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Capítulo 6

¿Por qué me has desamparado, señor mío? ¿Tanto deseas devorar mi alma impura? Sé que soy un hereje miserable y he cometido mis transgresiones, pero ¿quién no ha cometido sus agravios? Cada flagelación la he recibido con pleitesía, esperando que el dolor reprenda la carne y someta el espíritu. ¿Qué más debo hacer? ¿Cómo puedo complacerte y ganarme tu absolución? Estoy al borde de la demencia, ya no lo soporto más, por favor, señor mío, responde a mis plegarias. Protégeme de los adultos del pueblo y mantenme lejos del sacerdote Gustavo, otórgales tu misericordia para conmigo...

Capítulo 6

El resguardo de las sábanas viejas y ásperas me cubría del frío de la noche. Estaba tapada hasta la cabeza, la luz del exterior del motel se colaba por la ventana y me permitía vislumbrar siluetas y sombras. Llevaba una eternidad con los ojos cerrados y pensamientos apacibles que me ayudaran a dormir. El aroma de mi pijama a jabón blanco y suavizante era el único consuelo que tenía y que me salvaba del grotesco olor a encierro y madera vieja de la habitación.

A pesar del cansancio, el estrés me mantenía atenta a mi entorno, sentía que estaba siendo observada. Todo mi cuerpo se encontraba tenso e incómodo, la atmosfera del lugar me daba una palpable inquietud que me iba consumiendo. Era una sensación opresiva que no me dejaba descansar, y no me atrevía a mirar por fuera de mi desesperado escudo de telas con el que me protegía.

El silencio era sepulcral, solo podía escuchar a mi corazón golpeando contra mi pecho y mi respiración. Daba la impresión de que no había nadie más en el cuarto, aunque supuestamente Agustín se encontraba a unos metros.

Seguía sintiéndome prisionera, creía que, al salir del orfanato experimentaría la libertad, pero nada había cambiado. ¿Estaba condenada a ser sometida por la presencia de los adultos? ¿Acaso siempre iba a sufrir esta sensación de debilidad y vulnerabilidad?

Solo quería dormir y terminar con todo esto. Padre Santo, ¿me otorgarás Tu protección esta noche para poder conciliar el sueño? Al final, siempre termino recurriendo a Ti cuando me encontraba atrapada. Los rezos me brindaban un falso coraje y consuelo, me gustaría pensar que realmente me escuchabas.

"Ángel de la guarda,

dulce compañía,

no me desampares

Ni de noche ni de día..."

El sonido del cerrojo de la entrada interrumpió mi rezo, erizándome la piel. Inspiré con fuerza, el aire helado que pasaba a través de mis pulmones me estremeció todo el cuerpo. La puerta se abría lentamente, el ruido de la madera arrastrándose por el suelo me obligaba a comprimir mis manos.

Mi respiración se volvió entrecortada y cada exhalación me dejaba sin aliento. Las pisadas eran sutiles, como las de un asesino que no quería despertar a sus víctimas. No podía moverme, el pánico me paralizaba. Era atroz, un tipo de miedo que jamás había experimentado, muy diferente a los que viví con la madre Anna. Temía por mi vida.

"Agustín, despertá", supliqué en mi mente, esperando a que me rescatara.

Aquel intruso estaba cerca, se detuvo al lado de la cama. Podía sentir su mirada, parecía un filoso cuchillo con el cual atravesaba las sábanas con las que me cubría y llegaba hasta mi piel. Sin previo aviso, se sentó en el borde de la cama con delicadeza. Su presencia ya no era solo una horripilante impresión, estaba a mi lado. El peso de su cuerpo hundía el colchón y me acercaba hacia él.

Mi voz me había sido arrebatada, no podía gritar por más que lo intentara. Solo podía hacer ruidos con mi respiración, esperando que fuese lo suficientes para alertar a Agustín. Mis extremidades se sentían heladas, como si no me corriera la sangre. Estaba congelada, cerrando los parpados con fuerza. Los segundos de silencio me torturaban, no entendía qué ocurría, pero estaba espantada. ¿Qué quería? ¿Por qué estaba haciendo esto? ¿Iba a lastimarme? ¿Lo haría ahora? ¿En unos instantes?

