiritar y el dolor de los golpes era un agrio consuelo para distraer nuestras mentes.
—Aquí está la olla con el mate cocido —dijo Fati, pasándola a uno de los chicos. Pero, justo en ese instante, su mirada temerosa se desvió hacia Adela, estremeciéndola y provocando que tirase la olla—. ¡Lo siento, lo siento mucho! —gritó encorvándose y sujetándose el pecho.
En un fugaz movimiento, la monja Adela estaba a su lada, con sus ojos bien abiertos y esperando a que Fati levantara el rostro para verla. Se quedó en esa extraña posición por unos segundos, aguardando con paciencia, hasta que Fati cometió la equivocación de mirarla.
—Todo error merece ser castigado —sentenció la monja Adela—, ¿quién si no un irreverente sirve con desosiego y mala gana a sus hermanos y hermanas? ¿Acaso tan poco aprecio nos tienes?
—No es eso, es sol...
—¡Levantá la olla en este instante! —rugió embravecida, haciendo que todos los que observábamos apartáramos la mirada por miedo. Fati entre sollozos obedeció—. Que sea la primera y última vez que no prestás atención en tus diligencias.
—Sí, hermana Adela —asintió Fati con pavor, una y otra vez.
—Las palabras de los penitentes carecen de valor, deben ser puestas aprueba por el fuego de la verdad —dijo sujetando con fuerza la muñeca de Fati—. ¡Oh, Misericordioso Señor, perdona a esta niña descarriada, que el dolor le recuerde Tu amor y clemencia! —exclamó mirando al techo, con su mano libre levantada. Luego, sin piedad alguna, hundió la mano de Fati en el poco mate cocido hirviendo que quedaba en la olla—. ¡Purifica a esta penitente! —clamó tratando de opacar los gritos de Fati—. ¡Qué el dolor de la carne reprenda y ablande el espíritu, amén!
Di un paso hacia atrás, estaba en pánico, la expresión de Fati era aterradora. Su rostro estaba rojo y su voz parecía una fuerte y aguda sirena, pidiendo por auxilio, aturdiendo a todos los presente con su intensidad. El horror en sus ojos se desbordaba, estaban a punto de salir despedidos de sus cuencas.
Se sacudía con todas sus fuerzas, en un vano y desesperado intento de librarse. El sonido de la carne siendo hervida era grotesco y repulsivo, se mezclaban en una sinfonía macabra con sus súplicas.
Cuando al fin pudo levantar su mano, su piel estaba teñida de un rosa claro y emanaba un vapor extraño. Se hizo un ovillo en el suelo mientras no dejaba de llorar y pedir clemencia.
—Cada vez que veas tu herida recordarás el perdón que te ha sido otorgado —comentó la monja Adela, regocijándose en su acto cruel—. Bienaventurados los que conocen la gracia y el perdón divino, no hay mayor amor que este. —Fati sollozaba detrás, envolviéndonos a todos en una atmosfera tétrica, dejándonos inmóviles a la espera de lo que la monja deseara hacer con nosotros—. Vamos, sigamos con nuestros deberes, ¿qué hacen perdiendo el tiempo? —preguntó girando su cuello en movimientos rápidos y precisos, torturándonos con aquellos ojos grandes y perturbadores.
Sin dudar, empezamos a trabajar. Sentía que me faltaba el aliento, por más que intentara respirar mis pulmones seguían vacíos. Me apoyé sobre una de las mesas de acero inoxidable y me concentré en recuperarme.
Por el rabillo de mi ojo vi a la monja Adela, parada a mi lada observándome, de la misma forma inquietante que hizo con Fati antes de castigarla. Me encogí sobre mi abdomen y traté de calmar mi respiración exacerbada. No necesitaba levantar la cabeza para saber el infierno que me esperaba, pero algo se consumaba en mi interior, un horroroso pensamiento me advertía de que hacerla esperar sería peor.
Tragué grueso y apreté los labios, levantando mi mirada sin poder quitar mi cara de pánico. Tal como esperaba, ella estaba a mi lado, tan cerca que podía sentir su respiración caliente, ella se apoderaba de mi espacio personal sin la menor de las preocupaciones.
—Vos escondés algo —dijo con una inequívoca seguridad, sonriendo con malicia—. Lo sé. Lo veo.
Di otro paso hacia atrás, estaba abrumada por su presencia, pero fue inútil, ella recuperó la distancia de inmediato.
—N-no se qu...
—Shhh, las mentiras se castigan —interrumpió poniendo sus dedos en mis labios—. ¿Querés ser castigada al igual qué tu hermana? —Negué desesperada con la cabeza, como nunca antes lo había hecho, de tan solo imaginarme en el lugar de Fati me quedaba sin palabras y se me retorcía el estómago—. Tú y el niño de pelo alborotado, ¿no es así? Saben algo, ¿no es así? —Empezó a apuñalarme en la mejilla con su nariz, obligándome a apartar el rostro—. Pronto, pequeña, pronto, voy a atraparte... Lo que les espera a los cómplices del niño es mucho peor a lo que acabas de presenciar —agregó riendo de forma maquiavélica.
Ella retrocedió y volvió a su rincón, donde siguió vigilándonos, sin siquiera pestañar. Fati se levantó y estaba vertiendo agua tibia en su mano inflamada y llena de ampollas, era el doble de grande de lo normal y daba la impresión que iba a explotar. Sus lágrimas caían con más fuerza que el agua con la que se limpiaba y trataba de aliviar su dolor.
Aparté la mirada asqueada y sin dejar de temblar empecé a preparar el desayuno. Me perseguía la desagradable sensación de la monja Adela observándome, su voz aún resonaba en mis oídos, atormentándome con su advertencia lúgubre.
Durante el resto del día ella nos siguió, era como nuestra sombra, mantenía su distancia y nos acosaba en silencio. Sus ojos, aquellos enormes ojos que nunca vi parpadear, nos perseguían a donde sea que íbamos. El orfanato se volvió gélido, por sus pasillos solo se escuchaba el eco solitario de nuestros pasos, no había murmullos, ni ningún otro sonido, estaba de luto.
El sol nunca se liberó de las nubes que lo sofocaban, el viento frío penetraba las ventanas y nos abrazaba sin misericordia, envolviéndonos con su ulular deprimente. La presencia de Adela se sentía agobiante, no nos daba ningún respiro. Temíamos voltearnos, luchábamos contra aquel hormigueo escalofriante que nos causaba su mirada en la espalda.
Llevábamos un día sin dormir y varios empezaron a sufrir los efectos del estrés y el constante maltrato, algunos de los más pequeños se desmayaron y fueron separados, no volvíamos a verlos luego de que caían.
La monja Carmen los cargaba al hombro como si se tratasen de una bolsa de papas y se los llevaba. Los demás, solo observábamos en silencio, nadie sería tan tonto para preguntar que era lo que iban a hacerles.
¿A dónde los llevaban? ¿Estarán bien? ¿Qué harán conmigo si me desmayaba? Esto... es peor que una cárcel. No sé cuanto más podremos soportar. ¿Acaso tenía algún propósito aguantar? Tampoco era como si tuviéramos opción.
Durante la tarde, mientras limpiábamos el pasillo del primer piso, la monja Carmen vino a hablar con la monja Adela.
—Entiendo, me ocuparé de ellos —dijo la monja Adela—. Iré con la madre Anna más tarde para... informarle lo que descubrí. —Su tono sardónico era claro, quería que la escuchase, solo estaba a un par de pasos detrás de mí—. No le quités los ojos de encima a ella. —Pude ver que me señalaba por el rabillo de mi ojo—. Esconde algo, lo sé.