Escuchaba como el intruso exhalaba por la boca, una y otra vez, exaltado. Apreté mis puños con tal desesperación que me lastimaba con mis propias uñas.

"Ángel de la guarda,

dulce compañía,

no me desampares

ni de noche ni de día..."

Él se acercó aún más y empezó a destaparme.

"No me desampares, ni de noche ni de día, ni en la hora de mi muerte. Amén".

Rezaba sin descanso, intentando sobreponerme a la impotencia que me devoraba y se apoderaba de mi cuerpo, dejándome inmóvil. No tenía el valor para abrir los ojos, creía que todo sería peor si lo miraba. Su aliento caliente y con olor a dentadura rancia se estrelló contra mi rostro. Era grotesco, ahogué unas arcadas y aparte mi cara a un costado.

Sus dedos se apoyaron sobre mi mejilla y me acarició despacio, las yemas de sus dedos eran duras y rugosas, raspaban con brutalidad cada parte que atravesaban. Tenía ganas de vomitar, su toqué me causaba repudió. Lentamente, comenzó a deslizarse por mi cuello, hasta toparse con el borde de mi pijama.

"No sigas, por favor".

Su mano continuó por encima de la tela, marcando una línea recta a través de mi pecho, hallando descanso en mi abdomen descubierto. Una sensación repulsiva y grotesca se esparció como electricidad por todo mi cuerpo, me sentía sucia e inmunda, estaba siendo contaminada. Él continuó su desagradable recorrido buscando entre las curvas de mi cintura, al mismo tiempo que su respiración se intensificaba. Los escalofríos en mi nuca y espalda explotaban a cada segundo, haciéndome temblar en cada oportunidad.

Él dejó de tocarme, aliviando no solo mi cuerpo, sino también mi alma. Aun así, me sentía corrompida, tenía el incesante deseó de huir lejos y lavarme cada centímetro de mi cuerpo. Suplicaba que todo terminara de una vez, llevaba siendo atormentada por horas.

Su toqué repugnante volvió, se posaba sobre mi rodilla sin misericordia alguna, no importaba que mi pijama me cubriese, el malestar que me generaba era despiadado y cruel. Sus dedos eran punzantes armas que cortaban cada lugar por el que surcaban, hiriendo mi piel y desangrando mi integridad.

Como una enfermedad sucia y abominable, se esparcía por el interior de mis muslos, con una lentitud perversa que se deleitaba en el camino que realizaba. Cada milímetro que avanzaba me hundía más en el horror y la inutilidad que me engullía por no poder defenderme. Me sentía débil, sin poder ni fuerza, anhelaba que alguien me salvase.

Mi sollozo ahogado se abría paso en la silenciosa habitación y las lágrimas se deslizaban por mi mejilla. Sus dedos rozaron una parte de mí que creía que era lo único que realmente me pertenecía y tenía valor, destrozando los últimos pedazos de inocencia que me quedaban.

—Agustín —clamé con el poco aliento que poseía, expulsando un sonido tan frágil que la más mínima brisa lo borraría en el olvido.

Me despojaron de mi pantalón, dejándome desahuciando y con un frío infernal que me carcomía cada hueso y fibra muscular. Mi respiración exacerbada se mezclaba con mi pánico, creando una melodía de terror y sometimiento. ¿Por qué mi cuerpo no me obedecía?

Él intruso se abalanzó encima de mí, asfixiándome con todo su peso. Parecía que cargaba con una tonelada y que pronto me aplastaría hasta dejarme sin vida. Su lengua asquerosa humedeció mis mejillas e impregno aquel hedor fétido que expulsaba de su boca. Vomitar, quería vomitar.

Empecé a sentir como se frotaba contra mí, me había convertido en un objeto inmundo que servía para su placer morboso y vil, cada movimiento me sumergía en la agonía y la desesperanza. ¿Cómo podía Dios permitir esto? Lo culpaba y le recriminaba cada doloroso segundo, al mismo tiempo que le rogaba por su perdón y ayuda.

El hombre se detuvo por unos instantes, pero sabía que todo estaba lejos de terminar. El ruido de su cinturón desabrochándose me exaltó y por un instante abrí los ojos por el desconcierto, topándome con la silueta de Paco y su sonrisa amarilla que destacaba en la oscuridad. Su mirada irradiaba un deseo lujurioso y diabólico, parecía un monstruo sediento por alimentarse.

Aparté el rostro despavorida y continué con mis rezos. Dios, Agustín, hasta pedí para que la madre Anna viniera a rescatarme. El sonido de la bragueta del pantalón bajándose sepultó mis esperanzas y me hizo aborrecer el día que nací.

—Shhh —dijo Paco tapándome la boca y la nariz con su mano.

La presión con la que me apretaba me asfixiaba, no podía respirar y era obvio que no le importaba. Poco a poco sentía como me quedaba sin aliento y mi pecho se endurecía por la falta de aire. Mi corazón empezó a detenerse y mi cuerpo se quedaba sin energía. Abrí una vez más los ojos y posé mi mirada en el techo, realmente quería ver el cielo, esperaba poder ir hacía ahí. Aunque dudaba que aceptarían a alguien tan sucio y mancillado.

La muerte me ilusionaba, era la única salida y llegué a esperarla con ansias. No quería seguir sintiendo los incesantes escalofríos y el repugnante toqué de Paco. Antes de que mi conciencia se desvaneciera, él se preparó para completar su acto inmundo.

Se impuso con bestialidad, abriendo mis piernas y acomodándose para arrebatarme lo único puro que me quedaba. Esperé aterrada el momento, me había resignado a lo que sea que fuese a pasar.

—Eres una niña buena —susurró en mi oído.

—¡No, basta! —grité con fuerza y me levanté de la cama.

Abrí los ojos desorientada, acababa de despertarme de una pesadilla. No podía creerlo, había sido demasiado real. Demasiada siniestra. Aún sentía aquellos hormigueos repugnantes esparciéndose por mi cuerpo y el nauseabundo tacto de Paco.

Agustín prendió la luz del velador y se acercó a mí con el rostro pálido y los ojos bien abiertos.

—¿Juli, que sucede? —preguntó sentándose a mi lado, moviendo sus manos con nerviosismo por no saber qué hacer.

Sin siquiera responder, me lancé a su pecho y me derretí entre sus brazos. Enterré mi rostro en su hombro y lloré desesperadamente.

—Fue solo una pesadilla, tranquila —exclamó Agustín, acariciando mi cabeza.

Detuve su mano por reflejo, no quería que me tocaran. Me traía de vuelta los sentimientos que me atormentaron durante mi sueño. Solo quería que se quedara quieto y me abrasara. Ni siquiera su toqué cálido y dulce al que estaba tan acostumbrada lograba deshacerse de las cicatrices que me dejó mi pesadilla.

—Quiero volver al orfanato —dije a duras penas.

El silencio era una respuesta realista a mi súplica, eso no era posible. Me limité a desahogarme hasta quedarme sin lágrimas. Me contenía para no hacer ruido, debía tener cuidado de despertar a Carmen y Paco, no estaba en condiciones de recibir algún regaño y castigo.

—Todo va a estar bien, Juli —susurró con ternura Agustín—. Estamos juntos en esto —agregó, haciéndome sentir culpable por no poder aguantar la situación.

No quería pensar en nada, me quedé aferrada a él durante el resto de la noche. Quizás así podría olvidarme del asfixiante peso de una bestia lanzándose encima, corrompida por deseos grotescos y paganos. Además de aquel olor hediondo que tenía plasmado en la mejilla.

Agustín sería una vez más mi salvavidas para no acabar al fondo del solitario abismo. Su compañía volvía a servir como un bálsamo que aliviaba mi dolor. Esperaba que me ayudase a curarme del mal presentimiento que me abrumaba, sin dudas mi cuerpo y mente me advertían constantemente de que debía tener cuidado. Desde el día que escuché hablar a la madre Anna por teléfono todo cambio.

¿Era mi imaginación o una desafortunada coincidencia?

Me gusté o no, algo me decía que pronto tendría la respuesta.


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Continuamos nuestro viaje con los primeros rayos de luz de la mañana. Durante un par de horas nos seguimos adentrando a la espesura del monte, por un camino abandonado de tierra y piedra que ralentizaba el trayecto.

Todo ese tiempo me mantuve con la mirada en la ventana del auto, desconectada del mundo. Ignoraba los ojos acosadores de Paco a través del espejo retrovisor y a Agustín que buscaba cerciorarse de cómo me encontraba. Me perdí en los incontables árboles y arbustos, disfruté del cielo anaranjado, adornado con algunas nubes madrugadoras que paseaban libres por horizonte.

Me dejaron bajaron un poco el vidrio para refrescarme y el aroma de la hierba y rocío me acompañaron durante el viaje silencioso. Sin darme cuenta, llegamos a nuestro destino, el pueblo de San Gonzales. Todo a nuestro alrededor eran hectáreas y hectáreas de cosechas y animales de todo tipo. Algunas que otras casas hacían su aparición, se encontraban muy separadas unas de otras y sus terrenos estaban limitados por alambrados y vallas de madera.

Nunca había visto los animales de granja, me hacían sentir como una niña de nuevo, explorando un mundo totalmente distinto al que estaba acostumbrado. El tamaño de las vacas y toros era intimidante, las cabras y ovejas eran tiernas y graciosas, los caballos y yeguas eran bellos e imponente, me dejaron maravilladas.

—Hogar, dulce hogar. Por fin llegamos —exclamó Carmen, mientras la camioneta se estacionaba.

Al bajar intercambié sonrisas con Agustín, su cabello alborotado y sus ojos color miel me animaban de nuevo. Tenía una mancha de dentífrico en el mentón, esta vez no podía culparlo, el baño del motel no contaba con un espejo. El tiempo que estuve perdida en el paisaje me ayudó a recuperar mi ánimo y olvidarme de la noche larga que sufrimos.

—Sus cuartos están arriba, Paco los acompañará hasta ahí —dijo Carmen, siendo la primera entrar, ella no bajaba nada del equipaje.

La casa era pequeña si la comparábamos con el orfanato, parecía solitaria, aislada en medio del campo. Era de madera, pintada con colores ocres, se veía muy limpia y cuidada, daba la impresión de ser acogedora. A su lado, un único árbol la igualaba en altura, con varias ramas que llegaban hasta la ventana del segundo piso.

En mis fantasías, los lugares a donde iba a vivir eran mansiones, similares a las películas yanquis o los cuentos de los libros. Me encontraba algo ansiosa por verla por dentro, aunque no quería tener muchas expectativas.

—Vamo', que bajamos todo y hay que partir pa' atender los animales y cultivos —indicó Paco, llevando todo el equipaje que podía en su hombro.

Con Agustín cargamos lo restante y lo seguimos. Cruzamos la puerta mosquitera y fuimos recibidos por una sala de estar hogareña y humilde. Muchos adornos de tela cocidos a mano se distribuían por cada estante y mesa. Las paredes tenía colgadas fotos en blanco y negro de Carmen y Paco, junto a lo que parecían ser su familia.

La mesa principal era redonda, para un máximo de cuatro personas. El salón de bienvenidas era también el comedor, y al costado estaba la escalera que llevaba al segundo piso, donde había tres habitaciones y un baño. En la planta baja solo había dos espacios: el comedor y luego un pasillo largo y estrecho que te llevaba a la cocina.

—Este de acá va a ser tu cuarto —dijo Paco sin detenerse, era la primera habitación luego de subir las escaleras—. Y el de allá va a ser tuyo, chango. —El que seguía era de Agustín.

Al fondo estaba el cuarto de Paco y Carmen, al lado del baño. No voy a mentir, me gustaba lo que estaba viendo, era confortable. Entré a mi habitación, así es, "mi" habitación, y mi sonrisa floreció de nuevo, cargada de ilusión.

Solo había una cama y unos pocos muebles para guardar la ropa, pero el espacio era más que suficiente para mí sola. Caminé alrededor contemplado cada centímetro, terminando con una linda vista a través de la ventana. Podía ver la camioneta destartalada de Paco y el árbol de la entrada acercándose con sus ramas para intentar saludarme. Todo lo demás era campo, lo que resaltaba la belleza del cielo y su enorme extensión. Me hacía sentir libre, por fin mi mirada podía ir más allá de cuatro paredes.

—Paco y niños, vengan a desayunar —gritó Carmen desde abajo, su voz era la de una madre amorosa y entusiasmada.

Con Agustín bajamos de manera temerosa y curiosa por partes iguales, sin saber cómo debíamos actuar. Cada paso que dábamos lo intercalábamos con miradas que esperaban la aprobación de los adultos.

—Queso, salame, manteca y pan para empezar el día —dijo Carmen poniendo varios platos y tablas de madera con la comida ya cortada y lista—. Sírvanse lo que quieran. ¿Mate cocido o té?

—Lo que sea está bien —respondimos al unísono con Agustín, encogiéndonos de hombros.

Sentía mucha curiosidad por probar ese alimento conocido como 'salame', su rebanada en rodajas resultaba tentadora. Paco la junto con el queso y la devoro sin dudar. Agustín hizo lo mismo, solo que más lento, asegurándose de que no lo iban a regañar.

—Wow, está buenísimo esto —exclamó con sus ojos brillando y la boca llena—. Probá, Juli, está ricaso.

Tomé una rodaja de salame y la acerque a mi boca, era suave y grasosa, con un aroma a embutido. Parecía esa clase de comidas elegantes que servían en las películas que veía con Agustín.

Le di el primer bocado ansiosa por probarlo y me sorprendí por su sabor a carne, era fuerte e intenso. Estaba segura de que jamás podría olvidar algo así. Luego lo combiné con el queso y descubrí que eran la pareja perfecta, se volvían una combinación exquisita que se potenciaban mutuamente.

Acabamos con toda la comida de la mesa en unos pocos minutos, mientras Carmen nos observaba y sonreía con entusiasmo.

—Ahora que ya comieron, vayamos a lo importante —dijo atrayendo nuestra atención—. Vos, Juli, trabajarás conmigo en casa. Nos encargaremos de las gallinas, la leche, los huevos, la cocina, lavar y cocer. Entre otras cosas que necesiten los hombres. Confió en que podrás hacer todo eso, no es nada que no sepás hacer —agregó orgullosa, demostrando que tenía seguridad en mis capacidades. Solo asentí, me daba algo de vergüenza la manera en que me alababa—. Mientras que, Agustín, ayudará a Paco en el campo: andará a caballo, manearas los animales, los arreará, cuidara los cultivos y ayudará en la cosecha.

Carmen suspiró por un momento, parecía dudar de lo que iba a decir. Tardó un poco en hablar, le costaba encontrar las palabras que quería.

—Paco es algo... rompe bolas. —Dejó escapar una carcajada al ver a Paco resoplar y poner los ojos en blanco—. No es muy comunicativo y de seguro que te va a joder mucho los primeros días para que hagás bien las cosas. Vos no te preocupés y trata de hacerlo lo mejor que podás. Te va a costar acostumbrarte, el trabajo de campo es jodido.

Agustín asentía, no se lo veía muy seguro, sin embargo, él iba a esforzarse por cumplir cada trabajo que le dieran, sin importar lo duro o exigente que sea. Era lo que aprendimos en el orfanato, no podíamos quejarnos.

—¡Muy bien! —exclamó Carmen dando sus típicos aplausos rápidos y suaves—. Sé que van a poder. Ahora, para terminar, déjenme explicarle algunas reglas que deberán seguir. —Aclaró su garganta y se acomodó en su silla—. Nada de robar —dijo con firmeza, nosotros nos miramos confundidos, me parecía algo obvio y que no era necesario mencionarlo—. Nada de mentiras; no pueden pelearse con otros niños; obedezcan y respeten a los adultos; no pueden rezar o decir cánticos religiosos frente a la gente del pueblo.

Esto último lo indicó con seriedad, sin sonrisas o tonos amables, fue algo preocupante. Era la segunda vez que lo mencionaba, anoche en el motel también lo había dicho.

—Sí, doña Carmen —respondimos con sumisión, como lo haríamos con la madre Anna—. Obedeceremos las reglas.

—Ay... niños, no soy la madre Anna —señaló de inmediato—. Me gusta que sean educados, pero no deben ser tan abnegados. Son reglas que deben cumplir para no meterse en problemas. Si fallan en algunas de ellas, su castigo será más trabajo y perderán ciertas libertades que tienen.

Ninguno de los dos dijo nada. Lo mejor era no preguntar ni discutir lo que decían los adultos, teníamos en claro que, mientras no provoquemos su ira, ellos no nos harían nada. O, por lo menos, así fue como vivíamos en el orfanato.

—Sin embargo... —Carmen se puso de pie y apoyó sus pesados brazos sobre el mesón. Sus ojos perdieron toda amabilidad y buen ánimo—. Hay dos reglas con las que deben tener especial cuidado: Deben volver a casa antes de que anochezca, no pueden estar fuera cuando oscurece. El campo es peligroso, hay víboras, arañas y pumas, entre otras cosas que pueden lastimarlos. ¿Quedó claro esto? —Una vez más, asentimos evitando cruzarnos con su mirada—. La otra es que, no pueden escapar del pueblo, ni siquiera lo intenten. —Su voz por primera vez sonaba cruel y firme, ya sabía con demasiada certeza los que significaba ese tono a la hora de expresarse—. Son nuestra responsabilidad y no pueden irse sin avisarnos. Podrán hacerlo una vez tengan el dinero necesario y hayan trabajado lo suficiente para nosotros. —Volvió a su actitud cariñosa, parecía que de verdad quería darnos esperanza.

En mi cabeza se repitió una sola cosa "podrán irse cuando tengan el dinero necesario". ¿Eso significaba que en verdad podía escoger mi destino? ¿Eso sería realmente posible? Miré a Agustín y él me devolvió la mirada, sin duda estábamos pensando lo mismo. Por fin teníamos una posibilidad de marcharnos, por más mínima que pudiera parecer, era una posibilidad real.

—¿De verdad podremos irnos? —pregunté cegada por la codicia.

—Claro, Julietita —respondió de inmediato, sin dudarlo—. Aquí eres libre para hacer lo que quieras, siempre y cuando cumplás tus horas de trabajo. Ah, y no te metas en muchos problemas, las reglas son para cuidarte, no para someterte —aclaró tomando asiento de nuevo, suspirando por el esfuerzo que le llevo mantenerse de pie—. ¿Alguna otra pregunta?

—No, doña Carmen.

—Bien, vamos a trabajar entonces. Espero que disfruten de su nueva estadía en el pueblo de San Gonzales. Estoy segura de que una vez se acostumbren se volverán parte del pueblo —dijo riéndose con cierta extrañeza.

—Vamos, chango, ya perdimos algunas horas y hay que retomar el trabajo que no hicimos el finde. —Paco se puso de pie y le dio el último tragó a su té—. Ponete ropa que no sirva, pa' ensuciar.

—Solo tengo esto y dos conjuntos más —respondió Agustín al levantarse—. Supongo que no hay drama de que use este.

Paco miró a Carmen y entornaron los ojos. Era su manera de comunicarse, daba la impresión de que ella tenía telepatía, podía traducir los gestos y miradas de su pareja con una precisión sobrenatural.

—Mañana iré con Paco al pueblo y les compraremos ropa nueva —dijo Carmen sin titubear.

¿Ropa nueva? Me resultaba difícil de creer lo que acababa de escuchar. Habitación propia, ropa nueva, buena comida, la posibilidad de un futuro, todo empezaba a tomar sentido y dibujar un buen horizonte. Mis preocupaciones pasaron a segundo plano, tener algo de esperanza iluminaba mi camino. No me sentía tan perdida y en cierto aspecto la vida que siempre soñé se iba materializando.

—De verdad no sé qué decir —dijo Agustín con una sonrisa inocente y las mejillas rojas.

—Solo no te metas en problemas y disfruta de tu nueva vida. —Carmen se acercó hasta él y le dio unas palmaditas en el hombro—. Soporta a Paco y todo estará bien —agregó riéndose de manera burlona.

El ambiente en casa era cómodo, casi como si fuéramos una familia. Carmen era una mujer que guiaba bien el tono de las conversaciones, cada uno de sus gestos reflejaba como se sentía y que esperaba de nosotros. Podía volverse un poco perturbadora en algunos momentos, pero supongo que era normal. Tampoco conocía a demasiados adultos que pudiera servir de buen ejemplo, cada uno tenía sus excentricidades.

Mientras preparábamos todo, el timbre de la casa anunció la llegada de alguien, llevando las miradas de todos a la entrada. La puerta principal estaba abierta, lo único que impedía que la visita entrase era la tela mosquitera.

Carmen gritó dando su permiso para que pasara y el joven lo hizo de inmediato. Era un chico de mi edad, con una presencia distinguida y de piel curtida por el sol. Tenía un buen porte y figura, su aura parecía la de un adulto maduro. Su espalda era el doble de grande que la de Agustín, vestía como todo un gaucho de la zona: con camisa blanca que le quedaba algo ajustada y un pañuelo rojo atado en el cuello. Llevaba una faja de tela en la cintura, con coloridos y llamativos diseños que realzaban su conjunto. Su pantalón era una bombacha de gaucho y las acompañaba con unas cómodas alpargatas.

El pelo castaño lo tenía un poco largo, con una gran línea en el medio que lo separaba en dos partes, era como si fuese un libro abierto, dejando caer algunos mechones de flequillo sobre sus profundos ojos azabache. Su rostro afable transmitía calma y una actitud respetuosa.

—Con su permiso, doña Carmen. —Ingresó con la cabeza agachada en señal de respeto—. Mi padre me asignó la labor d... —Cuando levantó la mirada se quedó en blanco al verme, toda la serenidad que su rostro reflejaba desapareció en segundos.

—¡Oh, Héctor! —exclamó Carmen poniéndose delante de mí, como si quisiese cubrirme—. Qué agradable sorpresa tu visita.

El parpado izquierdo de Héctor empezó a temblar y un tic bastante evidente elevaba la comisura de su labio.

—¿Qué es lo que te trae aquí, Héctor? —insistió Carmen con un tono más severo.

—Mi padre quería dialogar con Paco sobre los animales que cazamos durante su ausencia. —Sus ojos intentaban mantenerse en Carmen, pero se desviaban hacia mí—. Le amerita saber lo que haremos con ellos.

—Dile que a la tarde me paso, cuando acabe mi trabajo —respondió Paco con su habitual desinterés.

—Así será, don Paco. Lo esperaremos con efusividad.

Su voz era grave y hablaba de manera lenta y pausada. Daba la impresión de ser alguien tranquilo, pero su parpado temblaba con nerviosismo luego de mirarme a los ojos. Se despidió haciendo una reverencia y se marchó rápido del lugar, me dio la impresión que quería irse de inmediato.

Ese fue el primer encuentro que tuve con Héctor. Nunca podría imaginar todo lo que desencadenaría las siguientes interacciones que iba a tener con él. Si tan solo lo hubiese sabido, no me habría relacionado con Héctor. De verdad lo siento, Héctor, no fue mi intención ser la responsable de todas tus desgracias...


Fin del capitulo 6

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