La monja Carmen asentía, desde que llegó solo la escuché hablar o responder con palabras cortas. Era enorme, más grande que cualquier otro adulto que hubiese visto. Tenía una espalda ancha y rostro cuadrado, con una quijada prominente. Sus labios eran gruesos, estirados como la trucha de un pato, y sus cejas era demasiado tupidas. Lo más pequeño de su rostro eran los ojos, lo que le daba una asimetría extraña y muy peculiar. Vestía igual que las demás monjas, pero si la veías desde atrás se podía confundir con un hombre.
Cuando la monja Adela subió al segundo piso y se alejó de nosotros, sentí que me quitaban una estaca clavada de la espalda, el aire se volvió menos pesado y mis músculos se relajaron. Mi corazón empezó a palpitar con más calma y el sudor frío que corría por mi cuerpo dejó de salir. Mis parpados se cerraban por más tiempo, dándome unos segundos de refugio y descanso.
El trapo húmedo en mis manos, con un aroma suave y dulce por el desinfectante, se volvió tan ligero como una pluma, hasta creía que se unía con mi mano. La cabeza me pesaba, necesitaba apoyarla en el mueble que estaba limpiando.
—¡Limpien! —ordenó la monja Carmen, provocando que diera un sobresalto—. ¡Ahí! —señaló entre uno de los libreros, llamándole la atención a uno de los niños.
Ella se detuvo en el centro del pasillo y nos obligaba a ser minuciosos con nuestra tarea. Se acercaba a los estantes y pasaba su dedo para cerciorarse, cada rincón debía quedar impecable.
Me concentré en terminar de lustrar el aparador que tenía delante, estaba lleno de crucifijos, cruces y copas de plata, brillaban con opulencia junto a las velas blancas e inciensos pontificales. Una foto de la Virgen María se posaba en el centro, con los ojos cerrados y sus manos unidas en señal de plegaría.
En la pared había una pintura de Jesús, luciendo unos maravillosos trazos que evocaban a la adoración y santificación, era toda una muestra de amor a Dios que solo un artista del más alto nivel podría pintarlo. Los colores eran todos cálidos y dorados, estaban llenos de vida, simbolizando la esencia de Cristo y la divinidad.
Recordaba que las primeras veces que la vi me quedé encantada, no podía dejar de admirarla, podía sentir la presencia de Dios hablándome a través del arte. Sin embargo, ahora, sus ojos parecían apagados y temerosos, me esquivaban, "¿acaso ya no somos dignos de tu presencia?", me cuestioné, dolida por su constante ausencia.
Los ojos de Jesús, que una vez los vi dulces y amorosos, ahora los percibía distantes y sin interés, su mirada se alzaba al cielo, como si buscara a Dios y este no le respondiera. "¿No vas a mirarnos? ¿Acaso no ves todo lo qué sucede aquí?", pensé con rabia, apretando el trapo que tenía en la mano para desahogar mi frustración.
¿Cuánto más debíamos sufrir para ser escuchados? ¿Realmente nuestros rezos y cánticos le llegaban? ¿Alguna vez siquiera lo hicieron? Mi mirada se alzó al cielo, imitando el gesto de Jesús, de verdad esperaba una respuesta por su parte, o la de Dios.
—¡Vos! —gritó la monja Carmen, señalando en mi dirección—. ¡Limpiá! —Su voz grave me sacó de mis pensamientos, empecé a limpiar cada cajón con un notable miedo.
Encontré una biblia vieja y desgastada, era de cuero con una cruz dorada en el centro. Olía a papel guardado y polvo, llevaba mucho tiempo encerrada sin ver la luz. La sostuve con curiosidad mientras ojeaba sus páginas, por alguna razón extraña me sentía atraída a ella. ¿Acaso aquí estaba mi respuesta? ¿Debía leer algo en particular? No podía pensar en ningún versículo que conociese, solo me movía a través de sus hojas sin dirección alguna.
—¿¡Por qué te detenés tanto!? —La monja Carmen me sujetó del hombro y me dio vuelta con brusquedad, haciendo que golpeara sin querer su mano con el libro.
La mujer, intimidante y enorme, dio un salto hacia atrás, asustada como un niño. Sus ojos estaban bien abiertos y sus expresiones parecían las mismas que poníamos nosotros cuando la madre Anna nos encontraba cometiendo algún error.
Quedé desconcertada, no entendía qué pasaba. La mirada de la monja Carmen se dirigía a la biblia que estaba sosteniendo, se había transformado en una mujer totalmente diferente. Ella sacudió su cabeza y se acercó a mí en un movimiento ágil y golpeó mi mano con fuerza, haciendo que tirase la biblia.
Sin siquiera decirme algo más, frente a la mirada perdida y de confusión de los demás huérfanos, me agarró de la muñeca y empezó a llevarme sin el menor de los cuidados. Subía las escaleras furiosa, casi no podía mantener su ritmo, caminar me causaba dolor y sentía que mi muñeca se rompería.
—Hermana Adela, por favor, ven aquí —llamó a la puerta de una de las habitaciones del segundo piso, donde la monja estaba descansando—. Tenías razón acerca de la niña —dijo exaltada.
La monja Adela salió y juntas me llevaron a un salón del tercer piso, donde la madre Anna nos había azotado. No entendía qué pasaba, estaba aterrada y ni siquiera tenía el valor para preguntar.
—Pagarás por tus actos —dijo la monja Carmen, rompiendo el silencio.
—Todo error debe ser castigado —sentenció la monja Adela—. ¡Confiesa lo qué sabés! Vos y el niño de pelo alborotado son los cómplices ¿no es así? ¡Dilo!
El cuarto estaba a merced de la oscuridad, los rostros de las monjas se difuminaban en las sombras, apenas y podía vislumbrar sus gestos. Las ventanas estaban cerradas, los gritos y súplicas no tenían por donde escapar. Un rayo de luz diminuto se colaba por la puerta, proveniente del pasillo, aunque no lo necesitaba para ver las intenciones sádicas de las monjas.
Sus murmullos y susurros cargados de malicia se mezclaban con complicidad, enterrando mi espíritu y valor en un profundo abismo de miedo y desolación. Mi cuerpo temblaba y sentía que estaba a nada de orinarme.
—Je-Jehová es mi pastor —recé cerrando los ojos y apretando los puños—, nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar. —Las monjas se quedaron en completo silencio, no podía ni escuchar su respiración, era como si me hubiesen dejado sola. No iba a abrir los ojos, no quería encontrarme con la espantosa mirada de la monja Adela—; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre.
»Aunque... aunque... ande... —Los nervios y el pánico me dejaron en blanco, no podía recordar como seguía. La desesperación me iba consumiendo y comenzaba a sentir como quedaba desahuciada, a disposición de las monjas—. No temeré mal algu...
—¡Cuanta irreverencia! —interrumpió la monja Adela—. ¡Ni siquiera sabés el rezo qué estás utilizando! ¿¡Tan poco te importa al que rezas!? —Su voz se acercó hasta mí, estaba a tan solo centímetros—. ¡Eres una irrespetuosa!, ¡no has aprendido nada de tu Señor! Pero... no te preocupés, una vez castigada aprenderás en carne propia sobre el amor y gracia.
La puerta se abrió y la luz fue prendida. Abrí los ojos desconcertada y vi entrar a la tercera y última de las monjas que habían llegado, la hermana Rosa. Su caminar era similar al de la madre Anna, poderoso e imponente. Su figura era sencilla, la de una mujer de unos cuarenta años, con un rostro apático y unos lentes cuadrado que le daban un toque intelectual. A diferencia de las demás monjas, ella no demostraba ningún tipo de emociones, sus ojos eran fríos y distantes, ni siquiera nos miraba, no existíamos para ella.
Sin embargo, las dos monjas se hicieron a un lado, con la cabeza agachada, y esperaron en silencio. Le temían. Y eso... era mucho peor que cualquiera otra cosa. La monja Rosa no necesitaba de unos ojos enormes y perturbadores, o de un cuerpo grande e intimidante, ni siquiera de un ceño fruncido como un acordeón y una voz carrasposa, su actitud desapegaba y calculadora la hacía aún más terrorífica que sus dos colegas con las que vino.
Emitía un aura mística y de control que resultaba perturbadora, mi cuerpo reaccionaba instintivamente, como si un sentido primitivo me advirtiera de un peligro inminente. Incluso, sentía que rezar delante de ella sería un error grave, ¿cómo debería llamar está sensación perturbadora? Era como tener a un verdadero demonio delante, alguien rodeado por una espiritualidad maligna y diabólica tan fuerte, que causaba malestar.
—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó ignorándome totalmente, su tono era desabrido y escalofriante.
—Hermana Rosa, la niña es una de las cómplices, lo sé —respondió la monja Adela sin levantar la cabeza.
—Eso no responde mi pregunta —dijo la monja Rosa con desdén.
La monja Adela y Carmen se quedaron en silencio, incluso las escuché tragar saliva. Ahora actuaban como víctimas.
—La niña debe ser castigada. —Su voz temblaba, el pavor que sentía la monja Adela era notable.
—Levanten la cabeza y vuelvan a su trabajo —sentenció sin cambiar sus gestos o tono, tal cual entró—. ¿Acaso olvidaron por qué vinieron?
—¡No, hermana Rosa! —contestaron al unisonó.
—Entonces no desatiendan sus... —Una fugaz mueca de asombró se escapó de su rostro, sus cejas se levantaron por un segundo, evidenciando su sorpresa—. ¿Qué te sucedió en la mano, hermana Carmen?
Desvié mi mirada a las manos de la monja Carmen, su dorso tenía una herida, similar a una quemadura. La piel estaba rojiza y una repugnante ampolla amarilla supuraba un líquido transparente. Era lo mismo que le sucedía a Fati, pero ¿cuándo se quemó con agua hirviendo la monja Carmen?
—Un desafortunado accidente. —Su mirada se posó sobre mí con rabia, para luego volver al suelo, esperando su reprimenda.
—Serán ustedes quienes deban rendirle cuenta al padre Gustavo cuando regresemos —sentenció con firmeza, haciendo temblar a las monjas.
—¡No, por favor, hermana! —suplicaron, parecía que estaban a punto de caer de rodillas.
La monja Rosa se quedó meditando, trayendo a la habitación un silencio sepulcral. Ella dominaba la atmósfera a su antojo, y nosotros éramos meros peones sin importancia esperando sus decisiones.
—Vuelvan al trabajo —dijo con parsimonia. Las monjas huyeron deprisa, con una actitud agradecida y temerosa por partes iguales—. Y vos, pequeña, déjame darte un consejo. —Sus ojos fríos me atraparon, como una araña atrapa en su red a un insecto, por primera vez me miraba. Me quedé hipnotizada, mi sangre se sentía espesa y no llegaba a al final de mis extremidades, mi pobre corazón martillaba el doble de rápido, iba a explotar—. Adhiérete a las reglas, si es que no querés tener una vida corta y dolorosa. —Me dio la espalda y antes de irse se apoyó en el marco de la puerta, dándome la espalda—. Esta noche lo entenderás... —finalizó dejándome sola en la habitación.
Sus palabras no eran como las amenazas de la madre Anna, sino que venían cargadas de un augurio de muerte y sufrimiento. ¿Qué podría ser peor de lo que estamos viviendo? ¿Qué clase de monstruos son en realidad estas monjas? Solo podía esperar y rogar para que Leito llegara con ayuda antes de que fuese tarde...
Fin del capítulo 8
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro